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Gustavo Barceló tenía un escuchar contemplativo y salomónico, de médico o nuncio apostólico. Me observaba con las manos unidas a modo de plegaria bajo la barbilla y los codos sobre el escritorio, sin apenas parpadear, asintiendo aquí y allá, como si detectase síntomas o pecadillos en el flujo de mi relato y fuera componiendo su propio dictamen sobre los hechos a medida que yo se los servía en bandeja. Cada vez que me detenía, el librero alzaba las cejas inquisitivamente y hacía un gesto con la mano derecha para indicar que siguiera desenhebrando el galimatías de mi historia, que parecía divertirle enormemente. Ocasionalmente tomaba notas a mano alzada o levantaba la mirada al infinito como si quisiera considerar las implicaciones de cuanto le relataba. Las más de las veces se relamía en una sonrisa sardónica que yo no podía evitar atribuir a mi ingenuidad o a la torpeza de mis conjeturas.

—Oiga, si le parece una tontería me callo.

—Al contrario. Hablar es de necios; callar es de cobardes; escuchar es de sabios.

—¿Quién dijo eso? ¿Séneca?

—No. El señor Braulio Recolons, que regenta una tocinería en la calle Aviñón y posee un don proverbial tanto para el embutido como para el aforismo ocurrente. Prosigue, por favor. Me hablabas de esta muchacha pizpireta…

—Bea. Y eso es asunto mío y no tiene nada que ver con todo lo demás.

Barceló se reía por lo bajo. Estaba por continuar el recuento de mis peripecias cuando el doctor Soldevila se asomó a la puerta del despacho con aspecto cansado y resoplando.

—Disculpen ustedes. Yo ya me iba. El paciente está bien y, valga la metáfora, lleno de energía. Este caballero nos enterrará a todos. De hecho afirma que los sedantes se le han subido a la cabeza y está aceleradísimo. Se niega a reposar e insiste en que tiene que tratar con el señor Daniel de asuntos cuya naturaleza no ha querido aclararme alegando que no cree en el juramento hipocrático, o hipócrita, como dice él.

—Ahora mismo vamos a verle. Y disculpe al pobre Fermín. Sin duda sus palabras son consecuencia del trauma.

—Quizá, pero yo no descartaría la poca vergüenza, porque no hay modo de que deje de pellizcarle el trasero a la enfermera y de recitar pareados glosando lo firme y torneado de sus muslos.

Escoltamos al doctor y a su enfermera hasta la puerta y les agradecimos efusivamente sus buenos oficios. Al entrar en la habitación descubrimos que, después de todo, la Bernarda había desafiado las órdenes de Barceló y se había tendido en el lecho junto a Fermín, donde el susto, el brandy y el cansancio habían conseguido finalmente hacerle conciliar el sueño. Fermín la sostenía dulcemente, acariciándole el pelo, cubierto de vendas, apósitos y cabestrillos. Su rostro dibujaba una magulladura que dolía al mirar y de la que emergían el narizón incólume, dos orejas como antenas repetidoras y unos ojos de ratoncillo abatido. La sonrisa desdentada y ajada de cortes era de triunfo y nos recibió alzando la mano derecha con el signo de la victoria.

—¿Cómo se encuentra, Fermín? —pregunté.

—Veinte años más joven —dijo en voz baja para no despertar a la Bernarda.

—No haga cuento, que se le ve hecho una mierda, Fermín. Menudo susto. ¿Está seguro de que se encuentra bien? ¿No le da vueltas la cabeza? ¿Oye voces?

—Ahora que lo menciona, a ratos me parecía percibir un murmullo disonante y arrítmico, como si un macaco intentase tocar el piano.

Barceló frunció el ceño. Clara seguía tecleando en la distancia.

—No se preocupe, Daniel. He encajado palizas peores. Ese Fumero no sabe pegar ni un sello.

—Luego, el que le ha hecho una cara nueva es el mismísimo inspector Fumero —dijo Barceló—. Ya veo que se mueven ustedes en las altas esferas.

—A esa parte de la historia no había llegado todavía —dije yo.

Fermín me lanzó una mirada de alarma.

—Tranquilo, Fermín. Daniel me está poniendo al corriente del sainete este que se llevan ustedes entre manos. Debo reconocer que el asunto está interesantísimo. Y usted, Fermín, ¿cómo anda de confesiones? Le advierto que tengo dos años de seminarista.

—Yo le ponía lo menos tres, don Gustavo.

—Todo se pierde, empezando por la vergüenza. La primera vez que viene usted a mi casa y acaba en la cama con la doncella.

—Mírela, pobrecilla, mi ángel. Sepa que mis intenciones son honestas, don Gustavo.

—Sus intenciones son asunto suyo y de la Bernarda, que ya es mayorcita. Y ahora, a ver. ¿En qué pesebre se han metido ustedes?

—¿Qué le ha contado usted, Daniel?

—Hemos llegado hasta el segundo acto: entrada de la femme fatale —precisó Barceló.

—¿Nuria Monfort? —preguntó Fermín.

Barceló se relamió con deleite.

—¿Pero es que hay más de una? Esto parece el rapto del serrallo.

—Le ruego que baje la voz, que aquí mi prometida está presente.

—Tranquilo, que su prometida lleva en las venas media botella de brandy Lepanto. No la despertaríamos ni a cañonazos. Ande, dígale a Daniel que me cuente el resto. Tres cabezas piensan mejor que dos, especialmente si la tercera es la mía.

Fermín hizo amago de encogerse de hombros entre los vendajes y cabestrillos.

—Yo no me opongo, Daniel. Usted decide.

Resignado a tener a don Gustavo Barceló a bordo, continué mi relato hasta llegar al punto en que Fumero y sus hombres nos habían sorprendido en la calle Moncada horas antes. Concluida la narración, Barceló se levantó y anduvo arriba y abajo por la habitación, cavilando. Fermín y yo le observábamos con cautela. La Bernarda roncaba como un becerrillo.

—Criaturita —susurraba Fermín, embelesado.

—Varias cosas me llaman la atención —dijo finalmente el librero—. Evidentemente, el inspector Fumero está en esto hasta el frenillo, aunque cómo y por qué es algo que se me escapa. Por un lado está esa mujer…

—Nuria Monfort.

—Luego tenemos el tema del regreso de Julián Carax a Barcelona y su asesinato en las calles de la ciudad tras un mes en que nadie sabe de él. Obviamente, la fámula miente por los codos y hasta sobre el tiempo.

—Eso vengo yo diciéndolo desde el principio —dijo Fermín—. Pasa que aquí hay mucha calentura juvenil y poca visión de conjunto.

—Quién fue a hablar: san Juan de la Cruz.

—Alto. Tengamos la fiesta en paz y ciñámonos a los hechos. Hay algo en lo que Daniel ha contado que me ha parecido muy extraño, todavía más que el resto, y no por lo folletinesco del embrollo, sino por un detalle esencial y aparentemente banal —añadió Barceló.

—Deslúmbrenos, don Gustavo.

—Pues helo aquí: eso de que el padre de Carax se negase a reconocer el cadáver de Carax alegando que él no tenía hijo. Muy raro lo veo yo. Casi contra natura. No hay padre en el mundo que haga eso. No importa la mala sangre que pudiera haber entre ellos. La muerte tiene estas cosas: a todo el mundo le despierta la sensiblería. Frente a un ataúd, todos vemos sólo lo bueno o lo que queremos ver.

—Qué gran cita es ésa, don Gustavo —adujo Fermín—. ¿Le importa si la añado a mi repertorio?

—Para todo hay excepciones —objeté—. Por lo que sabemos, el señor Fortuny era un tanto particular.

—Todo lo que sabemos de él son chismes de tercera mano —dijo Barceló—. Cuando todo el mundo se empeña en pintar a alguien como un monstruo, una de dos: o era un santo o se están callando de la misa la media.

—A usted es que le ha caído en gracia el sombrerero por cabestro —dijo Fermín.

—Con todo respeto a la profesión, cuando la semblanza del villano tiene por toda base el testimonio de la portera del inmueble, mi primer instinto es el de la desconfianza.

—Por esa regla de tres no podemos estar seguros de nada. Todo lo que sabemos es, como usted dice, de tercera mano, o de cuarta. Con porteras o no.

—No te fíes del que se fía de todos —apostilló Barceló.

—Qué velada tiene usted, don Gustavo —alabó Fermín—. Perlas cultivadas al por mayor. Quién tuviera su visión preclara.

—Aquí lo único realmente claro en todo esto es que necesitan ustedes de mi ayuda, logística y probablemente pecuniaria, si pretenden resolver este pesebre antes de que el inspector Fumero les reserve una suite en el presidio de San Sebas. Fermín, ¿asumo que está usted conmigo?

—Yo estoy a las órdenes de Daniel. Si él lo ordena; yo hago hasta de niño Jesús.

—Daniel, ¿qué dices tú?

—Ustedes se lo dicen todo. ¿Qué propone usted?

—Éste es mi plan: en cuanto Fermín esté repuesto, tú, Daniel, casualmente, le haces una visita a la señora Nuria Monfort y le pones las cartas sobre la mesa. Le das a entender que sabes que te ha mentido y que esconde algo, mucho o poco, ya veremos.

—¿Para qué? —pregunté.

—Para ver cómo reacciona. No te dirá nada, por supuesto. O te mentirá otra vez. Lo importante es clavar la banderilla, valga el símil taurino, y ver adónde nos conduce el toro, en este caso la ternerilla. Y ahí es donde entra usted, Fermín. Mientras Daniel le pone el cascabel al gato, usted se aposta discretamente vigilando a la sospechosa y espera a que ella muerda el anzuelo. Una vez lo haga, la sigue.

—Asume usted que ella irá a algún sitio —protesté.

—Hombre de poca fe. Lo hará. Tarde o temprano. Y algo me dice que en este caso será más temprano que tarde. Es la base de la psicología femenina.

—¿Y mientras tanto usted qué piensa hacer, doctor Freud? —pregunté.

—Eso es asunto mío y a su tiempo lo sabrás. Y me lo agradecerás.

Busqué apoyo en la mirada de Fermín, pero el pobre se había ido quedando dormido abrazado a la Bernarda a medida que Barceló formulaba su discurso triunfal. Fermín había ladeado la cabeza y le caía la baba sobre el pecho desde una sonrisa bendita. La Bernarda emitía ronquidos profundos y cavernosos.

—Ojalá éste le salga bueno —murmuró Barceló.

—Fermín es un gran tipo —aseguré.

—Debe de serlo, porque por la pinta no creo que la haya conquistado. Anda, vamos.

Apagamos la luz y nos retiramos de la estancia con sigilo, cerrando la puerta y dejando a los dos tórtolos a merced de su sopor. Me pareció que el primer aliento del alba despuntaba en las ventanas de la galería al fondo del corredor.

—Supongamos que le digo que no —dije en voz baja—. Que se olvide.

Barceló sonrió.

—Llegas tarde, Daniel. Tendrías que haberme vendido ese libro hace años, cuando tuviste la oportunidad.

Llegué a casa al amanecer, arrastrando aquel absurdo traje de prestado y el naufragio de una noche interminable por calles húmedas y relucientes de escarlata. Encontré a mi padre dormido en su butaca del comedor con una manta sobre las piernas y su libro favorito abierto en las manos, un ejemplar del Cándido de Voltaire que releía un par de veces cada año, el par de veces que le oía reírse de corazón. Le observé en silencio. Tenía el pelo cano, escaso, y la piel de su rostro había empezado a perder la firmeza alrededor de los pómulos. Contemplé a aquel hombre al que una vez había imaginado fuerte, casi invencible, y le vi frágil, vencido sin saberlo él. Vencidos acaso los dos. Me incliné para arroparle con aquella manta que hacía años que prometía donar a la beneficencia y le besé la frente como si quisiera protegerle así de los hilos invisibles que lo alejaban de mí, de aquel piso angosto y de mis recuerdos, como si creyera que con aquel beso podría engañar al tiempo y convencerle de que pasara de largo, de que volviese otro día, otra vida.