21

Se desplomó la tarde casi a traición, con un aliento frío y un manto púrpura que resbalaba entre los resquicios de las calles. Apreté el paso y veinte minutos más tarde la fachada de la universidad emergió como un buque ocre varado en la noche. El portero de la Facultad de Letras leía en su garita a las plumas más influyentes de la España del momento en la edición de tarde de El Mundo Deportivo. Apenas parecían quedar ya estudiantes en el recinto. El eco de mis pasos me acompañó a través de los corredores y galerías que conducían al claustro, donde el rubor de dos luces amarillentas apenas inquietaban la penumbra. Me asaltó la idea de que Bea me había tomado el pelo y me había citado allí a aquella hora de nadie para vengarse de mi presunción. Las hojas de los naranjos del claustro parpadeaban como lágrimas de plata y el rumor de la fuente serpenteaba entre los arcos. Ausculté el patio con la mirada barajando decepción y, quizá, cierto alivio cobarde. Allí estaba. Su silueta se recortaba frente a la fuente, sentada en uno de los bancos con la mirada escalando las bóvedas del claustro. Me detuve en el umbral para contemplarla y, por un instante, me pareció ver en ella el reflejo de Nuria Monfort soñando despierta en su banco de la plaza. Advertí que no llevaba su carpeta ni sus libros y sospeché que quizá no hubiese tenido clase aquella tarde. Tal vez había acudido allí tan sólo para encontrarse conmigo. Tragué saliva y me adentré en el claustro. Mis pasos en el empedrado me delataron y Bea alzó la vista, sonriendo sorprendida, como si mi presencia allí fuera una casualidad.

—Creí que no ibas a venir —dijo Bea.

—Eso mismo pensaba yo —repuse.

Permaneció sentada, muy erguida, con las rodillas apretadas y las manos recogidas sobre el regazo. Me pregunté cómo era posible sentir a alguien tan lejos y, sin embargo, poder leer cada pliegue de sus labios.

—He venido porque quiero demostrarte que estabas equivocado en lo que me dijiste el otro día, Daniel. Que me voy a casar con Pablo y que no importa lo que me enseñes esta noche, me voy a El Ferrol con él tan pronto acabe el servicio.

La miré como se mira a un tren que se escapa. Me di cuenta de que había pasado dos días caminando sobre nubes y se me cayó el mundo de las manos.

—Y yo que pensaba que habías venido porque te apetecía verme. —Sonreí sin fuerzas.

Observé que se le inflamaba el rostro de reparo.

—Lo decía en broma —mentí—. Lo que sí iba en serio era mi promesa de enseñarte una cara de la ciudad que no has visto todavía. Al menos, así tendrás un motivo para acordarte de mí, o de Barcelona, dondequiera que vayas.

Bea sonrió con cierta tristeza y evitó mi mirada.

—He estado a punto de meterme en un cine, ¿sabes? Para no verte hoy —dijo.

—¿Por qué?

Bea me observaba en silencio. Se encogió de hombros y alzó los ojos como si quisiera cazar palabras al vuelo que se le escapaban.

—Porque tenía miedo de que a lo mejor tuvieses razón —dijo finalmente.

Suspiré. Nos amparaba el anochecer y aquel silencio de abandono que une a los extraños, y me sentí con valor de decir cualquier cosa, aunque fuese por última vez.

—¿Le quieres o no?

Me ofreció una sonrisa que se deshacía por las costuras.

—No es asunto tuyo.

—Eso es verdad —dije—. Es asunto sólo tuyo.

Se le enfrió la mirada.

—¿Y a ti qué más te da?

—No es asunto tuyo —dije.

No sonrió. Le temblaban los labios.

—La gente que me conoce sabe que aprecio a Pablo. Mi familia y…

—Pero yo casi soy un extraño —interrumpí—. Y me gustaría oírlo de ti.

—¿Oír el qué?

—Que le quieres de verdad. Que no te casas con él para salir de tu casa, o para dejar Barcelona y a tu familia lejos, donde no puedan hacerte daño. Que te vas y no que huyes.

Los ojos le brillaban con lágrimas de rabia.

—No tienes derecho a decirme eso, Daniel. Tú no me conoces.

—Dime que estoy equivocado y me iré. ¿Le quieres?

Nos miramos un largo rato en silencio.

—No lo sé —murmuró por fin—. No lo sé.

—Alguien dijo una vez que en el momento en que te paras a pensar si quieres a alguien, ya has dejado de quererle para siempre —dije.

Bea buscó la ironía en mi rostro.

—¿Quién dijo eso?

—Un tal Julián Carax.

—¿Amigo tuyo?

Me sorprendí a mí mismo asintiendo.

—Algo así.

—Vas a tener que presentármelo.

—Esta noche, si quieres.

Dejamos la universidad bajo un cielo encendido de moretones. Caminábamos sin rumbo fijo, más por acostumbrarnos al paso del otro que por llegar a algún sitio. Nos refugiamos en el único tema que teníamos en común, su hermano Tomás. Bea hablaba de él como de un extraño a quien se quiere, pero apenas se conoce. Rehuía mi mirada y sonreía nerviosamente. Sentí que se arrepentía de lo que me había dicho en el claustro de la universidad, que le dolían todavía las palabras que se la comían por dentro.

—Oye, de lo que te he dicho antes —dijo de repente, sin venir a cuento— no le dirás nada a Tomás, ¿verdad?

—Claro que no. A nadie.

Rió nerviosa.

—No sé qué me ha pasado. No te ofendas, pero a veces una se siente más libre de hablarle a un extraño que a la gente que conoce. ¿Por qué será?

Me encogí de hombros.

—Probablemente porque un extraño nos ve como somos, no como quiere creer que somos.

—¿Es eso también de tu amigo Carax?

—No, eso me lo acabo de inventar para impresionarte.

—¿Y cómo me ves tú a mí?

—Como un misterio.

—Ése es el cumplido más raro que me han hecho nunca.

—No es un cumplido. Es una amenaza.

—¿Y eso?

—Los misterios hay que resolverlos, averiguar qué esconden.

—A lo mejor te decepcionas al ver lo que hay dentro.

—A lo mejor me sorprendo. Y tú también.

—Tomás no me había dicho que tuvieses tanta cara dura.

—Es que la poca que tengo, la reservo toda para ti.

—¿Por qué?

Porque me das miedo, pensé.

Nos refugiamos en un viejo café junto al teatro Poliorama. Nos retiramos a una mesa junto a la ventana, y pedimos unos bocadillos de jamón serrano y un par de cafés con leche para entrar en calor. Al poco, el encargado, un tipo escuálido con mueca de diablillo cojuelo, se acercó a la mesa con aire oficioso.

—¿Vosotro utede soy lo que habéi pedío lo entrepane de jamong?

Asentimos.

—Siento comunicarsus, en nombre de la diresión, que no queda ni veta de jamong. Pueo ofresele butifarra negra, blanca, mixta, arbóndiga o chitorra. Género de primera, frequísimo. Tamién tengo sardina en ecabexe, si no podéi utede ingerí produto cárnico por motivo de consiensia religiosa. Como e vierne

—Yo con el café con leche ya estoy bien, de verdad —respondió Bea.

Yo me moría de hambre.

—¿Y si nos pone dos de bravas? —dije—. Y algo de pan también, por favor.

Ora mimo, caballero. Y utede perdonen la caretía de género. Normalmente tengo de to, hasta caviar borxevique. Pero esta tarde ha sío la semifinar de la Copa Europa y hemo tenío muchísimo personal. Qué partidaso.

El encargado partió con gesto ceremonioso. Bea lo observaba, divertida.

—¿De dónde es ese acento? ¿Jaén?

—Santa Coloma de Gramanet —precisé—. Tú coges poco el metro, ¿verdad?

—Mi padre dice que el metro va lleno de gentuza y que, si vas sola, te meten mano los gitanos.

Iba a decir algo, pero me callé. Bea rió. Tan pronto llegaron los cafés y la comida me lancé a dar cuenta de todo ello sin pretensiones de delicadeza. Bea no probó bocado. Con ambas manos en torno al tazón humeante me observaba con una media sonrisa, entre la curiosidad y el asombro.

—Y entonces, ¿qué es lo que me vas a enseñar hoy que no he visto todavía?

—Varias cosas. De hecho, lo que te voy a enseñar forma parte de una historia. ¿No me dijiste el otro día que a ti lo que te gustaba era leer?

Bea asintió, arqueando las cejas.

—Pues bien, ésta es una historia de libros.

—¿De libros?

—De libros malditos, del hombre que los escribió, de un personaje que se escapó de las páginas de una novela para quemarla, de una traición y de una amistad perdida. Es una historia de amor, de odio y de los sueños que viven en la sombra del viento.

—Hablas como la solapa de una novela de a duro, Daniel.

—Será porque trabajo en una librería y he visto demasiadas. Pero ésta es una historia real. Tan cierta como que este pan que nos han servido tiene por lo menos tres días. Y como todas las historias reales empieza y acaba en un cementerio, aunque no la clase de cementerio que te imaginas.

Sonrió como lo hacen los niños a los que se les promete un acertijo o un truco de magia.

—Soy toda oídos.

Apuré el último sorbo de café y la contemplé en silencio unos instantes. Pensé en lo mucho que deseaba refugiarme en aquella mirada huidiza que se temía transparente, vacía. Pensé en la soledad que iba a asaltarme aquella noche cuando me despidiese de ella, sin más trucos ni historias con que engañar su compañía. Pensé en lo poco que tenía que ofrecerle y en lo mucho que quería recibir de ella.

—Te crujen los sesos, Daniel —dijo—. ¿Qué tramas?

Inicié mi relato con aquella alba lejana en que desperté sin poder recordar el rostro de mi madre y no me detuve hasta recordar el mundo de penumbras que había intuido aquella misma mañana en casa de Nuria Monfort. Bea me escuchaba en silencio con una atención que no revelaba juicio o presunción. Le hablé de mi primera visita al Cementerio de los Libros Olvidados y de la noche que pasé leyendo La Sombra del Viento. Le hablé de mi encuentro con el hombre sin rostro y de aquella carta firmada por Penélope Aldaya que llevaba siempre conmigo sin saber por qué. Le hablé de cómo nunca había llegado a besar a Clara Barceló, ni a nadie, y de cómo me habían temblado las manos al sentir el roce de los labios de Nuria Monfort en la piel apenas unas horas atrás. Le hablé de cómo hasta aquel momento no había comprendido que aquélla era una historia de gente sola, de ausencias y de pérdida, y que por esa razón me había refugiado en ella hasta confundirla con mi propia vida, como quien escapa a través de las páginas de una novela porque aquellos a quien necesita amar son sólo sombras que viven en el alma de un extraño.

—No digas nada —murmuró Bea—. Sólo llévame a ese lugar.

Era ya noche cerrada cuando nos detuvimos frente al portón del Cementerio de los Libros Olvidados en las sombras de la calle Arco del Teatro. Así el picaporte del diablillo y golpeé tres veces. Soplaba un viento frío impregnado de olor a carbón. Nos resguardamos bajo el arco de la entrada mientras esperábamos. Encontré la mirada de Bea a apenas unos centímetros de la mía. Sonreía. Al poco se escucharon unos pasos leves acercándose al portón y nos llegó la voz cansina del guardián.

—¿Quién va? —preguntó Isaac.

—Soy Daniel Sempere, Isaac.

Me pareció oírle maldecir por lo bajo. Siguieron los mil crujidos y quejidos del cerrojo kafkiano. Finalmente, la puerta cedió unos centímetros, desvelando el rostro aguileño de Isaac Monfort a la lumbre de un candil. Al verme, el guardián suspiró y puso los ojos en blanco.

—Yo, también, no sé por qué pregunto —dijo—. ¿Quién más podría ser a estas horas?

Isaac iba enfundado en lo que me pareció un extraño mestizaje de bata, albornoz y abrigo del ejército ruso. Las pantuflas acolchadas combinaban a la perfección con una gorra de lana a cuadros, con borla y birrete.

—Espero no haberle sacado de la cama —dije.

—Qué va. Apenas había empezado a decir el Jesusito de mi vida.

Le lanzó una mirada a Bea como si acabase de ver un fajo de cartuchos de dinamita encendido a sus pies.

—Espero por su bien que esto no sea lo que parece —amenazó.

—Isaac, ésta es mi amiga Beatriz y, con su permiso, me gustaría mostrarle este lugar. No se preocupe, es de toda confianza.

—Sempere, he conocido lactantes con más sentido común que usted.

—Será sólo un momento.

Isaac dejó escapar un resoplido de derrota y examinó a Bea con detenimiento y recelo policial.

—¿Ya sabe usted que anda en compañía de un débil mental? —preguntó.

Bea sonrió cortésmente.

—Empiezo a hacerme a la idea.

—Divina inocencia. ¿Sabe las reglas?

Bea asintió. Isaac negó por lo bajo y nos hizo pasar, auscultando como siempre las sombras de la calle.

—Visité a su hija Nuria —dejé caer casualmente—. Está bien. Trabajando mucho, pero bien. Le envía saludos.

—Sí, y dardos envenenados. Qué poca gracia tiene usted para el embuste, Sempere. Pero se agradece el esfuerzo. Venga, pasen.

Una vez dentro me tendió el candil y procedió a echar de nuevo el cerrojo sin prestarnos más atención.

—Cuando hayan acabado ya sabe dónde encontrarme.

El laberinto de los libros se adivinaba en ángulos espectrales que despuntaban bajo el manto de tiniebla. El candil proyectaba una burbuja de claridad vaporosa a nuestros pies. Bea se detuvo en el umbral del laberinto, atónita. Sonreí, reconociendo en su rostro la misma expresión que mi padre debía de haber visto en el mío años atrás. Nos adentramos en los túneles y galerías del laberinto, que crujía a nuestro paso. Las marcas que había dejado en mi última incursión seguían allí.

—Ven, quiero enseñarte algo —dije.

Más de una vez perdí mi propio rastro y tuvimos que desandar un trecho en busca de la última señal. Bea me observaba con una mezcla de alarma y fascinación. Mi brújula mental sugería que nuestra ruta se había perdido en un lazo de espirales que ascendía lentamente hacia las entrañas del laberinto. Finalmente conseguí rehacer mis pasos en la maraña de pasillos y túneles hasta enfilar un angosto corredor que parecía una pasarela tendida hacia la negrura. Me arrodillé junto a la última estantería y busqué a mi viejo amigo oculto tras la fila de tomos sepultados por una capa de polvo que brillaba como escarcha a la luz del candil. Tomé el libro en mis manos y se lo tendí a Bea.

—Te presento a Julián Carax.

La Sombra del Viento —leyó Bea acariciando las letras desvaídas de la cubierta—. ¿Puedo llevármelo? —preguntó.

—Cualquiera menos ése.

—Pero eso no es justo. Después de lo que me has contado éste es precisamente el que quiero.

—Algún día, quizá. Pero no hoy.

Se lo tomé de las manos y volví a ocultarlo en su lugar.

—Volveré sin ti y me lo llevaré sin que tú te enteres —dijo, burlona.

—No lo encontrarías en mil años.

—Eso es lo que tú te crees. Ya he visto tus marcas y yo también me sé el cuento del Minotauro.

—Isaac no te dejaría entrar.

—Te equivocas. Le caigo mejor que tú.

—¿Y tú qué sabes?

—Sé leer miradas.

A mi pesar, la creí y escondí la mía.

—Escoge cualquier otro. Mira, éste de aquí promete. El cerdo mesetario, ese desconocido: En busca de las raíces del tocino ibérico, por Anselmo Torquemada. Seguro que vendió más ejemplares que cualquiera de Julián Carax. Del cerdo se aprovecha todo.

—Este otro me tira más.

Tess d'Ubervilles. Es la versión original. ¿Te atreves con Thomas Hardy en inglés?

Me miró de reojo.

—Adjudicado entonces.

—¿No lo ves? Si parece que me estuviese esperando a mí. Como si hubiera estado aquí escondido para mí desde antes de que yo naciese.

La miré, atónito. Bea arrugó la sonrisa.

—¿Qué he dicho?

Entonces, sin pensarlo, con apenas un roce en los labios, la besé.

Era ya casi medianoche cuando llegamos al portal de casa de Bea. Habíamos hecho casi todo el camino en silencio, sin atrevernos a decir lo que pensábamos. Caminábamos separados, escondiéndonos el uno del otro. Bea caminaba erguida con su Tess bajo el brazo y yo la seguía a un palmo, con su sabor en los labios. Arrastraba todavía la mirada de soslayo que me había propinado Isaac al dejar el Cementerio de los Libros Olvidados. Era una mirada que conocía bien y que había visto mil veces en mi padre, una mirada que me preguntaba si tenía la menor idea de lo que estaba haciendo. Las últimas horas habían transcurrido en otro mundo, un universo de roces, de miradas que no entendía y que se comían la razón y la vergüenza. Ahora, de regreso a aquella realidad que siempre acechaba en las sombras del ensanche, el embrujo se desprendía y apenas me quedaba el deseo doloroso y una inquietud que no tenía nombre. Una simple mirada a Bea me bastó para comprender que mis reservas apenas eran un soplo en la ventisca que se la comía por dentro. Nos detuvimos frente al portal y nos miramos sin hacer ni amago por fingir. Un sereno tonadillero se aproximaba sin prisa, canturreando boleros acompañándose del tintineo sabrosón de sus arbustos de llaves.

—A lo mejor prefieres que no volvamos a vernos —ofrecí sin convicción.

—No sé, Daniel. No sé nada. ¿Es eso lo que tú quieres?

—No. Claro que no. ¿Y tú?

Se encogió de hombros, esbozando una sonrisa sin fuerza.

—¿Tú qué crees? —preguntó—. Antes te he mentido, ¿sabes? En el claustro.

—¿En qué?

—En que no quería verte hoy.

El sereno nos rondaba blandiendo una sonrisilla de refilón, obviamente indiferente a aquella mi primera escena de portal y susurros que a él, en su veteranía, se le debía de antojar banal y trillada.

—Por mí no hay prisa —dijo—. Voy a hacer un cigarrito a la esquina y ya me dirán.

Esperé a que el sereno se hubiese alejado.

—¿Cuándo voy a verte otra vez?

—No lo sé, Daniel.

—¿Mañana?

—Por favor, Daniel. No lo sé.

Asentí. Me acarició la cara.

—Ahora es mejor que te vayas.

—¿Sabes al menos dónde encontrarme, no?

Asintió.

—Estaré esperando.

—Yo también.

Me alejé con la mirada prendida de la suya. El sereno, experto en estos lances, ya acudía a abrirle el portal.

—Sinvergüenza —me susurró de pasada, no sin cierta admiración—. Menudo bombonazo.

Esperé hasta que Bea hubo entrado en el edificio y partí a paso ligero, volviendo la vista atrás a cada paso. Lentamente, me invadió la certeza absurda de que todo era posible y me pareció que hasta aquellas calles desiertas y aquel viento hostil olían a esperanza. Al llegar a la plaza de Cataluña advertí que una bandada de palomas se había congregado en el centro de la plaza. Lo cubrían todo, como un manto de alas blancas que se mecía en silencio. Pensé en rodear el recinto, pero justo entonces advertí que la bandada me abría paso sin alzar el vuelo. Avancé a tientas, observando cómo las palomas se apartaban a mi paso y volvían a cerrar filas tras de mí. Al llegar al centro de la plaza escuché el rumor de las campanas de la catedral repicando la medianoche. Me detuve un instante, varado en un océano de aves plateadas, y pensé que aquél había sido el día más extraño y maravilloso de mi vida.