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Al cabo de una semana se terminó la comida. Dos días antes se había acabado el pan y luego tuvo que comer cereales del paquete grande. Sin leche. Tanto la leche como el zumo se habían terminado, pero había agua en el grifo y, si ponía una silla delante del fregadero, podía beber directamente.

Sin embargo, ya no quedaba nada que comer. No es que hubiera mucho en el frigorífico, y en la despensa solo había unas latas que no podía abrir. Incluso había pensado salir a comprar comida él solo. Sabía dónde guardaba su madre el dinero, en el bolso que siempre tenía en la entrada. Pero no conseguía abrir la puerta. Imposible hacer girar la llave, por más que lo intentaba. De haberlo conseguido, su madre se habría sentido más orgullosa aún de él: no solo era capaz de hacerse los bocadillos, sino que además sabía ir a comprar solo mientras ella dormía.

Los últimos días, había empezado a pensar si no estaría enferma. Pero cuando uno estaba enfermo, le daba fiebre y se ponía muy caliente. Su madre, en cambio, estaba totalmente fría. Y olía raro. Él tenía que taparse la nariz por las noches cuando se acostaba a su lado. Además, tenía algo pringoso. No sabía qué era, pero si se había manchado, sería porque se había levantado mientras él dormía. Quizá se despertase otra vez.

Él se pasaba los días enteros jugando. Sentado en su habitación, con el suelo lleno de juguetes. Además, sabía cómo se ponía la tele. Había que pulsar el botón grande. A veces daban dibujos. Le gustaba verlos, después de haber pasado todo el día solo.

Pero su madre se enfadaría cuando viera lo desordenado que estaba todo. Tenía que arreglar aquello, pero tenía tanta hambre, tantísima hambre.

Había mirado de reojo el teléfono en varias ocasiones. E incluso había cogido el auricular y había oído el pi-pi-pi. Pero ¿a quién iba a llamar? No sabía el número de nadie. Y allí nadie llamaba nunca.

Además, mamá no tardaría en despertarse. Se levantaría y se bañaría y eliminaría aquel hedor extraño que lo mareaba. Y volvería a oler a mamá.

Con el estómago dando alaridos de hambre, subió a la cama y se acurrucó a su lado. El olor le picaba en la nariz, pero él siempre dormía al lado de su madre porque, si no, no conseguía conciliar el sueño.

Se tapó y tapó también a su madre con la manta. Al otro lado de la ventana caía la noche.