A lo lejos estalló un polvorín, una especie de hongo de fuego que iluminó las nubes grises que se cernían sobre Sbodonovo, y el estampido llegó un poco más tarde, amortiguado por la distancia. Algo así como un tuum-pumba sordo que hizo temblar las plumas en los sombreros de mariscales, generales y edecanes alrededor del Enano. El mariscal Lafleur, que en ese momento miraba por el catalejo, aseguró que en lo alto del hongo se veían figuritas humanas, pero Lafleur tenía fama de exagerado, así que nadie le hizo mucho caso. De todas formas, el pelotazo había sido tremendo.
—¿Son rusos o de los nuestros? —indagó el Ilustre, interesado.
—Rusos, Sire —aclaró alguien.
—Pues que se jodan.
Y siguió a lo suyo, que en ese momento consistía en seguir los movimientos del mariscal Ney. Después de despachar a Murat para que organizase su carga de caballería, el Enano había decidido olvidarse un rato del 326 de Línea para dedicar su atención a otros aspectos de la batalla. La cosa era que Ney, poniéndose a la cabeza de un par de regimientos de la Guardia, estaba a punto de tomar por cuarta vez, a la bayoneta, los escombros humeantes de la granja que dominaba el vado del Vorosik, por donde se nos habían estado colando durante toda la mañana los escuadrones de caballería cosaca que tanto daño hicieron en el flanco derecho. En ese preciso instante, Ney, como siempre despechugado y sin sombrero, con la casaca hecha trizas y la cara tiznada de pólvora, peleaba al arma blanca como un soldado más después de que le hubieran matado cuatro caballos frente a la granja, uno por asalto, contra los rusos que todavía aguantaban a esta parte del vado. La granja del Vorosik se había convertido en una de esas carnicerías memorables, sablazo va y sablazo viene, bayonetas por todas partes, fulanos gritando de furia o de pavor y sangre chorreando a espuertas, como si entre los muros calcinados de aquel recinto de locura hubiesen degollado a una piara de cerdos. Y en esto que los rusos empiezan a chaquetear, tovarich, tovarich, y a largarse hacia el río, y Ney les dice a los suyos apretad que es pan comido, muchachos, dadles lo suyo y que no vuelvan a por más, y los granaderos de la Guardia con los bigotazos y los aros de oro en la oreja y los gorros de pelo de oso y las bayonetas de cuatro palmos que avanzan como segando hierba, zas, zas, no deis cuartel, grita Ney cabreado porque lleva toda la mañana atascado en la puñetera granja, y a los ruskis les meten el niet niet en el cuerpo a bayonetazos, salvo a los jefes y oficiales que se rinden. A ésos la orden es cogerlos vivos porque los oficiales son unos caballeros, Marcel, que no te enteras, cómo se te ocurre volarle la sesera a ese capitán que se rendía, acabas de cargarte a un caballero, pedazo de imbécil, a ver si crees que todos son como tú, carne de cañón, o sea, chusma.
Arriba, en la colina del puesto de mando, el Petit le pidió el catalejo a Lafleur y echó un vistazo. Sonreía a medias, como cuando recibió la carta del emperador austríaco diciendo que sí, que María Luisa estaba en edad de merecer y él aceptaba, qué remedio, convertirse en suegro del Ilustre. No hay como ganar Marengos y Austerlices para emparentar con la realeza y marcarte un rigodón en Viena, o tal vez fuera un vals, con todas las frauleins mirándole el paquete al apuesto Murat, donner und blitzen con el feldmariscal, siempre tan ceñidito él y eructando a los postres, mientras el emperador de los osterreiches tragaba quina por un tubo, mordiéndose el cetro de humillación con los franchutes de amos del cotarro y el Enano con su uniforme de los domingos dándole palmaditas en la espalda, ese suegro simpático y rumboso, Papi, cómo lo ves. La única pega para el Enano era que la tal María Luisa respondía más bien al tipo cómo pretendes que yo te haga eso, esposo mío, ¿qué diría Metternich si me viera en esta postura? Mucho oig y mucho remilgo, eso era lo malo que tenían aquellas princesas tan educadas y tan Habsburgo. Poco imaginativa, a ver si me entienden, del tipo me duele la cabeza, querido, o bien ay, hola y adiós. En ese aspecto, el Enano seguía añorando a su ex, la Beauharnais, aquello sí era calor criollo a ritmo tropical. Llegaba, un suponer, de ganar la campaña de Italia, y allí estaba Josefina en la Malmaison, relinchando como una yegua, siempre lista para darle una carga de coraceros en condiciones. O dos.
—¡Lafleur!
—A la orden, Sire.
—Escriba a París. Estimados, etcétera, dos puntos. Sbodonovo está a punto de caer, moral alta, victoria segura —echó un vistazo rápido al flanco derecho, donde el humo de las explosiones ocultaba en ese momento al 326—. Mejor escriba prácticamente segura, por si acaso.
—El adverbio es superfluo, Sire —insinuó Lafleur, que era un mariscal miserable y pelota.
—Bueno, pues elimine el adverbio. Y añada que Moscú es nuestro, o casi.
—Muy bien, Sire —Lafleur escribía a toda prisa, con la lengua en la comisura de la boca, muy aplicado—. ¿Qué frase histórica ponemos esta vez como fórmula de despedida?
—No sé —el Enano paseó la vista por el campo de batalla—. ¿Qué le parece en el corazón de la vieja Rusia quince siglos nos contemplan?
—Magnífica. Soberbia. Pero ya usasteis una parecida, Sire. En Egipto. ¿Recordáis…? Las pirámides y todo eso.
—¿De veras? Pues cualquier otra —el Enano echó un nuevo vistazo alrededor, deteniéndose otra vez en la humareda que ocultaba al 326—. Algo de las águilas imperiales. Siempre queda bien eso del águila. Tiene garra.
Y se rió de su propio chiste, coreado por el mariscalato en pleno. Muy bueno, Sire. Ja, ja. Siempre tan agudo, etcétera. Qué gracia tiene el jodío. Después, todo el Estado Mayor se apresuró a sugerir variantes, Sire, el águila vuela alto, las alas del águila, la nobleza del águila francesa, Sire.
—¿La so-sombra del águila? —apuntó el general Labraguette.
—Me gusta —asintió el Enano, aún con los ojos fijos en el flanco derecho—. Eso está bien, Labraguette. La sombra del águila, bajo la que se baten los valientes. Como esos españoles de allá abajo, en mi ejército de veinte naciones. Mírelos: bajitos, indisciplinados, con mala leche, siempre tirándose unos a otros los trastos a la cabeza… Y sin embargo, bajo la sombra del águila imperial van hacia la muerte como un solo hombre, en pos de la gloria.
Batió palmas el mariscalato.
—Sublime, Sire.
—Lo ha dicho un gran hombre.
—Es que el que vale, vale. Y el que no, con Wellington.
—Menos coba, Lafleur. No sea imbécil —el Ilustre requirió el catalejo y echó una ojeada a retaguardia—. Por cierto. ¿Qué pasa con Murat?
Todos los mariscales empezaron a ir y venir aparentando estar muy ocupados en el asunto, a despachar batidores a caballo con mensajes para acá y para allá, Murat, a ver qué pasa con Murat, ya estáis oyendo que se impacienta el Emperador, esa carga es para hoy o para mañana, mondieu, así no hay cristo que gane esta guerra. Y los batidores galopando hacia cualquier parte sin saber adónde ir, agachándose bajo los cañonazos y jurando en francés, con los mensajes ilegibles e inútiles en la vuelta de la manga del dolmán agujereado por los tiros y la metralla, acordándose de la madre que parió a aquel primo suyo que los enchufó como enlaces en el Estado Mayor imperial.
El caso es que visto así, en panorámica, el Estado Mayor daba la impresión de tener una actividad del carajo, con todo el mundo pendiente otra vez del flanco derecho, donde los fogonazos de artillería se intensificaban de modo alarmante entre la humareda de pólvora. Allá abajo, los cuatrocientos y pico españoles del segundo batallón del 326 de Línea habíamos gozado hasta ese momento de la relativa protección de una contrapendiente suave entre los maizales, una especie de desnivel con cuatro o cinco pajares ardiendo y trescientos o cuatrocientos muertos repartidos un poco por aquí y por allá, el rastro de los muchos ataques sin éxito que la división había llevado a cabo sobre ese punto durante la mañana, y en la que el mismo general Le Cimbel se había cambiado el fusil de hombro, ya me entienden, nosotros los españoles decíamos dejar de fumar, o sea morirse. Cada uno eufemiza como puede, mi general. El caso es que Le Cimbel era uno de aquellos cuatrocientos despojos que marcaban el punto más avanzado de la progresión francesa en el flanco derecho frente a Sbodonovo: tal vez aquel fiambre sin cabeza junto al que pasábamos en ese momento. El punto más avanzado de la progresión. Tóqueme la flor, corneta. Lo del punto suena muy técnico: eso es lenguaje oficial de parte de guerra, como lo de repliegue táctico, o aquello otro, no se lo pierdan, de movimiento retrógrado hacia posiciones preestablecidas, dos formas como otra cualquiera de decir, Sire, nuestra gente ha salido giñando leches. En el flanco derecho ante Sbodonovo, el punto más avanzado de la progresión era el punto en que la carnicería se volvió tan insoportable que los supervivientes habían dicho pies para qué os quiero. Y nosotros, los del 326, apretados unos contra otros en las filas de la formación, blancos los nudillos de las manos crispadas alrededor de los fusiles con las bayonetas, estábamos a pique de rebasar el punto más avanzado de la maldita progresión de las narices, es decir el desnivel que con el humo nos protegía un poco del grueso de la artillería ruski. Ahora íbamos a quedar al descubierto ante todas las bocas de fuego de la madre Rusia, imagínense el diálogo de los artilleros: Popof, mira quiénes asoman por ahí con la que va cayendo, están locos estos franzuskis, acércame el botafuego que voy a arreglarles el cuerpo con la pieza de a doce. Carga metralla, Popof, que a esta distancia es lo que más cunde. Ahí va eso, que aproveche. Ésta por la liberté, ésta por la egalité y ésta por la fraternité.
Raaas-zaca-bum. De pronto no hubo cling-clang porque el sartenazo de los ruskis cayó en medio de la formación, toda la metralla entró en blando, y es imposible saber a cuántos se llevó por delante entre el humo, los gritos y la sordera que viene cuando una granada te revienta a la espalda. A los de las primeras filas nos salpicó sangre encima, pero no era nuestra, y sólo Vicente el valenciano soltó el fusil con una mano pegada todavía a la culata, el fusil girando en el aire con la mano incluida y Vicente mirándose el muñón esperando que alguien le explicara aquello. Quisimos agarrarlo para que se mantuviera en pie, pero el valenciano fue cayéndose al suelo hasta quedar de rodillas, siempre mirándose la mano, y se quedó atrás y ya no volvimos a verlo. Igual tuvo suerte y alguien le hizo un torniquete y se emboscó allí con una Marujska de tetas grandes y se convirtió en campesino y fue feliz con muchos hijos y nietos y ya no volvió a ver una guerra en su puñetera vida. Igual.
Y en esto el capitán García, todo pequeñajo y ennegrecido por la pólvora, nuestro único oficial superior a aquellas alturas del asunto, que seguía sable en alto gritándonos palabras que no entendíamos con el estruendo de los cañonazos, empezó a decirle algo a Muñoz, el alférez abanderado, a quien una esquirla rusa le había sustituido el chacó por un rastro de sangre deslizándosele por la frente y la nariz, que de vez en cuando se enjugaba con el dorso de la mano libre para que no le tapara el ojo izquierdo. No lo oíamos con los bombazos pero era fácil imaginarlo: Muñoz, atento a mi orden, en cuanto yo te dé el cante abates el águila de los cojones y le pones la bandera blanca, la sábana que llevas doblada bajo la casaca, y la agitas bien en alto para que la vean los Iván, y entonces ya sabes, todos a correr levantando en alto los fusiles para que sepan de qué vamos y no nos ametrallen a bocajarro, los hijoputas. Y en las filas pasándonos la voz, atentos, en cuanto el capitán dé la orden y Muñoz ice bandera blanca, fusiles en alto y a correr hacia los ruskis como si nos quitáramos avispas del culo, a ver si terminamos de una vez este calvario. Y otra granada rusa que pasa rasgando sobre nuestras cabezas, ahora va alta, muy atrás, y otra que llega más corta, cuidado con esa que las trae negras, y acertamos, y la granada también acierta, y más compañeros que se largan a verle el blanco de los ojos al diablo. Y el ras-ras de nuestras polainas rozando los maizales tronchados, negros de carbón y sangre, chamuscados por las bombas y las llamas escuchando el redoble del tambor que nos ayuda a mantener el paso en aquella locura. Y Popof que empieza a afinar la puntería mientras remontamos los últimos metros de contrapendiente. Y más raaaca-zas-bum y más cling-clang. Y ahora estamos casi al descubierto y nos están dando los rusos una que te cagas, y García grita algo que seguimos sin entender, mi capitán, no se moleste en abrir la boca hasta que no llegue el momento de salir arreando. Y el tambor que arrecia su redoble y las filas que se estrechan más, a ver si hay suerte y la siguiente granada le toca a otro, porque Dios dijo hermanos pero no primos. Y más raaca-zas y más bum-cling-clang y más compañeros que se quedan atrás en los maizales. Y la contrapendiente que se acaba, y humo por todos sitios, y ya tenemos las bocas de los cañones rusos a un palmo de la cara, y García que se vuelve y parece que nos mira uno por uno duro como el pedernal, aquí nos la jugamos, hijos míos, aquí nos sacan el último naipe, a correr que llueve. Y el alférez Muñoz se limpia por última vez la sangre de los ojos y mete la mano en la casaca para sacar la bandera blanca, y abate el águila para sustituir la bandera mientras sudamos a chorros bajo la ropa, mordiéndonos los labios de tensión y miedo. Y de pronto empieza a caernos metralla rusa a espuertas, por todos sitios, y todos gritan terminemos de una vez, y ya estamos a punto, no de levantar, sino de tirar los fusiles al suelo y correr hacia los rusos con las manos en alto, españolski, españolski, cuando suenan trompetas por todas partes, a nuestra espalda, y nos quedamos de piedra cuando vemos aparecer una nube de jinetes, banderas y sables en alto, cargando por nuestros dos flancos contra los cañones rusos.