Cuentan los libros, al referirse a la campaña de 1812 en Rusia, que acudiendo en socorro de un batallón aislado —el nuestro—, Murat dirigió en Sbodonovo una de las más heroicas cargas de caballería de la Historia, ya saben, mucho sus y a ellos, galope de caballos y un zas-zas de sablazos entre humo y toques de corneta. Después llega Gericault, es un suponer, pinta con eso un cuadro que van y cuelgan en el Louvre, y entonces todo el mundo, oh, celui-la, mondieu que es hermosa la guerra, tan heroica y demás.
Heroica mis narices, Dupont. Estábamos nosotros, si ustedes recuerdan, los del segundo batallón del 326 de Línea, a unas quinientas varas de las líneas rusas, y los de las primeras filas nos preguntábamos ya cómo diablos podía hacerse, en mitad de aquel fregado, para demostrarle al enemigo que íbamos en son de paz, dispuestos a pasarnos a sus filas con armas y bagajes. A esas alturas ya no quedaba en el regimiento ningún jefe ni oficial francés que lo impidiera. El primer batallón, compuesto por italianos y suizos, había sido aniquilado junto al Vorosik. El resto del 326 lo componíamos los del segundo, y en cuanto a jefes y oficiales no españoles el asunto estaba resuelto desde hacía rato, porque justo antes de largarnos hacia el Iván, aprovechando el barullo cuando el flanco derecho empezó a irse al carajo, tanto el coronel Oudin como el comandante Gerard habían recibido cada uno su correspondiente tiro por la espalda. Una cosa limpia, bang y angelitos al cielo, más que nada por evitar que entorpecieran la maniobra. Lo del coronel era lo de menos, porque el tal Oudin era una mala bestia, normando, creo recordar, que no se fiaba ni de su padre, uno de esos que estaba todo el día dale que dale con lo de «peggos espagnoles, necesitáis disciplina» y cosas por el estilo. Ya cuando el paso del Niemen, Oudin había hecho fusilar a media docena de compañeros que intentaron tomar las de Villadiego y volver a España por su cuenta. Así que nadie lamentó verlo pararse de pronto, echar una mirada perpleja a la formación que marchaba cerrada a su espalda, y caer redondo en los maizales como un saco de patatas, el hijo de la gran puta, siempre dando la barrila como aquel idiota de comandante, Dufour, a quien el sargento Peláez le alumbró la sesera de un pistoletazo cuando el primer motín de Dinamarca.
Total, que pasamos por el maizal junto al fiambre del coronel y también junto al del comandante Gerard. Aquello sí era una lástima porque Gerard no era mala gente, sino uno de esos franchutes alegres y amables que había combatido en España, mayo de 1808 en el parque de Monteleón —una escabechina que nos contaba con detalle, admirado del valor de nuestros paisanos—, y escapado después de Bailén por los pelos, cuando Castaños hizo que el ejército gabacho, con todos sus entorchados y sus águilas invictas, se comiera una derrota como el sombrero de un picador.
—Que conste, guenegal Castanios, que me guindo pog evitag deggamamiento de sangge…
—Que sí, hombre, que sí. Venga, entrégueme la espada de una vez.
Gerard tuvo la suerte de salir como correo, a caballo, cruzando entre enjambres de guerrilleros que bajaban del monte como lobos a un festín, y el desastre lo cogió al otro lado de Despeñaperros, evitándole ir a pudrirse a Cabrera con el resto de sus compañeros franceses. Pobre Gerard. Mala suerte: salvar el pellejo en Bailén, cruzar Despeñaperros sin que los guerrilleros se hicieran unas borlas para el zurrón con sus pelotas, para terminar con un tiro nuestro en la espalda, justo en el momento en que se disponía a volverse para decirnos vamos, chicos, será duro pero nos queremos unos a otros, hagamos un esfuerzo más, qué coño. Estamos intentando construir Europa y todo eso. En fin. Adiós al valiente Gerard, franchute que hablaba español y le gustaba sentarse a vivaquear con nosotros escuchando la guitarra de Pedro el cordobés y que una vez, nos contaba, se tiró a una española guapísima en el Sacromonte, una gitana de ojos verdes con la que aún soñaba en las noches al raso de esta jodida Rusia. Y ahora pasábamos a su lado, tendido en el maizal tras haberle pegado un tiro, y nuestro único homenaje era apartar la vista para no encontrar sus ojos abiertos como un reproche.
Raas-zaca-bum. Cling-clang. Otra granada rusa reventó a la izquierda, tirándonos encima metralla y cascotes, y alguien gritó en las filas sacar de una maldita vez una jodida bandera blanca porque los ruskis nos van a freír como sigamos así. Pero el tambor mantenía el ritmo de paso de ataque porque el plan era aguantar hasta el límite como si de veras estuviésemos atacando, con el águila al viento y toda la parafernalia, sin descubrir el pastel por si las cosas se torcían en el último momento. Nadie deseaba terminar como aquellos ciento treinta desgraciados del regimiento José Napoleón, entre Vilna y Vitebsk y hasta arriba ya de tanta marcha y tanta contramarcha y tanta Grande Armée, y tanto cascarles a los Popof. A fin de cuentas, como nuestros paisanos allá abajo, los ruskis se limitaban a defender su tierra contra el Enano y los mariscales y toda la pandilla de mangantes de París, los Fouchés y los Talleyrand, con sus medallas y sus combinaciones de salón y toda su mierda bajo los encajes y las medias de seda y las puntillas. No era un trabajo simpático, aunque teóricamente íbamos ganando nosotros, o nuestros casuales aliados franchutes. Te cepillabas un regimiento ruso y después, al rematar a los heridos a la bayoneta, veías las caras de campesinos que te recordaban a tus paisanos de Aragón o de La Mancha. Niet, niet, te rogaban los desgraciados, tovarich, tovarich, y levantaban desde el suelo las manos ensangrentadas, llorando. Algunos no eran más que críos con los mocos y los ojos desorbitados por el miedo, y a veces tú hacías como que dabas el bayonetazo, pinchando un terrón, o su mochila, y procurabas pasar de largo, pero otras tenías encima del cogote la mirada de algún jefazo gabacho, ya sabéis mes enfants, nada de cuartel. Pas de quartier. Se han cargado al general Nosequiencogne, y hay que vengarlo facturando a unos cientos de estos eslavos. Eso de vengar a los generales tenía lo suyo: cuando palmaba uno con gorro de plumas todo era hay que vengarlo y demás, que si el honor de la Grande Armée y todo eso. Pero a los cientos de desgraciados de a pie que cascábamos a diario en la tropa podían perfectamente darnos boudin, que es como en el ejército franchute llaman a la morcilla. Total. Que tú andabas por allí, tomando, es un suponer, el reducto de Borodino a puro huevo, y habías dejado en el camino y en el asalto a trescientos compañeros y no pasaba nada. Pero si los Iván le habían dado candela a uno de nuestros generales, siempre había un gilipollas que gritaba lo de pas de quartier cuando algún oficial estaba cerca de ti para comprobar cómo ejecutabas la orden, y bueno, pues suspirabas hondo y le metías al niet tovarich que se rendía la bayoneta por las tripas, y santas pascuas.
El caso es que entre Vilna y Vitebsk algunos de los españoles de Dinamarca ya estábamos hasta las polainas de todo aquello, y además las noticias que llegaban desde España no eran como para levantarnos la moral de combate: iglesias saqueadas, mujeres a las que compañías enteras se pasaban por la piedra, los sitios de Gerona y Zaragoza, la resistencia de Cádiz, los ingleses en la Península y la guerra de guerrillas. O sea, todo cristo luchando allí para echar a los gabachos, y nosotros con su uniforme y su bandera, acuchillando rusos sin que nadie nos hubiese dado vela en aquel entierro, que a poco que nos descuidáramos iba a ser el nuestro. La mayor parte lamentábamos ya no habernos quedado de prisioneros en Hamburgo, porque a ver con qué cara llegábamos a España cuando ya estuviese liberada, contándoles que habíamos estado luchando en Rusia con el otro bando. Imagínense la papeleta. Nosotros no queríamos, nos obligaron, etcétera. Se lo juro a usted, señor juez. Eso si llegábamos hasta un juez, aunque fuera el de un consejo de guerra. Porque vete a contarle eso a un ex contrabandista de Carmona que lleva cuatro o seis años echado al monte, degollando franceses con la cachicuerna después de que le ahorcaran al padre, le mataran a la mujer y le violaran a la hija. Seguro que si asomábamos por allí las orejas, con nuestro currículum íbamos derechos de Hendaya o Canfranc al paredón. Eso, rápido y con mucha suerte si le caíamos en gracia al del Carmona. Menudos eran nuestros paisanos.
Total que, entre Vilna y Vitebsk, ciento y pico españoles, no del 326 sino de otro regimiento, el José Napoleón, intentaron abrirse por las bravas. Salió mal la cosa y terminaron por meter la pata del todo al disparar sobre los franceses encargados de cortarles el paso. Así que, tras rendirse, los hicieron formar y fusilaron a uno de cada dos, por sorteo. Tú sí, tú no. Tú sí, tú no. Carguen, apunten, bang. Después nos hicieron desfilar junto a los fiambres para que el paisaje sirviera de escarmiento. Aquella noche, en el vivac, ni siquiera Pedro el cordobés tuvo ganas de tocar la guitarra, y el comandante Gerard se pasó todo el rato callado, por una vez sin darnos la paliza con la historia de su gitana de ojos verdes.
Así nos fuimos acercando a Moscú, cada vez más convencidos de pasarnos a los rusos a la primera ocasión. Después de la carnicería de Borodino estuvo más claro que nunca: treinta mil bajas nosotros entre muertos y heridos y sesenta mil los rusos. Aquello fue excesivo, y algunos mariscales empezaron a murmurar que el Ilustre estaba perdiendo los papeles. Y si los de los galones y entorchados se mosqueaban, pues figúrense nosotros, que nos habíamos comido el baile de cabo a rabo. Así que los españoles del 326 fuimos corriendo la voz, hay que quitarse de en medio a la primera ocasión, pero con más tacto. El aniquilamiento de nuestro primer batallón en Sbodonovo puso las cosas más fáciles, de modo que convencimos al capitán García, le arreglamos el cuerpo al coronel Oudin y al pobre comandante Gerard, y nos fuimos hacia los Iván aprovechando la coyuntura. El problema residía en escoger el momento adecuado para dar el cante. Demasiado pronto, nos cascaban los franceses. Demasiado tarde, los rusos. Lo difícil era encontrar el término medio. Lo malo de estas cosas es que, hasta que el rabo pasa, todo es toro.
Y en esas estábamos en el flanco derecho, con el Petit Cabrón mirándonos por el catalejo desde su colina, cuando de pronto, en la retaguardia, los húsares del Cuarto y los coraceros de Baisepeau, que llevan toda la batalla contemplando el paisaje, ven que aparece Murat muy airoso a caballo y se dicen unos a otros la jodimos, Labruyere, vienen a invitarnos al baile. Estar aquí pintándola era demasiado bonito para que durase. Y el Rizos que llega con el sable desenvainado y los arenga:
—¡Hijos de Francia! ¡El Emperador os está mirando!
Y los húsares y los coraceros moviendo la cabeza, hay que fastidiarse, Leduc, podía mirar para otra parte, el Enano, con lo grande que es el campo de batalla y toda la maldita Rusia, fíjate, y se pone a mirarnos precisamente a nosotros. Y Murat que apunta con el sable hacia el sitio de la batalla donde el humo es más espeso, o sea, el flanco derecho donde dicen que hay unos cuatrocientos zumbados que, en lugar de salir por pies como todo el mundo, se empeñan, con lo que está cayendo, en ganarse la Legión de Honor a título póstumo. Para que los hagan mortadela no nos necesitan a nosotros. Pero el caso es que Murat hace caracolear el caballo y dice eso que todos estaban viendo venir:
—¡Cuarto de Húsares! ¡Monten…! ¡Quinto y Décimo de Coraceros! ¡Monten!
O sea, traducido, Leduc, que hay que ganarse el jornal. Y todo son ahora trompetazos y tambores y relinchos y cagüentodo en voz baja, y el Rizos con sus alamares y sus floripondios saludado por Fuckermann y Baisepeau, que se ponen al frente de sus respectivas formaciones y sacan los sables. Y alguien comunica que la carga es contra los cañones rusos del flanco derecho y ya te lo decía yo, Labruyere, que esos españoles bajitos y morenos del 326 nos iban a buscar un día la ruina, ya me contarás qué coño hacen en Rusia esos fulanos, y encima tirándose el pegote como héroes, hay que fastidiarse, en vez de estar en su tierra con el Empecinado o pudriéndose en el campo de prisioneros de Hamburgo, como es su obligación.
—¡Listos para cargar! —grita Murat, que va a lo suyo.
—¡Desenvaineeeen… sables! —corean Fuckermann y Baisepeau.
Y unos mil doscientos sables, más o menos, hacen riiis-ras al salir de la vaina y en ese momento entre el humo y todo lo demás se apartan un poco las nubes y aparece el sol como en Austerlitz, un sol grande y redondo, rojizo, muy a lo ruso, y lo hace con una oportunidad que parece preparada de antemano, justo para iluminar las hojas de acero desnudas. Y todo ese bosque de sables reluce con un centelleo que casi ciega a los que están en la colina del Estado Mayor alrededor del Ilustre, y todos son parbleus y sacrebleus y qué emocionante espectáculo, Sire. Y el Petit sin decir esta boca es mía, observando con ojo crítico la extensión, cosa de media legua, que la caballería debe cruzar en apoyo del 326, y confiando en que el suelo esté lo bastante compacto a pesar de la lluvia de ayer para que no fastidie las patas de los caballos.
—¿Cómo lo ve, Labraguette?
—Estupendamente, Si-sire, gracias —responde Labraguette con prudente entusiasmo, por si al Enano se le ocurre la mala idea de enviarlo a ver el paisaje más de cerca.
—Digo que cómo lo ve. Qué le parece.
—Me pa-parece bien, Sire.
—¿Cuántas bajas calcula usted que le costará a Murat llegar hasta los cañones rusos?
—No sé, Sire. Así, a o-ojo, unos se-setecientos muertos y he-heridos, Sire. Quizá más.
—Eso calculo yo —el Enano suspira para la Historia—. Pero la gloria de Francia lo exige… ¡C’est la guerre, Labraguette!
—Muy ci-cierto, Sire.
—Triste, pero necesario. Ya sabe, la patria y todo eso.
—Ahí le du-duele, Sire.
Mientras esto se comentaba en la colina, los del segundo del 326 llegábamos a unas cuatrocientas varas de los cañones rusos. Lo que se mire como se mire, aunque sea desertando, era mucho llegar.