A mi regreso a Barcelona dejé pasar un tiempo antes de volver a visitar a Miquel Moliner. Necesitaba quitarme a Julián de la cabeza y me daba cuenta de que si Miquel me preguntaba por él no iba a saber qué decir. Cuando nos encontramos de nuevo no hizo falta que le dijese nada. Miquel me miró a los ojos y se limitó a asentir. Me pareció más flaco que antes de mi viaje a París, el rostro de una palidez casi enfermiza, que yo atribuí al exceso de trabajo con que se castigaba. Me confesó que estaba pasando apuros económicos. Había gastado casi todo el dinero que había heredado en sus donaciones filantrópicas y ahora los abogados de sus hermanos estaban tratando de desalojarle del palacete alegando que una cláusula del testamento del viejo Moliner especificaba que Miquel sólo podría hacer uso de aquel lugar siempre y cuando lo mantuviese en buenas condiciones y pudiera demostrar solvencia para mantener la propiedad. En caso contrario, el palacio de Puertaferrisa pasaría a la custodia de sus otros hermanos.
—Incluso antes de morir, mi padre intuyó que iba a gastarme su dinero en todo aquello que él detestaba en vida, hasta el último céntimo.
Sus ingresos como columnista y traductor estaban lejos de permitirle mantener semejante domicilio.
—Lo difícil no es ganar dinero sin más —se lamentaba—. Lo difícil es ganarlo haciendo algo a lo que valga la pena dedicarle la vida.
Sospeché que estaba empezando a beber a escondidas. A veces le temblaban las manos. Yo le visitaba todos los domingos y le obligaba a salir a la calle y a alejarse de su mesa de trabajo y sus enciclopedias. Sabía que le dolía verme. Actuaba como si no recordase que me había propuesto matrimonio y que le había rechazado, pero a veces le sorprendía observándome con anhelo y deseo, con mirada de derrota. Mi única excusa para someterle a aquella crueldad era puramente egoísta: sólo Miquel sabía la verdad sobre Julián y Penélope Aldaya.
Durante aquellos meses que pasé alejada de Julián, Penélope Aldaya se había convertido en un espectro que me devoraba el sueño y el pensamiento. Todavía recordaba la expresión de decepción en el rostro de Irene Marceau al comprobar que yo no era la mujer que Julián estaba esperando. Penélope Aldaya, ausente y a traición, era una enemiga demasiado poderosa para mí. Invisible, la imaginaba perfecta, una luz en cuya sombra me perdía, indigna, vulgar, tangible. Nunca había creído posible que pudiera odiar tanto, y tan a mi pesar, a alguien a quien ni siquiera conocía, a quien no había visto una sola vez. Supongo que creía que si la encontraba cara a cara, si comprobaba que era de carne y hueso, su hechizo se rompería y Julián sería libre de nuevo. Y yo con él. Quise creer que era una cuestión de tiempo, de paciencia. Tarde o temprano, Miquel me contaría la verdad. Y la verdad me haría libre.
Un día, mientras paseábamos por el claustro de la catedral, Miquel volvió a insinuar su interés por mí. Le miré y vi a un hombre solo, sin esperanzas. Sabía lo que hacía cuando le llevé a casa y me dejé seducir por él. Sabía que le estaba engañando, y que él lo sabía también, pero no tenía nada más en el mundo. Fue así como nos convertimos en amantes, por desesperación. Yo veía en sus ojos lo que hubiera querido ver en los de Julián. Sentía que al entregarme a él, me vengaba de Julián y de Penélope y de todo aquello que se me negaba. Miquel, que estaba enfermo de deseo y de soledad, sabía que nuestro amor era una farsa, y aun así no podía dejarme ir. Cada día bebía más y muchas veces apenas podía poseerme. Entonces bromeaba amargamente que después de todo nos habíamos convertido en un matrimonio ejemplar en un tiempo récord. Nos estábamos haciendo daño el uno al otro por despecho y cobardía. Una noche, cuando casi se cumplía un año de mi regreso de París, le pedí que me contase la verdad sobre Penélope. Miquel había bebido y se puso violento, como nunca le había visto antes. Lleno de rabia, me insultó y me acusó de no haberle querido nunca, de ser una furcia cualquiera. Me arrancó la ropa a jirones y cuando quiso forzarme yo me tendí, ofreciéndome sin resistencia y llorando en silencio. Miquel se vino abajo y me suplicó que le perdonase. Cuánto me hubiera gustado poder amarle a él y no a Julián, poder elegir quedarme a su lado. Pero no podía. Nos abrazamos en la oscuridad y le pedí perdón por todo el daño que le había hecho. Me dijo entonces que si eso era realmente lo que quería, me contaría la verdad sobre Penélope Aldaya. Hasta en eso me equivoqué.
Aquel domingo de 1919 en que Miquel Moliner había acudido a la estación de Francia a entregar el billete a París y despedir a su amigo Julián, ya sabía que Penélope no acudiría a la cita. Sabía que dos días antes, al regresar don Ricardo Aldaya de Madrid, su esposa le había confesado que había sorprendido a Julián y a su hija Penélope en la habitación del aya Jacinta. Jorge Aldaya le había revelado a Miquel lo sucedido el día anterior, haciéndole jurar que nunca se lo contaría a nadie. Jorge le explicó cómo, al recibir la noticia, don Ricardo estalló de ira, y gritando como un loco, corrió a la habitación de Penélope, que al oír los alaridos de su padre se había encerrado con llave y lloraba de terror. Don Ricardo derribó la puerta a patadas y encontró a Penélope de rodillas, temblando y suplicándole su perdón. Don Ricardo le propinó entonces una bofetada que la derribó contra el suelo. Ni el propio Jorge fue capaz de repetirle las palabras que profirió don Ricardo, ardiendo de rabia. Todos los miembros de la familia y el servicio esperaban abajo, atemorizados, sin saber qué hacer. Jorge se ocultó en su habitación, a oscuras, pero incluso allí llegaban los gritos de don Ricardo. Jacinta fue despedida aquel mismo día. Don Ricardo ni se dignó verla. Ordenó a los criados que la echasen de la casa y les amenazó con un destino similar si cualquiera de ellos volvía a tener contacto alguno con ella.
Cuando don Ricardo bajó a la biblioteca era ya medianoche. Había dejado encerrada bajo llave a Penélope en la que había sido la habitación de Jacinta y prohibió terminantemente que nadie subiera a verla, ni miembros del servicio ni de la familia. Desde su habitación, Jorge escuchó a sus padres hablar en el piso de abajo. El doctor llegó de madrugada. La señora Aldaya le condujo hasta la alcoba donde mantenían encerrada a Penélope y esperó en la puerta mientras el médico la reconocía. Al salir, el doctor se limitó a asentir y a recoger su pago. Jorge escuchó cómo don Ricardo le decía que si comentaba con alguien lo que había visto allí, él personalmente se aseguraría de arruinar su reputación y de impedir que volviese a ejercer la medicina. Incluso Jorge sabía lo que eso significaba.
Jorge confesó estar muy preocupado por Penélope y por Julián. Nunca había visto a su padre poseído por semejante cólera. Incluso teniendo en cuenta la ofensa cometida por los amantes, no comprendía el alcance de aquella ira. Tiene que haber algo más, dijo, algo más. Don Ricardo había dado órdenes ya para que Julián fuese expulsado del colegio de San Gabriel y se había puesto en contacto con el padre del muchacho, el sombrerero, para enviarle al ejército inmediatamente. Miquel, al oír aquello, decidió que no podía decirle a Julián la verdad. Si le desvelaba que don Ricardo Aldaya mantenía encerrada a Penélope y que ella llevaba en las entrañas al hijo de ambos, Julián nunca tomaría aquel tren para París. Sabía que quedarse en Barcelona sería el fin de su amigo. Así pues, decidió engañarle y dejar que partiera para París sin saber lo que había sucedido, dejándole creer que Penélope se reuniría con él tarde o temprano. Al despedirse de Julián aquel día en la estación de Francia, quiso creer que no todo estaba perdido.
Días más tarde, cuando se supo que Julián había desaparecido, se abrieron los infiernos. Don Ricardo Aldaya echaba espuma por la boca. Puso a medio departamento de policía a la busca y captura del fugitivo, sin éxito. Acusó entonces al sombrerero de haber saboteado el plan que habían pactado y le amenazó con la ruina absoluta. El sombrerero, que no entendía nada, acusó a su vez a su esposa Sophie de haber urdido la fuga de aquel hijo infame y la amenazó con echarla a la calle para siempre. A nadie se le ocurrió que era Miquel Moliner quien había ideado todo el asunto. A nadie excepto a Jorge Aldaya, que dos semanas más tarde acudió a verle. Ya no rezumaba el temor y la preocupación que le habían atenazado días atrás. Aquél era otro Jorge Aldaya, adulto y robado de inocencia. Fuera lo que fuese lo que se ocultaba tras la rabia de don Ricardo, Jorge lo había averiguado. El motivo de la visita era sucinto: le dijo que sabía que era él quien había ayudado a Julián a escapar. Le anunció que ya no eran amigos, que no quería volver a verle nunca más y le amenazó con matarle si le contaba a alguien lo que él le había revelado dos semanas antes.
Unas semanas más tarde, Miquel recibió la carta bajo nombre falso que Julián enviaba desde París dándole su dirección y comunicándole que estaba bien y le echaba de menos e interesándose por su madre y por Penélope. Incluía una carta dirigida a Penélope para que Miquel la reenviase desde Barcelona, la primera de tantas que Penélope nunca llegaría a leer. Miquel dejó pasar unos meses con prudencia. Escribía semanalmente a Julián, refiriéndole sólo aquello que creía oportuno, que era casi nada. Julián a su vez le hablaba de París, de lo difícil que estaba resultando todo, de lo solo y desesperado que se sentía. Miquel le enviaba dinero, libros y su amistad. Junto con cada carta, Julián acompañaba sus envíos con otra misiva para Penélope. Miquel las enviaba desde diferentes estafetas, aun sabiendo que era inútil. En sus cartas, Julián no cesaba de preguntar por Penélope. Miquel no podía contarle nada. Sabía por Jacinta que Penélope no había salido de la casa de la avenida del Tibidabo desde que su padre la había encerrado en la habitación del tercer piso.
Una noche, Jorge Aldaya le salió al paso entre las sombras a dos manzanas de su casa. «¿Vienes ya a matarme?», preguntó Miquel. Jorge anunció que venía a hacerle un favor a él y a su amigo Julián. Le entregó una carta y le sugirió que se la hiciera llegar a Julián, dondequiera que se hubiera ocultado. «Por el bien de todos», sentenció. El sobre contenía una cuartilla escrita de puño y letra por Penélope Aldaya.
Querido Julián:
Te escribo para anunciarte mi próximo matrimonio y para rogarte que no me escribas más, que me olvides y que rehagas tu vida. No te guardo rencor, pero no sería sincera si no te confesara que nunca te he querido y nunca podré quererte. Te deseo lo mejor, dondequiera que estés.
Penélope
Miquel leyó y releyó la carta mil veces. El trazo era inequívoco, pero no creyó por un momento que Penélope hubiera escrito aquella carta por propia voluntad. «Dondequiera que estés…». Penélope sabía perfectamente donde estaba Julián: en París, esperándola. Si fingía desconocer su paradero, reflexionó Miquel, era para protegerle. Por ese mismo motivo, Miquel no acertaba a comprender lo que podía haberla llevado a redactar aquellas líneas. ¿Qué más amenazas podía cernir sobre ella don Ricardo Aldaya que el mantenerla encerrada durante meses en aquella alcoba como a una prisionera? Más que nadie, Penélope sabía que aquella carta constituía una puñalada envenenada en el corazón de Julián: un joven de diecinueve años, perdido en una ciudad lejana y hostil, abandonado de todos, apenas sobreviviendo de vanas esperanzas de volverla a ver. ¿De qué quería protegerle al apartarle de su lado de aquel modo? Tras mucho meditarlo, Miquel decidió no enviar la carta. No sin antes saber su causa. Sin una buena razón, no sería su mano la que hundiese aquel puñal en el alma de su amigo.
Días más tarde supo que don Ricardo Aldaya, harto de ver a Jacinta Coronado acechando como un centinela a las puertas de su casa mendigando noticias de Penélope, había recurrido a sus muchas influencias y hecho encerrar al aya de su hija en el manicomio de Horta. Cuando Miquel Moliner quiso visitarla, se le negó el permiso. Jacinta Coronado iba a pasar sus tres primeros meses en una celda incomunicada. Después de tres meses en el silencio y en la oscuridad, le explicó uno de los doctores, un individuo muy joven y sonriente, la docilidad de la paciente estaba garantizada. Siguiendo una corazonada, Miquel decidió visitar la pensión en la que Jacinta había estado viviendo durante los meses siguientes a su despido. Al identificarse, la patrona recordó que Jacinta había dejado un mensaje a su nombre y tres semanas a deber. Saldó la deuda, de cuya veracidad dudaba, y se hizo con el mensaje en que el aya decía que tenía constancia de que una de las doncellas de la casa, Laura, había sido despedida al saberse que había enviado en secreto una carta escrita por Penélope a Julián. Miquel dedujo que la única dirección a la que Penélope, desde su cautiverio, habría podido dirigir la misiva era al piso de los padres de Julián en la ronda de San Antonio, confiando en que ellos a su vez la hiciesen llegar a su hijo en París.
Decidió pues visitar a Sophie Carax a fin de recuperar aquella carta para enviársela a Julián. Al visitar el domicilio de la familia Fortuny, Miquel se llevó una sorpresa de mal augurio: Sophie Carax ya no residía allí. Había abandonado a su marido unos días atrás, o ése era el rumor que circulaba en la escalera. Miquel trató entonces de hablar con el sombrerero, que pasaba los días encerrado en su tienda carcomido por la rabia y la humillación. Miquel le insinuó que había venido a buscar una carta que debía haber llegado a nombre de su hijo Julián hacía unos días.
—Yo no tengo ningún hijo —fue toda la respuesta que obtuvo.
Miquel Moliner marchó de allí sin saber que aquella carta había ido a parar a manos de la portera del edificio y que muchos años después, tú, Daniel, la encontrarías y leerías las palabras que Penélope había enviado, esta vez de corazón, a Julián, y que él nunca llegó a recibir.
Al salir de la sombrerería Fortuny, una vecina de la escalera que se identificó como la Vicenteta se le acercó y le preguntó si estaba buscando a Sophie. Miquel asintió.
—Soy amigo de Julián.
La Vicenteta le informó de que Sophie estaba malviviendo en una pensión situada en una callejuela tras el edificio de Correos a la espera de que partiese el barco que la llevaría a América. Miquel acudió a aquella dirección, una escalera angosta y miserable que rehuía la luz y el aire. En la cima de aquella espiral polvorienta de peldaños inclinados, Miquel encontró a Sophie Carax en una habitación del cuarto piso, encharcada de sombras y humedad. La madre de Julián enfrentaba la ventana sentada al borde de un camastro en el que todavía yacían dos maletas cerradas como ataúdes sellando sus veintidós años en Barcelona.
Al leer la carta firmada por Penélope que Jorge Aldaya había entregado a Miquel, Sophie derramó lágrimas de rabia.
—Ella lo sabe —murmuró—. Pobrecilla, lo sabe…
—¿Sabe el qué? —preguntó Miquel.
—La culpa es mía —dijo Sophie—. La culpa es mía.
Miquel le sostenía las manos, sin comprender. Sophie no se atrevió a enfrentar su mirada.
—Penélope y Julián son hermanos —murmuró.