Había dormido como un tronco toda la noche. Aun así, no se sentía descansado.
—¿Cariño? —Ni una palabra. Miró el reloj y lanzó una maldición. Las ocho y media. Ya podía darse prisa, tenían mucho que hacer.
—¿Erica? —Recorrió el piso de arriba, pero ni rastro de la madre ni de la hija. En la cocina había una cafetera lista y una nota de Erica en la mesa de la cocina.
«Cariño, he dejado a Maja en la guardería. He estado pensando en lo que me contaste anoche y tengo que comprobar una cosa. En cuanto sepa algo, te llamo. ¿Podrías mirar un par de cosas y decirme luego la respuesta? 1. ¿Le había puesto Christian algún apodo a Alice? 2. ¿Qué enfermedad psíquica tenía la madre biológica de Christian? Un beso, Erica. Posdata: No te enfades.»
¿Qué se le había metido ahora en la cabeza? Debería haber comprendido que no podría contenerse. Cogió el teléfono que estaba encima de la mesa y llamó al móvil de Erica. Después de varios tonos, saltó el contestador. Se calmó y comprendió que no podía hacer mucho más por el momento. Tenía que irse al trabajo cuanto antes, y no tenía ni idea de dónde estaba su mujer.
Además, las preguntas de la nota le habían despertado curiosidad. ¿Habría encontrado alguna pista? Erica era muy lista, de eso no cabía duda. Y en más de una ocasión había descubierto cosas que a él le habían pasado inadvertidas. Lo único que querría es que no se largase sola, así, de aquella manera.
Se tomó el café de pie y, tras unos minutos de vacilación, llenó la taza para el coche que Erica le había regalado por Navidad. Esta vez le vendría bien la cafeína y lo primero que hizo al llegar a la comisaría fue ir a la cocina y tomarse la tercera taza del día.
—Bueno, ¿y qué nos toca hacer ahora? —preguntó Martin cuando casi se chocan en el pasillo.
—Tenemos que revisar todo el material del asesinato de la pareja de Christian y de su hijo. Llamaré a Gotemburgo ahora y veré si podemos conseguir que nos lo envíen. Creo que les pediré que lo envíen por mensajero e intentaré camuflar el gasto para que no lo vea Mellberg. Luego tenemos que hablar con Ruud, por si el laboratorio ha enviado algún informe sobre la bayeta y la lata de pintura que había en el sótano de Christian. Seguro que aún no está listo, pero más vale apremiarlos un poco. Tú podrías encargarte, ¿de acuerdo?
—Claro, ahora mismo. ¿Algo más?
—Por ahora no —respondió Patrik—. Yo tengo que hablar otra vez con Ragnar Lissander, pero ya os contaré cuando sepa algo más.
—De acuerdo, avisa cuando me necesites —dijo Martin.
Patrik entró en su despacho. No se explicaba cómo podía estar tan cansado. Hoy ni siquiera le hacía efecto la cafeína. Respiró hondo para reunir fuerzas y marcó el número del padre de acogida de Christian.
—Ahora no puedo hablar mucho —le susurró Ragnar, y Patrik comprendió que Iréne debía de estar cerca.
—Solo tengo dos preguntas —dijo bajando la voz él también, aunque no era necesario. Sopesó brevemente si debía preguntarle a Ragnar por qué no había dicho nada de la época que la familia pasó en Fjällbacka, pero decidió esperar a que pudieran hablar tranquilamente. Además, tenía el presentimiento de que lo que Erica quería averiguar era más relevante en aquellos momentos.
—Vale —respondió Ragnar—, pero que sea rápido.
Patrik le hizo las preguntas de Erica. Las respuestas lo dejaron desconcertado. ¿Qué significaba aquello?
Le dio las gracias a Ragnar, colgó y volvió a llamar a Erica. Seguía saltando el contestador. Dejó un mensaje y se retrepó en la silla. ¿Cómo encajaba aquello? ¿Y dónde estaría Erica?
—¡Erica! —Thorvald Hamre se inclinó para abrazarla. Pese a que Erica medía más de un metro setenta y llevaba bastante peso de más, se sintió como una enana a su lado.
—¡Hola, Thorvald! Gracias por recibirme con tan poco margen —dijo correspondiendo a su abrazo.
—Tú siempre eres bienvenida, ya lo sabes. —Solo se oía un levísimo indicio de la melodía de la lengua noruega. Llevaba casi treinta años en Suecia y, después de tanto tiempo, se sentía más patriota que los propios gotemburgueses, como atestiguaba la gran bandera del equipo IFK Göteborg que tenía en la pared.
—¿En qué te puedo ayudar esta vez? ¿En qué historia apasionante estás trabajando ahora? —Se mesó el enorme bigote gris y se le iluminaron los ojos.
Se conocieron cuando Erica buscaba asesoramiento para los aspectos psicológicos de sus libros. Thorvald tenía una consulta privada muy próspera, pero dedicaba todo el tiempo libre a profundizar en el lado más oscuro del ser humano. Incluso había asistido a un curso del FBI. Erica no se atrevía siquiera a imaginar cómo habría entrado allí. Lo principal era que Erica contaba con el asesoramiento de un psiquiatra excelente que, además, estaba encantado de compartir sus conocimientos.
—Pues quería que me respondieras a algunas preguntas, aunque todavía no puedo decirte por qué, pero espero que puedas ayudarme de todos modos.
—Por supuesto, lo que necesites.
Erica lo miró agradecida y reflexionó un instante sobre por dónde debía empezar. Aún no había conseguido encajarlo todo. El monstruo cambiaba constantemente, como los colores y las formas de un caleidoscopio. Pero en algún lugar había una estructura y quizá Thorvald pudiera ayudarle a encontrarla. Había oído el mensaje de Patrik poco antes de llegar a Gotemburgo. Oyó la llamada, pero prefirió no coger el teléfono para no tener que responder a sus preguntas. Lo que oyó en el mensaje no le causó la menor sorpresa, simplemente, confirmó sus sospechas.
Ordenó sus pensamientos un instante y empezó a hablar. Sin detenerse, sin una pausa, le expuso todo lo que sabía. Thorvald la escuchaba con suma atención, con los codos apoyados en la mesa y las yemas de los dedos enfrentadas. De vez en cuando, a Erica se le hacía un nudo en el estómago, cuando tomaba conciencia de lo terrible que era aquella historia.
Cuando hubo terminado, Thorvald se quedó en silencio. Erica se había quedado casi sin respiración, como si acabase de terminar una carrera. Uno de los bebés le daba patadas como para recordarle que había cosas agradables y amables en la vida.
—¿Y a ti qué te parece todo esto? —preguntó Thorvald.
Tras dudar un instante, le expuso su teoría. La fue desarrollando durante la noche, tumbada en la cama mirando al techo mientras Patrik dormía a pierna suelta a su lado. Y había ido perfilándola mientras el coche se deslizaba por la E6 hacia Gotemburgo. Y pronto comprendió que tenía que contársela a Thorvald. Él podría confirmarle si era tan absurda como parecía, él le diría si tenía una imaginación exacerbada.
Pero no fue así, sino que la miró y le dijo:
—Es perfectamente posible. Lo que dices es perfectamente posible.
Aquellas palabras la hicieron soltar el aire con una mezcla de miedo y alivio. Ahora estaba segura de que tenía razón. Pero las consecuencias eran casi imposibles de comprender.
Estuvieron hablando cerca de una hora. Erica le hizo las preguntas necesarias para tener una idea cabal de todo. Si quería exponer aquella teoría, debía disponer de todos los datos. De lo contrario, podía ser desastroso. Y aún le faltaban algunas piezas del rompecabezas. Había reunido las suficientes como para ver el dibujo, pero aquí y allá se advertían los huecos. Y antes de desvelar su hipótesis, debía rellenarlos.
De nuevo en el coche, apoyó la cabeza en el volante. Lo sintió fresco en la frente sudorosa. La siguiente visita no despertaba en ella el menor entusiasmo, ni las preguntas que debía hacer ni las respuestas que tendría que oír. Era una pieza que no estaba segura de querer poner en su lugar. Pero no tenía elección.
Puso el coche en marcha y emprendió el viaje a Uddevalla. Una ojeada al móvil le confirmó que tenía dos llamadas perdidas de Patrik. Su marido tendría que esperar.
Llamó tan pronto como abrió el banco. Erik siempre la subestimó, pero se le daba bien engatusar a la gente y averiguar cosas. Además, tenía toda la información necesaria para formular las preguntas adecuadas, el número de cuenta, el número de registro de la empresa. Y tenía la voz firme y exigente que convenció al señor del banco de que no debía cuestionar su derecho a comprobar los datos.
Cuando colgó el teléfono, se quedó sentada a la mesa de la cocina. Se lo había llevado todo. Bueno, todo no, había sido lo bastante generoso para dejar un poco, a fin de que se las arreglaran un tiempo. Pero por lo demás, había limpiado las cuentas, tanto la privada como la de la empresa.
La ira le arrasó las entrañas como un cataclismo. No pensaba permitir que se saliera con la suya. Era tan jodidamente imbécil… y claro, creía que ella era igual de tonta. Erik había reservado un billete a su nombre y Louise no tuvo que hacer muchas llamadas para saber exactamente qué vuelo tomaría y cuál era su destino.
Se levantó y cogió una copa del mueble, la puso debajo de la espita, lo giró y contempló cómo la llenaba aquel líquido rojo maravilloso. Hoy lo necesitaba más que nunca. Se llevó la copa a los labios, pero se detuvo al advertir el olor del vino. No era el momento adecuado. Le sorprendió que se le ocurriese siquiera la idea, porque llevaba años pensando que cualquier momento era el adecuado para una copa de vino. Pero ahora no. Ahora necesitaba estar despejada y fuerte. Ahora tenía que mostrarse firme.
Disponía de la información precisa, podía señalar con la varita y conseguir que todo hiciera «pof», como por arte de magia. Soltó primero una risita, pero después empezó a reír en voz alta. Reía mientras dejaba la copa en la encimera, reía mientras contemplaba la imagen que le devolvía la superficie lisa de la puerta del frigorífico. Había recuperado el poder sobre su existencia. Y muy pronto todo haría «pof».
Todo estaba arreglado. El mensajero que traía el material de Gotemburgo estaba en camino. Patrik debería dar saltos de alegría, pero la alegría verdadera se resistía a hacerse presente. Seguía sin localizar a Erica y la idea de que anduviese por ahí en su estado haciendo Dios sabía qué lo llenaba de preocupación. Sabía que era muy capaz de cuidar de sí misma. Era una de las muchas razones por las que la quería. Pero no podía evitar la preocupación.
—Llegarán dentro de media hora —gritó desde la recepción Annika, que fue quien pidió el mensajero.
—¡Estupendo! —respondió él desde el despacho. Luego se levantó y se puso la cazadora. Murmuró algo ininteligible cuando pasó por delante de Annika al salir y se encaminó corriendo para protegerse del viento gélido en dirección a Hedemyrs. Estaba furioso consigo mismo. Debería haber hecho aquello mucho antes, pero no encajaba en su mundo cuadriculado. Para ser sincero, ni siquiera se le había pasado por la cabeza. Hasta que supo cómo llamaba Christian a su hermana. La sirena.
Los libros estaban en la planta baja de los grandes almacenes. Lo encontró enseguida. Siempre destacaban bien los títulos de los autores locales y Patrik sonrió al ver un expositor con los libros de Erica y un cartel con ella de cuerpo entero.
—Qué horror, pensar que iba a terminar de ese modo —dijo la cajera cuando fue a pagar el libro. Él asintió sin más, no estaba de humor para charlas. Se guardó el libro en el interior de la cazadora cuando salió corriendo de nuevo en dirección a la comisaría. Annika lo miró extrañada al verlo entrar otra vez, pero no dijo nada.
Cerró la puerta del despacho, se sentó ante el escritorio e intentó ponerse lo más cómodo posible. Abrió el libro y empezó a leer. En realidad, tenía montones de cosas que hacer, tareas de tipo práctico y trabajo policial, pero algo le decía que aquello era importante. De modo que, por primera vez a lo largo de toda su carrera profesional, Patrik Hedström se sentó a leer un libro en horario laboral.
Ignoraba cuándo le darían el alta, pero qué importaba. Podía quedarse allí o irse a casa. Ella lo encontraría dondequiera que estuviese.
Quizá sería mejor que lo encontrase en casa, donde aún flotaba en el aire la presencia de Lisbet. Y había varias cosas que quería dejar arregladas. El entierro de Lisbet, por ejemplo. Sería solo para los más allegados. Ropa clara, nada de música lúgubre y, además, llevaría el pañuelo amarillo. Así lo quería ella.
Unos golpecitos discretos en la puerta lo sacaron de su ensimismamiento. Volvió la cabeza. Erica Falck. ¿Qué querría?, se preguntó sin interés.
—¿Puedo pasar? —preguntó Erica. Como a todos los demás, también a ella se le fue la mirada a las vendas. Kenneth hizo un movimiento que podía interpretarse de cualquier manera. Entra, vete. Ni él mismo sabía qué había querido decir.
Pero ella entró, cogió una silla, se sentó a su lado y acercó la cabeza. Lo miró con amabilidad.
—Tú sabes quién era Christian, ¿verdad? No Christian Thydell, sino Christian Lissander.
Primero pensó mentirle, del mismo modo que, con toda tranquilidad, había mentido a los policías. Pero el tono de aquella mujer era diferente, al igual que su expresión. Ella lo sabía, ya tenía las respuestas o, al menos, parte de ellas.
—Sí, lo sé —respondió Kenneth—. Sé quién era.
—Háblame de él —le rogó como si lo tuviese amarrado a la cama con sus preguntas.
—No hay mucho que contar. Era el saco de los palos en la escuela. Y nosotros… nosotros éramos lo peor. Con Erik a la cabeza.
—¿Lo acosabais?
—Nosotros no lo habríamos llamado así, pero le amargábamos la vida en cuanto se nos presentaba la oportunidad.
—¿Por qué? —preguntó Erica. La pregunta quedó flotando en el aire.
—¿Por qué? Pues, quién sabe. Era diferente. Era de fuera. Estaba gordo. Supongo que el ser humano necesita a alguien a quien machacar, alguien que esté por debajo.
—Puedo comprender el papel de Erik en todo aquello, pero ¿tú y Magnus?
No sonó como un reproche, pero a Kenneth le dolió igual. Él se había hecho la misma pregunta tantas veces… A Erik le faltaba algo. Resultaba difícil decir qué exactamente, quizá compasión. No era una excusa, pero sí una explicación. Él y Magnus, en cambio, eran distintos. ¿Eso hacía sus pecados mayores o menores? No lo sabía.
—Éramos jóvenes y necios —dijo, aunque sabía que no bastaba. Él continuó secundando a Erik, se dejó dirigir por él, sí, incluso lo admiraba. Se trataba de necedad humana de lo más corriente. Miedo y cobardía.
—¿No lo reconocisteis cuando lo visteis de adulto? —preguntó.
—No, ni por asomo. Lo creas o no, pero jamás lo relacioné. Ni los otros dos tampoco. Christian era otra persona. No era solo el físico, era… bueno, no era la misma persona. Ni siquiera ahora que lo sé… —Kenneth meneó la cabeza.
—¿Y Alice? Háblame de Alice.
Kenneth esbozó una mueca. No quería. Hablar de Alice era como meter la mano en el fuego. Con el tiempo la había arrinconado de tal modo en la memoria que era como si nunca hubiera existido. Pero ya no era así. Si tenía que quemarse, lo haría, pero tenía que contarlo.
—Era tan guapa que al mirarla te quedabas sin respiración. Pero en cuanto se movía o empezaba a hablar, veías que algo fallaba. Y siempre andaba detrás de Christian. Nunca supimos si a él le gustaba o no aquella actitud. A veces se mostraba irritado con ella, pero otras casi parecía alegrarse de verla.
—¿Vosotros hablabais con Alice?
—No, salvo los improperios que le soltábamos. —Kenneth se avergonzaba. Lo recordaba perfectamente, todo lo que habían dicho, todo lo que habían hecho. Habría podido ser ayer, era ayer. No, fue hacía mucho tiempo. Empezó a sentirse algo desorientado. Era como si los recuerdos que él había tenido dormidos despertaran ahora abalanzándose con toda su fuerza y arrollando cuanto hallaban a su paso.
—Cuando Alice tenía trece años, la familia se mudó de Fjällbacka y Christian dejó a la familia. Algo sucedió, y yo creo que tú sabes qué. —Erica hablaba con voz serena, sin enjuiciarlo, y Kenneth se animó a hablar. De todos modos, ella no tardaría en llegar. Y él no tardaría en reunirse con Lisbet.
—Fue en julio —comenzó, y cerró los ojos.