Gösta se levantó al oír que llegaban Patrik y Paula. En la comisaría reinaba el abatimiento. Todos se sentían impotentes. Necesitaban algo concreto a lo que aferrarse para seguir avanzando.
—Reunión en la cocina dentro de tres minutos —anunció Patrik antes de entrar en su despacho.
Gösta entró y se acomodó en su lugar favorito, junto a la ventana. Cinco minutos después, empezaron a llegar los demás. Patrik llegó el último. Se colocó de espaldas a la encimera y se cruzó de brazos.
—Como todos sabéis, han encontrado muerto a Christian esta mañana. En el punto en que nos encontramos, no podemos decir si estamos ante un asesinato o si se trata de un suicidio. Tendremos que esperar los resultados de la autopsia. He hablado con Torbjörn y, por desgracia, él tampoco tenía mucho que aportar. Sin embargo, creía poder afirmar que no se había producido ningún enfrentamiento.
Martin levantó la mano.
—¿Y huellas de pisadas? ¿Algo que indique que Christian no estaba solo cuando murió? Si había nieve en los peldaños, quizá podamos sacarlas.
—Sí, ya se lo pregunté —dijo Patrik—. Pero, por una parte, resultaría difícil decir cuándo se produjeron las pisadas; por otra, el viento había barrido la nieve de los peldaños. Pero han conseguido unas cuantas huellas dactilares, sobre todo, de la barandilla y, naturalmente, las analizarán. Tendremos que esperar unos días para tener esos resultados. —Se dio media vuelta, se sirvió un vaso de agua y bebió varios tragos—. ¿Alguna novedad durante la ronda por el vecindario?
—No —respondió Martin—. Hemos llamado prácticamente a todas las puertas de la parte baja del pueblo, pero parece que nadie ha visto nada.
—Tenemos que ir a casa de Christian, inspeccionarla a fondo y ver si encontramos algo que indique que se vio allí con el asesino.
—¿El asesino? —preguntó Gösta—. O sea que tú crees que es asesinato y no suicidio.
—Ahora mismo no sé qué creer —contestó Patrik pasándose la mano por la frente con gesto cansado—. Pero propongo que partamos de la base de que también a Christian lo asesinaron. Al menos, hasta que tengamos algo más. —Se volvió hacia Mellberg—: ¿Tú qué opinas, Bertil?
Siempre facilitaba las cosas fingir que interesaba la participación del jefe.
—Desde luego, es lo más sensato —respondió Mellberg.
—Otra cosa, tendremos que habérnoslas con la prensa. En cuanto se enteren de esto, se centrarán en ello. Y creo que lo más recomendable es que nadie hable directamente con la prensa, sino que debéis remitírmela.
—En ese punto, me temo que debo protestar —intervino Mellberg—. Como jefe de esta comisaría, debo hacerme cargo de una faceta tan importante como las relaciones con la prensa.
Patrik sopesó las alternativas. Dejar que Mellberg hablase sin ton ni son con la prensa era una pesadilla. Pero intentar convencerlo exigiría demasiada energía.
—Bien, entonces, tú te encargarás de los contactos con la prensa pero, si me permites un consejo, yo creo que habría que decir el mínimo indispensable, dadas las circunstancias.
—Claro, no te preocupes. Dada mi experiencia, soy capaz de manejarlos con el dedo meñique —dijo Mellberg repantigándose en la silla.
—Paula y yo hemos estado en Trollhättan, como seguramente sabréis.
—¿Habéis averiguado algo? —preguntó Annika con expectación.
—Todavía no lo sé, pero creo que vamos por buen camino, de modo que seguiremos indagando. —Tomó otro trago de agua. Había llegado el momento de contarles a los compañeros aquello que tanto le había costado digerir a él.
—Pero ¿qué habéis sacado en claro? —insistió Martin tamborileando con un bolígrafo en la mesa. Una mirada de Gösta y Martin paró enseguida.
—Según las investigaciones de Annika, Christian se quedó huérfano de pequeño. Vivía solo con su madre, Anita Thydell, y era hijo de padre desconocido. De acuerdo con los datos de los servicios sociales, vivían muy aislados, y había épocas en que a Anita le costaba mucho hacerse cargo del niño, a causa de una enfermedad psíquica combinada con consumo de alcohol y fármacos. Estaban pendientes de la familia, tras varias denuncias de los vecinos. Pero, al parecer, se las arreglaron siempre para ir a su casa cuando Anita tenía la situación bajo control. Al menos, esa fue la explicación que nos dieron sobre la inhibición de las autoridades. Y que eran otros tiempos —añadió sin poder evitar un tono irónico—. Un día, cuando Christian tenía tres años, uno de los inquilinos del edificio avisó al propietario de que salía un olor apestoso del apartamento de Anita. El propietario entró con la llave maestra y encontró a Christian solo, con la madre muerta. Probablemente llevaba muerta una semana, y Christian sobrevivió comiendo lo que había en casa y bebiendo agua del grifo. Pero al parecer, la comida se acabó al cabo de unos días, porque cuando llegaron la Policía y el personal sanitario, estaba muerto de hambre y exhausto. Lo encontraron tumbado, encogido junto al cuerpo de su madre, medio inconsciente.
—Por Dios bendito —dijo Annika con los ojos llenos de lágrimas. También Gösta parpadeaba intentando contener el llanto, y a Martin se le había demudado la cara y tragaba saliva para aplacar las náuseas.
—Pues sí. Y, por desgracia, los problemas de Christian no acabaron ahí. No tardaron en enviarlo a una casa de acogida, con un matrimonio llamado Lissander. Paula y yo hemos estado hablando con ellos hoy.
—Christian no pudo tenerlo fácil con ellos —continuó Paula serenamente—. Si he de ser sincera, tuve la impresión de que la señora Lissander no estaba del todo bien.
A Gösta se le encendió una bombilla. Lissander. ¿Dónde había oído antes ese nombre? Lo asociaba con Ernst Lundgren, el viejo colega al que despidieron de la comisaría. Gösta se esforzaba por recordar y se planteó si decir que el nombre le resultaba familiar, pero al final decidió esperar hasta que le viniera a la cabeza.
Patrik continuó.
—Aseguran que no han tenido ningún contacto con Christian desde que cumplió los dieciocho años. Entonces rompió toda relación con ellos y desapareció.
—¿Creéis que han dicho la verdad? —preguntó Annika.
Patrik miró a Paula, que asintió.
—Sí —dijo—. A menos que se les dé bien mentir.
—¿Y no conocían a ninguna mujer que hubiese representado algún papel en la vida de Christian? —dijo Gösta.
—No, o eso dijeron. Aunque ahí no estoy tan seguro de que dijeran la verdad.
—¿No tenía hermanos?
—Pues no dijeron nada de eso, pero podrías investigarlo, Annika. Debería ser fácil averiguarlo. Te daré los nombres completos y los demás datos, podrías comprobarlo lo antes posible, ¿no?
—Puedo ir a mirarlo ahora mismo, si quieres —aseguró Annika—. No tardaré.
—De acuerdo, pues adelante. Toda la información que necesitas está en un post-it amarillo que hay pegado en la carpeta, encima de mi mesa.
—Pues ahora vuelvo —dijo Annika al tiempo que se levantaba.
—¿No deberíamos mantener otra conversación con Kenneth? Ahora que Christian está muerto, quizá se decida a hablar —intervino Martin.
—Buena idea. En fin, veamos, esto es lo que tenemos que hacer: hablar con Kenneth e inspeccionar a fondo la casa de Christian. Tenemos que indagar hasta el último detalle sobre la vida de Christian antes de que llegara a Fjällbacka. Gösta y Martin, ¿os ocupáis vosotros de Kenneth? —Los dos policías asintieron y Patrik se volvió hacia Paula—. Entonces tú y yo nos vamos a casa de Christian. Si encontramos algo de interés, llamamos a los técnicos.
—Vale —respondió Paula.
—Mellberg, tú estarás en tu puesto para atender las preguntas de los medios de comunicación —prosiguió Patrik—. Y Annika investigará un poco más en el pasado de Christian. Ahora tenemos algo más de información con la que trabajar.
—Más de lo que crees —dijo Annika desde la puerta.
—¿Has encontrado algo? —preguntó Patrik.
—Pues sí —dijo mirando tensa a sus colegas—. El matrimonio Lissander tuvo una hija dos años después de que acogieran a Christian. Tiene una hermana. Alice Lissander.
—¿Louise? —La llamó desde la entrada. ¿Iba a tener la suerte de que Louise no estuviera en casa? En ese caso, se ahorraría la molestia de tener que buscar una excusa para que saliera de casa un rato, porque él tenía que hacer las maletas. Sentía como una fiebre, como si todo el cuerpo le gritase que tenía que irse de allí inmediatamente.
Ya lo tenía todo arreglado. En el aeropuerto de Landvetter tenía un billete reservado a su nombre para el día siguiente. No se había molestado en procurarse una identidad falsa. Era una gestión que exigía mucho tiempo y, la verdad, no sabía cómo llevarla a cabo. Pero no existía razón para creer que alguien fuese a impedirle salir del país. Y cuando llegase a su destino, sería demasiado tarde.
Erik vaciló un instante ante la puerta del cuarto de las niñas, en la primera planta. Le habría gustado entrar, echar un vistazo y despedirse. Pero no fue capaz. Resultaba más fácil ponerse la venda en los ojos y concentrarse en lo que tenía que hacer.
Colocó en la cama la maleta grande. La guardaban en el sótano y para cuando Louise descubriera que ya no estaba, él se encontraría muy lejos. Se iría aquella misma noche. Lo que Kenneth le había dicho lo dejó impresionado y no podía permanecer allí ni un minuto más. Le dejaría a Louise una nota diciéndole que había tenido que irse urgentemente de viaje de negocios, después cogería el coche hasta Landvetter y se alojaría en un hotel cercano al aeropuerto. Al día siguiente embarcaría en el avión, rumbo a latitudes más cálidas. Inalcanzable.
Erik fue llenando la maleta. No podía llevar demasiado. Si dejaba vacíos los cajones y los armarios, Louise lo descubriría en cuanto llegase a casa. Pero cogió todo lo que pudo. Ya compraría ropa nueva, el dinero no sería ningún problema.
Hacía la maleta en la más absoluta tensión, no quería que Louise lo sorprendiera. Si se presentaba de pronto, tendría que esconder la maleta debajo de la cama y fingir que la que hacía era la que usaba de equipaje de mano, la que guardaban en el dormitorio, la que siempre llevaba cuando iba de viaje de negocios.
Se detuvo un instante. Los recuerdos que se habían activado se negaban a caer de nuevo en el olvido. No es que se sintiera mal, todo el mundo cometía errores, errar era humano. Pero le fascinaba que hubiese gente tan obsesionada, hacía tanto tiempo de aquello…
Se llamó al orden. De nada servía pensar en todo aquello. Pasado mañana estaría a salvo.
Las ocas se le acercaron al verlo. A aquellas alturas, eran buenos amigos. Siempre se detenía allí, con una bolsa de pan duro en la mano. Allí estaban ahora, a su alrededor, ansiosas de que les diera lo que les llevaba.
Ragnar pensó en la conversación con los dos policías, en Christian. Y pensaba que debería haber hecho más. Era lo que él quería, lo que quiso entonces. Se había comportado toda la vida como un copiloto que, débilmente y en silencio, acompañaba sin actuar. El copiloto de ella. Así fue desde el principio. Ninguno de los dos habría podido romper con el modelo de conducta que habían creado.
Iréne solo se preocupaba de su belleza. Le gustaba vivir la vida, las fiestas, beber, los hombres que la admiraban. Él sabía todo eso. Que se hubiera escondido detrás de su insuficiencia no significaba que no estuviese al tanto de las aventuras que había tenido con otros hombres.
Y aquel pobre niño nunca tuvo una oportunidad. Nunca fue suficiente, nunca pudo darle lo que ella exigía. El chico creía seguramente que Iréne quería a Alice, pero se había equivocado, Iréne no era capaz de querer a nadie. Se miraba en la belleza de su hija. Habría querido decírselo al muchacho antes de que lo echaran como a un perro. Él nunca estuvo seguro de lo que había ocurrido, de cuál era la verdad. A diferencia de Iréne, que lo condenó y le administró el castigo sin pestañear.
La duda lo había corroído por dentro y aún lo atormentaba. Pero con los años fueron palideciendo los recuerdos. Continuaron viviendo su vida. Él, entre bastidores, e Iréne en la creencia de que seguía siendo guapa. Nadie le había dicho que ya no era así, de modo que aún vivía convencida de que podía volver a ser el centro de atención de cualquier fiesta. La más hermosa y atractiva.
Pero aquello tenía que terminar. Comprendió que había cometido un error en el preciso momento en que supo el motivo de la visita de los policías. Un error enorme y fatal. Y había llegado el momento de hacer las cosas bien.
Ragnar sacó la tarjeta del bolsillo, cogió el móvil y marcó el número.
—Pronto nos sabremos el camino de memoria —dijo Gösta mientras aceleraba dejando atrás Munkedal.
—Y que lo digas —respondió Martin. Miró extrañado a Gösta, que no había dicho una palabra desde que salieron de Tanumshede. Cierto que Gösta no era precisamente una cotorra en condiciones normales, pero tampoco solía estar así de callado—. ¿Te pasa algo? —preguntó al cabo de un rato, cuando no pudo soportar más aquella ausencia absoluta de conversación.
—¿Qué? Ah, no, nada —farfulló Gösta.
Martin no insistió. Sabía que no podría obligar a Gösta a contar algo que él no quisiera contar. Y que ya lo sacaría a relucir llegado el momento.
—Vaya historia, ¿no? Para que luego digan, menudo comienzo en la vida —comentó Martin. Pensaba en su hija y en lo que le ocurriría si se viera en una situación así. Era verdad lo que decían de cuando por fin eres padre, uno se vuelve mil veces más sensible a lo que les ocurre a los niños con problemas.
—Sí, pobre criatura —dijo Gösta, ya algo más participativo.
—¿No deberíamos esperar a hablar con Kenneth hasta que sepamos algo más de la tal Alice?
—Annika sigue investigando mientras estamos fuera. Para empezar, tendríamos que saber dónde está.
—Pues no hay más que preguntar a los Lissander, ¿no? —opinó Martin.
—Ya, pero puesto que ni siquiera mencionaron su existencia cuando Patrik y Paula estuvieron allí, seguro que Patrik piensa que hay algo raro en todo esto. Y nunca está de más tener toda la información posible.
Martin sabía que Gösta tenía razón. Se sentía ridículo por haber preguntado.
—¿Crees que podría ser ella?
—Ni idea. Es demasiado pronto para especular al respecto.
Guardaron silencio el resto del trayecto hasta el hospital. Aparcaron el coche y se fueron derechos a la sección en la que se encontraba Kenneth.
—Aquí estamos otra vez —dijo Gösta cuando entró en la habitación.
Kenneth no respondió y los miró de modo indiferente, como si le diera igual quién entraba o salía.
—¿Qué tal van las heridas? ¿Están curando bien? —preguntó Gösta al tiempo que se sentaba en la misma silla de la vez anterior.
—Bueno, esas cosas no van tan rápido —contestó Kenneth moviendo un poco los brazos vendados—. Me dan analgésicos, así que no me entero.
—¿Te has enterado de lo de Christian?
Kenneth asintió.
—Sí.
—No pareces muy afectado —dijo Gösta sin acritud.
—No todo puede apreciarse a simple vista.
Gösta lo observó extrañado un instante.
—¿Cómo está Sanna? —preguntó Kenneth y, por primera vez, le resplandeció en la mirada algo parecido a un destello. De compasión. Sabía lo que era perder a un ser querido.
—No demasiado bien —respondió Gösta meneando la cabeza—. Estuvimos allí esta mañana. Además, pobres niños.
—Sí, pobres —dijo Kenneth a punto de echarse a llorar.
Martin empezaba a sentirse un tanto superfluo. Aún estaba de pie, y cogió una silla que había al otro lado de la cama de Kenneth, enfrente de Gösta. Miró a su colega de más edad, que lo animó con un gesto a que empezara a preguntar.
—Creemos que todo lo que ha ocurrido últimamente guarda relación con Christian y hemos estado investigando su pasado. Entre otras cosas, hemos averiguado que, de joven, tenía otro apellido, Christian Lissander. Y que tiene una hermanastra, Alice Lissander. ¿Habías oído hablar de ella?
Kenneth tardó unos instantes en contestar.
—No, no me suena de nada el nombre.
Gösta le clavó la mirada con expresión de querer leerle el pensamiento y comprobar si decía la verdad.
—Te lo dije la vez anterior y te lo repito ahora: si sabes algo que no nos has contado, estás poniendo en peligro no solo tu vida, sino también la de Erik. Ahora que también ha muerto Christian, comprenderás la gravedad del asunto, ¿no?
—No sé nada —insistió Kenneth con total serenidad.
—Si estás ocultándonos algo, acabaremos averiguándolo tarde o temprano.
—Estoy convencido de que haréis un buen trabajo —dijo Kenneth. Se lo veía menudo y frágil en la cama, con los brazos extendidos sobre la manta azul del hospital.
Gösta y Martin se miraron. Los dos eran conscientes de que no le sacarían nada, pero ninguno confiaba en que Kenneth les hubiese dicho la verdad.
Erica cerró el libro. Llevaba varias horas leyendo, interrumpida tan solo por Maja, que iba a pedirle algo de vez en cuando. En ocasiones como aquella, se alegraba muchísimo de que su hija fuese capaz de jugar sola.
La novela le pareció mejor aún esta segunda vez. Era sensacional. No se trataba de un libro que levantase el ánimo, precisamente, más bien llenaba la cabeza de sombrías reflexiones. Sin embargo, no era una historia desagradable, trataba de asuntos sobre los que uno debía reflexionar y ante los que tenía que adoptar una postura para definirse como persona.
A su entender, el libro de Christian trataba de la culpa, de cómo puede devorar a un ser humano por dentro. Por primera vez, se preguntó qué habría querido contar Christian en realidad, qué pretendía comunicar con su historia.
Dejó el libro en el regazo con la sensación de que se le estuviera escapando algo que tenía delante de las narices. Algo que era demasiado absurdo y obvio como para verlo. Abrió la solapa posterior del libro. La fotografía de Christian en blanco y negro, la pose clásica del escritor tras las gafas de montura de acero. Christian era elegante de un modo un tanto inaccesible. Le empañaba los ojos una especie de soledad que hacía que uno lo sintiera siempre algo ausente. Nunca estaba con nadie, ni siquiera cuando se hallaba en compañía de otra persona. Vivía como en una burbuja. Paradójicamente, esa actitud ejercía una gran atracción sobre los demás. La gente siempre codiciaba aquello que no podía poseer. Y exactamente eso era lo que ocurría con Christian.
Erica se levantó del sillón. Sentía cierto remordimiento por haberse dejado absorber de aquel modo por la lectura y no haberle prestado atención a su hija. Con gran esfuerzo, logró sentarse en el suelo al lado de la pequeña, que se mostró encantada de que su madre fuese a jugar con ella.
Pero en la cabeza de Erica seguía vivo el recuerdo de La sombra de la sirena, que quería transmitir un mensaje. Christian quería transmitir un mensaje, Erica estaba segura de ello. Y le encantaría saber cuál era.
Patrik no podía evitar sacar el teléfono del bolsillo y mirar la pantalla.
—Déjalo ya —dijo Paula riendo—. Annika no llamará antes solo porque tú te dediques a mirar el teléfono. Lo oirás, estoy segura.
—Sí, ya lo sé —respondió Patrik sonriendo avergonzado—. Es que tengo la sensación de que estamos tan cerca. —Continuó abriendo cajones y armarios en casa de Christian y Sanna. Les habían dado la orden de registro sobre la marcha y sin problemas. El único inconveniente era que no sabía qué buscaban exactamente.
—No creo que tardemos mucho en localizar a Alice Lissander —lo consoló Paula—. Annika llamará en cualquier momento y nos dará la dirección.
—Sí, ya —dijo Patrik mirando en el fregadero, donde no halló indicios de que Christian hubiese recibido visita el día anterior. Y tampoco habían encontrado nada que indicase que se lo hubiesen llevado en contra de su voluntad o que hubiesen entrado por la fuerza—. Pero ¿por qué no nos dijeron que tenían una hija?
—Pronto lo averiguaremos. Aunque creo que será mejor que hagamos nuestras propias averiguaciones sobre Alice antes de volver a hablar con ellos.
—Sí, estoy de acuerdo, pero me temo que habrá un montón de preguntas a las que tendrán que responder.
Subieron al piso superior. También allí estaba todo como lo dejaron el día anterior. Salvo en la habitación de los niños, donde, en lugar del texto escrito en la pared con letras rojas como sangre, se veían ahora unos rectángulos de color negro.
Se quedaron los dos en el umbral.
—Seguramente, Christian pintó encima ayer —dijo Paula.
—Sí, y lo comprendo. Yo habría hecho lo mismo.
—Dime, ¿qué crees tú? —Paula entró en el dormitorio contiguo y paseó la mirada por la habitación antes de empezar a examinarla con detalle.
—¿De qué? —Patrik se unió a la búsqueda, se acercó al armario y abrió la puerta.
—¿Crees que se suicidó o que lo han asesinado?
—Ya lo dije en la reunión, aunque no descarto ninguna posibilidad. Christian era una persona compleja. Las pocas veces que hablamos con él, tuve la sensación de que por la cabeza le pasaban cosas que no comprendíamos. Pero, de todos modos, no parece haber dejado ninguna carta de despedida.
—Los suicidas no siempre dejan una carta, lo sabes tan bien como yo. —Paula abría los cajones con cuidado y tanteando la ropa con la mano.
—No, ya lo sé, pero si hubiéramos encontrado una carta, no tendríamos que plantearnos la duda. —Enderezó la espalda y se detuvo a recobrar el aliento. El corazón volvía a latirle acelerado y se secó el sudor de la frente.
—Aquí no parece haber nada digno de examen —dijo Paula cerrando el último cajón del escritorio—. ¿Nos vamos?
Patrik dudaba. Se resistía a darse por vencido, pero Paula tenía razón.
—Sí, volveremos a la comisaría, a ver si Annika descubre algo. Puede que Gösta y Martin hayan tenido más suerte con Kenneth.
—Sí, claro, la esperanza es lo último que se pierde —señaló Paula con tono escéptico.
Estaban a punto de salir cuando sonó el teléfono de Patrik. Lo cogió nervioso. Qué decepción. No era el número de la comisaría, sino uno desconocido.
—Aquí Patrik Hedström, de la Policía de Tanum —contestó con la esperanza de acabar cuanto antes con la conversación, para que la línea no estuviese ocupada si llamaba Annika. Al oír la voz, se puso tenso.
—Hola, Ragnar. —Le hizo un gesto a Paula, que se detuvo a medio camino en dirección al coche.
—¿Sí? Ajá. Pues sí, bueno, también nosotros hemos averiguado algún dato por nuestra cuenta… Claro, lo tratamos cuando nos veamos. Podemos ir ahora mismo. ¿Nos vemos en su casa? ¿No? Bueno, de acuerdo, sí, conocemos el sitio. Entonces, nos vemos allí. Desde luego, salimos ahora mismo. Hasta dentro de cuarenta y cinco minutos, más o menos.
Concluyó la conversación y miró a Paula.
—Era Ragnar Lissander. Dice que tiene algo que contarnos. Y algo que mostrarnos.
Fue dándole vueltas al apellido todo el trayecto hacia Uddevalla. Lissander. ¿Por qué tenía que ser tan difícil recordar dónde lo había oído antes? También le venía a la mente Ernst Lundgren, su antiguo colega. Aquel apellido guardaba algún tipo de relación con él. En la salida de Fjällbacka, tomó una decisión. Giró el volante a la derecha y accedió a la autovía.
—¿Qué haces? —preguntó Martin—. Creía que iríamos derechos a la comisaría.
—Antes vamos a hacer una visita.
—¿Una visita? ¿A quién, si puede saberse?
—Ernst Lundgren. —Gösta cambió de marcha y giró a la izquierda.
—¿Y qué vamos a hacer en su casa?
Gösta le refirió a Martin sus cavilaciones de las últimas horas.
—¿Y no tienes idea de en relación con qué has oído el nombre?
—De ser así, ya lo habría dicho —le espetó Gösta, sospechando que Martin pensaba que se había vuelto olvidadizo con la edad.
—Tranquilo, hombre, tranquilo —dijo Martin—. Vamos a casa de Ernst y le preguntamos si puede ayudarnos a recordar. No estaría mal que pudiese contribuir con algo positivo, para variar.
—Sí, desde luego, eso sería una novedad. —Gösta no pudo por menos de esbozar una sonrisa. Al igual que el resto de los compañeros de la comisaría, tampoco él tenía muy buen concepto de la competencia profesional y de la personalidad de Ernst. Sin embargo, no podía detestarlo con el mismo encono que, salvo Mellberg, mostraban todos los demás. Habían sido muchos años trabajando juntos, y uno se acostumbra a casi todo. Asimismo, tampoco podía olvidar que habían compartido muchos buenos momentos y que habían reído juntos muchas veces a lo largo de los años. Ahora bien, Ernst metía la pata hasta el fondo constantemente. Y de forma escandalosa en la última investigación en la que trabajó antes de que lo despidieran. Aun así, quizá pudiera echarles una mano en este caso.
—Pues parece que está en casa —observó Martin cuando se detuvieron delante del edificio.
—Sí —respondió Gösta, que aparcó al lado del coche de Ernst.
El expolicía abrió la puerta antes de que llamaran al timbre. Debió de verlos por la ventana de la cocina.
—Hombre, una visita de las importantes —dijo antes de invitarlos a entrar.
Martin miró a su alrededor. A diferencia de Gösta, nunca había estado en casa de Ernst, pero no podía decirse que lo hubiese impresionado. Cierto que él mismo nunca había sido un modelo de orden mientras estuvo soltero, pero jamás tuvo la casa como aquella, ni de lejos. Platos sucios apilados en el fregadero, ropa por todas partes y, en la cocina, una mesa que parecía no haber visto nunca una bayeta.
—No tengo mucho que ofrecer —señaló Ernst—. Aunque siempre puedo serviros un trago. —Alargó el brazo en busca de una botella de aguardiente que había en la encimera.
—Tengo que conducir —respondió Gösta.
—¿Y tú? Te vendrá bien algo que te anime —ofreció Ernst sosteniendo la botella delante de Martin, que rechazó la oferta.
—Bueno, pues nada, vosotros os lo perdéis, par de abstemios. —Se sirvió un trago y lo apuró de golpe—. Estupendo. Y bien, ¿a qué habéis venido? —Se sentó en una silla de la cocina y sus antiguos colegas siguieron su ejemplo.
—Hay algo a lo que no paro de dar vueltas, y creo que tú puedes ayudarme —dijo Gösta.
—Vaya, ahora sí os viene bien.
—Se trata de un apellido. Me resulta familiar y lo recuerdo relacionado contigo.
—Claro, tú y yo trabajamos juntos un montón de años —recordó Ernst en un tono casi lastimero. Seguramente, no habría sido aquel el primer trago del día.
—Sí, muchos —afirmó Gösta asintiendo con la cabeza—. Y ahora necesito que me eches una mano. ¿Te vas a portar o no?
Ernst reflexionó un instante. Luego dejó escapar un suspiro y agitó en el aire el vaso vacío.
—Vale, dispara.
—¿Me das tu palabra de honor de que lo que te diga no saldrá de aquí? —Gösta preguntó clavando la vista en Ernst, que asintió renegando.
—Que sí, hombre. Pregunta de una vez.
—Bien, tenemos entre manos la investigación del asesinato de Magnus Kjellner, del que habrás oído hablar. E indagando en la vida de los implicados, nos hemos encontrado con el apellido Lissander. No sé por qué, pero me resulta muy familiar. Y, por alguna razón, lo relaciono contigo. ¿A ti te suena?
Ernst se balanceó ligeramente en la silla. Reinaba un silencio absoluto mientras él se esforzaba por recordar y tanto Martin como Gösta lo miraban expectantes.
Hasta que se le iluminó la cara con una sonrisa.
—Lissander. Claro que lo recuerdo. ¡Me cago en la mar!
Habían quedado en el único lugar de Trollhättan que Patrik y Paula conocían. El McDonald’s, junto al puente, donde habían estado hacía tan solo unas horas.
Ragnar Lissander los esperaba dentro y Paula se sentó a su lado mientras que Patrik iba a pedir unos cafés. Ragnar parecía aún más invisible que en su casa. Un hombre menudo y calvo con un abrigo beis. Vieron que le temblaba la mano cuando cogió la taza y que le costaba mirarlos a la cara.
—Quería hablar con nosotros —comenzó Patrik.
—Es que… no les dijimos todo, todo lo que sabemos.
Patrik guardaba silencio. Tenía curiosidad por saber cómo explicaría aquel hombre el hecho de que hubiesen omitido el detalle de que tenían una hija.
—No siempre ha sido todo tan fácil, ¿saben? Tuvimos una hija. Alice. Christian tenía unos cinco años, y le resultó muy difícil encajarlo. Yo debería… —Se le ahogó la voz y tomó un poco de café antes de continuar—. Creo que le quedó un trauma para toda la vida a raíz de lo que sufrió. No sé cuánto habrán averiguado, pero Christian pasó más de una semana solo con su madre muerta. La mujer tenía problemas psíquicos y no siempre podía ocuparse de él, ni de sí misma, por cierto. Al final, murió en el apartamento y Christian no pudo comunicárselo a nadie. Creía que su madre estaba dormida.
—Sí, lo sabemos. Hemos estado hablando con los servicios sociales de Trollhättan y disponemos de toda la documentación relativa al caso. —Patrik se dio cuenta de lo formal que había sonado al referirse a aquella tragedia como «el caso», pero era el único modo de que no le afectase.
—¿Murió de sobredosis? —preguntó Paula. Aún no habían tenido tiempo de revisar todos los informes con detalle.
—No, no se drogaba. A veces, cuando entraba en uno de sus períodos más duros, bebía demasiado. Y, por supuesto, se medicaba. Fue el corazón, que dejó de latirle.
—¿Por qué? —preguntó Patrik, sin comprender del todo.
—No se cuidaba, y la mezcla de alcohol y fármacos fue fatal. Además, estaba muy obesa. Pesaba más de ciento cincuenta kilos.
Algo se estremeció en el subconsciente de Patrik. Había algo que no encajaba, pero ya cavilaría sobre ello más tarde.
—Y después, ustedes se hicieron cargo de Christian, ¿no? —preguntó Paula.
—Sí, luego nos hicimos cargo de él. Fue idea de Iréne que adoptáramos un niño, porque no parecía que pudiéramos tenerlos nosotros.
—Pero, al final, no llegaron a adoptarlo, ¿verdad? —intervino Patrik.
—Habríamos terminado adoptándolo si Iréne no se hubiese quedado embarazada poco después.
—Es muy frecuente, al parecer —observó Paula.
—Ya, eso mismo dijo el médico. Y cuando nació nuestra hija, Iréne se comportaba como si Christian ya no le interesara lo más mínimo. —Ragnar Lissander miró por la ventana, con la mano convulsamente aferrada a la taza de café—. Quizá habría sido mejor para él que hubiéramos hecho lo que ella quería.
—¿Y qué quería ella? —preguntó Patrik.
—Devolver al chico. Según decía, ya no le parecía necesario que nos lo quedáramos, puesto que había tenido una hija biológica. —El hombre sonrió con amargura—. Ya sé que suena horrible. Iréne tiene sus cosas y a veces pueden salir mal, pero su intención no siempre es tan mala como puede parecer.
¿Que pueden salir mal? Patrik por poco se ahoga. Estaban hablando de una mujer que pretendía devolver a un niño que había aceptado en acogida cuando le nació una hija, y aquel tipo se dedicaba a disculpar su conducta.
—Pero al final no lo devolvieron a los servicios sociales, ¿no? —dijo Patrik fríamente.
—No. Fue una de las pocas ocasiones en que me opuse. Ella no quería escucharme al principio, pero cuando le dije que quedaría fatal, aceptó que se quedara. Aunque yo no debería… —De nuevo se le quebró la voz. Era evidente que le resultaba muy duro hablar de aquello.
—¿Y qué relación tuvieron Christian y Alice de niños? —preguntó Paula. Pero Ragnar no la oyó, como si sus pensamientos lo hubiesen llevado muy lejos. Al cabo de un rato, dijo en voz muy baja:
—Yo debería haberla cuidado mejor. Pobre niño, no comprendía nada.
—¿Qué era lo que no comprendía? —dijo Patrik inclinándose hacia él.
Ragnar dio un respingo y salió del ensimismamiento. Miró a Patrik.
—¿Quieren ver a Alice? Tienen que conocerla para comprender…
—Sí, nos gustaría mucho conocerla —afirmó Patrik sin poder ocultar la expectación—. ¿Cuándo podría ser? ¿Dónde se encuentra?
—Pues vamos ahora mismo —dijo Ragnar poniéndose de pie.
Patrik y Paula intercambiaron una mirada mientras se dirigían al coche. ¿Sería Alice la mujer que estaban buscando? ¿Podrían poner fin a aquella pesadilla?
Estaba sentada de espaldas a ellos cuando llegaron. El pelo le llegaba por la cintura, moreno y bien cepillado.
—Hola, Alice. Papá ha venido a verte. —La voz de Ragnar resonó en la habitación de decoración espartana. Parecían haberse esforzado medianamente por que resultara agradable, pero no lo habían conseguido. Una planta mustia en la ventana, un póster de la película El gran azul, una cama estrecha con una colcha desgastada. Por lo demás, un pequeño escritorio con una silla. Y allí estaba ella sentada. Movía las manos, pero Patrik no pudo ver en qué las tenía ocupadas. No había reaccionado al oír la voz de su padre.
—Alice —la llamó Ragnar de nuevo, y esta vez, ella se volvió despacio.
Patrik dio un respingo. La mujer que tenía delante era de una belleza increíble. Calculó que rondaría los treinta y cinco, pero aparentaba diez años menos. Tenía la cara ovalada y muy tersa, casi como la de una niña. Unos ojos azules enormes y las cejas densas y oscuras. Se dio cuenta de que se había quedado embobado mirándola.
—Es guapa nuestra Alice —dijo Ragnar acercándose a la mujer. Le puso la mano en el hombro y ella apoyó la cabeza en la cintura de su padre. Como los cachorros se acurrucan junto a su dueño. Tenía las manos lánguidas en el regazo.
—Tenemos visita. Patrik y Paula. —Dudó un instante—. Son amigos de Christian.
Al oír el nombre del hermano se le iluminaron los ojos, y Ragnar le acarició el pelo con dulzura.
—Pues ya lo saben. Ya conocen a Alice.
—¿Cuánto tiempo…? —Patrik no podía dejar de mirarla. Desde un punto de vista objetivo, guardaba un parecido increíble con su madre. Aun así, era totalmente distinta. De toda aquella maldad que se leía grabada en la cara de la madre no había ni rastro en aquella… criatura mágica. Comprendió que era una descripción ridícula, pero no se le ocurría otra.
—Mucho tiempo. No vive con nosotros desde el verano que cumplió trece años. Esta es la cuarta residencia. No me gustaban las anteriores, pero aquí está muy bien. —Se inclinó y la besó en la coronilla. No advirtieron ninguna reacción en la expresión de la cara, pero se apretó un poco más contra su padre.
—¿Qué…? —Paula no sabía cómo formular la pregunta.
—¿Qué le pasa? —dijo Ragnar—. Si quiere que le diga mi parecer, no le pasa nada. Para mí es perfecta. Pero comprendo lo que quiere decir. Y se lo explicaré.
Se acuclilló delante de Alice y le habló dulcemente. Allí, con su hija, ya no era invisible. Se lo veía más erguido y tenía la mirada firme. Era alguien. Era el padre de Alice.
—Cariño, hoy no puedo quedarme mucho rato. Solo quería que conocieras a los amigos de Christian.
Alice lo miró. Luego se volvió y cogió algo que tenía encima de la mesa. Un dibujo. Se lo entregó a su padre con gesto apremiante.
—¿Es para mí?
Ella meneó la cabeza y Ragnar pareció un tanto abatido.
—¿Es para Christian? —dijo en voz baja.
Alice asintió y se lo puso delante otra vez.
—Se lo mandaré, te lo prometo.
El atisbo de una sonrisa. Después, se acomodó de nuevo en la silla y empezó a mover las manos otra vez. Iba a comenzar otro dibujo.
Patrik echó un vistazo al papel que Ragnar Lissander tenía en la mano. Reconocía aquel modo de dibujar.
—Ha cumplido su promesa. Le ha enviado los dibujos a Christian —dijo cuando hubieron salido de la habitación de Alice.
—No todos. Dibuja tantos… Pero los mando a veces, para que él sepa que Alice piensa en él. A pesar de todo.
—¿Cómo sabía adónde enviar los dibujos? Por lo que dijeron, interrumpió todo contacto con ustedes cuando tenía dieciocho años, ¿no? —observó Paula.
—Sí, y así fue. Pero Alice deseaba tanto que Christian recibiera sus dibujos, que averigüé dónde se encontraba. Yo también tenía curiosidad, claro. En primer lugar, intenté buscarlo por nuestro apellido, pero no di con él. Luego traté de localizarlo por el apellido de su madre, y encontré una dirección de Gotemburgo. Le perdí la pista un tiempo, se mudó y me devolvían las cartas, pero luego volví a localizarlo. En la calle Rosenhillsgatan. Aunque no sabía que se había mudado a Fjällbacka, pensaba que seguía en la última dirección, porque de allí nunca me devolvieron las cartas.
Ragnar se despidió de Alice y, por el pasillo de la residencia, Patrik le habló del hombre que había guardado las cartas para Christian. Se sentaron en una gran sala que hacía las veces de comedor y cafetería. Era una estancia impersonal, con grandes palmeras que, como la planta de la habitación de Alice, sufrían la falta de agua y cuidados. Todas las mesas estaban vacías.
—Lloraba mucho —explicó Ragnar pasando la mano por el mantel de color claro—. Seguramente por el cólico del lactante. Iréne empezó a perder el interés por Christian ya durante el embarazo, así que cuando Alice nació y empezó a exigirle tanto tiempo, no quedó ninguno para él. Y el pobre ya venía tan falto de atención…
—¿Y usted? —preguntó Patrik y, por la expresión de Ragnar, comprendió que había puesto el dedo en una llaga muy dolorosa.
—¿Yo? —Ragnar se señaló con la mano—. Yo cerraba los ojos, no quería ver. Iréne siempre ha llevado la voz cantante. Y yo se lo permití. Así era todo más sencillo.
—¿Quiere decir que Christian no quería a su hermana? —preguntó Patrik.
—Solía quedarse mirándola cuando la teníamos en la cuna. Y yo veía que se le ensombrecía la mirada, pero jamás pensé… Solo fui a abrir cuando llamaron a la puerta. —Ragnar parecía ausente y se quedó con la vista clavada en un punto lejano—. Solo me ausenté unos minutos.
Paula abrió la boca para decir algo, pero volvió a cerrarla. Debía permitir que terminara a su ritmo. Se notaba lo mucho que estaba esforzándose por formular aquellas palabras. Tenía el cuerpo tenso y los hombros como encogidos.
—Iréne se había echado a descansar un rato y, para variar, me dejó a cargo de Alice. Por lo general, nunca la dejaba sola. Era tan bonita, aunque llorase sin parar… Era como si a Iréne le hubieran regalado una muñeca nueva con la que jugar. Una muñeca que no quería prestarle a nadie.
Unos minutos de un nuevo silencio, Patrik tuvo que contenerse para no apremiar a Ragnar.
—Solo me ausenté unos minutos… —repitió. Era como si se atascara. Como si fuera imposible concretar el resto con palabras.
—¿Dónde estaba Christian? —preguntó Patrik con tono sereno, para animarlo.
—En el cuarto de baño. Con Alice. Se me ocurrió que podía bañarla. Teníamos una sillita en la que tumbar al bebé dentro de la bañera, de modo que uno tenía las manos libres para lavarlo. Acababa de ponerla en la bañera, que había llenado de agua, y allí estaba Alice.
Paula asintió. Ella tenía un invento parecido para lavar a Leo.
—Pero cuando volví al cuarto de baño… Alice… estaba tan quieta… Tenía la cabeza sumergida en el agua. Y los ojos… abiertos de par en par.
Ragnar se mecía ligeramente en la silla y parecía obligarse a continuar, a enfrentarse a los recuerdos y a las imágenes.
—Christian estaba allí, apoyado en la bañera, mirándola. —Ragnar fijó la vista en Paula y en Patrik, como si acabase de regresar al presente—. Estaba tan tranquilo, sonriendo.
—Pero usted la salvó, ¿no es eso? —Patrik tenía la carne de gallina.
—Sí, la salvé. Conseguí que empezara a respirar de nuevo. Y vi… —se aclaró la garganta—. Vi la decepción en la mirada de Christian.
—¿Se lo contó a Iréne?
—No, nunca se lo habría contado… ¡No!
—Christian intentó ahogar a su hermana pequeña, ¿y usted no le dijo nada a su mujer? —Paula lo miraba incrédula.
—Tenía la sensación de que le debía algo al chico, después de todo lo que había sufrido. Si se lo hubiese contado a Iréne, lo habría devuelto en el acto. Y Christian no lo habría superado. Además, el daño ya estaba hecho —aseguró en tono suplicante—. Entonces ignoraba la gravedad de las consecuencias. Pero, con independencia de ello, yo no podía hacer nada para cambiarlas. Echar a Christian de casa no habría resuelto nada.
—De modo que hizo como si nada hubiera ocurrido, ¿no es eso? —preguntó Patrik.
Ragnar suspiró y se hundió más aún en la silla.
—Sí, eso hice. Pero nunca más lo dejé solo con Alice. Nunca.
—¿Volvió a intentarlo? —preguntó Paula, que se había quedado pálida.
—No, la verdad, creo que no. Alice dejó de llorar tanto, pasaba los días tranquilamente y no exigía tanta atención.
—¿Cuándo se dieron cuenta de que algo no iba bien? —preguntó Patrik.
—Fue poco a poco. No aprendía al mismo ritmo que otros niños. Cuando por fin convencí a Iréne de que había que llevarla al médico… pues eso, entonces constataron que sufría algún tipo de lesión cerebral y que, intelectualmente, sería una niña el resto de su vida.
—¿Iréne no llegó a sospechar? —dijo Paula.
—No. El médico dijo incluso que, seguramente, Alice sufrió la lesión después del parto, aunque no hubiese empezado a notarse hasta que no empezó a crecer.
—¿Y cómo evolucionó la cosa cuando fueron creciendo?
—¿De cuánto tiempo disponen? —preguntó Ragnar con una sonrisa, aunque triste—. Iréne solo se preocupaba de Alice. Era la niña más bonita que yo había visto en mi vida, y no lo digo solo porque sea mi hija. Ya la han visto.
Patrik recordó aquellos ojos azules enormes. Desde luego, Ragnar tenía razón.
—Iréne siempre ha sentido debilidad por todo lo que es hermoso. Ella también era hermosa de joven y creo que veía en Alice la confirmación de ello. Dedicaba toda su atención a nuestra hija.
—¿Y Christian? —preguntó Patrik.
—¿Christian? Era como si no existiera.
—Pues debió de ser terrible para él —observó Paula.
—Sí —confirmó Ragnar—. Pero él hizo su pequeña revolución. Le gustaba mucho comer y engordaba fácilmente, tendencias que, seguramente, había heredado de su madre. Cuando se dio cuenta de que aquella afición por la comida irritaba a Iréne, empezó a comer más aún y se puso cada vez más gordo, solo para molestarla. Y lo conseguía. Entre ellos había siempre una lucha permanente por la comida, una lucha de la que Christian salió vencedor.
—¿Quieres decir que Christian estaba rellenito de niño? —preguntó Patrik, intentando recrear la imagen del Christian adulto y delgado que él había conocido, como un chico rechoncho, pero le fue imposible.
—No estaba rellenito, estaba obeso. Escandalosamente obeso.
—¿Cuál era la relación de Alice con Christian? —preguntó Paula.
Ragnar sonrió y, en esta ocasión, fue una sonrisa de verdad.
—Alice quería a Christian. Lo adoraba. Siempre iba pisándole los talones como un cachorrillo.
—¿Y cómo reaccionaba Christian? —preguntó Patrik.
Ragnar reflexionó un instante.
—No creo que le molestara, simplemente, no le hacía mucho caso. A veces parecía sorprendido de que lo quisiera tanto. Como si no comprendiera por qué.
—Y puede que así fuera —dijo Paula—. ¿Qué ocurrió después? ¿Cómo reaccionó Alice cuando Christian se marchó?
El semblante de Ragnar se ensombreció.
—La verdad, todo ocurrió al mismo tiempo. Christian se mudó y nosotros no podíamos darle a Alice los cuidados que necesitaba.
—¿Por qué no? ¿Por qué no podía seguir viviendo en casa?
—Había crecido tanto, necesitaba más ayuda de la que nosotros podíamos ofrecerle.
El estado de ánimo de Ragnar Lissander había cambiado, aunque Patrik no sabía decir cómo.
—¿Nunca aprendió a hablar? —continuó preguntando, puesto que Alice no había pronunciado una sola palabra mientras estuvieron allí.
—Sabe hablar, pero no quiere —explicó Ragnar con expresión hermética.
—¿Existe alguna razón para que esté resentida con Christian? ¿Sería capaz de hacerle daño? ¿A él o a la gente de su entorno? —Patrik se la imaginó de nuevo, aquella muchacha de larga melena oscura. Y las manos, que se movían sobre el folio en blanco creando dibujos propios de un niño de cinco años.
—No, Alice nunca ha matado una mosca —aseguró Ragnar—. Por eso les he traído aquí, para que la conocieran. Jamás le haría daño a nadie. Y Alice quiere… quería a Christian.
Ragnar sacó el dibujo que le había dado Alice y lo puso encima de la mesa. Un sol enorme arriba, una parcela de césped verde con flores en la parte inferior. Dos monigotes, uno grande y otro pequeño que sonreían cogidos de la mano.
—Ella quería a Christian —repitió Ragnar.
—Pero ¿tú crees que se acuerda de él? Hace muchísimos años que no se ven —observó Paula.
Ragnar no respondió, simplemente, señaló el dibujo. Dos monigotes. Alice y Christian.
—Si no me creen, pregunten al personal de la residencia. Alice no es la mujer que buscan. Ignoro quién querría hacerle daño a Christian. Desapareció de nuestras vidas a la edad de dieciocho años. Desde entonces han podido ocurrir muchas cosas, pero Alice lo quería. Y aún lo quiere.
Patrik observó a aquel hombre menudo que tenía delante. Pensaba hacer lo que le había dicho, desde luego, pensaba hablar con el personal de la residencia. Pero también sabía que lo que decía el padre de Alice era verdad. Ella no era la mujer que buscaban. De modo que se encontraban otra vez en la casilla número uno.
—Tengo algo importante que comunicaros. —Mellberg interrumpió a Patrik precisamente cuando este iba a dar cuenta de la nueva información—. Voy a pasar a trabajar media jornada durante un tiempo. Me he dado cuenta de que ejerzo mi liderazgo con tal maestría que ya puedo confiaros ciertas tareas. Mis conocimientos y mi experiencia son más necesarios en otros ámbitos.
Todos se quedaron mirándolo atónitos.
—Ha llegado la hora de que apueste por el principal recurso de este pueblo. La próxima generación. Aquellos que nos traerán el futuro —dijo Mellberg metiendo los dedos por los tirantes que sujetaban el pantalón.
—¿Piensa trabajar en un centro juvenil? —le susurró Martin a Gösta, que se encogió de hombros sin más respuesta.
—Además, también es importante dar una oportunidad a las mujeres. Y a la minoría extranjera. —Al decir esto, miró a Paula—. Sí, bueno, tú y Johanna lo habéis tenido bastante difícil para organizaros con la baja maternal. Y el chico necesita un modelo masculino potente desde el principio. Así que trabajaré media jornada, la dirección me ha dado permiso, y le dedicaré al muchacho el resto del tiempo.
Mellberg miró a su alrededor como si esperase una salva de aplausos, pero en torno a la mesa solo reinaban el silencio y la perplejidad. Y la más perpleja de todos era Paula. Para ella sí que era una novedad, pero cuanto más lo pensaba, mejor le parecía. Johanna podría empezar a trabajar otra vez y ella podría combinar el trabajo con la baja maternal. Por otro lado, no podía negar que Mellberg tenía buena mano con Leo. Hasta el momento, se había portado como un excelente canguro, salvo quizá el día que le puso el pañal con cinta adhesiva.
Patrik no pudo por menos de estar de acuerdo, una vez que se hubieron recuperado del asombro. En realidad, aquello significaba que, en lo sucesivo, Mellberg pasaría en la comisaría la mitad del tiempo. Lo que no podía considerarse perjudicial, desde luego.
—Una iniciativa excelente, Mellberg. Sería estupendo que hubiera más personas que pensaran como tú —declaró con vehemencia—. Y, dicho esto, yo pensaba volver a la investigación. Ha habido novedades.
Informó sobre su segundo viaje con Paula a Trollhättan, sobre la conversación con Ragnar Lissander y su visita a Alice.
—¿No existe la menor duda de que es inocente? —preguntó Gösta.
—No. He estado hablando con el personal y tiene la capacidad de raciocinio de un niño.
—Figúrate, vivir toda tu vida sabiendo que le has hecho algo así a tu hermana —dijo Annika.
—Desde luego, y no debía de facilitarle las cosas el hecho de que su hermana sintiera adoración por él —apuntó Paula—. Debió de ser una carga insoportable para él. Si es que llegó a darse cuenta de lo que había hecho.
—Nosotros también tenemos algo que contar. —Gösta carraspeó un poco y miró a Martin de reojo—. Me resultaba familiar el nombre de Lissander, pero no lograba recordar en relación a qué lo había oído. Y tampoco estaba del todo seguro. Ya no puede uno confiar en esta cafetera que tengo por cabeza —dijo señalándose la sien.
—Ya, ¿y? —preguntó Patrik impaciente.
Gösta volvió a mirar a Martin de reojo.
—Pues sí, resulta que cuando volvíamos de ver a Kenneth Bengtsson, que, por cierto, se empeña en afirmar que no sabe nada y que nunca ha oído ese apellido, empecé a preguntarme por qué lo asociaba a Ernst. Así que fuimos a su casa.
—¿Que habéis ido a casa de Ernst? —preguntó Patrik—. Pero ¿por qué?
—Escucha a Gösta y ya verás —dijo Martin. Patrik guardó silencio.
—Pues sí, veréis, le expliqué el problema y Ernst cayó enseguida.
—¿En qué cayó? —preguntó Patrik con sumo interés.
—En dónde había oído yo el apellido Lissander —respondió Gösta—. Resulta que vivieron aquí un tiempo.
—¿Quiénes? —dijo Patrik desconcertado.
—El matrimonio Lissander, Iréne y Ragnar. Con los niños, Christian y Alice.
—Pero… eso es imposible —afirmó Patrik meneando la cabeza—. Entonces ¿cómo es que nadie reconoció a Christian? Eso no puede ser.
—Que sí, que nadie lo reconoció —dijo Martin—. Al parecer, su madre adoptiva había heredado; Christian era muy obeso de pequeño. Quítale sesenta kilos y añade veinte años y unas gafas, seguro que resulta difícil creer que se trate de la misma persona.
—¿De qué conocía Ernst a la familia? ¿Y de qué la conocías tú? —quiso saber Patrik.
—A Ernst le gustaba Iréne. Al parecer, se liaron en una fiesta y, a partir de entonces, aprovechaba cualquier ocasión para pasar por su casa. Así que fuimos allí más de una vez.
—¿Dónde vivían? —preguntó Paula.
—En una de las casas que hay al lado del salvamento marítimo.
—¿En Badholmen? —preguntó Patrik.
—Sí, muy cerca. La casa era de la madre de Iréne. Una verdadera arpía, por lo que he oído decir de ella. Madre e hija pasaron muchos años sin hablarse, pero cuando aquella murió, Iréne heredó la casa y la familia se mudó de Trollhättan.
—¿Y sabe Ernst por qué volvieron a mudarse? —preguntó Paula.
—No, no tenía ni idea. Pero al parecer, fue una decisión repentina.
—Ya, pues en ese caso, Ragnar no nos lo ha contado todo —dijo Patrik. Empezaba a estar harto de tantos secretos, de que todo el mundo se callase lo que sabía. Si todos hubiesen colaborado, ya hacía tiempo que habrían resuelto el caso.
—Buen trabajo —dijo mirando a Gösta y a Martin—. Mantendré otra charla con Ragnar Lissander. Debe de haber otra razón para que no mencionase que habían vivido en Fjällbacka. Debía de saber que era cuestión de tiempo que lo averiguáramos.
—Pero eso no responderá a la pregunta de quién es la mujer a la que buscamos. Me inclino a creer que es alguien de la época que Christian pasó en Gotemburgo, después de que se mudara de casa y hasta que volvió a Fjällbacka con Sanna. —Martin pensaba en voz alta.
—Me pregunto por qué volvió aquí —intervino Annika.
—Tenemos que indagar más a fondo el período que Christian pasó en Gotemburgo —asintió Patrik—. Por ahora, solo conocemos a tres mujeres que hayan tenido relación con él: su madre biológica, Iréne y Alice.
—¿Y no podría ser Iréne? Ella debería tener motivos para vengarse de Christian, teniendo en cuenta lo que le hizo a Alice —intervino Martin.
Patrik guardó silencio un instante, pero luego meneó la cabeza despacio.
—Sí, yo también había pensado en ella y todavía no podemos descartarla, pero no lo creo. Según Ragnar, ella nunca supo lo que había ocurrido. Y aunque lo supiera, ¿qué motivo tendría para atacar también a Magnus y a los demás?
Recordó el encuentro con aquella mujer tan desagradable en la casa de Trollhättan. Y el desprecio que destilaban sus comentarios sobre Christian y su madre. Y, de repente, se le ocurrió una idea. Eso era, sí, eso era lo que había estado rondándole por la cabeza desde la segunda vez que hablaron con Ragnar, eso era lo que no encajaba. Patrik cogió el móvil y se apresuró a marcar el número. Todos lo miraban perplejos, pero él levantó el dedo para indicarles que debían guardar silencio.
—Hola, soy Patrik Hedström, quería hablar con Sanna. De acuerdo, lo comprendo, pero ¿podrías ir a preguntarle una cosa? Es importante. Pregúntale si el vestido azul que encontró en el desván le habría estado bien a ella.
»Sí, ya sé que suena extraño, pero sería de gran ayuda si le preguntaras. Gracias.
Patrik aguardó y, al cabo de unos minutos, la hermana de Sanna volvió al auricular.
—Ajá… Bien, muchas gracias. Y saludos a Sanna. —Patrik colgó pensativo.
»El vestido azul es de la talla de Sanna.
—¿Y qué? —preguntó Martin, expresando lo que pensaban todos.
—Es un tanto extraño, teniendo en cuenta que su madre pesaba ciento cincuenta kilos. Ese vestido debía de pertenecer a otra persona. Christian le mintió a Sanna cuando le dijo que era de su madre.
—¿Podría ser de Alice? —preguntó Paula.
—Sí, podría ser, pero no lo creo. En la vida de Christian ha existido otra mujer.
Erica miraba el reloj. Al parecer, a Patrik se le había presentado un día complicado. No sabía nada de él desde que salió aquella mañana, pero no quería molestarlo llamando por teléfono. La muerte de Christian habría provocado un caos en la comisaría, seguramente. Bueno, ya llegaría.
Esperaba que no siguiera enfadado con ella. Nunca lo había estado de verdad hasta ahora, y lo último que quería era decepcionarlo o entristecerlo.
Erica se pasó la mano por la barriga. Parecía crecer sin control y a veces era tal la angustia que sentía ante todo lo que se le venía encima que se le cortaba la respiración. Al mismo tiempo, se moría de ganas. Eran tantos sentimientos encontrados. Alegría y preocupación, pánico y expectación, un lío fenomenal.
Y lo mismo debía de sentir Anna. Tenía remordimientos por no haber estado pendiente de cómo se encontraba su hermana. Estaba tan ocupada consigo misma… Después de todo lo que había ocurrido con Lucas, el que fue marido de Anna y padre de sus dos hijos, el embarazo de otro hombre debía de removerle un sinfín de sentimientos. Erica se avergonzaba de lo egoísta que había sido hablando solo de sí misma y de sus cosas, de sus miedos. Llamaría a Anna al día siguiente para proponerle que se tomaran un café o que salieran a dar un paseo. Así tendrían tiempo de hablar tranquilamente.
Maja se acercó y se le subió a las piernas. Parecía cansada, a pesar de que no eran más que las seis y hasta las ocho no era hora de acostarse.
—¿Y papá? —preguntó Maja pegando la mejilla a la barriga de Erica.
—Sí, papá no tardará en llegar —dijo Erica—. Pero tú y yo tenemos hambre, así que vamos a prepararnos algo de cenar. ¿O a ti qué te parece, cariño? ¿Vamos a cenar las chicas solas?
Maja asintió.
—¿Salchicha y macarrones? ¿Con montones de kétchup?
Maja asintió de nuevo. Desde luego, mamá sabía preparar una cena solo para chicas.
—¿Cómo debemos proceder? —dijo Patrik acercando su silla a la de Annika.
Fuera la noche estaba como boca de lobo y todos deberían haberse ido a casa hacía mucho, pero nadie hizo amago siquiera de dirigirse a la puerta. Salvo Mellberg, que se había marchado silbando hacía un cuarto de hora.
—Empezaremos por los registros libres. Pero dudo de que encontremos nada. Ya los revisé cuando estuve indagando sobre el pasado de Christian y me extrañaría mucho que se me hubiera pasado nada por alto. —Annika parecía estar disculpándose y Patrik le puso la mano en el hombro.
—Ya sé que eres la minuciosidad en persona, pero a veces se nos pasan las cosas. Si los miramos juntos, puede que veamos algo que nos haya pasado inadvertido antes. Creo que Christian debió de vivir con una mujer mientras estuvo en Gotemburgo o, al menos, tuvo una relación con ella. Y quizá podamos dar con algún dato que nos ponga sobre su pista.
—Sí, claro, la esperanza es lo último que se pierde —dijo Annika girando la pantalla para que Patrik también la viera—. Ningún matrimonio anterior, ¿lo ves?
—¿Hijos?
Annika tecleó rápidamente y señaló la pantalla.
—No, no figura como padre de más niños que Melker y Nils.
—Joder. —Patrik se pasó la mano por el pelo—. Bueno, puede que esto sea un absurdo. No sé por qué creo que se nos ha escapado algo. Pero seguramente las respuestas no están en estos registros.
Se levantó y se dirigió a su despacho, donde se quedó un buen rato absorto mirando la pared. El teléfono vino a sacarlo bruscamente de sus cavilaciones.
—Aquí Patrik Hedström. —Respondió sin entusiasmo alguno, pero cuando el hombre cuya voz resonó en el auricular se presentó y le explicó el motivo de su llamada, se irguió enseguida en la silla. Veinte minutos más tarde salía corriendo hacia la recepción y le gritaba a Annika:
—¡Maria Sjöström!
—¿Maria Sjöström?
—Christian tuvo una pareja en Gotemburgo. Maria Sjöström.
—¿Y cómo sabes…? —preguntó Annika, pero Patrik no le hizo el menor caso.
—Y hay un niño, Emil Sjöström. O lo había, mejor dicho.
—¿Qué quieres decir?
—Están muertos. Tanto Maria como Emil. Y hay una investigación de asesinato que se inició y está estancada.
—Pero ¿qué pasa? —Martin apareció apresuradamente al oír a Patrik, que lo llamó a gritos desde el puesto de Annika. También Gösta apareció a una velocidad nunca vista. Todos se agolparon en la entrada de la recepción.
—Acabo de hablar con un hombre llamado Sture Bogh. Es comisario jubilado de Gotemburgo. —Patrik hizo una pausa artística antes de proseguir—. Había leído las noticias sobre Christian y las amenazas y reconoció el nombre de uno de los casos que él llevaba. Y cree que posee información que podría sernos de utilidad.
Patrik dio cuenta de la conversación con el viejo comisario. Habían transcurrido muchos años, pero Sture Bogh no había podido olvidar la tragedia y puso a su disposición todos los datos relevantes de la investigación.
Aquello causó impacto. Todos estaban boquiabiertos.
—¿Pueden enviarnos el material? —preguntó Martin ansioso.
—Bueno, ha pasado mucho tiempo. Yo creo que no será fácil —respondió Patrik.
—No perdemos nada por intentarlo —dijo Annika—. Aquí tengo el número de Gotemburgo.
Patrik lanzó un suspiro.
—Mi mujer se va a pensar que me he largado a Río de Janeiro con una rubia exuberante si no vuelvo pronto…
—Pues llama primero a Erica y luego intentamos localizar a alguien en la comisaría de Gotemburgo.
Patrik se rindió. Nadie parecía dispuesto a irse a casa y él tampoco quería dar el día por terminado hasta haber hecho todo lo posible.
—De acuerdo, pero ya podéis buscaros algo que hacer mientras llamo, no quiero tanto público.
Cogió el teléfono, entró en su despacho y cerró la puerta. Erica fue comprensiva. Maja y ella habían cenado solas y él casi se echa a llorar por lo mucho que las añoraba. No recordaba haber estado nunca tan cansado como ahora. Respiró hondo y marcó el número de Gotemburgo que le había dado Annika.
No se dio cuenta de que alguien le hablaba al otro lado del hilo telefónico. «¿Hola?», sonaba la voz, y Patrik se sobresaltó y comprendió que debía decir algo. Se presentó y explicó el motivo de la llamada y, ante su sorpresa, no lo despacharon de inmediato. El colega de Gotemburgo fue amable y solícito y se ofreció enseguida a buscar el material.
Concluyeron la conversación y Patrik cruzó los dedos. Al cabo de poco más de quince minutos, sonó el teléfono.
—¿En serio? —Patrik no podía creer que el colega hubiese encontrado el archivador con el material de la investigación. Le dio las gracias mil veces y le pidió que lo guardara. Intentaría que le hiciesen llegar parte de ese material a lo largo del día siguiente. En el peor de los casos, tendría que ir personalmente a Gotemburgo a recogerlo, o cargar al presupuesto de la comisaría el gasto de un mensajero.
Se quedó en la silla después de colgar. Sabía que los demás, cada uno en su despacho, esperaban a que él les dijese si era posible acceder al material de aquella antigua investigación. Pero él necesitaba ordenar sus pensamientos. No hacía más que dar vueltas y más vueltas a todos los detalles, a todas las piezas del rompecabezas. Sabía que todas estaban relacionadas, la cuestión era cómo.
Le resultaba extrañamente triste despedirse. Claro que era difícil decirles adiós a las niñas, darles un abrazo y fingir que volvería al cabo de unos días. Pero le sorprendió comprobar que también le costaba despedirse de la casa y de Louise, que estaba en el recibidor, observándolo con mirada insondable.
En un primer momento había pensado largarse dejando una nota. Pero luego sintió la necesidad de despedirse como es debido. Por si acaso, había metido ya la maleta grande en el coche, de modo que para Louise aquel no era sino otro más de los muchos viajes breves de negocios.
A pesar de aquella dificultad inesperada para despedirse, sabía que pronto se encontraría de perlas en su nueva existencia. No había más que mirar a Posener, que llevaba ya muchos años desaparecido sin que pudiera decirse que estuviera sufriendo demasiado tras abandonar a su hijo. Además, las niñas se estaban haciendo mayores y ya no lo necesitaban.
—¿Y cuál es el motivo del viaje? —preguntó Louise.
Algo en el tono de voz de su mujer lo puso en guardia. ¿Se habría enterado? Erik desechó la idea. Aunque sospechara, no tenía posibilidad de hacer nada.
—Una reunión con un nuevo proveedor —dijo tanteando las llaves del coche que llevaba en el bolsillo. La verdad, se había portado bien, porque se llevaba el coche pequeño y dejarle a ella el Mercedes… Y con el dinero que había en la cuenta, tendrían suficiente para vivir un año entero ella y las niñas, gastos de la casa incluidos. Así, Louise tendría tiempo de sobra para solucionar su situación.
Erik se irguió. Verdaderamente, no tenía ningún motivo para sentirse como un cerdo. Si alguien salía perjudicado con su escapada, no era su problema. Era su vida la que estaba en peligro y no podía quedarse allí a esperar que lo ocurrido antaño le pasara factura.
—Estaré de vuelta mañana —dijo brevemente con un gesto de asentimiento. Hacía mucho que no le daba un abrazo o un beso de despedida.
—Vuelve cuando quieras —contestó encogiéndose de hombros.
Una vez más, pensó que a su mujer le pasaba algo extraño, pero seguramente, se dijo, serían figuraciones suyas. Y pasado mañana, cuando ella esperase su regreso, él ya estaría a salvo.
—Adiós —se despidió dándole la espalda.
—Adiós —respondió Louise.
Cuando se metió en el coche y se alejó de allí, echó una última ojeada por el retrovisor. Luego puso la radio y empezó a tararear. Estaba en camino.
Erica miró horrorizada a Patrik cuando lo vio entrar por la puerta. Maja dormía desde hacía un rato y ella estaba tomándose un té en el sofá.
—Un día duro, ¿eh? —dijo discretamente antes de abrazarlo.
Patrik enterró la cara en el cuello de su mujer y se quedó inmóvil un momento.
—Necesito una copa de vino.
Se alejó y Erica volvió al sofá. Oyó el tintineo de una copa y el ruido al descorchar la botella. Pensó en lo mucho que le apetecía una copa de vino, pero tuvo que conformarse con el té. Era uno de los grandes inconvenientes de estar embarazada y, después, de dar el pecho, no poder tomarse un buen tinto de vez en cuando. Pero a veces tomaba un traguito de la copa de Patrik, y con eso se contentaba.
—Qué maravilla estar en casa —afirmó Patrik sentándose a su lado con un suspiro. Le rodeó los hombros con el brazo y puso los pies en la mesa.
—Es una maravilla que estés en casa —observó Erica acurrucándose más pegada a él. Guardaron silencio unos minutos. Patrik tomó un poco de vino.
—Christian tiene una hermana.
Erica dio un respingo.
—¿Una hermana? Jamás mencionó una palabra. Siempre decía que no tenía familia.
—Pues no era del todo cierto. Seguramente me arrepentiré de habértelo contado, pero es tal el cansancio que tengo… Todo lo que he oído y averiguado hoy me da vueltas en la cabeza y tengo que hablar con alguien. Pero debe quedar entre nosotros, ¿de acuerdo? —La miró con expresión severa.
—Te lo prometo. Venga, cuéntame.
Y Patrik le refirió todo lo que habían descubierto. Estaban en la penumbra de la sala de estar, a la sola luz del resplandor de la tele. Erica callaba y escuchaba y se quedó de piedra cuando Patrik le contó cómo sufrió Alice la lesión cerebral y cómo Christian había vivido con aquel secreto todos aquellos años, bajo la protección de Ragnar, pero también bajo su vigilancia. Cuando hubo terminado de hablar de Alice, de la frialdad con la que se crio Christian y de cómo abandonó a la familia Lissander, Erica meneó la cabeza asombrada.
—Pobre Christian.
—Pues no acaba ahí la cosa.
—¿A qué te refieres? —preguntó Erica antes de soltar un chillido al notar una patada fenomenal en los pulmones. Los gemelos estaban muy animados aquella noche.
—Christian se veía con una mujer mientras estuvo estudiando en Gotemburgo. Se llamaba Maria. Tenía un hijo, que era casi recién nacido cuando se conocieron. Ella no tenía ningún contacto con el padre. Christian y ella se fueron a vivir juntos muy pronto, a un apartamento de Partille. El niño, Emil, era como un hijo para Christian. Parece que fue una muy buena época en su vida.
—¿Y qué pasó? —En realidad, Erica no estaba segura de querer oírlo. Quizá fuera más fácil taparse los oídos y preservarse de aquello que sabía que solo podía ser trágico y penoso de oír. Pero preguntó de todos modos.
—Un miércoles del mes de abril, Christian llegó a casa de la facultad. —La voz de Patrik sonaba hueca y Erica le cogió la mano—. La puerta no estaba cerrada con llave y se inquietó al notarlo. Llamó a Maria y a Emil, pero no respondían. Los buscó por el apartamento. Todo estaba como siempre, y vio los abrigos colgados en la entrada, así que no parecía que hubieran salido. El carrito de Emil estaba en el rellano de la escalera.
—No sé si quiero seguir oyendo —le susurró Erica, pero Patrik se quedó absorto mirando al frente, sin darse cuenta.
—Al final los encontró. En el cuarto de baño. Se habían ahogado los dos.
—¡Por Dios santo! —Erica se tapó la boca con la mano.
—El niño estaba boca arriba en la bañera, y la madre tenía la cabeza dentro y el resto del cuerpo fuera. Según el informe de la autopsia, presentaba cardenales y marcas de dedos en el cuello. Alguien le sujetó la cabeza bajo el agua.
—¿Quién…?
—No lo sé. La Policía no logró dar con el asesino. Curiosamente, nunca sospecharon de Christian, pese a que era el familiar más próximo. Por eso no apareció su nombre cuando buscamos en el registro.
—¿Y cómo es posible?
—Pues tampoco lo sé. Todas las personas de su entorno aseguraron que era una pareja extraordinariamente feliz. La madre de Maria apoyó a Christian y, además, un vecino dijo haber visto a una mujer salir del apartamento aproximadamente a la hora en que el forense fijó la hora de la muerte.
—¿Una mujer? —preguntó Erica—. ¿La misma que…?
—Ya no sé qué creer, la verdad. Este caso me está volviendo loco. Todo lo que le ocurrió a Christian está relacionado con la investigación, sé que lo está de alguna manera. Alguien lo odiaba tanto que no lo olvidó con los años.
—¿Y no tenéis ni idea de quién puede ser? —En la mente de Erica surgió una idea, pero no lograba darle forma. Era una imagen borrosa. En cualquier caso, estaba segura de que Patrik tenía razón, todo guardaba relación.
—¿Te importa que me vaya a la cama? —preguntó Patrik poniéndole la mano en la rodilla.
—No, cariño, vete a dormir —dijo ausente—. Yo me quedaré aquí un rato más, pero voy enseguida.
—Vale. —Le dio un beso y Erica oyó el resonar de los pasos subiendo la escalera, hacia el dormitorio.
Y se quedó allí, en la semipenumbra. En la tele estaban dando las noticias, pero quitó el sonido para poder oír sus propios pensamientos. Alice. Maria y Emil. Había algo que debía ver, algo que debía comprender. Dirigió la mirada al libro que estaba en la mesa. Lo cogió despacio y miró la cubierta y el título. La sombra de la sirena. Pensó en el pesimismo y en la culpa, en lo que Christian había querido transmitir. Supo que la respuesta se encontraba allí, en las palabras y las frases que había dejado tras de sí. Y ella averiguaría cuál era.