Todavía había luz en la librería cuando crucé frente al escaparate. Pensé que tal vez mi padre se había quedado hasta tarde poniéndose al día con la correspondencia o buscando cualquier excusa para esperarme despierto y sonsacarme acerca de mi encuentro con Bea. Observé una silueta componiendo una pila de libros y reconocí el perfil enjuto y nervioso de Fermín en plena concentración. Golpeé en el cristal con los nudillos. Fermín se asomó, gratamente sorprendido, y me hizo señas para que me asomase por la entrada a la trastienda.
—¿Todavía trabajando, Fermín? Pero si es tardísimo.
—En realidad estaba haciendo tiempo para acercarme luego a casa del pobre don Federico y velarlo. Nos hemos montado unos turnos con Eloy, el de la óptica. Total, yo tampoco duermo mucho. Dos, tres horas a lo más. Claro que usted tampoco se queda manco, Daniel. Pasa la medianoche, de lo cual infiero que su encuentro con la chiquita ha sido un éxito clamoroso.
Me encogí de hombros.
—La verdad es que no lo sé —admití.
—¿Le ha metido mano?
—No.
—Buena señal. No se fíe nunca de las que se dejan meter mano de buenas a primeras. Pero menos aún de las que necesitan que un cura les dé la aprobación. El solomillo, valga el símil cárnico, está en medio. Si se tercia, claro está, no sea mojigato y aprovéchese. Pero si lo que busca es algo serio, como lo mío con la Bernarda, recuerde esta regla de oro.
—¿Es serio lo suyo?
—Más que serio. Espiritual. ¿Y lo de esta muchacha, Beatriz, qué? Que cotiza de un mollar enciclopédico salta a la vista, pero el quid de la cuestión es: ¿será de las que enamoran o de las que emboban las vísceras menores?
—No tengo la menor idea —apunté—. Las dos cosas, diría yo.
—Mire, Daniel, eso es como el empacho. ¿Nota usted algo aquí, en la boca del estómago? Como si se hubiese tragado un ladrillo. ¿O es sólo una calentura general?
—Más bien lo del ladrillo —dije, aunque no descarté completamente la calentura.
—Entonces es que el asunto va en serio. Dios le coja confesado. Ande, siéntese y le haré una tila.
Nos acomodamos en torno a la mesa que había en la trastienda, rodeados de libros y de silencio. La ciudad dormía y la librería parecía un bote a la deriva en un océano de paz y sombra. Fermín me tendió una taza humeante y me sonrió con cierto embarazo. Algo le rondaba la cabeza.
—¿Puedo hacerle una pregunta de índole personal, Daniel?
—Por supuesto.
—Le ruego me responda con toda sinceridad —dijo y carraspeó—. ¿Usted cree que yo podría llegar a ser padre?
Debió de leer la perplejidad en mi rostro y se apresuró a añadir:
—No quiero decir padre biológico, porque se me verá algo enclenque pero gracias a Dios la providencia ha querido dotarme la potencia y la furia viril de un miura. Me refiero a otro tipo de padre. Un buen padre, ya sabe usted.
—¿Un buen padre?
—Sí. Como el suyo. Un hombre con cabeza, corazón y alma. Un hombre que sea capaz de escuchar, guiar y respetar a una criatura, y de no ahogar en ella sus propios defectos. Alguien a quien un hijo no sólo quiera por ser su padre, sino que lo admire por la persona que es. Alguien a quien quiera parecerse.
—¿Por qué me pregunta usted eso, Fermín? Yo pensaba que no creía usted en el matrimonio y la familia. El yugo y todo eso, ¿recuerda?
Fermín asintió.
—Mire, todo eso es diletancia. El matrimonio y la familia no son más que lo que nosotros hacemos de ellos. Sin eso, no son más que un pesebre de hipocresías. Morralla y palabrería. Pero si hay amor de verdad, del que no se habla ni se declara a los cuatro vientos, del que se nota y se demuestra…
—Me parece usted un hombre nuevo, Fermín.
—Es que lo soy. La Bernarda me ha hecho desear ser un hombre mejor de lo que soy.
—¿Y eso?
—Para merecerla. Usted eso ahora no lo entiende, porque es joven. Pero con el tiempo verá que lo que cuenta a veces no es lo que se da, sino lo que se cede. La Bernarda y yo hemos estado hablando. Ella es una madraza, ya lo sabe usted. No lo dice, pero me parece que la felicidad más grande que podría tener en esta vida es ser madre. Y a mí esa mujer me gusta más que el melocotón en almíbar. Con decirle que soy capaz de pasar por una iglesia después de treinta y dos años de abstinencia clerical y recitar los salmos de san Serafín o lo que haga falta por ella.
—Le veo muy lanzado, Fermín. Si apenas acaba de conocerla…
—Mire, Daniel, a mi edad o uno empieza a ver la jugada con claridad o está bien jodido. Esta vida vale la pena vivirla por tres o cuatro cosas, y lo demás es abono para el campo. Yo he hecho mucha tontería ya, y ahora sé que lo único que quiero es hacer feliz a la Bernarda y morirme algún día en sus brazos. Quiero volver a ser un hombre respetable, ¿sabe usted? No por mí, que a mí el respeto de este orfeón de monas que llamamos humanidad me la trae flojísima, sino por ella. Porque la Bernarda cree en estas cosas, en las radionovelas, en los curas, en la respetabilidad y en la virgen de Lourdes. Ella es así y yo la quiero como es, sin que me cambien ni un pelo de esos que le salen en la barbilla. Y por eso quiero ser alguien de quien ella pueda estar orgullosa. Quiero que piense: mi Fermín es un cacho de hombre, como Cary Grant, Hemingway o Manolete.
Me crucé de brazos, calibrando el asunto.
—¿Ha hablado usted de todo esto con ella? ¿De tener un hijo juntos?
—No, por Dios. ¿Por quién me toma? ¿Se cree que voy por el mundo diciéndole a las mujeres que tengo ganas de dejarlas preñadas? Y no por falta de ganas, ¿eh?, porque a la tonta esa de la Merceditas le hacía yo ahora mismo unos trillizos y me quedaba como Dios, pero…
—¿Le ha dicho la Bernarda que quiere formar una familia?
—Esas cosas no hace falta decirlas, Daniel. Se ven en la cara.
Asentí.
—Pues entonces, en lo que valga mi opinión, estoy seguro de que será usted un padre y un esposo formidable. Aunque no crea usted en todas esas cosas, porque así no las dará nunca por supuestas.
Se le deshizo la cara de alegría.
—¿Lo dice de verdad?
—Claro que sí.
—Pues me quita usted un peso enorme de encima. Porque sólo de rememorar a mi progenitor y pensar que yo pudiera llegar a ser para alguien lo que él fue para mí me entran ganas de esterilizarme.
—Pierda cuidado, Fermín. Además, su vigor inseminador probablemente no hay tratamiento que lo doblegue.
—También es verdad —reflexionó—. Venga, váyase usted a descansar que no lo quiero entretener más.
—No me entretiene, Fermín. Tengo la impresión de que no voy a pegar ojo.
—Sarna con gusto… Por cierto, lo que me comentó de ese apartado de correos, ¿se acuerda?
—¿Ha averiguado ya algo?
—Ya le dije que lo dejase de mi cuenta. Este mediodía, a la hora de comer, me he acercado hasta Correos y he tenido unas palabras con un viejo conocido que trabaja allí. El apartado de correos 2321 consta a nombre de un tal José María Requejo, abogado con oficinas en la calle León XIII. Me permití comprobar la dirección del interfecto y no me sorprendió averiguar que no existe, aunque me imagino que eso usted ya lo sabe. La correspondencia dirigida a ese apartado la viene recogiendo una persona desde hace años. Lo sé porque algunos de los envíos que se reciben de una correduría de fincas vienen certificados y al recogerlos hay que firmar un pequeño recibo y presentar la documentación.
—¿Quién es? ¿Un empleado del abogado Requejo? —pregunté.
—Hasta ahí no pude llegar, pero lo dudo. O mucho me equivoco o el tal Requejo existe en el mismo plano que la virgen de Fátima. Sólo le puedo decir el nombre de la persona que recoge la correspondencia: Nuria Monfort.
Me quedé blanco.
—¿Nuria Monfort? ¿Está usted seguro de eso, Fermín?
—Yo mismo vi algunos de esos recibos. En todos constaba el nombre y el número de la cédula de identidad. Deduzco por la cara de vómito que se le ha puesto que esta revelación le sorprende.
—Bastante.
—¿Puedo preguntar quién es la tal Nuria Monfort? El empleado con el que hablé me dijo que la recordaba perfectamente porque acudió hace un par de semanas a retirar la correspondencia y, en su opinión imparcial, estaba más buena que la Venus de Milo y más firme de pecho. Y yo me fío de su evaluación porque antes de la guerra era catedrático de estética, pero como era primo lejano de Largo Caballero, claro, ahora lame pólizas de peseta…
—Hoy mismo estuve con esa mujer, en su casa —murmuré.
Fermín me observó, atónito.
—¿Con Nuria Monfort? Empiezo a pensar que me he equivocado con usted, Daniel. Está usted hecho un auténtico calavera.
—No es lo que usted piensa, Fermín.
—Pues usted se lo pierde. Yo a su edad hacía como El Molino, pase de mañana, tarde y noche.
Observé a aquel hombrecillo enjuto y huesudo, todo nariz y tez amarillenta, y me di cuenta de que se estaba convirtiendo en mi mejor amigo.
—¿Puedo contarle algo, Fermín? Algo que me viene rondando la cabeza desde hace ya tiempo.
—Claro que sí. Lo que sea. Especialmente si es escabroso y concierne a la fámula esa.
Por segunda vez aquella noche procedí a relatar para Fermín la historia de Julián Carax y el enigma de su muerte. Fermín escuchaba con suma atención, tomando notas en un cuaderno e interrumpiéndome ocasionalmente para preguntarme algún detalle cuya relevancia se me escapaba. Escuchándome a mí mismo, se me hacían cada vez más evidentes las lagunas que había en aquella historia. En más de una ocasión me quedé en blanco, mis pensamientos extraviados en tratar de discernir por qué motivo me habría mentido Nuria Monfort. ¿Qué significado tenía el hecho de que ella hubiese estado recogiendo durante años la correspondencia dirigida a un despacho de abogados inexistente que supuestamente se hacía cargo del piso de la familia Fortuny-Carax en la ronda de San Antonio? No me di cuenta de que estaba formulando mis dudas en voz alta.
—No podemos saber todavía por qué le mintió esa mujer —dijo Fermín—. Pero podemos aventurarnos a suponer que si lo hizo a ese respecto, pudo haberlo hecho, y probablemente lo hizo, respecto a otros tantos.
Suspiré, perdido.
—¿Qué sugiere usted, Fermín?
Fermín Romero de Torres suspiró con ademán de alta filosofía.
—Le diré lo que podemos hacer. Este domingo, si a usted le parece, nos dejamos caer como aquel que no quiere la cosa por el colegio de San Gabriel y hacemos alguna averiguación sobre los orígenes de la amistad entre ese Carax y el otro chavalín, el ricachón…
—Aldaya.
—Yo con los curas tengo muchísima mano, ya verá, aunque sea por esta pinta de cartujo golfo que tengo. Cuatro lisonjas y me los meto en el bolsillo.
—¿Quiere decir?
—¡Hombre! Le garantizo a usted que estos van a cantar como la Escolanía de Montserrat.