36

Sólo alguien al que apenas le queda una semana de vida es capaz de malgastar su tiempo como yo lo hice durante aquellos días. Me dedicaba a velar el teléfono y roerme el alma, tan prisionero de mi propia ceguera que apenas era capaz de adivinar lo que el destino ya daba por descontado. El lunes al mediodía me acerqué hasta la Facultad de Letras en la plaza Universidad con la intención de ver a Bea. Sabía que no le iba a hacer ninguna gracia que me presentase allí y que nos viesen juntos en público, pero prefería enfrentar su ira que seguir con aquella incertidumbre.

Pregunté en la secretaría por el aula del profesor Velázquez y me dispuse a esperar la salida de los estudiantes. Esperé unos veinte minutos hasta que se abrieron las puertas y vi pasar el semblante arrogante y apincelado del profesor Velázquez, siempre rodeado de su corrillo de admiradoras. Cinco minutos después no había rastro de Bea. Decidí aproximarme hasta las puertas del aula a echar un vistazo. Un trío de muchachas con aire de escuela parroquial conversaban e intercambiaban apuntes o confidencias. La que parecía la líder de la congregación advirtió mi presencia e interrumpió su monólogo para acribillarme con una mirada inquisitiva.

—Perdón, buscaba a Beatriz Aguilar. ¿Sabéis si asiste a esta clase?

Las muchachas intercambiaron una mirada ponzoñosa y procedieron a hacerme una radiografía.

—¿Eres su novio? —preguntó una de ellas—. ¿El alférez?

Me limité a ofrecer una sonrisa vacía, que tomaron por asentimiento. Sólo me la devolvió la tercera muchacha, con timidez y desviando la mirada. Las otras dos se adelantaron, desafiantes.

—Te imaginaba diferente —dijo la que parecía la jefa del comando.

—¿Y el uniforme? —preguntó la segunda oficiala, observándome con desconfianza.

—Estoy de permiso. ¿Sabéis si se ha marchado ya?

—Beatriz no ha venido hoy a clase —informó la jefa, con aire desafiante.

—Ah, ¿no?

—No —confirmó la teniente de dudas y recelos—. Si eres su novio, deberías saberlo.

—Soy su novio, no un guardia civil.

—Anda, vayámonos, éste es un mamarracho —concluyó la jefa.

Ambas pasaron a mi lado dedicándome una mirada de soslayo y una media sonrisa de asco. La tercera, rezagada, se detuvo un instante antes de salir y, asegurándose de que las otras no la veían, me susurró al oído:

—Beatriz tampoco vino el viernes.

—¿Sabes por qué?

—Tú no eres su novio, ¿verdad?

—No. Sólo un amigo.

—Me parece que está enferma.

—¿Enferma?

—Eso dijo una de las chicas que la llamó a casa. Ahora tengo que irme.

Antes de que pudiese agradecerle su ayuda, la muchacha partió al encuentro de las otras dos, que la esperaban con ojos fulminantes en el otro extremo del claustro.

—Daniel, algo habrá pasado. Una tía abuela que se ha muerto, un loro con paperas, un catarro de tanto andar con el trasero al aire… sabe Dios el qué. En contra de lo que usted cree a pies juntillas, el universo no gira en torno a las apetencias de su entrepierna. Otros factores influyen en el devenir de la humanidad.

—¿Se cree que no lo sé? Parece que no me conozca, Fermín.

—Querido, si Dios hubiera querido darme caderas más amplias, hasta le podría haber parido: así de bien le conozco. Hágame caso. Salga de su cabeza y tome la fresca. La espera es el óxido del alma.

—Así que le parezco a usted ridículo.

—No. Me parece preocupante. Ya sé que a su edad estas cosas parecen el fin del mundo, pero todo tiene un límite. Esta noche usted y yo nos vamos de picos pardos a un local de la calle Platería que al parecer está causando furor. Me han dicho que hay unas fámulas nórdicas recién llegadas de Ciudad Real que le quitan a uno hasta la caspa. Yo invito.

—¿Y la Bernarda qué dirá?

—Las niñas son para usted. Yo pienso esperar en la salita, leyendo una revista y contemplando el percal de lejos, porque me he convertido a la monogamia, si no in mentis al menos de facto.

—Se lo agradezco, Fermín, pero…

—Un chaval de dieciocho años que rechaza una oferta así no está en posesión de sus facultades. Hay que hacer algo ahora mismo. Tenga.

Se hurgó los bolsillos y me tendió unas monedas. Me pregunté si aquéllos eran los doblones con los que pensaba financiar la visita al suntuoso harén de las ninfas mesetarias.

—Con esto no nos dan ni las buenas noches, Fermín.

—Usted es de los que se caen del árbol y nunca llegan a tocar el suelo. ¿Se cree de verdad que le voy a llevar de putas y devolvérselo forrado de gonorrea a su señor padre, que es el hombre más santo que he conocido? Lo de las nenas se lo decía para ver si reaccionaba, apelando a la única parte de su persona que parece funcionar. Esto es para que vaya al teléfono de la esquina y llame a su enamorada con algo de intimidad.

—Bea me dijo expresamente que no la llamase.

—También le dijo que llamaría el viernes. Estamos a lunes. Usted mismo. Una cosa es creer en las mujeres y otra creerse lo que dicen.

Convencido por sus argumentos, me escabullí de la librería hasta el teléfono público de la esquina y marqué el número de los Aguilar. Al quinto tono, alguien alzó el teléfono al otro lado y escuchó en silencio, sin contestar. Pasaron cinco segundos eternos.

—¿Bea? —murmuré—. ¿Eres tú?

La voz que contestó me cayó como un martillazo en el estómago.

—Hijo de puta, te juro que te voy a arrancar el alma a hostias.

El tono era acerado, de pura rabia contenida. Fría y serena. Eso es lo que me dio más miedo. Podía imaginar al señor Aguilar sosteniendo el teléfono en el recibidor de su casa, el mismo que yo había utilizado muchas veces para llamar a mi padre y decirle que me retrasaba después de pasar la tarde con Tomás. Me quedé escuchando la respiración del padre de Bea, mudo, preguntándome si me habría reconocido por la voz.

—Veo que no tienes cojones ni para hablar, desgraciado. Cualquier mierda seca es capaz de hacer lo que tú, pero al menos un hombre tendría el valor de dar la cara. A mí se me caería la cara de vergüenza de saber que una chica de diecisiete años tiene más huevos que yo, porque ella no ha querido decir quién eres y no lo dirá. La conozco. Y ya que tú no tienes las agallas de dar la cara por Beatriz, ella va a pagar por lo que tú has hecho.

Cuando colgué el teléfono me temblaban las manos. No fui consciente de lo que acababa de hacer hasta que dejé la cabina y arrastré los pies de vuelta a la librería. No me había parado a considerar que mi llamada sólo iba a empeorar la situación en la que ya se encontrase Bea. Mi única preocupación había sido mantener el anonimato y esconder la cara, renegando de aquellos a quienes decía querer y quienes me limitaba a utilizar. Lo había hecho ya cuando el inspector Fumero había golpeado a Fermín. Lo había hecho de nuevo al abandonar a Bea a su suerte. Volvería a hacerlo en cuanto las circunstancias me brindasen la oportunidad. Permanecí en la calle diez minutos, intentando calmarme, antes de volver a entrar en la librería. Quizá debía llamar otra vez y decirle al señor Aguilar que sí, que era yo, que estaba atontado por su hija y que ahí se acababa el cuento. Si luego le apetecía venir con su uniforme de comandante a romperme la cara, estaba en su derecho.

Regresaba ya a la librería cuando advertí que alguien me observaba desde un portal al otro lado de la calle. Al principio pensé que se trataba de don Federico, el relojero, pero me bastó un simple vistazo para comprobar que se trataba de un individuo más alto y de constitución más sólida. Me detuve a devolverle la mirada y, para mi sorpresa, asintió, como si quisiera saludarme e indicarme que no le importaba en absoluto que hubiera reparado en su presencia. La luz de una farola le caía sobre el rostro de perfil. Las facciones me resultaron familiares. Se adelantó un paso y, abrochándose la gabardina hasta arriba, me sonrió y se alejó entre los transeúntes en dirección a las Ramblas. Le reconocí entonces como el agente de policía que me había sujetado mientras el inspector Fumero atacaba a Fermín. Al entrar en la librería, Fermín alzó la vista y me lanzó una mirada inquisitiva.

—¿Y esa cara que trae?

—Fermín, creo que tenemos un problema.

Aquella misma noche pusimos en marcha el plan de alta intriga y baja consistencia que habíamos concebido días atrás con don Gustavo Barceló.

—Lo primero es asegurarnos de que está usted en lo cierto y somos objeto de vigilancia policial. Ahora, como quien no quiere la cosa, nos vamos a acercar dando un paseo hasta Els Quatre Gats para ver si ese individuo todavía está ahí fuera, al acecho. Pero a su padre ni una palabra de todo esto, o va a acabar por criar una piedra en el riñón.

—¿Y qué quiere que le diga? Ya hace tiempo que anda con la mosca detrás de la oreja.

—Dígale que va a por pipas o a por polvos para hacer un flan.

—¿Y por qué tenemos que ir a Els Quatre Gats precisamente?

—Porque ahí sirven los mejores bocadillos de longaniza en un radio de cinco kilómetros y en algún sitio tenemos que hablar. No me sea cenizo y haga lo que le digo, Daniel.

Dando por bienvenida cualquier actividad que me mantuviese alejado de mis pensamientos, obedecí dócilmente y un par de minutos más tarde salía a la calle tras haberle asegurado a mi padre que estaría de vuelta a la hora de la cena. Fermín me esperaba en la esquina de la Puerta del Ángel. Tan pronto me reuní con él, hizo un gesto con las cejas y me indicó que echara a andar.

—Llevamos el cascabel a unos veinte metros. No se vuelva.

—¿Es el mismo de antes?

—No creo, a menos que haya encogido con la humedad. Éste parece un pardillo. Me lleva un diario deportivo de hace seis días. Fumero debe de estar reclutando aprendices en el Cotolengo.

Al llegar a Els Quatre Gats, nuestro hombre de incógnito tomó una mesa a pocos metros de la nuestra y fingió releer por enésima vez las incidencias de la jornada de liga de la semana anterior. Cada veinte segundos nos lanzaba una mirada de soslayo.

—Pobrecillo, mire cómo suda —dijo Fermín, sacudiendo la cabeza—. Le veo un tanto disperso, Daniel. ¿Ha hablado con la nena o no?

—Se ha puesto su padre.

—¿Y han tenido una conversación amigable y cordial?

—Más bien un monólogo.

—Ya veo. ¿Debo entonces inferir que todavía no le trata de papá?

—Me ha dicho textualmente que me iba a arrancar el alma a hostias.

—Será un recurso estilístico.

Al punto, la silueta del camarero se cernió sobre nosotros. Fermín pidió comida para un regimiento, frotándose las manos de anhelo.

—¿Y usted no quiere nada, Daniel?

Negué. Al regresar el camarero con dos bandejas repletas de tapas, bocadillos y cervezas varias, Fermín le soltó un buen doblón y le dijo que podía quedarse la propina.

—Jefe, ¿ve usted a ese individuo de la mesa junto a la ventana, el que va vestido de Pepito Grillo y tiene la cabeza metida dentro del periódico, a modo de cucurucho?

El camarero asintió con aire de complicidad.

—¿Me haría el favor de ir y decirle que el inspector Fumero le envía recado urgente de que acuda ipso facto al mercado de la Boquería a comprar veinte duros de garbanzos hervidos y llevarlos a jefatura sin dilación (en taxi si hace falta) o que se prepare para presentar el escroto en bandeja? ¿Se lo repito?

—No hace falta, caballero. Veinte duros de garbanzos hervidos o el escroto.

Fermín le soltó otra moneda.

—Dios le bendiga.

El camarero asintió respetuosamente y partió rumbo a la mesa de nuestro perseguidor a entregar el mensaje. Al escuchar las órdenes, al centinela se le descompuso el rostro. Permaneció quince segundos en su mesa, debatiéndose entre fuerzas insondables, y luego se lanzó al galope hacia la calle. Fermín no se molestó ni en pestañear. En otras circunstancias habría disfrutado con el episodio, pero aquella noche era incapaz de quitarme del pensamiento a Bea.

—Daniel, tome tierra, que tenemos faena que discutir. Mañana mismo se va usted a visitar a Nuria Monfort, tal como habíamos dicho.

—¿Y una vez allí qué le digo?

—Tema no le faltará. El plan es hacer lo que dijo el señor Barceló con muy buen tino. Le suelta que sabe que le mintió con perfidia respecto a Carax, que su supuesto marido Miquel Moliner no está en la cárcel como ella pretende, que ha averiguado usted que ella es la mano negra que ha estado recogiendo la correspondencia del antiguo piso de la familia Fortuny-Carax usando un apartado de correos a nombre de un bufete de abogados inexistente… le dice usted lo que sea necesario y conductivo para encenderle el fuego debajo de los pies. Todo ello con melodrama y semblante bíblico. Luego, con golpe de efecto, se va y la deja macerar un rato en los jugos del resquemor.

—Y mientras tanto…

—Mientras tanto yo estaré presto a seguirla, propósito que pienso llevar a cabo haciendo uso de avanzadas técnicas de camuflaje.

—No va a funcionar, Fermín.

—Hombre de poca fe. A ver, pero ¿qué le ha dicho el padre de esa muchacha para ponerle así? ¿Es por lo de la amenaza? Ni le haga caso. A ver, ¿qué le ha dicho ese energúmeno?

Respondí sin pensar.

—La verdad.

—¿La verdad según san Daniel Mártir?

—Ríase lo que quiera. Me está bien empleado.

—No me río, Daniel. Es que me sabe mal verle con ese ánimo autoflagelatorio. Cualquiera diría que está usted al borde del cilicio. No ha hecho usted nada malo. Ya tiene la vida suficientes verdugos para que uno vaya haciendo doblete y ejerciendo de Torquemada con uno mismo.

—¿Habla por experiencia?

Fermín se encogió de hombros.

—Nunca me ha contado usted cómo se cruzó con Fumero —apunté.

—¿Quiere oír una historia con moraleja?

—Sólo si usted quiere contármela.

Fermín se sirvió un vaso de vino y lo apuró de un trago.

—Amén —dijo para sí mismo—. Lo que puedo contarle de Fumero es vox pópuli. La primera vez que oí hablar de él, el futuro inspector era un pistolero al servicio de la FAI. Se había labrado toda una reputación porque no tenía miedo ni escrúpulos. Le bastaba un nombre y lo despachaba de un tiro en la cara en plena calle al mediodía. Talentos así se valoran mucho en tiempos agitados. Lo que tampoco tenía era fidelidad ni credo. Le traía al pairo la causa a la que servía, mientras la causa le sirviese para trepar en el escalafón. Hay toneladas de gentuza así en el mundo, pero pocos tienen el talento de Fumero. De los anarquistas pasó a servir a los comunistas, y de ahí a los fascistas sólo había un paso. Espiaba y vendía información de un bando a otro, tomaba el dinero de todos. Yo hacía tiempo que le tenía echado el ojo. Por entonces, yo trabajaba para el gobierno de la Generalitat. A veces me confundían con el hermano feo de Companys, lo que a mí me llenaba de orgullo.

—¿Qué hacía usted?

—Un poco de todo. En los seriales de ahora a lo que yo hacía se le llama espionaje, pero en tiempos de guerra todos somos espías. Parte de mi trabajo era estar al tanto de los individuos como Fumero. Esos son los más peligrosos. Son como víboras, sin color ni conciencia. En las guerras brotan de todas partes. En tiempos de paz se ponen la careta. Pero siguen ahí. A miles. El caso es que tarde o temprano averigüé cuál era su juego. Más tarde que temprano, diría yo. Barcelona cayó en cuestión de días y la tortilla giró completamente. Pasé a ser un criminal perseguido y mis superiores se vieron forzados a esconderse como ratas. Por supuesto, Fumero ya estaba al mando de la operación de «limpieza». La purga a tiros se llevaba a cabo en plena calle, o en el castillo de Montjuïc. A mí me detuvieron en el puerto cuando intentaba conseguir pasaje en un carguero griego para enviar a Francia a algunos de mis jefes. Me llevaron a Montjuïc y me tuvieron dos días encerrado en una celda completamente oscura, sin agua y sin ventilación. Cuando volví a ver la luz era la de la llama de un soplete. Fumero y un tipo que sólo hablaba alemán me colgaron boca abajo por los pies. El alemán primero me desprendió la ropa con el soplete, quemándola. Me pareció que tenía práctica. Cuando me quedé en pelota picada y con todos los pelos del cuerpo chamuscados, Fumero me dijo que si no le decía dónde estaban ocultos mis superiores, la diversión empezaría de verdad. Yo no soy un hombre valiente, Daniel. Nunca lo he sido, pero el poco valor que tengo lo usé para cagarme en su madre y enviarle a la mierda. A un signo de Fumero, el alemán me inyectó no sé qué en el muslo y esperó unos minutos. Luego, mientras Fumero fumaba y me observaba sonriente, empezó a asarme concienzudamente con el soplete. Usted ha visto las marcas…

Asentí. Fermín hablaba con tono sereno, sin emoción.

—Esas marcas son las de menos. Las peores se quedan dentro. Aguanté una hora bajo el soplete, o quizá sólo fuera un minuto. No lo sé. Pero acabé por dar nombres, apellidos y hasta la talla de camisa de todos mis superiores y hasta de quien no lo era. Me abandonaron en un callejón del Pueblo Seco, desnudo y con la piel quemada. Una buena mujer me metió en su casa y me cuidó durante dos meses. Los comunistas le habían matado al marido y a sus dos hijos a tiros a la puerta de su casa. No sabía por qué. Cuando pude levantarme y salir a la calle, supe que todos mis superiores habían sido detenidos y ajusticiados horas después de que les hubiese delatado.

—Fermín, si no quiere contarme esto…

—No, no. Más vale que lo oiga y sepa con quién se juega usted los cuartos. Cuando regresé a mi casa, me informaron de que había sido expropiada por el gobierno, al igual que mis posesiones. Me había convertido en un mendigo sin saberlo. Traté de conseguir empleo. Se me negó. Lo único que podía conseguir era una botella de vino a granel por unos céntimos. Es veneno lento, que se come las tripas como el ácido, pero confié en que tarde o temprano haría su efecto. Me decía que volvería a Cuba, con mi mulata, algún día. Me detuvieron cuando intentaba abordar un carguero rumbo a La Habana. He olvidado ya cuánto tiempo pasé en la cárcel. Después del primer año, uno empieza a perderlo todo, hasta la razón. Al salir pasé a vivir en las calles, donde usted me encontró una eternidad después. Había muchos como yo, compañeros de galería o amnistía. Los que tenían suerte contaban con alguien fuera, alguien o algo a lo que regresar. Los demás nos uníamos al ejército de desheredados. Una vez te dan el carnet de ese club, nunca dejas de ser socio. La mayoría sólo salíamos de noche, cuando el mundo no mira. Conocí a muchos como yo. Raramente los volvía a ver. La vida en la calle es corta. La gente te mira con asco, incluso los que te dan limosna, pero eso no es nada comparado con la repugnancia que uno se inspira a sí mismo. Es como vivir atrapado en un cadáver que camina, que siente hambre, que apesta y que se resiste a morir. De tarde en tarde, Fumero y sus hombres me detenían y me acusaban de algún hurto absurdo, o de tentar a niñas a la salida de un colegio de monjas. Otro mes en la Modelo, palizas y a la calle otra vez. Nunca comprendí qué sentido tenían aquellas farsas. Al parecer, la policía estimaba conveniente disponer de un censo de sospechosos al que echar mano cuando fuera necesario. En uno de mis encuentros con Fumero, que ahora era todo un prohombre respetable, le pregunté por qué no me había matado, como a los demás. Se rió y me dijo que había cosas peores que la muerte. Él nunca mataba a un chivato, dijo. Lo dejaba pudrirse vivo.

—Fermín, usted no es un chivato. Cualquiera en su lugar hubiera hecho lo mismo. Usted es mi mejor amigo.

—Yo no merezco su amistad, Daniel. Usted y su padre me han salvado la vida, y mi vida les pertenece. Lo que yo pueda hacer por ustedes, lo haré. El día que me sacó usted de la calle, Fermín Romero de Torres volvió a nacer.

—Ése no es su verdadero nombre, ¿verdad?

Fermín negó.

—Ése lo vi en un cartel de la Plaza de las Arenas. El otro está enterrado. El hombre que antes vivía en estos huesos murió, Daniel. A veces vuelve, en pesadillas. Pero usted me ha enseñado a ser otro hombre y me ha dado una razón para vivir otra vez, mi Bernarda.

—Fermín…

—No diga usted nada, Daniel. Sólo perdóneme, si puede.

Le abracé en silencio y le dejé llorar. La gente nos miraba de reojo, y yo les devolvía una mirada de fuego. Al rato decidieron ignorarnos. Luego, mientras acompañaba a Fermín hasta su pensión, mi amigo recuperó la voz.

—Lo que le he contado hoy… le ruego que a la Bernarda…

—Ni a la Bernarda ni a nadie. Ni una palabra, Fermín.

Nos despedimos con un apretón de manos.