Un vahído de aire frío silbó por el orificio de la cerradura, lamiéndome los dedos mientras insertaba la llave. El señor Fortuny había hecho instalar un cerrojo en la puerta de la habitación desocupada de su hijo que hacía tres del que tenía en la puerta del piso. Doña Aurora me miraba con aprensión, como si estuviésemos a punto de abrir la caja de Pandora.
—¿Da esta habitación a la fachada de la calle? —pregunté.
La portera negó.
—Tiene una ventana pequeña, un respiradero que da al tragaluz.
Empujé la puerta hacia el interior. Un pozo de oscuridad se abrió ante nosotros, impenetrable. La tenue claridad a nuestras espaldas nos precedió como un aliento que apenas conseguía arañar las sombras. La ventana que se asomaba al patio estaba cubierta con las páginas amarillentas de un periódico. Arranqué las hojas de diario y una aguja de luz vaporosa taladró la tiniebla.
—Jesús, María y José —murmuró la portera junto a mí.
La habitación estaba infestada de crucifijos. Pendían de la techumbre, ondeando del extremo de cordeles, y cubrían las paredes fijados con clavos. Se contaban por decenas. Podían intuirse en los rincones, grabados a cuchillo en los muebles de madera, arañados en las baldosas, pintados en rojo sobre los espejos. Las pisadas que llegaban hasta el umbral de la puerta trazaban un rastro en el polvo en torno a una cama desnuda hasta el somier, apenas ya un esqueleto de alambre y madera carcomida. En un extremo de la alcoba, bajo la ventana del tragaluz, había un escritorio de consola cerrado y coronado por un trío de crucifijos de metal. Lo abrí cuidadosamente. No había polvo en las junturas del fuelle de madera, con lo que supuse que el escritorio había sido abierto no hacía mucho. El escritorio tenía seis cajones. Los cierres habían sido forzados. Los inspeccioné uno a uno. Vacíos.
Me arrodillé frente al escritorio. Palpé con los dedos los arañazos en la madera. Imaginé las manos de Julián Carax trazando aquellos garabatos, jeroglíficos cuyo sentido se había llevado el tiempo. En el fondo del escritorio se adivinaba una pila de cuadernos y una vasija con lápices y plumas. Tomé uno de los cuadernos y lo ojeé. Dibujos y palabras sueltas. Ejercicios de cálculo. Frases sueltas, citas de libros. Versos inacabados. Todos los cuadernos parecían iguales. Algunos dibujos se repetían página tras página, con diferentes matices. Me llamó la atención la figura de un hombre que parecía hecho de llamas. Otra describía lo que hubiera podido ser un ángel o un reptil enroscado en una cruz. Se adivinaban esbozos de un caserón de aspecto extravagante, tramado de torreones y arcos catedralicios. El trazo mostraba seguridad y cierto instinto. El joven Carax mostraba las trazas de un dibujante de cierto talento, pero todas las imágenes se quedaban en esbozos.
Estaba por devolver el último cuaderno a su lugar sin inspeccionarlo cuando algo se deslizó de entre sus páginas y cayó a mis pies. Era una fotografía en la que reconocí a la misma muchacha que aparecía en la imagen quemada tomada al pie de aquel edificio. La chica posaba en un suntuoso jardín y, entre las copas de los árboles, se adivinaba la forma de la casa que acababa de ver esbozada en los dibujos de adolescente de Carax. La reconocí al instante. La torre de «El Frare Blanc», en la avenida del Tibidabo. Al dorso de la fotografía venía una inscripción que decía simplemente:
Te quiere, Penélope
Me la guardé en el bolsillo, cerré el escritorio y sonreí a la portera.
—¿Visto? —preguntó, ansiosa por salir de aquel lugar.
—Casi —dije—. Antes me dijo usted que al poco de marchar Julián a París llegó una carta para él, pero su padre le dijo que la tirase…
La portera dudó un instante, luego asintió.
—La carta la puse yo en el cajón de la cómoda del recibidor, por si la francesa volvía algún día. Ahí estará todavía…
Nos acercamos hasta la cómoda y abrimos el cajón superior. Un sobre ocre languidecía entre una colección de relojes parados, botones y monedas que habían dejado de estar en curso veinte años atrás. Cogí el sobre y lo examiné.
—¿La leyó usted?
—Oiga, ¿por quién me toma?
—No se ofenda. Sería lo más normal dadas las circunstancias, al pensar usted que el pobre Julián estaba difunto…
La portera se encogió de hombros, bajando la mirada y retirándose hacia la puerta. Aproveché el momento para guardarme la carta en el bolsillo interior de la chaqueta y cerrar el cajón.
—Mire, no se vaya usted a hacer una idea equivocada —dijo la portera.
—Pues claro que no. ¿Qué decía la carta?
—Era de amor. Como las de la radio, pero más triste, eso sí, porque aquélla sonaba a que era de verdad. Mire que al leerla me entraron ganas de llorar.
—Es usted toda corazón, doña Aurora.
—Y usted es un demonio.
Aquella misma tarde, después de despedirme de doña Aurora y prometerle que la mantendría informada acerca de mis pesquisas sobre Julián Carax, me acerqué al despacho del administrador de la finca. El señor Molins había visto mejores tiempos y ahora languidecía en un despacho cochambroso sepultado en un entresuelo de la calle Floridablanca. Molins era un individuo risueño y orondo aferrado a un puro a medio fumar que parecía crecerle del bigote. Era difícil determinar si estaba dormido o despierto, porque respiraba como quien ronca. Tenía el pelo grasiento y aplastado sobre la frente, la mirada porcina y pícara. Vestía un traje por el que no le hubieran dado ni diez pesetas en el mercado de Los Encantes, pero lo compensaba con una estrepitosa corbata de colorido tropical. A juzgar por el aspecto de la oficina, allí ya apenas se administraban musarañas y catacumbas de una Barcelona de antes de la Restauración.
—Estamos de reformas —dijo Molins a modo de disculpa.
Para romper el hielo, dejé caer el nombre de doña Aurora como si se tratase de una vieja amiga de la familia.
—Mire que estaba mollar de joven, la verdad —comentó Molins—. Los años la han puesto fondona, claro que yo tampoco soy el que era. Aquí donde me ve, yo a la edad de usted era un adonis. De rodillas se me ponían las chavalas para que les hiciera un favor, cuando no un hijo. El siglo veinte es una mierda. En fin, ¿qué se le ofrece a usted, joven?
Le endosé una historia más o menos plausible sobre un supuesto parentesco lejano con los Fortuny. Tras cinco minutos de cháchara, Molins se arrastró hasta su archivo y me dio la dirección del abogado que llevaba los asuntos de Sophie Carax, la madre de Julián.
—A ver… José María Requejo. Calle León XIII, 59. Aunque la correspondencia la enviamos cada semestre a un apartado de correos en la central de Vía Layetana.
—¿Conoce usted al señor Requejo?
—Alguna vez habré hablado con su secretaria por teléfono. La verdad, todos los trámites con él se hacen por correo y los lleva mi secretaria, que hoy está en la peluquería. Los abogados de hoy no tienen tiempo para el trato formal de antes. Ya no quedan caballeros en la profesión.
Al parecer tampoco quedaban direcciones fiables. Un simple vistazo a la guía de calles que había sobre el escritorio del administrador me confirmó lo que sospechaba: la dirección del supuesto abogado Requejo no existía. Así se lo hice saber al señor Molins, que absorbió la noticia como un chiste.
—No me joda —dijo riendo—. ¿Qué le decía yo? Chorizos.
El administrador se reclinó en su butacón y emitió otro de sus ronquidos.
—¿Tendría usted el número de ese apartado de correos?
—Según la ficha es el 2837, aunque yo los números que hace mi secretaria no los entiendo, porque ya sabe usted que las mujeres para las matemáticas no sirven; para lo que sí sirven es para…
—¿Me permite ver la ficha?
—Faltaría más. Usted mismo.
Me tendió la ficha y la examiné. Los números se entendían perfectamente. El apartado de correos era el 2321. Me aterró pensar en la contabilidad que se debía llevar en aquella oficina.
—¿Tuvo usted mucho trato con el señor Fortuny en vida? —pregunté.
—De aquella manera. Un hombre muy austero. Me acuerdo de que, cuando me enteré de que la francesa le había dejado, le invité a venirse de putas con unos amiguetes aquí a un local fabuloso que conozco al lado de La Paloma. Para que se animase, ¿eh?, nada más. Y mire usted que dejó de dirigirme la palabra y de saludarme por la calle, como si fuese invisible. ¿Qué le parece?
—Me deja usted de piedra. ¿Qué más puede contarme de la familia Fortuny? ¿Les recuerda usted bien?
—Eran otros tiempos —musitó con nostalgia—. Lo cierto es que yo conocía ya al abuelo Fortuny, que fundó la sombrerería. Del hijo, qué le voy a contar. Ella, eso sí, estaba de miedo. Qué mujer. Y honrada, ¿eh?, pese a todos los rumores y habladurías que corrían por ahí…
—¿Como el de que Julián no era hijo legítimo del señor Fortuny?
—¿Y usted dónde ha oído eso?
—Como le dije, soy de la familia. Todo se sabe.
—De todo eso nunca se probó nada.
—Pero se habló —invité.
—La gente le da al pico que es un contento. El hombre no viene del mono, viene de la gallina.
—¿Y qué decía la gente?
—¿Le apetece a usted una copita de ron? Es de Igualada, pero tiene una chispilla caribeña… Está buenísimo.
—No, gracias, pero yo le acompaño. Vaya contándome mientras tanto…
Antoni Fortuny, a quien todos llamaban el sombrerero, había conocido a Sophie Carax en 1899 frente a los peldaños de la catedral de Barcelona. Venía de hacerle una promesa a san Eustaquio, que de entre todos los santos con capilla particular, tenía fama de ser el más diligente y menos remilgado a la hora de conceder milagros de amor. Antoni Fortuny, que ya había cumplido los treinta años y rebosaba soltería, quería una esposa y la quería ya. Sophie era una joven francesa que vivía en una residencia para señoritas en la calle Riera Alta e impartía clases particulares de solfeo y piano a los vástagos de las familias más privilegiadas de Barcelona. No tenía familia ni patrimonio, apenas su juventud y la formación musical que su padre, pianista de un teatro de Nimes, le había podido dejar antes de morir de tuberculosis en 1886. Antoni Fortuny, por contra, era un hombre en vías de prosperidad. Había heredado recientemente el negocio de su padre, una reputada sombrerería en la ronda de San Antonio en la que había aprendido el oficio que algún día soñaba en enseñar a su propio hijo. Sophie Carax se le antojó frágil, bella, joven, dócil y fértil. San Eustaquio había cumplido conforme a su reputación. Tras cuatro meses de cortejo insistente, Sophie aceptó su oferta de matrimonio. El señor Molins, que había sido amigo del abuelo Fortuny, le advirtió a Antoni que se casaba con una desconocida, que Sophie parecía buena muchacha, pero que quizá aquel enlace era demasiado conveniente para ella, que esperase al menos un año… Antoni Fortuny replicó que sabía ya lo suficiente de su futura esposa. Lo demás no le interesaba. Se casaron en la basílica del Pino y pasaron su luna de miel de tres días en un balneario de Mongat. La mañana antes de partir, el sombrerero preguntó confidencialmente al señor Molins cómo debía proceder en los misterios de alcoba. Molins, sarcástico, le dijo que le preguntase a su esposa. El matrimonio Fortuny regresó a Barcelona apenas dos días después. Los vecinos dijeron que Sophie lloraba al entrar en la escalera. La Vicenteta juraría años más tarde que Sophie le había dicho que el sombrerero no le había puesto un dedo encima y que cuando ella había querido seducirle, la había tratado de ramera y se había sentido repugnado por la obscenidad de lo que ella proponía. Seis meses más tarde, Sophie anunció a su esposo que llevaba un hijo en las entrañas. El hijo de otro hombre.
Antoni Fortuny había visto a su propio padre golpear a su madre infinidad de veces e hizo lo que entendía procedente. Sólo se detuvo cuando creyó que un solo roce más la mataría. Aun así, Sophie se negó a desvelar la identidad del padre de la criatura que llevaba en el vientre. Antoni Fortuny, aplicando su lógica particular, decidió que se trataba del demonio, pues aquél no era sino hijo del pecado, y el pecado sólo tenía un padre: el maligno. Convencido así de que el pecado se había colado en su hogar y entre los muslos de su esposa, el sombrerero se aficionó a colgar crucifijos por doquier, en las paredes, en las puertas de todas las habitaciones y en el techo. Cuando Sophie le encontró sembrando de cruces la alcoba a la que la había confinado, se asustó y con lágrimas en los ojos le preguntó si se había vuelto loco. Él, ciego de rabia, se volvió y la abofeteó. «Una puta, como las demás», escupió al echarla a patadas al rellano de la escalera tras desollarla a correazos. Al día siguiente, cuando Antoni Fortuny abrió la puerta de su casa para bajar a abrir la sombrerería, Sophie seguía allí, cubierta de sangre seca y tiritando de frío. Los médicos nunca pudieron arreglar completamente las fracturas de la mano derecha. Sophie Carax nunca volvería a tocar el piano, pero dio a luz un varón al que habría de llamar Julián en recuerdo al padre que había perdido demasiado pronto, como todo en la vida. Fortuny pensó en echarla de su casa, pero creyó que el escándalo no sería bueno para el negocio. Nadie compraría sombreros a un hombre con fama de cornudo. Era un contrasentido. Sophie pasó a ocupar una alcoba oscura y fría en la parte de atrás del piso. Allí daría a luz a su hijo con la ayuda de dos vecinas de la escalera. Antoni no volvió a casa hasta tres días después. «Éste es el hijo que Dios te ha dado —le anunció Sophie—. Si quieres castigar a alguien, castígame a mí, pero no a una criatura inocente. El niño necesita un hogar y un padre. Mis pecados no son los suyos. Te ruego que te apiades de nosotros».
Los primeros meses fueron difíciles para ambos. Antoni Fortuny había decidido rebajar a su esposa al rango de criada. Ya no compartían ni el lecho ni la mesa, y rara vez cruzaban una palabra como no fuera para dirimir alguna cuestión de orden doméstico. Una vez al mes, normalmente coincidiendo con la luna llena, Antoni Fortuny hacía acto de presencia en la alcoba de Sophie de madrugada y, sin mediar palabra, embestía a su antigua esposa con ímpetu pero escaso oficio. Aprovechando estos raros y beligerantes momentos de intimidad, Sophie intentaba congraciarse con él susurrando palabras de amor, dedicando caricias expertas. El sombrerero no era hombre para fruslerías y la zozobra del deseo se le evaporaba en cuestión de minutos, cuando no segundos. De dichos asaltos a camisón arremangado no resultó hijo alguno. Después de unos años, Antoni Fortuny dejó de visitar la alcoba de Sophie definitivamente, y adquirió el hábito de leer las Sagradas Escrituras hasta bien entrada la madrugada, buscando en ellas solaz a su tormento.
Con la ayuda de los Evangelios, el sombrerero hacía un esfuerzo por suscitar en su corazón un amor por aquel niño de mirada profunda que gustaba de hacer bromas sobre todo e inventar sombras donde no las había. Pese a su empeño, no sentía al pequeño Julián como hijo de su sangre, ni se reconocía en él. Al niño, por su parte, no parecían interesarle en demasía los sombreros ni las enseñanzas del catecismo. Llegada la Navidad, Julián se entretenía en recomponer las figuras del pesebre y urdir intrigas en las que el niño Jesús había sido raptado por los tres magos de Oriente con fines escabrosos. Pronto adquirió la manía de dibujar ángeles con dientes de lobo e inventar historias de espíritus encapuchados que salían de las paredes y se comían las ideas de la gente mientras dormía. Con el tiempo, el sombrerero perdió toda esperanza de enderezar a aquel muchacho hacia una vida de provecho. Aquel niño no era un Fortuny y nunca lo sería. Alegaba que se aburría en el colegio y regresaba con todos sus cuadernos repletos de garabatos de seres monstruosos, serpientes aladas y edificios vivos que caminaban y devoraban a los incautos. Ya por entonces estaba claro que la fantasía y la invención le interesaban infinitamente más que la realidad cotidiana que le rodeaba. De todas las decepciones que atesoró en vida, ninguna le dolió tanto a Antoni Fortuny como aquel hijo que el demonio le había enviado para burlarse de él.
A los diez años, Julián anunció que quería ser pintor, como Velázquez, pues soñaba con acometer los lienzos que el gran maestro no había podido llegar a pintar en vida, argumentaba, por culpa de tanto retratar por obligación a los débiles mentales de la familia real. Para acabar de arreglar las cosas, a Sophie, quizá para matar la soledad y recordar a su padre, se le ocurrió darle clases de piano. Julián, que adoraba la música, la pintura y todas las materias desprovistas de provecho y beneficio en la sociedad de los hombres, pronto aprendió los rudimentos de la armonía y decidió que prefería inventarse sus propias composiciones a seguir las partituras del libro de solfeo, lo cual era contra natura. Por aquel entonces, Antoni Fortuny todavía creía que parte de las deficiencias mentales del muchacho se debían a su dieta, demasiado influenciada por los hábitos de cocina francesa de su madre. Era bien sabido que la exuberancia de mantequillas producía la ruina moral y aturdía el entendimiento. Prohibió a Sophie cocinar con mantequilla por siempre jamás. Los resultados no fueron exactamente los esperados.
A los doce años, Julián empezó a perder su interés febril por la pintura y por Velázquez, pero las esperanzas iniciales del sombrerero duraron poco. Julián abandonaba los sueños del Prado por otro vicio mucho más pernicioso. Había descubierto la biblioteca de la calle del Carmen y dedicaba cada tregua que su padre le concedía en la sombrerería a acudir al santuario de los libros y devorar tomos de novela, de poesía y de historia. Un día antes de cumplir los trece años anunció que quería ser alguien llamado Robert Louis Stevenson, a todas luces un extranjero. El sombrerero le anunció que a duras penas llegaría a picapedrero. Tuvo entonces la certeza de que su hijo no era sino un necio.
A menudo, sin poder conciliar el sueño, Antoni Fortuny se retorcía en el lecho de rabia y frustración. En el fondo de su corazón quería a aquel muchacho, se decía. Y, aunque ella no lo mereciese, también quería a la mujerzuela que le había traicionado desde el primer día. Los quería con toda su alma, pero a su manera, que era la correcta. Sólo le pedía a Dios que le mostrase el modo en que los tres podían ser felices, preferiblemente también a su manera. Imploraba al Señor que le enviase una señal, un susurro, una migaja de su presencia. Dios, en su infinita sabiduría, y quizá abrumado por la avalancha de peticiones de tantas almas atormentadas, no respondía. Mientras Antoni Fortuny se deshacía en remordimientos y resquemores, Sophie, al otro lado del muro, se apagaba lentamente, viendo su vida naufragar en un soplo de engaños, de abandono, de culpa. No amaba al hombre al que servía, pero se sentía suya, y la posibilidad de abandonarle y llevarse a su hijo a otro lugar se le antojaba inconcebible. Recordaba con amargura al verdadero padre de Julián, y con el tiempo aprendió a odiarle y a detestar cuanto representaba, que no era sino cuanto ella anhelaba. A falta de conversaciones, el matrimonio empezó a intercambiar gritos. Insultos y recriminaciones afiladas volaban por el piso como cuchillos, acribillando a quien osara interponerse en su trayectoria, habitualmente Julián. Luego, el sombrerero nunca recordaba exactamente por qué había pegado a su mujer. Recordaba sólo el fuego y la vergüenza. Se juraba entonces que aquello no volvería a suceder jamás, que si era necesario se entregaría a las autoridades para que lo confinasen a un penal.
Con la ayuda de Dios, Antoni Fortuny tenía la certeza de que podía llegar a ser un hombre mejor de lo que lo había sido su propio padre. Pero tarde o temprano, los puños encontraban de nuevo la carne tierna de Sophie y, con el tiempo, Fortuny sintió que si no podía poseerla como esposo, lo haría como verdugo. De este modo, a escondidas, la familia Fortuny dejó pasar los años, silenciando sus corazones y sus almas, hasta el punto que, de tanto callar, olvidaron las palabras para expresar sus verdaderos sentimientos y se transformaron en extraños que convivían bajo un mismo tejado, uno de tantos en la ciudad infinita.
Pasaban ya de las dos y media cuando regresé a la librería. Al entrar, Fermín me lanzó una mirada sarcástica desde lo alto de una escalera, donde le sacaba lustre a una colección de los Episodios nacionales del insigne don Benito.
—Alabados sean los ojos. Ya le creíamos haciendo las Américas, Daniel.
—Me entretuve por el camino. ¿Y mi padre?
—Como usted no venía, marchó él a hacer el resto de las entregas. Me encargó que le dijese a usted que esta tarde se iba a Tiana a valorar la biblioteca privada de una viuda. Su padre es de los que las mata callando. Dijo que no le esperase usted para cerrar.
—¿Estaba enfadado?
Fermín negó, descendiendo de la escalera con agilidad felina.
—Qué va. Si su padre es un santo. Además estaba muy contento al ver que se ha echado usted novia.
—¿Qué?
Fermín me guiñó un ojo, relamiéndose.
—Ay, granujilla, qué callado se lo tenía usted. Y qué niña, oiga, para cortar el tráfico. De un fino que de qué. Se conoce que ha ido a buenos colegios, aunque tenía un vicio en la mirada… Mire, si no tuviese yo el corazón robado con la Bernarda, porque no le he contado a usted todavía lo de nuestra merienda… chispas salían, oiga, chispas, que parecía la noche de San Juan…
—Fermín —le corté—. ¿De qué demonios está usted hablando?
—De su novia.
—Yo no tengo novia, Fermín.
—Bueno, ahora ustedes los jóvenes a eso lo llaman cualquier cosa, «güirlifrend» o…
—Fermín, rebobine. ¿De qué está hablando?
Fermín Romero de Torres me miró desconcertado, juntando los dedos de una mano y gesticulando al uso siciliano.
—A ver. Esta tarde, hará cosa de una hora u hora y media, una señorita de bandera pasó por aquí y preguntó por usted. Su padre de usted y servidor estábamos de cuerpo presente y le puedo asegurar sin lugar a dudas que la muchacha no tenía las pintas de ser un aparecido. Le podría describir a usted hasta el olor. A lavanda, pero más dulce. Como un bollito recién hecho.
—¿Dijo acaso el bollito que era mi novia?
—Así, con todas las palabras no, pero sonrió como de refilón, ya sabe usted, y dijo que le esperaba el viernes por la tarde. Nosotros nos limitamos a sumar dos y dos.
—Bea… —murmuré yo.
—Ergo, existe —apuntó Fermín, aliviado.
—Sí, pero no es mi novia —dije.
—Pues no sé a qué está usted esperando.
—Es la hermana de Tomás Aguilar.
—¿Su amigo el inventor?
Asentí.
—Razón de más. Ni que fuese la hermana de Gil Robles, óigame; porque está buenísima. Yo, en su lugar, estaría a la que salta.
—Bea ya tiene novio. Un alférez que está haciendo el servicio.
Fermín suspiró, irritado.
—Ah, el ejército, lacra y reducto tribal del gremialismo simiesco. Mejor, porque así puede usted ponerle la cornamenta sin remordimientos.
—Delira usted, Fermín. Bea se va a casar cuando el alférez termine el servicio.
Fermín me sonrió, ladino.
—Pues mire usted por dónde, a mí me da como que no, que ésa no se casa.
—Usted qué sabrá.
—De mujeres, y de otros menesteres mundanos, bastante más que usted. Como nos enseña Freud, la mujer desea lo contrario de lo que piensa o declara, lo cual, bien mirado, no es tan terrible porque el hombre, como nos enseña Perogrullo, obedece por contra al dictado de su aparato genital o digestivo.
—No me largue discursos, Fermín, que le veo el plumero. Si tiene algo que decir, sintetice.
—Pues mire, en sucinta esencia se lo digo: ésa no tenía cara de casarse con el Cascorro.
—¿Ah, no? ¿Y de qué tenía cara, a ver?
Fermín se me acercó con aire confidencial.
—De morbo —apuntó, alzando las cejas con aire de misterio—. Y que conste que eso lo digo como un cumplido.
Como siempre, Fermín estaba en lo cierto. Vencido, opté por jugar la pelota en su terreno.
—Hablando de morbo, cuénteme lo de la Bernarda. ¿Hubo beso o no hubo beso?
—No me ofenda, Daniel. Le recuerdo que está usted hablando con un profesional de la seducción, y eso del beso es para amateurs y diletantes de pantufla. A la mujer de verdad se la gana uno poco a poco. Es todo cuestión de psicología, como una buena faena en la plaza.
—O sea, que le dio calabazas.
—A Fermín Romero de Torres no le da calabazas ni san Roque. Lo que ocurre es que el hombre, volviendo a Freud y valga la metáfora, se calienta como una bombilla: al rojo en un tris, y frío otra vez en un soplo. La hembra, sin embargo, y esto es ciencia pura, se calienta como una plancha, ¿entiende usted? Poco a poco, a fuego lento, como la buena escudella. Pero eso sí, cuando ha cogido calor, aquello no hay quien lo pare. Como los altos hornos de Vizcaya.
Sopesé las teorías termodinámicas de Fermín.
—¿Es eso lo que está usted haciendo con la Bernarda? —pregunté—. ¿Poner la plancha al fuego?
Fermín me guiñó un ojo.
—Esa mujer es un volcán al borde de la erupción, con una libido de magma ígneo y un corazón de santa —dijo, relamiéndose—. Por establecer un paralelismo veraz, me recuerda a mi mulatita en La Habana, que era una santera muy devota. Pero, como en el fondo soy un caballero de los de antes, no me aprovecho, y con un casto beso en la mejilla me conformé. Porque yo no tengo prisa, ¿sabe? Lo bueno se hace esperar. Hay pardillos por ahí que se creen que si le ponen la mano en el culo a una mujer y ella no se queja, ya la tienen en el bote. Aprendices. El corazón de la hembra es un laberinto de sutilezas que desafía la mente cerril del varón trapacero. Si quiere usted de verdad poseer a una mujer, tiene que pensar como ella, y lo primero es ganarse su alma. El resto, el dulce envoltorio mullido que le pierde a uno el sentido y la virtud, viene por añadidura.
Aplaudí su discurso con solemnidad.
—Fermín, es usted un poeta.
—No, yo estoy con Ortega y soy un pragmático, porque la poesía miente, aunque en bonito, y lo que yo digo es más verdad que el pan con tomate. Ya lo decía el maestro, enséñeme usted un donjuán y le enseño yo a un mariposón enmascarado. Lo mío es la permanencia, lo perenne. A usted le pongo por testigo que yo de la Bernarda haré una mujer, si no honrada, porque eso ya lo es, al menos feliz.
Le sonreí, asintiendo. Su entusiasmo era contagioso, y su métrica invencible.
—Me la cuide bien, Fermín. Que la Bernarda tiene demasiado corazón y ya se ha llevado demasiados chascos.
—¿Se cree que no me doy cuenta? Vamos, si lo lleva en la frente como una póliza del patronato de viudas de guerra. Se lo digo yo, que en esto de encajar putadas tengo muchísima experiencia: yo a esa mujer la colmo de dicha aunque sea lo último que haga en este mundo.
—¿Palabra?
Me tendió la mano con aplomo templario. Se la estreché.
—Palabra de Fermín Romero de Torres.
Tuvimos una tarde lenta en la tienda, con apenas un par de curiosos. En vista del panorama, le sugerí a Fermín que se tomase libre el resto de la tarde.
—Ande, se va usted a buscar a la Bernarda y se la lleva al cine o a mirar escaparates por la calle Puertaferrisa cogida del brazo, que a ella eso le encanta.
Fermín se aprestó a tomarme la palabra y corrió a acicalarse en la trastienda, donde guardaba siempre una muda impecable y toda suerte de colonias y ungüentos en un neceser que hubiera sido la envidia de doña Concha Piquer. Cuando salió parecía un galán de peliculón, pero con treinta kilos menos en los huesos. Vestía un traje que había sido de mi padre y un sombrero de fieltro que le venía un par de tallas grande, problema que solventaba colocando bolas de papel de periódico bajo la copa.
—Por cierto, Fermín. Antes de que se vaya… Quería pedirle un favor.
—Eso está hecho. Usted ordene que yo estoy aquí para obedecer.
—Le voy a pedir que esto quede entre nosotros, ¿eh?, a mi padre ni una palabra.
Sonrió de oreja a oreja.
—Ah, granujilla. Algo que ver con esa chavala imponente, ¿eh?
—No. Éste es un asunto de investigación e intriga. De lo suyo, vamos.
—Bueno, yo de chavalas también sé un rato. Se lo digo por si un día tiene usted una consulta técnica, ya sabe. Con toda confianza, que para eso soy como un médico. Sin ñoñerías.
—Lo tendré en cuenta. Ahora, lo que necesitaría saber es a quién pertenece un apartado de correos en la oficina central de Vía Layetana. Número 2321. Y, a ser posible, quién recoge el correo que llega ahí. ¿Cree usted que podría echarme un cable?
Fermín se anotó el número en el empeine, bajo el calcetín, a bolígrafo.
—Eso es pan comido. A mí no hay organismo oficial que se me resista. Deme unos días y le tendré un informe completo.
—Hemos quedado que a mi padre ni una palabra, ¿eh?
—Descuide. Hágase cuenta de que soy la esfinge de Keops.
—Se lo agradezco. Y ahora, venga, váyase ya y que se lo pase bien.
Le despedí con un saludo militar y le vi partir gallardo como un gallo rumbo al gallinero. No debía de hacer ni cinco minutos que Fermín se había ido cuando escuché las campanillas de la puerta y alcé la vista de las columnas de cifras y tachones. Un individuo amparado en una gabardina gris y un sombrero de fieltro acababa de entrar. Lucía un bigote pincelado y los ojos azules y vidriosos. Exhibía una sonrisa de vendedor, falsa y forzada. Lamenté que Fermín no estuviese allí, porque él tenía la mano rota para librarse de los viajantes de alcanfores y morralla que ocasionalmente se colaban en la librería. El visitante me brindó su sonrisa grasienta y falsa, cogiendo al azar un tomo de una pila por ordenar y valorar que había junto a la entrada. Todo en él comunicaba desprecio por cuanto veía. No me vas a vender ni las buenas tardes, pensé.
—Cuánta letra, ¿eh? —dijo.
—Es un libro; suelen tener bastantes letras. ¿En qué puedo ayudarle, caballero?
El individuo devolvió el libro a la pila, asintiendo con displicencia e ignorando mi pregunta.
—Es lo que yo digo. Leer es para la gente que tiene mucho tiempo y nada que hacer. Como las mujeres. El que tiene que trabajar no tiene tiempo para cuentos. En la vida hay que pencar. ¿No le parece a usted?
—Es una opinión. ¿Buscaba usted algo en especial?
—No es una opinión; es un hecho. Eso es lo que pasa en este país, que la gente no quiere trabajar. Mucho vago es lo que hay, ¿no le parece a usted?
—No lo sé, caballero. Quizá. Aquí, como ve, sólo vendemos libros.
El individuo se acercó al mostrador, su mirada siempre revoloteando por la tienda y posándose ocasionalmente en la mía. Su aspecto y su ademán me resultaban vagamente familiares, aunque no hubiera sabido decir de dónde. Había algo en él que hacía pensar en una de esas figuras que aparecen en naipes de anticuario o adivino, un personaje escapado de los grabados de un incunable. Tenía la presencia fúnebre e incandescente, como una maldición con el traje de los domingos.
—Si me dice en qué puedo servirle…
—Soy yo más bien quien venía a hacerle a usted un servicio. ¿Es usted el dueño de este establecimiento?
—No. El dueño es mi padre.
—¿Y su nombre es?
—¿El mío o el de mi padre?
El individuo me dedicó una sonrisa socarrona. Un risitas, pensé.
—Me haré cuenta de que el cartel de Sempere e hijos va por ambos, entonces.
—Es usted muy perspicaz. ¿Puedo preguntarle cuál es el motivo de su visita, si no está interesado en un libro?
—El motivo de mi visita, que es de cortesía, es advertirle que ha llegado a mi atención que tienen ustedes tratos con gentes de mal vivir, en particular invertidos y maleantes.
Le observé atónito.
—¿Perdón?
El individuo me clavó la mirada.
—Hablo de maricones y ladrones. No me diga que no sabe de lo que hablo.
—Me temo que no tengo la más remota idea, ni interés alguno en seguir escuchándole.
El individuo asintió, adoptando un gesto hostil y airado.
—Pues va a tener que joderse. Supongo que está usted al corriente de las actividades del ciudadano Federico Flaviá.
—Don Federico es el relojero del barrio, una excelente persona y dudo mucho de que sea un maleante.
—Hablaba de maricones. Me consta que la moñarra esa frecuenta su establecimiento, supongo que para comprarles novelillas románticas y pornografía.
—¿Y puedo preguntarle a usted qué le importa?
Por toda respuesta extrajo su billetero y lo tendió abierto sobre el mostrador. Reconocí una tarjeta de identificación policial mugrienta con el semblante del individuo, algo más joven. Leí hasta donde decía «Inspector jefe Francisco Javier Fumero Almuñiz».
—Joven, a mí hábleme con respeto o les meto a usted y a su padre un paquete que se les va a caer el pelo por vender basura bolchevique. ¿Estamos?
Quise replicar, pero las palabras se me habían quedado congeladas en los labios.
—Pero bueno, el maricón ese no es lo que me trae hasta aquí hoy. Tarde o temprano acabará en jefatura, como todos los de su catadura, y ya lo espabilaré yo. Lo que me preocupa es que tengo informes de que están ustedes empleando a un chorizo vulgar, un indeseable de la peor calaña.
—No sé de quién me habla usted, inspector.
Fumero rió su risita servil y pegajosa, de camarilla y comadreo.
—Dios sabe qué nombre utilizará ahora. Hace años se hacía llamar Wilfredo Camagüey, as del mambo, y decía ser experto en vudú, profesor de danza de don Juan de Borbón y amante de Mata Hari. Otras veces adopta nombres de embajadores, artistas de variedades o toreros. Ya hemos perdido la cuenta.
—Siento no poder ayudarle, pero no conozco a nadie llamado Wilfredo Camagüey.
—Seguro que no, pero sabe a quién me refiero, ¿verdad?
—No.
Fumero rió de nuevo. Aquella risa forzada y amanerada le definía y resumía como un índice.
—A usted le gusta poner las cosas difíciles, ¿verdad? Mire, yo he venido aquí en plan de amigo para advertirles y prevenirles de que quien mete a un indeseable en casa acaba con los dedos escaldados y usted me trata de embustero.
—En absoluto. Yo le agradezco su visita y su advertencia, pero le aseguro que no ha…
—A mí no me venga con estas mierdas, porque si me sale de los cojones le pego un par de hostias y le cierro el chiringuito, ¿estamos? Pero hoy estoy de buenas, así que le voy a dejar sólo con la advertencia. Usted sabrá qué compañías elige. Si le gustan los maricones y los ladrones, es que tendrá usted algo de ambos. Conmigo, las cosas claras. O está usted de mi lado o contra mí. Así es la vida. ¿En qué quedamos?
No dije nada. Fumero asintió, soltando otra risita.
—Muy bien, Sempere. Usted mismo. Mal empezamos usted y yo. Si quiere problemas, los tendrá. La vida no es como las novelas, ¿sabe usted? En la vida hay que tomar un bando. Y está claro cuál ha elegido usted. El de los que pierden por burros.
—Le voy a pedir que se vaya usted, por favor.
Se alejó hacia la puerta arrastrando su risita sibilina.
—Volveremos a vernos. Y dígale a su amigo que el inspector Fumero le tiene echado el ojo y que le envía muchos recuerdos.
La visita del infausto inspector y el eco de sus palabras me incendiaron la tarde. Después de quince minutos de corretear tras el mostrador con las tripas estrechándoseme en un nudo, decidí cerrar la librería antes de la hora y salir a la calle a caminar sin rumbo. No podía quitarme del pensamiento las insinuaciones y las amenazas que había hecho aquel aprendiz de matarife. Me preguntaba si debía alertar a mi padre y a Fermín sobre aquella visita, pero supuse que aquélla había sido precisamente la intención de Fumero, sembrar la duda, la angustia, el miedo y la incertidumbre entre nosotros. Decidí que no iba a seguirle el juego. Por otro lado, las insinuaciones acerca del pasado de Fermín me alarmaban. Me avergoncé de mí mismo al descubrir que por un instante había dado crédito a las palabras del policía. Tras darle muchas vueltas, concluí sellar aquel episodio en algún rincón de mi memoria e ignorar sus implicaciones. De regreso a casa, crucé frente a la relojería del barrio. Don Federico me saludó desde el mostrador, haciéndome señas para que entrase en su establecimiento. El relojero era un personaje afable y sonriente que nunca se olvidaba de felicitar una fiesta y al que siempre se podía acudir para solventar cualquier apuro, con la tranquilidad de que él encontraría la solución. No pude evitar sentir un escalofrío al saberle en la lista negra del inspector Fumero, y me pregunté si debía avisarle, aunque no imaginaba cómo sin inmiscuirme en materias que no eran de mi incumbencia. Más confundido que nunca, entré en la relojería y le sonreí.
—¿Qué tal, Daniel? Menuda cara traes.
—Un mal día —dije—. ¿Qué tal todo, don Federico?
—Sobre ruedas. Los relojes cada vez están peor hechos y me harto a trabajar. Si esto sigue así, voy a tener que coger un ayudante. Tu amigo, el inventor, ¿no estaría interesado? Seguro que tiene buena mano para esto.
No me costó imaginar lo que opinaría el padre de Tomás Aguilar sobre la perspectiva de que su hijo aceptase un empleo en el establecimiento de don Federico, mariquilla oficial del barrio.
—Ya se lo comentaré.
—Por cierto, Daniel. Tengo por aquí el despertador que me trajo tu padre hace dos semanas. No sé lo que le hizo, pero le valdría más comprar uno nuevo que arreglarlo.
Recordé que a veces, en las noches de verano asfixiantes, a mi padre le daba por salir a dormir al balcón.
—Se le cayó a la calle —dije.
—Ya me parecía a mí. Dile que me diga el qué. Yo le puedo conseguir un Radiant a muy buen precio. Si quieres, mira, te lo llevas y que lo pruebe. Si le gusta, ya me lo pagará. Y si no, me lo devuelves.
—Muchas gracias, don Federico.
El relojero procedió a envolverme el armatoste en cuestión.
—Alta tecnología —decía, complacido—. Por cierto, me encantó el libro que me vendió el otro día Fermín. Uno de Graham Greene. Ese Fermín es un fichaje de primera.
Asentí.
—Sí, vale un montón.
—Me he dado cuenta de que nunca lleva reloj. Dile que se pase por aquí y lo arreglamos.
—Así lo haré. Gracias, don Federico.
Al darme el despertador, el relojero me observó con detenimiento y arqueó las cejas.
—¿Seguro que no pasa nada, Daniel? ¿Sólo un mal día?
Asentí de nuevo, sonriendo.
—No pasa nada, don Federico. Cuídese.
—Tú también, Daniel.
Al llegar a casa encontré a mi padre dormido en el sofá con el periódico sobre el pecho. Dejé el despertador sobre la mesa con una nota que decía «de parte de don Federico: que tires el viejo», y me deslicé sigilosamente hasta mi habitación. Me tendí en la cama en la penumbra y me quedé dormido pensando en el inspector, en Fermín y en el relojero. Cuando me desperté eran ya las dos de la mañana. Me asomé al pasillo y vi que mi padre se había retirado a su habitación con el nuevo despertador. El piso estaba en tinieblas y el mundo me parecía un lugar más oscuro y siniestro de lo que se me había antojado la noche anterior. Comprendí que, en el fondo, nunca había llegado a creer que el inspector Fumero fuese real. Ahora me parecía uno entre mil. Fui a la cocina y me serví un vaso de leche fría. Me pregunté si Fermín estaría bien, sano y salvo en su pensión.
De vuelta a mi habitación intenté apartar del pensamiento la imagen del policía. Intenté conciliar de nuevo el sueño, pero comprendí que se me había escapado el tren. Encendí la luz y decidí examinar el sobre dirigido a Julián Carax que le había sustraído a doña Aurora aquella mañana y que todavía llevaba en el bolsillo de la chaqueta. Lo dispuse sobre mi escritorio bajo el haz del flexo. Era un sobre apergaminado, de bordes serrados que amarilleaban y tacto arcilloso. El matasellos, apenas una sombra, decía «18 de octubre de 1919». El sello de lacre se había desprendido, probablemente merced a los buenos oficios de doña Aurora. En su lugar quedaba una mancha rojiza como un roce de carmín que besaba el cierre sobre el que podía leerse el remite:
Penélope Aldaya
Avenida del Tibidabo, 32, Barcelona
Abrí el sobre y extraje la carta, una lámina de color ocre nítidamente doblada por la mitad. Un trazo de tinta azul se deslizaba con aliento nervioso, desvaneciéndose paulatinamente y volviendo a cobrar intensidad cada pocas palabras. Todo en aquella hoja hablaba de otro tiempo; el trazo esclavo del tintero, las palabras arañadas sobre el papel grueso por el filo de la plumilla, el tacto rugoso del papel. Alisé la carta sobre el mostrador y la leí, casi sin aliento.
Querido Julián:
Esta mañana me he enterado por Jorge de que realmente dejaste Barcelona y te fuiste en busca de tus sueños. Siempre temí que esos sueños no te iban a dejar nunca ser mío, ni de nadie. Me hubiera gustado verte una última vez, poder mirarte a los ojos y decirte cosas que no sé contarle a una carta. Nada salió como lo habíamos planeado. Te conozco demasiado y sé que no me escribirás, que ni siquiera me enviarás tu dirección, que querrás ser otro. Sé que me odiarás por no haber estado allí como te prometí. Que creerás que te fallé. Que no tuve valor.
Tantas veces te he imaginado, solo en aquel tren, convencido de que te había traicionado. Muchas veces intenté encontrarte a través de Miquel, pero él me dijo que ya no querías saber nada de mí. ¿Qué mentiras te contaron, Julián? ¿Qué te dijeron de mí? ¿Por qué les creíste?
Ahora ya sé que te he perdido, que lo he perdido todo. Y aun así no puedo dejar que te vayas para siempre y me olvides sin que sepas que no te guardo rencor, que yo lo sabía desde el principio, que sabía que te iba a perder y que tú nunca ibas a ver en mí lo que yo en ti. Quiero que sepas que te quise desde el primer día y que te sigo queriendo, ahora más que nunca, aunque te pese.
Te escribo a escondidas, sin que nadie lo sepa. Jorge ha jurado que si vuelve a verte te matará. No me dejan ya salir de casa, ni asomarme a la ventana. No creo que me perdonen nunca. Alguien de confianza me ha prometido que te enviará esta carta. No menciono su nombre para no comprometerle. No sé si te llegarán mis palabras. Pero si así fuera y decidieses volver por mí, aquí encontrarás el modo de hacerlo. Mientras escribo, te imagino en aquel tren, cargado de sueños y con el alma rota de traición, huyendo de todos nosotros y de ti mismo. Hay tantas cosas que no puedo contarte, Julián. Cosas que nunca supimos y que es mejor que no sepas nunca.
No deseo nada más en el mundo que seas feliz, Julián, que todo a lo que aspiras se haga realidad y que, aunque me olvides con el tiempo, algún día llegues a comprender lo mucho que te quise.
Siempre,
Penélope.