Epílogo

Un año y medio después del incendio de Moscú, la tarde del último día de abril de 1814, once hombres con una vieja guitarra cruzaron la frontera entre Francia y España. Algunos cargaban hatillos al hombro y aún podían reconocerse, en sus ropas hechas jirones, los restos azules del uniforme francés. Llevaban los pies envueltos en botas destrozadas y harapos. Enflaquecidos y exhaustos, barbudos, sucios, parecían una manada de lobos vagabundos y acosados, en busca de un lugar donde refugiarse, o donde morir.

Caminaban en grupos de dos o tres, con algún rezagado. Caía un sol de justicia, y los aduaneros franceses, protegidos bajo la garita donde ondeaba la flor de lis de los recién restaurados Borbones, los dejaron pasar con indiferencia al cabo de un breve diálogo del tipo mira, Dupont, ahí viene otro grupo, creo que no merece la pena pedirles papeles, ya se las entenderán con los de la aduana española. Y les permitieron seguir adelante, moviendo despectivos la cabeza hasta que se perdieron de vista. Ni eran los primeros, ni serían los últimos. Tras la caída del Monstruo, confinado ahora en la isla de Elba, los caminos de Europa estaban llenos de emigrados, antiguos prisioneros y soldados que regresaban a casa. Aquellos once escuálidos fantasmas, con las encías roídas por el escorbuto y ojos enrojecidos por la fiebre, eran cuanto quedaba en pie del segundo batallón del 326 regimiento de Infantería de Línea, después de vagar por los campos de batalla de media Europa. Los héroes de Sbodonovo.

El sol caía vertical en el camino de Hendaya a Irún. Pedro el cordobés levantó la cabeza, palpándose la venda mugrienta que le cubría la cuenca del ojo perdido en el cruce del Beresina, y preguntó si ya estaban en España. Alguien dijo que sí, señalando una garita en la revuelta del camino, desde la que dos hoscos carabineros los miraban acercarse, observando con creciente desconfianza el aire francés de sus destrozados uniformes. Entonces Pedro el cordobés desató la guitarra de su espalda y, con cierta dificultad porque le faltaba una cuerda, pulsó las primeras notas de una melodía lenta, nostálgica. Algo sobre una mujer que espera, y un hombre huido a la sierra. Aquellas notas se habían dejado oír una vez en las murallas del Kremlin. Y ahora sonaban, apagadas y tristes, en el aire caliente de la tarde.

La Navata, julio de 1993