Las palabras de Penélope Aldaya, que leí y releí aquella noche hasta aprendérmelas de memoria, borraron de un plumazo el mal sabor que me había dejado la visita del inspector Fumero. Tras pasar la noche en vela, absorto en aquella carta y en la voz que intuía en ella, salí de casa con la madrugada. Me vestí en silencio y le dejé a mi padre una nota sobre la cómoda del recibidor, diciéndole que tenía que hacer algunos recados y que estaría de vuelta en la librería a las nueve y media. Al asomarme al portal, las calles languidecían ocultas todavía bajo un manto azulado que lamía las sombras y los charcos que la llovizna había sembrado durante la noche. Me abroché el chaquetón hasta el cuello y me encaminé a paso ligero rumbo a la plaza de Cataluña. Las escaleras del metro exhalaban un lienzo de vapor tibio que ardía en luz de cobre. En las taquillas de los ferrocarriles catalanes compré un billete de tercera clase hasta la estación de Tibidabo. Hice el trayecto en un vagón, poblado de ordenanzas, criadas y jornaleros portando bocadillos del tamaño de un ladrillo envueltos en hojas de periódico. Me refugié en la negrura de los túneles y apoyé la cabeza en la ventana, entrecerrando los ojos mientras el tren recorría las entrañas de la ciudad hasta los pies del Tibidabo. Al emerger de nuevo a la calle me pareció redescubrir otra Barcelona. Estaba amaneciendo y un filo de púrpura rasgaba las nubes y salpicaba las fachadas de los palacetes y caserones señoriales que flanqueaban la avenida del Tibidabo. El tranvía azul reptaba perezosamente entre neblinas. Corrí tras él y conseguí auparme en la plataforma trasera bajo la mirada severa del revisor. La cabina de madera estaba casi vacía. Un par de frailes y una dama enlutada de piel cenicienta se mecían adormecidos al vaivén del carruaje de caballos invisibles.
—Sólo voy hasta el número treinta y dos —le dije al revisor, ofreciendo mi mejor sonrisa.
—Pues como si va hasta Finisterre —replicó, indiferente—. Aquí han pagado billete hasta los soldados de Cristo. O apoquina, o camina. Y el pareado no se lo cobro.
El dúo de frailes, que calzaba sandalias y un manto de saco marrón de austeridad franciscana, asintió, mostrando sendos billetes rosa a título de prueba.
—Pues entonces me bajo —dije—. Porque no llevo suelto.
—Como guste. Pero espere a la próxima parada, que yo no quiero accidentes.
El tranvía ascendía casi a ritmo de paseo, acariciando la sombra de la arboleda y oteando sobre los muros y jardines de mansiones con alma de castillo que yo imaginaba pobladas de estatuas, fuentes, caballerizas y capillas secretas. Me asomé a un lado de la plataforma y distinguí la silueta de la torre de «El Frare Blanc» recortándose entre los árboles. Al acercarse a la esquina de Román Macaya, el tranvía disminuyó la marcha hasta detenerse casi por completo. El conductor hizo sonar su campanilla y el revisor me lanzó una mirada de censura.
—Venga, listillo. Aligere, que el número treinta y dos lo tiene ahí.
Me apeé y escuché el traqueteo del tranvía azul perderse en la bruma. La residencia de la familia Aldaya quedaba al cruzar la calle. Un portón de hierro forjado tramado de yedra y hojarasca la custodiaba. Recortada entre los barrotes se adivinaba una portezuela cerrada a cal y canto. Sobre las verjas, anudado en serpientes de hierro negro, se leía el número 32. Traté de atisbar el interior de la propiedad desde allí, pero apenas se adivinaban las aristas y los arcos de un torreón oscuro. Un rastro de herrumbre sangraba desde el orificio de la cerradura en la portezuela. Me arrodillé y traté de ganar una visión del patio desde allí. Apenas se vislumbraba una madeja de hierbas salvajes y el contorno de lo que me pareció una fuente o un estanque de la que emergía una mano extendida, señalando al cielo. Tardé unos instantes en comprender que se trataba de una mano de piedra, y que había otros miembros y siluetas que no acertaba a distinguir sumergidos en la fuente. Más allá, entre los velos de maleza, se adivinaba una escalinata de mármol quebrada y cubierta de escombros y hojarasca. La fortuna y gloria de los Aldaya habían cambiado de dirección hacía mucho tiempo. Aquel lugar era una tumba.
Me retiré unos pasos, rodeando la esquina para echar un vistazo al ala sur de la casa. Desde allí podía obtenerse una visión más clara de una de las torres del palacete. En aquel instante advertí por el rabillo del ojo la silueta de un individuo con aire famélico ataviado con una bata azul que blandía un escobón con el que martirizaba la hojarasca sobre la litera. Me observaba con cierto recelo y supuse que era el portero de una de las propiedades colindantes. Le sonreí como sólo quien ha pasado muchas horas tras un mostrador sabe hacerlo.
—Muy buenos días —entoné cordialmente—. ¿Sabe usted si la casa de los Aldaya lleva mucho tiempo cerrada?
Me observó como si le hubiese interrogado acerca de la cuadratura del círculo. El hombrecillo se llevó a la barbilla unos dedos que amarilleaban y permitían suponer una debilidad por los Celtas sin filtro. Lamenté no llevar encima una cajetilla de tabaco para congraciarme con él. Hurgué en los bolsillos de la chaqueta, a ver qué ofrenda se propiciaba.
—Lo menos veinte o veinticinco años, y que siga así —dijo el portero en aquel tono aplastado y dócil de la gente condenada a servir a fuerza de palos.
—¿Hace mucho que está usted aquí?
El hombrecillo asintió.
—Servidor lleva empleado aquí con los señores Miravell endende el 20.
—No tendrá usted idea de qué se hizo de la familia Aldaya, ¿verdad?
—Bueno, ya sabrá usted que perdieron mucho cuando la República —dijo—. El que siembra cizaña… Yo lo poco que sé es lo que he oído en la casa de los señores Miravell, que antes eran amigos de la familia. Creo que el hijo mayor, Jorge, marchó al extranjero, a la Argentina. Se ve que tenían fábricas allí. Gente de mucho dinero. Esos siempre caen de pie. ¿No tendrá usted un pitillo, por casualidad?
—Lo siento, pero puedo ofrecerle un caramelo Sugus, que está demostrado que lleva la misma nicotina que un Montecristo y además una barbaridad de vitaminas.
El portero frunció el ceño con cierta incredulidad, pero asintió. Le brindé el Sugus de limón que me había dado Fermín una eternidad atrás y que había descubierto dentro del doblez del forro de mi bolsillo. Confié en que no estuviese rancio.
—Está bueno —dictaminó el portero, rechupeteando el caramelo gomoso.
—Masca usted el orgullo de la industria confitera nacional. El Generalísimo se los traga como peladillas. Y dígame, ¿oyó usted mencionar alguna vez a la hija de los Aldaya, Penélope?
El portero se apoyó en el escobón a modo de pensador erecto de Rodin.
—Me parece que se equivoca usted. Los Aldaya no tenían hijas. Eran todos muchachos.
—¿Está usted seguro? Me consta que allá por el año 19 vivía en esta casa una joven llamada Penélope Aldaya, que probablemente era hermana del tal Jorge.
—Podría ser, pero ya le digo que yo sólo estoy aquí desde el 20.
—Y la finca, ¿a quién pertenece ahora?
—Que yo sepa está todavía en venta, aunque hablaban de tirarla y construir un colegio. Es lo mejor que pueden hacer, la verdad. Derribarla hasta los cimientos.
—¿Por qué lo dice?
El portero me miró con aire confidencial. Al sonreír observé que le faltaban al menos cuatro dientes de la encía superior.
—Esa gente, los Aldaya. No eran trigo limpio, ya sabe usted lo que se dice.
—Me temo que no. ¿Qué se dice?
—Ya sabe. Los ruidos y demás. Yo, creer en esos cuentos, no creo, ¿eh?, pero dicen que más de uno ha manchado los calzones ahí dentro.
—No me diga que la casa está encantada —dije, reprimiendo una sonrisa.
—Usted ríase. Pero cuando el río suena…
—¿Usted ha visto algo?
—Lo que se dice ver, no. Pero he oído.
—¿Ha oído? ¿El qué?
—Mire, una vez hará años, una noche que acompañé al Joanet, porque él insistió, ¿eh?, que a mí no se me había perdido nada allí… lo que decía, que oí algo raro allí. Como un llanto.
El portero me ofreció una imitación de viva voz del sonido al que se refería. A mí me pareció la letanía de un tísico tarareando coplillas.
—Sería el viento —sugerí.
—Sería, pero a mí se me pusieron por corbata, la verdad. Oiga, no tendrá otro caramelillo de esos, ¿verdad?
—Acépteme una pastilla Juanola. Tonifican muchísimo después del dulce.
—Venga —convino el portero, plantando la mano para recolectar.
Le entregué el estuche entero. El tirón del regaliz pareció lubricarle un poco más la lengua sobre aquella rocambolesca historia del palacete Aldaya.
—Entre usted y yo, aquí hay tela. Una vez el Joanet, el hijo del señor Miravell, que es un tiarrón que hace dos de usted (con decirle que está en la selección nacional de balonmano)… pues unos amigotes del señorito Joanet habían oído hablar de la casa de los Aldaya, y lo liaron. Y él me lió a mí para que lo acompañase, porque mucho hablar pero no se atrevía a entrar solo. Ya sabe usted, niñatos. Se empeñó en meterse de noche allí dentro para hacerse el gallito con la novia y por poco se mea encima. Porque ahora la ve usted de día, pero de noche esta casa es otra, ¿eh? El caso es que el Joanet dice que subió al segundo piso (porque yo me negué a entrar, oiga, que eso no debe de ser legal, aunque por entonces la casa ya llevaba lo menos diez años abandonada) y dijo que allí había algo. Le pareció oír como una voz en una habitación pero, cuando quiso entrar, la puerta se le cerró en las narices. ¿Qué le parece?
—Me parece una corriente de aire —dije.
—O de otra cosa —apuntó el portero, bajando la voz—. El otro día venía en la radio: el universo está lleno de misterios. Fíjese usted que parece que han encontrado la verdadera sábana santa en pleno centro de Sardanyola. La habían cosido en la pantalla de un cine, para ocultarla de los musulmanes, que la quieren usar para decir que Jesucristo era negro. ¿Qué le parece?
—No tengo palabras.
—Lo que yo le diga. Mucho misterio. Esa finca la tendrían que tirar abajo y echar cal en el terreno.
Agradecí al señor Remigio la información y me dispuse a descender la avenida de vuelta hasta San Gervasio. Alcé la vista y vi que la montaña del Tibidabo amanecía entre nubes de gasa. Me apeteció de repente acercarme hasta el funicular y escalar la ladera hasta el antiguo parque de atracciones en su cima para perderme entre sus carruseles y sus salones de autómatas, pero había prometido estar a tiempo en la librería. De vuelta hacia la estación del metro imaginé a Julián Carax bajando por aquella misma acera y contemplando aquellas mismas fachadas solemnes que apenas habían cambiado desde entonces, con sus escalinatas y jardines de estatuas, quizá esperando aquel tranvía azul que trepaba de puntillas al cielo. Al llegar al pie de la avenida saqué la fotografía de Penélope Aldaya sonriendo en el patio del palacete familiar. Sus ojos prometían el alma limpia y un futuro por escribir. «Te quiere, Penélope».
Imaginé a un Julián Carax con mis años sosteniendo aquella imagen en sus manos, tal vez a la sombra del mismo árbol que me amparaba a mí. Casi me parecía verle, sonriente, seguro de sí, contemplando un futuro tan amplio y luminoso como aquella avenida, y por un instante pensé que no había más fantasmas allí que los de la ausencia y la pérdida, y que aquella luz que me sonreía era de prestado y sólo valía mientras la pudiera sostener con la mirada, segundo a segundo.