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—¿Mamá? —Trató de despabilarla otra vez, pero ella seguía allí tumbada, inmóvil. No sabía cuánto tiempo llevaba así. Solo tenía tres años y aún no sabía la hora. Pero había anochecido dos veces. A él no le gustaba la oscuridad y a mamá tampoco. Tenían la luz encendida por las noches, él mismo la encendió cuando ya no se veía en el apartamento. Luego se acurrucó a su lado. Así solían dormir, juntos, muy juntos. Apretaba la cara contra el cuerpo blando de su madre. No tenía aristas, nada duro o que pinchara. Solo dulzura, calidez y seguridad.

Pero aquella noche ya no estaba caliente. Él la había llamado y se había apretado contra ella más aún, pero su madre no reaccionaba. Entonces fue a buscar la manta que guardaban en el armario, aunque tenía miedo de sacar los pies de la cama cuando estaba oscuro, tenía miedo de los monstruos que había debajo. Pero no quería ni pasar frío ni que lo pasara su madre. La tapó cuidadosamente con aquella manta de rayas de olor tan raro. Aun así, ella no entró en calor, y él tampoco. Se quedó toda la noche, tiritando, con la esperanza de despertarse, de que aquel sueño tan extraño se acabara de una vez.

Cuando empezó a clarear el día, se levantó. La tapó bien con la manta, que se había movido durante la noche. ¿Cómo dormía tanto? Su madre nunca dormía hasta tan tarde. A veces se pasaba un día entero en la cama, pero se despertaba de vez en cuando. Hablaba con él y le pedía agua o alguna otra cosa. Los días que se quedaba en la cama decía cosas raras a veces. Cosas que a él lo asustaban. Incluso era capaz de gritarle, pero él prefería aquello a verla así, tan quieta y tan fría.

Le rugía el estómago de hambre. Quizá mamá pensara que era un niño muy listo si al despertar veía que había preparado el desayuno. La idea lo animó un poco y se dirigió a la cocina. A medio camino tuvo una idea y dio media vuelta. Lo acompañaría el osito de peluche, no quería estar solo. Arrastrando el osito por el suelo, se encaminó a la cocina de nuevo. Un bocadillo. Era lo que mamá solía hacerle. Bocadillos de mermelada.

Abrió el frigorífico. Allí estaba el tarro de la mermelada, con la tapa roja y fresas en la etiqueta. Y allí estaba la mantequilla. Las sacó despacio del frigorífico y las colocó en la encimera. Aquello empezaba a parecerse a una aventura. Alargó la mano hacia la panera y sacó dos rebanadas de pan. Abrió el primer cajón del mueble de la cocina y encontró un cuchillo de madera para untar mantequilla. Su madre no lo dejaba usar cuchillos de verdad. Untó minuciosamente de mantequilla una rebanada y de mermelada la otra, las juntó y ya estaba listo el bocadillo.

Abrió de nuevo el frigorífico y encontró un cartón de zumo en uno de los apartados de la puerta. Lo sacó con esfuerzo y lo colocó en la mesa. Sabía dónde estaban los vasos, en el armario que había encima de la panera. De nuevo se subió a la silla, abrió el armario despacio y cogió un vaso. Debía tener cuidado de que no se le cayera al suelo. Su madre se enfadaría si rompía un vaso.

Lo dejó en la mesa, puso el bocadillo al lado y arrastró la silla a su lugar. Se subió encima y se puso de rodillas para poder servir el zumo. El cartón pesaba bastante y él se esforzaba por mantenerlo encima del vaso, pero cayó tanto dentro como fuera, así que pegó la boca al hule y sorbió lo que se había derramado.

El bocadillo estaba riquísimo. Era el primero que hacía solo y lo devoró con ansia de varios bocados. Entonces se dio cuenta de que había sitio para otro, y ahora ya sabía cómo se preparaban. Lo orgullosa que estaría su madre cuando, al despertar, descubriera que él podía prepararse solo los bocadillos.