El padre Fernando recapitulaba sus recuerdos con cierto tono de homilía. Construía sus frases con pulcritud y sobriedad magistral, dotándolas de una cadencia que parecía encerrar una moraleja de propina que nunca llegaba a materializarse. Años de profesorado le habían dejado aquel tono firme y didáctico de quien está acostumbrado a ser oído, pero se pregunta si es escuchado.
—Si la memoria no me falla, Julián Carax ingresó como alumno del colegio de San Gabriel en el año 1914. En seguida simpaticé con él, porque ambos formábamos parte del reducido grupo de alumnos que no proveníamos de familias acaudaladas. Nos llamaban el comando Mortsdegana. Cada uno de nosotros tenía su historia especial. Yo había conseguido una plaza becada gracias a mi padre, que durante veinticinco años trabajó en las cocinas de esta casa. Julián había sido aceptado gracias a la intercesión del señor Aldaya, que era cliente de la sombrerería Fortuny, propiedad del padre de Julián. Eran otros tiempos, claro está, y por entonces el poder aún se concentraba en familias y en dinastías. Aquél es un mundo desaparecido, los últimos restos se los llevó la República, supongo que para bien, y cuanto queda de él son esos nombres en el membrete de empresas, bancos y consorcios sin faz. Como todas las ciudades viejas, Barcelona es una suma de ruinas. Las grandes glorias de las que se vanaglorian muchos, palacios, factorías y monumentos, insignias con las que nos identificamos, no son más que cadáveres, reliquias de una civilización extinguida.
Llegado este punto, el padre Fernando dejó una solemne pausa en la que pareció que esperase la respuesta de la congregación con algún latinajo o una réplica del misal.
—Diga usted amén, reverendo padre. Qué gran verdad es ésa —ofreció Fermín para salvar el incómodo silencio.
—Nos hablaba usted del primer año de mi padre en el colegio —apunté con suavidad.
El padre Fernando asintió.
—Ya por entonces se hacía llamar Carax, aunque su primer apellido era Fortuny. Al principio, algunos de los muchachos se burlaban de él por ello, y por ser uno de los Mortsdegana, por supuesto. También se burlaban de mí porque era el hijo del cocinero. Ya saben cómo son los críos. En el fondo de su corazón Dios les ha llenado de bondad, pero repiten lo que oyen en casa.
—Angelitos —puntuó Fermín.
—¿Qué recuerda usted de mi padre?
—Bueno, hace ya tanto… El mejor amigo de su padre por entonces no era Jorge Aldaya, sino un muchacho llamado Miquel Moliner. Miquel provenía de una familia casi tan adinerada como los Aldaya y me atrevería a decir que era el alumno más extravagante que ha visto esta escuela. El rector le tenía por endemoniado porque recitaba a Marx en alemán durante las misas.
—Signo inequívoco de posesión —corroboró Fermín.
—Miquel y Julián hacían muy buenas migas. A veces nos reuníamos los tres durante la hora del recreo del mediodía y Julián nos explicaba historias. Otras veces nos hablaba de su familia y de los Aldaya…
El sacerdote pareció dudar.
—Incluso después de abandonar la escuela, Miquel y yo mantuvimos el contacto durante un tiempo. Julián ya se había marchado a París por entonces. Sé que Miquel le añoraba y a menudo hablaba de él y recordaba confidencias que le había hecho tiempo atrás. Luego, cuando yo entré en el seminario, Miquel dijo que me había pasado al enemigo, bromeando, pero lo cierto es que nos distanciamos.
—¿Le suena a usted que Miquel se casara con una tal Nuria Monfort?
—¿Miquel, casado?
—¿Le extraña a usted?
—Supongo que no debería, pero… No sé. Lo cierto es que hace muchos años que no sé de Miquel. Desde antes de la guerra.
—¿Le mencionó a usted alguna vez el nombre de Nuria Monfort?
—No, nunca. Ni que pensara casarse o que tuviese una novia… Oigan, no estoy del todo seguro de que deba hablarles a ustedes de todo esto. Son cosas que me contaron Julián y Miquel a título personal, en el entendimiento de que quedaban entre nosotros…
—¿Y va a negar a un hijo la única posibilidad de recuperar la memoria de su padre? —preguntó Fermín.
El padre Fernando se debatía entre la duda y, me pareció, el deseo de recordar, de recuperar aquellos días perdidos.
—Supongo que han pasado tantos años que ya no importa. Me acuerdo todavía del día en que Julián nos explicó cómo había conocido a los Aldaya y cómo, sin darse cuenta, le había cambiado la vida…
… En octubre de 1914, un artefacto que muchos tomaron por un panteón rodante se detuvo una tarde frente a la sombrerería Fortuny en la ronda de San Antonio. De él emergió la figura altiva, majestuosa y arrogante de don Ricardo Aldaya, ya por entonces uno de los hombres más ricos no ya de Barcelona, sino de España, cuyo imperio de industrias textiles se extendía en ciudadelas y colonias a lo largo de los ríos de toda Cataluña. Su mano diestra sujetaba las riendas de la banca y de las propiedades territoriales de media provincia. La siniestra, siempre en activo, tiraba de los hilos de la diputación, el ayuntamiento, varios ministerios, el obispado y el servicio portuario de aduanas.
Aquella tarde, el rostro de bigotes exuberantes, patillas regias y testa descubierta que a todos intimidaba necesitaba un sombrero. Entró en la tienda de don Antoni Fortuny y tras echar un vistazo somero a las instalaciones miró de reojo al sombrerero y a su ayudante, el joven Julián, y dijo lo siguiente: «Me han dicho que de aquí, pese a las apariencias, salen los mejores sombreros de Barcelona. El otoño pinta malcarado y voy a necesitar seis chisteras, una docena de bombines, gorras de caza y algo que llevar para las Cortes en Madrid. ¿Está usted apuntando o espera que se lo repita?». Aquél fue el inicio de un laborioso, y lucrativo, proceso en el que padre e hijo aunaron sus esfuerzos para completar el encargo de don Ricardo Aldaya. A Julián, que leía los diarios, no se le escapaba la posición de Aldaya, y se dijo que no podía fallarle ahora a su padre, en el momento más crucial y decisivo de su negocio. Desde que el potentado había entrado en su tienda, el sombrerero levitaba de gozo. Aldaya le había prometido que, si quedaba complacido, iba a recomendar su establecimiento a todas sus amistades. Ello significaba que la sombrerería Fortuny, de ser un comercio digno pero modesto, saltaría a las más altas esferas, vistiendo cabezones y cabezolines de diputados, alcaldes, cardenales y ministros. Los días de aquella semana pasaron por ensalmo. Julián no acudió a clase y pasó jornadas de dieciocho y veinte horas trabajando en el taller de la trastienda. Su padre, rendido de entusiasmo, le abrazaba de tanto en cuanto e incluso le besaba sin darse cuenta. Llegó al extremo de regalar a su esposa Sophie un vestido y un par de zapatos nuevos por primera vez en catorce años. El sombrerero estaba desconocido. Un domingo se le olvidó ir a misa y aquella misma tarde, rebosante de orgullo, rodeó a Julián con sus brazos y le dijo, con lágrimas en los ojos: «El abuelo estaría orgulloso de nosotros».
Uno de los procesos más complejos en la ya desaparecida ciencia de la sombrerería, técnica y políticamente, era el de tomar medidas. Don Ricardo Aldaya tenía un cráneo que, según Julián, bordeaba el terreno de lo amelonado y agreste. El sombrerero fue consciente de las dificultades tan pronto avistó la testa del prohombre, y aquella misma noche, cuando Julián dijo que le recordaba ciertos fragmentos del macizo de Montserrat, Fortuny no pudo sino que estar de acuerdo. «Padre, con todo el respeto, usted sabe que a la hora de tomar medidas yo tengo mejor mano que usted, que se pone nervioso. Déjeme hacer a mí». El sombrerero accedió de buen grado y, al día siguiente, cuando Aldaya acudió en su Mercedes Benz, Julián le recibió y le condujo al taller. Aldaya, al comprobar que las medidas se las iba a tomar un muchacho de catorce años, se enfureció: «Pero ¿qué es esto? ¿Un criajo? ¿Me están tomando ustedes el pelo?». Julián, que era consciente de la significancia pública del personaje pero que no se sentía intimidado por él en absoluto, replicó: «Señor Aldaya, pelo para tomarle a usted no hay mucho, que esa coronilla parece la Plaza de las Arenas, y si no le hacemos rápido un juego de sombreros le van a confundir a usted la closca con el plan Cerdá». Al escuchar estas palabras, Fortuny se creyó morir. Aldaya, impávido, clavó los ojos en Julián. Entonces, para sorpresa de todos, se echó a reír como no lo había hecho en años.
«Este chaval suyo llegará lejos, Fortunato», sentenció Aldaya, que no acababa de aprenderse el apellido del sombrerero.
Fue de este modo como averiguaron que don Ricardo Aldaya estaba hasta la mismísima y creciente coronilla de que todos le temiesen, le adulasen y se tendiesen en el suelo a su paso con vocación de esterilla. Despreciaba a los lameculos, los miedicas y a cualquiera que mostrase cualquier tipo de debilidad, física, mental o moral. Al encontrarse con un humilde muchacho, apenas un aprendiz, que tenía el rostro y el gracejo de burlarse de él, Aldaya decidió que realmente había dado con la sombrerería ideal y duplicó su encargo. Durante aquella semana acudió cada día de buena gana a su cita para que Julián le tomase las medidas y le probase modelos. Antoni Fortuny se quedaba maravillado de ver cómo el adalid de la sociedad catalana se deshacía de risa con las bromas e historias que le contaba aquel hijo que le era desconocido, con el que nunca hablaba y que hacía años que no mostraba señal alguna de tener sentido del humor. Al término de aquella semana, Aldaya cogió al sombrerero por banda y se lo llevó a un rincón para hablarle confidencialmente.
—A ver, Fortunato, este hijo suyo es un talento y me lo tiene usted aquí muerto de asco sacándole el polvo a las musarañas de una tienda de tres al cuarto.
—Éste es un buen negocio, don Ricardo, y el muchacho muestra cierta habilidad, aunque le falte actitud.
—Pamplinas. ¿A qué colegio lo lleva usted?
—Bueno, va a la escuela de…
—Eso son fábricas de peones. En la juventud, el talento, el genio, si se deja sin atender, se tuerce y se come al que lo posee. Hay que ponerle cauce. Apoyo. ¿Me entiende usted, Fortunato?
—Se equivoca usted con mi hijo. Él de genio, nada de nada. Si a duras penas se saca la geografía… los maestros ya me dicen que tiene la cabeza llena de pájaros, y muy mala actitud, igual que su madre, pero aquí al menos siempre tendrá un oficio honrado y…
—Fortunato, me aburre usted. Hoy mismo voy a ver a la Junta Directiva del colegio de San Gabriel y les voy a indicar que acepten a su hijo en la misma clase que mi primogénito, Jorge. Menos, es ser miserable.
Al sombrerero se le abrieron ojos de platillo. El colegio de San Gabriel era el criadero de la crema y nata de la alta sociedad.
—Pero don Ricardo, si yo no podría ni costear…
—Nadie le ha dicho que tenga que pagar un real. De la educación del muchacho me hago cargo yo. Usted, como padre, sólo tiene que decir sí.
—Pues claro que sí, faltaría, pero…
—No se hable más entonces. Siempre y cuando Julián acepte, claro está.
—Él hará lo que se le mande, faltaría más.
En este punto de la conversación, Julián se asomó desde la puerta de la trastienda, con un molde en las manos.
—Don Ricardo, cuando usted quiera…
—Dime, Julián, ¿qué tienes que hacer esta tarde? —preguntó Aldaya.
Julián miró alternativamente a su padre y al industrial.
—Bueno, ayudar aquí en la tienda a mi padre.
—Aparte de eso.
—Pensaba ir a la biblioteca de…
—Te gustan los libros, ¿eh?
—Sí, señor.
—¿Has leído a Conrad? ¿El corazón de las tinieblas?
—Tres veces.
El sombrerero frunció el ceño, totalmente perdido.
—¿Y ese Conrad quién es, si puede saberse?
Aldaya lo silenció con un gesto que parecía forjado para acallar a juntas de accionistas.
—En mi casa tengo una biblioteca con catorce mil volúmenes, Julián. Yo de joven leí mucho, pero ahora ya no tengo tiempo. Ahora que lo pienso, tengo tres ejemplares autografiados por Conrad en persona. Mi hijo Jorge no entra en la biblioteca ni a rastras. En casa la única que piensa y lee es mi hija Penélope, así que todos esos libros se están echando a perder. ¿Te gustaría verlos?
Julián asintió, sin habla. El sombrerero presenciaba la escena con una inquietud que no acertaba a definir. Todos aquellos nombres le resultaban desconocidos. Las novelas, como todo el mundo sabía, eran para las mujeres y la gente que no tenía nada que hacer. El corazón de las tinieblas le sonaba, por lo menos, a pecado mortal.
—Fortunato, su hijo se viene conmigo, que le quiero presentar a mi Jorge. Tranquilo, que luego se lo devolvemos. Dime, muchacho, ¿has subido alguna vez en un Mercedes Benz?
Julián dedujo que aquél era el nombre del armatoste imperial que el industrial empleaba para desplazarse. Negó con la cabeza.
—Pues ya va siendo hora. Es como ir al cielo, pero no hace falta morirse.
Antoni Fortuny los vio partir en aquel carruaje de lujo desaforado y, cuando buscó en su corazón, sólo sintió tristeza. Aquella noche, mientras cenaba con Sophie (que llevaba su vestido y sus zapatos nuevos y casi no mostraba marcas ni cicatrices), se preguntó en qué se había equivocado esta vez. Justo cuando Dios le devolvía un hijo, Aldaya se lo quitaba.
—Quítate ese vestido, mujer, que pareces una furcia. Y que no vuelva a ver este vino en la mesa. Con el rebajado con agua tenemos más que suficiente. La avaricia nos acabará pudriendo.
Julián nunca había cruzado al otro lado de la avenida Diagonal. Aquella línea de arboledas, solares y palacios varados a la espera de una ciudad era una frontera prohibida. Por encima de la Diagonal se extendían aldeas, colinas y parajes de misterio, de riqueza y leyenda. A su paso, Aldaya le hablaba del colegio de San Gabriel, de nuevos amigos que no había visto jamás, de un futuro que no había creído posible.
—¿Y tú a qué aspiras, Julián? En la vida, quiero decir.
—No sé. A veces pienso que me gustaría ser escritor. Novelista.
—Como Conrad, ¿eh? Eres muy joven, claro. Y dime, ¿la banca no te tienta?
—No lo sé, señor. La verdad es que no se me había pasado por la cabeza. Nunca he visto más de tres pesetas juntas. Las altas finanzas son un misterio para mí.
Aldaya rió.
—No hay misterio alguno, Julián. El truco está en no juntar las pesetas de tres en tres, sino de tres millones en tres millones. Entonces no hay enigma que valga. Ni la Santísima Trinidad.
Aquella tarde, ascendiendo por la avenida del Tibidabo, Julián creyó cruzar las puertas del paraíso. Mansiones que se le antojaron catedrales flanqueaban el camino. A medio trayecto, el chófer torció y cruzaron la verja de una de ellas. Al instante, un ejército de sirvientes se puso en marcha para recibir al señor. Todo lo que Julián podía ver era un caserón majestuoso de tres pisos. No se le había ocurrido jamás que personas reales viviesen en un lugar así. Se dejó arrastrar por el vestíbulo, cruzó una sala abovedada donde una escalinata de mármol ascendía perfilada por cortinajes de terciopelo, y penetró en una gran sala cuyas paredes estaban tejidas de libros desde el suelo al infinito.
—¿Qué te parece? —preguntó Aldaya.
Julián apenas le escuchaba.
—Damián, dígale a Jorge que baje a la biblioteca ahora mismo.
Los sirvientes, sin rostro ni presencia audible, se deslizaban a la mínima orden del señor con la eficacia y la docilidad de un cuerpo de insectos bien entrenados.
—Vas a necesitar otro guardarropía, Julián. Hay mucho cafre que sólo repara en las apariencias… Le diré a Jacinta que se encargue de eso, tú ni te preocupes. Y casi mejor que no se lo menciones a tu padre, no se vaya a molestar. Mira, aquí viene Jorge. Jorge, quiero que conozcas a un muchacho estupendo que va a ser tu nuevo compañero de clase. Julián Fortu…
—Julián Carax —precisó él.
—Julián Carax —repitió Aldaya, satisfecho—. Me gusta cómo suena. Éste es mi hijo Jorge.
Julián ofreció su mano y Jorge Aldaya se la estrechó. Tenía el tacto tibio, sin ganas. Su rostro lucía el cincelado puro y pálido que confería el haber crecido en aquel mundo de muñecas. Vestía ropas y calzaba zapatos que a Julián se le antojaban novelescos. Su mirada delataba un aire de suficiencia y arrogancia, de desprecio y cortesía almibarada. Julián le sonrió abiertamente, leyendo inseguridad, temor y vacío bajo aquel caparazón de pompa y circunstancia.
—¿Es verdad que no has leído ninguno de estos libros?
—Los libros son aburridos.
—Los libros son espejos: sólo se ve en ellos lo que uno ya lleva dentro —replicó Julián.
Don Ricardo Aldaya rió de nuevo.
—Bueno, os dejo solos para que os conozcáis. Julián, ya verás que Jorge, debajo de esa careta de niño mimado y engreído, no es tan tonto como parece. Algo tiene de su padre.
Las palabras de Aldaya parecieron caer como puñales en el muchacho, aunque no cedió su sonrisa ni un milímetro. Julián se arrepintió de su réplica y sintió lástima por el muchacho.
—Tú debes de ser el hijo del sombrerero —dijo Jorge, sin malicia—. Mi padre habla mucho de ti últimamente.
—Es la novedad. Espero que no me lo tengas en cuenta. Debajo de esta careta de entrometido sabelotodo, no soy tan idiota como parezco.
Jorge le sonrió. Julián pensó que sonreía como la gente que no tiene amigos, con gratitud.
—Ven, te voy a enseñar el resto de la casa.
Dejaron atrás la biblioteca y se alejaron hacia la puerta principal, rumbo a los jardines. Al cruzar la sala al pie de la escalinata, Julián alzó la vista y vislumbró el roce de una silueta ascendiendo con la mano sobre la barandilla. Sintió que se perdía en una visión. La muchacha debía de tener doce o trece años e iba escoltada por una mujer madura, menuda y rosada, con todas las trazas de una aya. Lucía un vestido azul satinado. Su cabello era de color almendra y la piel de sus hombros y la garganta esbelta parecía transparentar a la luz. Se detuvo en lo alto de la escalera y se volvió un instante. Por un segundo, sus miradas se encontraron y ella le concedió apenas un esbozo de sonrisa. Luego, el aya rodeó con sus brazos los hombros de la muchacha y la guió hacia el umbral de un corredor por el que ambas desaparecieron. Julián bajó la vista y se encontró con Jorge de nuevo.
—Ésa es Penélope, mi hermana. Ya la conocerás. Está un poco tocada del ala. Se pasa el día leyendo. Anda, ven, te quiero enseñar la capilla del sótano. Según las cocineras está embrujada.
Julián siguió al muchacho dócilmente, pero el mundo le resbalaba. Por primera vez desde que había subido al Mercedes Benz de don Ricardo Aldaya comprendió el propósito. Había soñado con ella en incontables ocasiones, con aquella misma escalera, aquel vestido azul y aquel giro en la mirada de ceniza, sin saber quién era ni por qué le sonreía. Cuando salió al jardín se dejó guiar por Jorge hasta las cocheras y las pistas de tenis que se extendían más allá. Sólo entonces volvió la vista atrás y la vio, en su ventana del segundo piso. Apenas distinguía su silueta, pero supo que le estaba sonriendo y que, de alguna manera, también, ella le había reconocido.
Aquel atisbo efímero de Penélope Aldaya en lo alto de la escalera le acompañó durante sus primeras semanas en el colegio de San Gabriel. Su nuevo mundo tenía muchos dobleces, y no todos eran de su agrado. Los alumnos del San Gabriel se comportaban como príncipes altivos y arrogantes y sus maestros semejaban sirvientes dóciles e ilustrados. El primer amigo que Julián hizo allí, amén de Jorge Aldaya, fue un muchacho llamado Fernando Ramos, hijo de uno de los cocineros del colegio, que nunca se hubiera imaginado que acabaría vistiendo una sotana y dando clases en las mismas aulas en las que había crecido. Fernando, a quien los demás apodaban «el Cocinillas» y al que trataban de criado, poseía una inteligencia despierta pero apenas tenía amigos entre los alumnos. Su único compañero era un muchacho extravagante llamado Miquel Moliner, que habría de convertirse con el tiempo en el mejor amigo que Julián hizo jamás en aquella escuela. Miquel Moliner, a quien le sobraba cerebro y le faltaba paciencia, se complacía en hacer rabiar a sus maestros poniendo en duda todas sus afirmaciones mediante la aplicación de juegos dialécticos que delataban tanto ingenio como saña viperina. Los demás temían su lengua afilada y le tenían por miembro de otra especie, lo cual, de algún modo, no andaba muy desencaminado. Pese a sus trazas bohemias y al poco tono aristocrático que afectaba, Miquel era hijo de un industrial enriquecido hasta el absurdo gracias a la fabricación de armas.
—Carax, ¿verdad? Me dicen que tu padre hace sombreros —le dijo cuando Fernando Ramos les presentó.
—Julián para los amigos. Me dicen que el tuyo hace cañones.
—Sólo los vende. Él, saber hacer, no sabe hacer más que dinero. Mis amigos, entre los que sólo cuento a Nietzsche y aquí al compañero Fernando, me llaman Miquel.
Miquel Moliner era un muchacho triste. Padecía de una malsana obsesión con la muerte y todos los temas de ámbito fúnebre, materia a cuya consideración dedicaba buena parte de su tiempo y talento. Su madre había muerto tres años antes en un extraño accidente doméstico que algún médico insensato se atrevió a calificar de suicidio. Miquel había sido quien había encontrado el cadáver reluciente bajo las aguas del pozo del palacete de verano que la familia tenía en Argentina. Cuando la izaron con cuerdas, los bolsillos del abrigo que llevaba la muerta resultaron estar llenos de piedras. Había también una carta escrita en alemán, la lengua materna de su madre, pero el señor Moliner, que nunca se había molestado en aprender el idioma, la quemó aquella misma tarde sin permitir que nadie la leyese. Miquel Moliner veía la muerte en todas partes, en la hojarasca, en los pájaros caídos de los nidos, en los viejos y en la lluvia, que se lo llevaba todo. Tenía un talento excepcional para el dibujo, y a menudo se perdía durante horas en láminas al carbón donde siempre aparecía una dama entre brumas y playas desiertas que Julián imaginó era su madre.
—¿Qué quieres ser de mayor, Miquel?
—Yo nunca seré mayor —decía enigmáticamente.
Su principal afición, amén del dibujo y de contradecir a todo bicho viviente, eran las obras de un enigmático médico austríaco que con los años habría de ser célebre: Sigmund Freud. Miquel Moliner, que gracias a su difunta madre leía y escribía alemán a la perfección, poseía varios volúmenes con escritos del doctor vienés. Su terreno favorito era el de la interpretación de los sueños. Acostumbraba a preguntar a la gente qué había soñado, para proceder luego a un diagnóstico del paciente. Siempre decía que iba a morir joven, y que no le importaba. De tanto pensar en la muerte, creía Julián, había terminado por encontrarle más sentido que a la vida.
—El día que me muera, todo lo mío será tuyo, Julián —solía decir—. Menos los sueños.
Además de Fernando Ramos, Moliner y Jorge Aldaya, Julián pronto trabó conocimiento con un muchacho tímido y un tanto arisco llamado Javier, hijo único de los conserjes de San Gabriel que vivían en una modesta caseta apostada a la entrada de los jardines del colegio. Javier, a quien, al igual que Fernando, el resto de los muchachos consideraban poco menos que un lacayo indeseable, merodeaba solo por los jardines y patios del recinto, sin entablar contacto con nadie. De tanto vagar por el colegio, había llegado a aprenderse todos los recovecos del edificio, los túneles de los sótanos, los pasajes que ascendían a las torres y toda suerte de escondrijos laberínticos que nadie recordaba ya. Era su mundo secreto, y su refugio. Siempre llevaba un cortaplumas que había sustraído de los cajones de su padre y gustaba de tallar con él figuras de madera que guardaba en el palomar del colegio. Su padre, Ramón, el conserje, era veterano de la guerra de Cuba, donde había perdido una mano y (se rumoreaba con cierta malicia) el testículo derecho de un perdigonazo disparado por el mismísimo Theodore Roosevelt en la carga de Cochinos. Convencido de que la ociosidad era la madre de todo mal, Ramón «el Unicojonio» (como le apodaban los alumnos) tenía encargado a su hijo de recoger las hojas secas del pinar y del patio de las fuentes en un saco. Ramón era un buen hombre, algo tosco y fatalmente condenado a escoger malas compañías. La peor de ellas era su esposa. «El Unicojonio» se había casado con una mujerona de escasas luces y delirios de princesa con trazas de fregona que gustaba de insinuarse ligera de ropas a la vista de su hijo y de los alumnos del colegio, lo cual era motivo de jolgorio y esperpento semanal. Su nombre de bautismo era María Craponcia, pero ella se hacía llamar Yvonne, porque le parecía de más tono. Yvonne tenía por costumbre interrogar a su hijo respecto a las posibilidades de avance social que le iban a granjear las amistades que, ella creía, su hijo estaba entablando con la crema de la sociedad barcelonesa. Le cuestionaba sobre la fortuna de éste y aquél, imaginándose engalanada en sedas de mona y siendo recibida para tomar el té con pastas de hojaldre en los grandes salones de la buena sociedad.
Javier procuraba pasar el mínimo tiempo posible en la casa y agradecía las tareas que le imponía su padre, por duras que fuesen. Cualquier excusa era buena para estar solo, para escapar a su mundo secreto a tallar sus figuras de madera. Cuando los alumnos del colegio le veían de lejos, algunos se reían o le tiraban piedras. Un día Julián sintió tanta lástima al ver cómo una pedrada le abría la frente y lo derribaba sobre los escombros, que decidió acudir en su auxilio y ofrecerle su amistad. Al principio, Javier pensó que Julián venía a rematarle mientras los demás se partían a carcajadas.
—Mi nombre es Julián —dijo, ofreciendo su mano—. Mis amigos y yo íbamos a jugar unas partidas de ajedrez en el pinar y me preguntaba si te apetecería unirte a nosotros.
—No sé jugar al ajedrez.
—Yo, hasta hace dos semanas, tampoco. Pero Miquel es un buen profesor…
El muchacho miraba con recelo, esperando la burla, el ataque escondido en cualquier momento.
—No sé si tus amigos querrán que esté con vosotros…
—Ha sido idea suya. ¿Qué me dices?
A partir de aquel día, Javier se les unía a veces al término de las tareas que le habían sido asignadas. Solía permanecer callado, escuchando y observando a los demás. Aldaya le tenía cierto temor. Fernando, que había vivido en carne propia el desprecio de los demás a consecuencia de su origen humilde, se desvivía en amabilidades con el enigmático muchacho. Miquel Moliner, que le enseñaba los rudimentos del ajedrez y lo observaba con ojo clínico, era el que estaba menos convencido de todos.
—Ése está chiflado. Caza gatos y palomas y los martiriza durante horas con su cuchillo. Luego los entierra en el pinar. ¡Qué delicia!
—¿Quién dice eso?
—Él mismo me lo contaba el otro día mientras yo le explicaba el salto del caballo. También me contaba que a veces su madre se le mete en la cama por la noche y lo manosea.
—Te estaría tomando el pelo.
—Lo dudo. Ese chaval no está bien de la cabeza, Julián, y probablemente no es culpa suya.
Julián hacía un esfuerzo por ignorar las advertencias y profecías de Miquel, pero lo cierto era que le estaba resultando difícil entablar una relación amistosa con el hijo del conserje. Yvonne, en especial, no veía a Julián, ni a Fernando Ramos, con buenos ojos. De toda la tropa de señoritos, ellos eran los únicos que no tenían un duro. Se decía que el padre de Julián era un humilde tendero y que su madre no había llegado más que a maestra de música. «Esa gente no tiene dinero ni clase ni elegancia, mi cielo —aleccionaba su madre—, el que te conviene es Aldaya, que es de familia muy bien». «Sí, madre —respondía él—, lo que usted diga». Con el tiempo, Javier pareció empezar a confiar en sus nuevos amigos. Despegaba ocasionalmente los labios, y estaba tallando un juego de piezas de ajedrez para Miquel Moliner, en agradecimiento a sus lecciones. Un buen día, cuando nadie lo esperaba o lo creía posible, descubrieron que Javier sabía sonreír y que tenía una risa bonita y blanca, risa de niño.
—¿Ves? Es un muchacho normal y corriente —argumentaba Julián.
Miquel Moliner, sin embargo, no las tenía todas consigo y observaba al extraño muchacho con celo, y recelo, casi científico.
—Javier está obsesionado contigo, Julián —le dijo un día—. Todo lo hace por ganar tu aprobación.
—¡Qué tontería! Ya tiene un padre y una madre para eso; yo sólo soy un amigo.
—Un inconsciente es lo que eres tú. Su padre es un pobre hombre que trabajo tiene con encontrarse las nalgas a la hora de hacer aguas mayores, y doña Yvonne es una arpía con cerebro de pulga que se pasa el día haciéndose la encontradiza en paños menores convencida de que es doña María Guerrero, o algo peor que prefiero no mentar. El chaval, como es natural, busca un sustituto y tú, ángel salvador, caes del cielo y le das la mano. San Julián de la Fuente, patrón de los desheredados.
—Ese doctor Freud te está pudriendo la mollera, Miquel. Todos necesitamos tener amigos. Incluso tú.
—Ese muchacho no tiene ni tendrá nunca amigos. Tiene alma de araña. Y si no, tiempo al tiempo. Me pregunto qué es lo que sueña…
Poco sospechaba Miquel Moliner que los sueños de Francisco Javier eran más parecidos a los de su amigo Julián de lo que él hubiera creído posible. En una ocasión, meses antes de que Julián ingresara en el colegio, el hijo del conserje estaba recogiendo la hojarasca en el patio de las fuentes cuando llegó el fastuoso automóvil de don Ricardo Aldaya. Aquella tarde, el industrial traía compañía. Le escoltaba una aparición, un ángel de luz enfundado de seda que parecía levitar sobre el suelo. El ángel, que no era sino su hija Penélope, descendió del Mercedes y anduvo hasta la fuente, aleteando su sombrilla y deteniéndose a batir las aguas del estanque con la mano. Como siempre, su aya Jacinta la seguía solícita, atenta al mínimo gesto de la muchacha. Poco hubiera importado que la escoltase un ejército de sirvientes: Javier sólo tenía ojos para la muchacha. Temió que si parpadeaba, la visión se esfumaría. Permaneció allí paralizado, espiando el espejismo sin aliento. Poco después, como si ella hubiese intuido su presencia y su mirada furtiva, Penélope alzó la vista hacia él. La belleza de aquel rostro se le antojó dolorosa, insostenible. Le pareció entrever un amago de sonrisa en sus labios. Aterrado, Javier corrió a ocultarse en lo alto de la torre de las cisternas junto al palomar del ático del colegio, su escondite predilecto. Las manos le temblaban todavía cuando cogió sus útiles de tallar y empezó a trabajar en una nueva pieza que quería asemejarse al rostro que acababa de vislumbrar. Cuando regresó a la vivienda del conserje aquella noche, horas más tarde de lo habitual, su madre le esperaba, medio desnuda y furiosa. El muchacho bajó los ojos temiendo que, si su madre leía su mirada, vería en ella a la muchacha del estanque y sabría lo que había estado pensando.
—¿Y tú dónde te metes, mocoso de mierda?
—Perdóneme usted, madre. Me perdí.
—Tú estás perdido desde el día que naciste.
Años más tarde, cada vez que introducía su revólver en la boca de un prisionero y apretaba el gatillo, el inspector jefe Francisco Javier Fumero habría de evocar el día en que vio el cráneo de su madre estallar como una sandía madura en las inmediaciones de un merendero de Las Planas y no sintió nada, apenas el tedio de las cosas muertas. La Guardia Civil, alertada por el encargado del establecimiento, que había oído el disparo, encontró al muchacho sentado en una roca sosteniendo la escopeta en su regazo, todavía tibia. Contemplaba impávido el cuerpo decapitado de María Craponcia, alias «Yvonne», cubierto de insectos. Al ver aproximarse a los guardias se limitó a encogerse de hombros, el rostro salpicado de gotas de sangre como si se lo estuviese comiendo la viruela. Siguiendo los sollozos, los guardias encontraron a Ramón «el Unicojonio» acurrucado junto a un árbol a treinta metros de allí, entre la maleza. Temblaba como un niño y fue incapaz de hacerse entender. El teniente de la Guardia Civil, tras mucho cavilar, dictaminó que el suceso había sido un trágico accidente y así lo hizo constar en el atestado, que no en su conciencia. Al preguntarle al muchacho si podían hacer algo por él, Francisco Javier Fumero preguntó si podía conservar aquella vieja escopeta, porque de mayor quería ser soldado…
—¿Se encuentra usted bien, señor Romero de Torres?
La súbita aparición de Fumero en el relato del padre Fernando Ramos me había dejado helado, pero el efecto sobre Fermín había sido fulminante. Amarilleaba y le temblaban las manos.
—Es una bajada de tensión —improvisó Fermín con un hilo de voz—. Este clima catalán a las gentes del sur a veces nos mortifica.
—¿Puedo ofrecerle un vaso de agua? —preguntó el sacerdote, consternado.
—Si su ilustrísima no tiene inconveniente. Y quizá una chocolatina, por aquello de la glucosa…
El sacerdote le escanció un vaso de agua, que Fermín apuró ávidamente.
—Todo lo que tengo son caramelos de eucalipto. ¿Le sirven?
—Dios se lo pague.
Fermín engulló un puñado de caramelos y, al rato, pareció recuperar cierta palidez.
—¿Este muchacho, el hijo del conserje que perdió heroicamente el escroto defendiendo las colonias, está usted seguro de que se llamaba Fumero, Francisco Javier Fumero?
—Sí. Completamente. ¿Acaso le conocen ustedes?
—No —entonamos los dos en polifonía.
El padre Fernando frunció el ceño.
—No sería de extrañar. Francisco Javier ha acabado siendo un personaje tristemente célebre.
—No estamos seguros de comprenderle…
—Me entienden ustedes de maravilla. Francisco Javier Fumero es inspector jefe de la Brigada Criminal de Barcelona y su reputación es sobradamente conocida incluso por los que no salimos de este recinto. Y usted al oír su nombre ha encogido varios centímetros, diría yo.
—Ahora que lo menciona vuecencia, el nombre tiene una cierta musiquilla familiar…
El padre Fernando nos miró de reojo.
—Este muchacho no es hijo de Julián Carax. ¿Me equivoco?
—Hijo espiritual, eminencia, que moralmente tiene más peso.
—¿En qué clase de embrollo están ustedes metidos? ¿Quién les envía?
Tuve entonces la certeza de que estábamos a punto de salir despedidos a puntapiés del despacho del sacerdote y opté por silenciar a Fermín y, por una vez, jugar la carta de la honestidad.
—Tiene usted razón, padre. Julián Carax no es mi padre. Pero no nos envía nadie. Hace años tropecé por casualidad con un libro de Carax, un libro que se creía desaparecido, y desde entonces he intentado averiguar más sobre él y esclarecer las circunstancias de su muerte. El señor Romero de Torres me ha prestado su ayuda…
—¿Qué libro?
—La Sombra del Viento. ¿Lo ha leído usted?
—He leído todas las novelas de Julián.
—¿Las conserva usted?
El sacerdote negó.
—¿Puedo preguntarle qué hizo con ellas?
—Años atrás alguien entró en mi habitación y les prendió fuego.
—¿Sospecha usted de alguien?
—Por supuesto. De Fumero. ¿No es por eso por lo que están ustedes aquí?
Fermín y yo intercambiamos una mirada de perplejidad.
—¿El inspector Fumero? ¿Por qué habría él de querer quemar esos libros?
—¿Quién si no? Durante el último año que pasamos juntos en el colegio, Francisco Javier intentó matar a Julián con la escopeta de su padre. Si Miquel no le hubiese detenido…
—¿Por qué intentó matarle? Julián había sido su único amigo.
—Francisco Javier estaba obsesionado con Penélope Aldaya. Nadie lo sabía. No creo que ni la misma Penélope hubiera reparado en la existencia del muchacho. Mantuvo el secreto durante años. Al parecer seguía a Julián sin que él lo supiera. Creo que un día le vio besarla. No lo sé. Lo que sé es que intentó matarle a plena luz del día. Miquel Moliner, que nunca se había fiado de Fumero, se abalanzó sobre él y le detuvo en el último momento. El agujero del balazo aún se puede ver junto a la entrada. Cada vez que paso me acuerdo de aquel día.
—¿Qué pasó con Fumero?
—Él y su familia fueron expulsados del recinto. Creo que a Francisco Javier le metieron durante una temporada en un internado. No supimos de él hasta un par de años más tarde, cuando su madre murió en un accidente de caza. No hubo tal accidente. Miquel había tenido razón desde el principio. Francisco Javier Fumero es un asesino.
—Si yo le contara… —musitó Fermín.
—Pues no estaría de más que me contasen ustedes algo, algo verídico, para variar.
—Le podemos decir que Fumero no fue quien quemó sus libros.
—¿Quién fue entonces?
—Con toda seguridad fue un hombre con el rostro desfigurado por el fuego que se hace llamar Laín Coubert.
—¿No es ése…?
Asentí.
—El nombre de un personaje de Carax. El diablo.
El padre Fernando se reclinó en su butaca, casi tan perdido como nosotros.
—Lo que parece cada vez más claro es que Penélope Aldaya es el centro de todo este asunto, y es de ella de quien menos sabemos —apuntó Fermín.
—No creo que yo pueda ayudarles ahí. Apenas la vi, de lejos, un par o tres de veces. Cuanto sé de ella es lo que me contó Julián, que no era mucho. La única persona a quien oí mencionar el nombre de Penélope alguna vez fue a Jacinta Coronado.
—¿Jacinta Coronado?
—El aya de Penélope. Había criado a Jorge y a Penélope. Los quería con locura, especialmente a Penélope. A veces venía al colegio a recoger a Jorge, porque a don Ricardo Aldaya no le gustaba que sus hijos pasaran un segundo sin la vigilancia de alguien de la casa. Jacinta era un ángel. Había oído decir que yo, como Julián, éramos muchachos de recursos modestos y siempre nos traía algo de merendar porque creía que pasábamos hambre. Yo le decía que mi padre era el cocinero, que no se preocupase que de comer no me faltaba. Pero ella insistía. Yo la esperaba a veces y hablaba con ella. Era la mujer más buena que jamás he conocido. No tenía hijos, ni novio conocido. Estaba sola en el mundo y había dado la vida por criar a los hijos de los Aldaya. Adoraba a Penélope con toda su alma. Aún habla de ella…
—¿Está usted todavía en contacto con Jacinta?
—La visito a veces en el asilo de Santa Lucía. Ella no tiene a nadie. El Señor, por razones que nos están veladas al entendimiento, no siempre nos premia en vida. Jacinta es una mujer muy mayor ya y sigue tan sola como siempre lo estuvo.
Fermín y yo intercambiamos una mirada.
—¿Y Penélope? ¿No la ha visitado nunca?
La mirada del padre Fernando era un pozo de negrura.
—Nadie sabe qué se hizo de Penélope. Esa muchacha era la vida de Jacinta. Cuando los Aldaya se marcharon a América y ella la perdió, lo perdió todo.
—¿Por qué no se la llevaron con ella? ¿Marchó Penélope también a la Argentina, con el resto de los Aldaya? —pregunté.
El sacerdote se encogió de hombros.
—No lo sé. Nadie volvió a ver a Penélope o a oír hablar de ella después de 1919.
—El año que Carax marchó a París —observó Fermín.
—Tienen que prometerme ustedes que no van a molestar a esa pobre anciana para desenterrar recuerdos dolorosos.
—¿Por quién nos toma el mosén? —preguntó Fermín, airado.
Sospechando que no nos iba a sacar nada más, el padre Fernando nos hizo jurarle que le mantendríamos informado de lo que averiguásemos. Fermín, para tranquilizarlo, se empeñó en jurar sobre un Nuevo Testamento que yacía en el escritorio del sacerdote.
—Deje los Evangelios tranquilos. Me basta con su palabra.
—No deja pasar usted una, ¿eh, padre? ¡Qué fiera!
—Venga, les acompaño hasta la salida.
Nos guió a través del jardín hasta la verja de lanzas y se detuvo a una distancia prudencial de la salida, contemplando la calle que serpenteaba de bajada hacia el mundo real, como si temiera evaporarse si se aventuraba unos pasos más allá. Me pregunté cuándo habría sido la última vez que el padre Fernando había abandonado el recinto del colegio de San Gabriel.
—Lo sentí mucho cuando supe que Julián había fallecido —dijo con voz queda—. Pese a todo lo que pasó luego y a que nos distanciamos con el tiempo, fuimos buenos amigos: Miquel, Aldaya, Julián y yo. Incluso Fumero. Siempre creí que íbamos a ser inseparables, pero la vida debe de saber algo que nosotros no sabemos. No he vuelto a tener amigos como aquéllos, y no creo que los vuelva a tener. Espero que encuentre usted lo que busca, Daniel.