38

Cuando ella se despertó, Patrik dormía profundamente. Eran las siete y media y también Maja estaba dormida, aunque solía despertarse antes de las siete. Erica sentía una terrible desazón. Se había despertado varias veces durante la noche, pensando en lo que había oído en la cinta y le costó esperar a que llegase el día para ponerse con ello.

Se levantó de la cama con cuidado, se vistió, bajó a la cocina y puso el café. Tras el necesario chute de cafeína, miró el reloj con impaciencia. No era imposible que estuviesen levantados. Y habida cuenta de que tenían niños pequeños, era lo más probable.

Le dejó a Patrik una nota en la que, de un modo un tanto difuso, le explicaba que había ido a hacer un recado. Ya podía pasar un rato intrigado. De todos modos, se lo contaría detalladamente cuando volviera.

Diez minutos después aparcaba en Hamburgsund. Había llamado al servicio de información telefónica para averiguar dónde vivía la hermana de Sanna y encontró la casa enseguida. Era una casa grande de ladrillo de silicato de calcio y Erica contuvo la respiración mientras pasaba con el coche entre dos obeliscos de piedra que habían plantado demasiado juntos. Salir de allí marcha atrás resultaría una empresa de alto riesgo, pero a eso ya se enfrentaría a la hora de irse.

Se advertía movimiento en la casa y Erica constató aliviada que había acertado en sus suposiciones. Estaban despiertos. Llamó al timbre y pronto se oyeron pasos que bajaban por la escalera y una mujer que debía de ser la hermana de Sanna abrió la puerta.

—Hola —saludó Erica antes de presentarse—. Quisiera saber si Sanna está despierta… me gustaría hablar con ella.

La hermana de Sanna la miró con curiosidad, pero no le hizo ninguna pregunta.

—Claro, Sanna y los pequeños monstruos están despiertos, adelante.

Erica entró en el vestíbulo y se quitó el abrigo antes de seguir a la hermana de Sanna por una empinada escalera que las condujo a otro vestíbulo, donde giraron a la izquierda hasta llegar a una gran habitación diáfana que era cocina, comedor y sala de estar a un tiempo.

Sanna y los niños estaban desayunando con otros pequeños que debían de ser los primos: un niño y una niña que parecían algo mayores que los hijos de Sanna.

—Perdona que te moleste en medio del desayuno —se disculpó Erica mirando a Sanna—, pero me gustaría hablar contigo un momento.

Sanna no hizo amago alguno de levantarse. Se quedó sentada con la cuchara camino de la boca y como absorta en sus pensamientos. Pero luego dejó la cuchara y se levantó.

—Sentaos abajo, en la terraza, ahí estaréis tranquilas —dijo la hermana. Sanna asintió.

Erica la siguió escaleras abajo, atravesaron varias habitaciones más de la planta baja y llegaron a una terraza acristalada que daba a la parcela cubierta de césped y al pequeño centro comercial de Hamburgsund.

—¿Cómo estáis? —preguntó Erica cuando se hubieron sentado.

—Bien, creo. —Sanna estaba pálida y agotada, como si no hubiera dormido más que unos minutos—. Los niños preguntan por su padre a todas horas y yo no sé qué decirles. Tampoco sé si debo hacerles hablar de lo ocurrido. Estaba pensando llamar hoy a la sección de psiquiatría infantil y juvenil para que me aconsejaran.

—Me parece buena idea —dijo Erica—. Pero los niños son fuertes. Aguantan más de lo que uno cree.

—Sí, claro, supongo que sí. —Sanna tenía la mirada perdida. Luego se volvió hacia Erica—: ¿Qué querías preguntarme?

Como tantas otras veces, Erica no sabía cómo empezar. No tenía ninguna misión, nada que le diese derecho a hacer preguntas. La única explicación que podía ofrecer era la curiosidad. Y la consideración hacia las personas. Reflexionó un instante. Luego, se inclinó y sacó del bolso los dibujos.

Se levantó con el gallo. Era algo de lo que se sentía muy orgulloso y de lo que alardeaba en diversos contextos. «No puede uno dedicarse a entrenar para la actividad de la residencia de ancianos», solía decir satisfecho antes de explicar que se levantaba a las seis, como muy tarde. Su nuera le chinchaba a veces porque solía acostarse a las nueve de la noche.

—¿Y eso no es entrenamiento para la residencia de ancianos? —le decía con una sonrisa. Pero él se dedicaba a fingir muy dignamente que no oía tales comentarios. Él era una persona que aprovechaba todo el día.

Tras un buen desayuno con gachas, se sentaba a leer el periódico a conciencia mientras fuera iba amaneciendo. Para cuando terminaba, ya había clareado bastante y podía proceder a su habitual inspección matutina. Con los años, se había convertido en un hábito.

Se levantó y fue a buscar los prismáticos, que tenía colgados de un clavo, y se acomodó ante la ventana. La casa estaba en la pendiente, por encima de las cabañas, con la iglesia a la espalda, y desde allí la vista de la bocana del puerto era perfecta. Se llevó los prismáticos a los ojos y empezó el reconocimiento de izquierda a derecha. Primero, al vecino. Pues sí, ellos también estaban ya despiertos. No eran muchos los que ahora vivían allí durante el invierno, pero él tenía la suerte de ser vecino de uno de los pocos habitantes permanentes de la zona. De propina, la mujer de la casa tenía por costumbre pasearse por las mañanas en ropa interior. Rondaba los cincuenta, pero la muy granuja tenía un tipo estupendo, se dijo deslizando los prismáticos hacia el resto del paisaje.

Casas vacías, solo casas vacías. Algunas, totalmente a oscuras; otras, en cambio, tenían instalado un sistema de iluminación automática, así que se veía alguna que otra lámpara aquí y allá. Suspiró, como solía. Las cosas habían cambiado y todo era un desastre. Aún recordaba la época en que todas las casas estaban habitadas y siempre había en ellas movimiento. Ahora, en cambio, los veraneantes habían comprado casi todo y solo se les ocurría ir allí los tres meses de verano. Luego regresaban a las ciudades con un bronceado de lo más elegante del que hablar en sus fiestas hasta bien entrado el otoño: «Pues sí, nosotros hemos pasado todo el verano en nuestra casa de Fjällbacka. Quién pudiera vivir allí todo el año, qué paz, qué tranquilidad. Es ideal para relajarse». Naturalmente, no hablaban en serio. No sobrevivirían allí un solo día de invierno, cuando todo estaba cerrado y en calma y era imposible tumbarse en las rocas a tostarse.

Los prismáticos recorrieron la plaza de Ingrid Bergman. Estaba desierta. Había oído que los que se encargaban de la página web de Fjällbacka habían instalado una cámara para que la gente pudiera ver por el ordenador lo que ocurría en el pueblo en cualquier momento. Pues quien se entretuviera con eso debía de estar bien ocioso. No había mucho que ver, desde luego.

Giró los prismáticos y los orientó hacia la calle Södra Hamngatan, por delante de la ferretería Järnboden y en dirección al Brandparken. Se detuvo un instante en el bote de salvamento marítimo y se quedó admirándolo, como de costumbre. Qué maravilla. Siempre había tenido pasión por los barcos y MinLouis brillaba siempre resplandeciente en el muelle. Siguió el recorrido hacia Badholmen. Los recuerdos de juventud lo asaltaron como siempre que veía las cabañas y la valla de madera, tras la cual se cambiaba la gente. Los caballeros por un lado y las damas por otro. Aunque casi nunca era así.

Ya veía las rocas y el tobogán, que los niños solían usar a todas horas en verano. Y el trampolín, un tanto desmejorado, la verdad. Esperaba que lo reparasen y que no se les ocurriese derribarlo. De alguna manera, era inseparable de la imagen de Fjällbacka.

Dejó atrás el trampolín y contempló el agua, enfocando la isla de Valön. Entonces dio un respingo y volvió atrás con los prismáticos. Pero ¿qué demonios era aquello? Giró un poco la ruedecilla para obtener una visión más nítida. O mucho se engañaba o había algo colgado en el trampolín. Un bulto oscuro que se mecía levemente al viento. Apuntó de nuevo hacia el lugar. ¿Habrían estado los jóvenes haciendo de las suyas y habrían colgado allí una muñeca o algo parecido? Era imposible ver de qué se trataba.

Le pudo la curiosidad. Se puso el abrigo, se calzó unos zapatos a los que había fijado unas cintas con tacos y salió a la calle. Había olvidado cubrir de arena la escalinata, de modo que fue sujetándose a la barandilla para no resbalarse y caer. En la calzada era más fácil caminar y se apresuró cuanto pudo para alcanzar Badholmen.

Todo estaba en silencio absoluto cuando cruzó la plaza Ingrid Bergman. Pensó si no debería parar a alguien, si es que pasaba algún coche, pero decidió que no. No era necesario armar un escándalo si luego resultaba que no era nada.

Fue apretando el paso a medida que se acercaba. Solía dar un largo paseo dos o tres veces por semana, como mínimo, de modo que aún estaba en buena forma. Aun así, cuando llegó a los edificios de Badholmen, iba sin resuello.

Se detuvo un instante a tomar aliento. Al menos, quiso engañarse a sí mismo con ese pretexto. Lo cierto era que, en cuanto vio la oscura silueta con los prismáticos, experimentó una sensación de lo más desagradable. Se lo pensó un instante, pero al final respiró hondo y cruzó la entrada de la zona de baño. Aún no era capaz de mirar el trampolín, sino que iba con la vista clavada en los zapatos, mientras caminaba poniendo el mayor cuidado en no caerse y quedarse allí inmovilizado. Pero cuando estaba a pocos metros del trampolín, levantó la vista despacio hacia la plataforma.

Patrik se incorporó aún medio dormido. Algo zumbaba. Miró a su alrededor, incapaz de orientarse ni de identificar qué era lo que sonaba, hasta que se despabiló lo suficiente como para alargar el brazo en busca del móvil. Le había quitado el sonido, lo había dejado en vibración y el aparato saltaba nerviosamente sobre la mesita de noche. La pantalla brillaba en la penumbra.

—¿Sí?

Enseguida se despertó del todo y empezó a vestirse mientras escuchaba y formulaba alguna que otra pregunta. Minutos después estaba vestido y camino de la calle, cuando vio la nota de Erica y cayó en la cuenta de que, en efecto, no estaba con él en la cama. Soltó un taco y subió a toda prisa. Maja se había levantado y jugaba plácidamente en el suelo de su habitación. ¿Qué diablos se suponía que debía hacer? No podía dejarla sola en casa, desde luego. Llamó irritado al móvil de Erica, pero el tono de llamada sonaba sin cesar hasta que saltaba el contestador. ¿Dónde se habría metido a aquella hora tan temprana?

Colgó y marcó el número de Anna y Dan. Respiró aliviado al oír la voz de Anna y le explicó brevemente el motivo de la llamada. Dando zapatazos de impaciencia, aguardó en el vestíbulo los diez minutos que su cuñada tardó en meterse en el coche y llegar a su casa.

—Pues sí que andáis vosotros liados con tanta salida de urgencia. Ayer, Erica y su escapada a Gotemburgo, y hoy tú, que se diría que vas a apagar un incendio. —Anna se echó a reír y pasó delante de Patrik hacia el interior de la casa.

Él le dio las gracias rápidamente y echó a correr hacia el coche. Y hasta que no estuvo sentado al volante, no tomó conciencia del comentario de Anna. ¿Una escapada a Gotemburgo? No entendía nada. Pero eso tendría que esperar. Ahora tenía otras cosas en las que pensar.

En Badholmen estaban todos movilizados. Aparcó el coche delante del barco de salvamento marítimo y se dirigió medio corriendo a la isla. Torbjörn Ruud y sus técnicos ya estaban a lo suyo.

—¿Cuándo recibisteis la llamada? —preguntó Patrik a Gösta, que se le había acercado al verlo. Torbjörn y su equipo habían venido desde Uddevalla y, por lógica, no deberían haber llegado antes que él. Ni tampoco Gösta y Martin, que habrían salido de Tanumshede—. ¿Por qué no lo habían llamado antes?

—Annika lo ha intentado varias veces. Y, al parecer, también ayer noche. Pero no respondías.

Patrik sacó el móvil del bolsillo, dispuesto a demostrar que no era así. Pero cuando miró la pantalla, vio que tenía cinco llamadas perdidas. Tres de la noche anterior, dos de aquella mañana.

—¿Sabes por qué me llamó ayer? —preguntó Patrik maldiciendo la decisión de quitarle el sonido al móvil para poder relajarse aquella noche. Como cabía esperar, la primera vez en años que se permitía no pensar en el trabajo, ocurría algo.

—No tengo ni idea. Pero esta mañana te ha llamado por esto. —Señaló con la mano la plataforma del trampolín y Patrik se llevó un sobresalto. Había algo tan dramático y ancestral en la visión de aquel hombre meciéndose al viento con la cuerda al cuello.

—Joder —se lamentó. Pensó en Sanna y en los niños, en Erica—. ¿Quién lo ha encontrado? —Patrik intentaba adoptar su lado profesional, esconderse detrás del trabajo que debía realizar y relegar a un segundo plano las consecuencias de aquello. En aquellos momentos, Christian no podía ser un hombre con mujer e hijos, amigos y vida privada. En aquellos momentos tenía que ser una víctima, un misterio que resolver. Lo único que podía permitirse era constatar que había sucedido algo y que era su deber averiguar qué.

—Ese tipo de ahí. Sven-Olov Rönn. Vive en aquella casa blanca. —Gösta señaló una de las casas que había en la loma, por encima de la hilera de cabañas—. Al parecer, tiene por costumbre contemplar el paisaje con los prismáticos todas las mañanas. Y detectó algo en el trampolín. En un principio creyó que sería una broma, ocurrencia de alguna pandilla de chicos, pero cuando se acercó al sitio comprobó que era algo más serio.

—¿Se encuentra bien?

—Un poco conmocionado, claro, pero parece un tipo duro.

—No lo dejéis ir hasta que haya hablado con él —dijo Patrik antes de encaminarse adonde se encontraba Torbjörn, que estaba acordonando la zona alrededor del trampolín.

—Sí que nos tenéis ocupados —dijo Torbjörn.

—Créeme, preferiríamos que todo estuviera más tranquilo. —Patrik se armó de valor para mirar otra vez a Christian. Tenía los ojos abiertos y la cabeza le colgaba un poco ladeada tras haberse roto el cuello. Parecía que tuviera la vista clavada en el agua.

Patrik se estremeció.

—¿Cuánto tiempo tendrá que seguir ahí colgado?

—No mucho más. Ya solo tenemos que hacer unas fotos antes de bajarlo.

—¿Y el transporte?

—Está en camino —respondió Torbjörn en tono seco, como si quisiera continuar con el trabajo.

—Sigue con lo tuyo —le dijo Patrik antes de dejar a Torbjörn, que no tardó en ponerse a dar instrucciones a su equipo.

Patrik se acercó a Gösta y al vecino, que parecía muerto de frío.

—Hola, Patrik Hedström, policía de Tanum —dijo estrechándole la mano.

—Sven-Olov Rönn —respondió el hombre poniéndose firme.

—¿Cómo se encuentra? —preguntó Patrik examinando la expresión del hombre en busca de signos de conmoción. Sven-Olov Rönn estaba un poco pálido pero, por lo demás, parecía bastante sereno.

—Pues sí, me he llevado un buen susto —afirmó despacio—, pero en cuanto llegue a casa y me tome un trago, me repondré enseguida.

—¿No quiere hablar con un médico? —preguntó Patrik. El hombre lo miró espantado. Al parecer, pertenecía a esa clase de personas mayores que preferirían amputarse un brazo antes que ir al médico.

—No, no —dijo—, no hace ninguna falta.

—Muy bien —respondió Patrik—. Sé que ya ha estado hablando con mi colega —dijo señalando a Gösta—, pero ¿podría contarme a mí también cómo encontró… al hombre del trampolín?

—Pues sí, verá, yo siempre me levanto con el gallo —comenzó Sven-Olov Rönn, antes de referirle la misma historia que Gösta le había resumido minutos antes, aunque con más detalle. Tras hacerle unas preguntas, Patrik decidió dejar que el hombre se fuese a casa a entrar en calor.

—Por cierto, Gösta. ¿Qué significa esto? —preguntó pensativo.

—Lo primero que tenemos que averiguar es si lo hizo él solo. O si es la misma persona… —No concluyó la frase, pero Patrik sabía lo que estaba pensando.

—¿Algún indicio de lucha, resistencia o algo así? —preguntó Patrik a Torbjörn, que se detuvo en medio de la escalera de subida al trampolín.

—Nada, por ahora. Pero no hemos tenido tiempo de examinarlo bien —respondió—. Vamos a empezar con la sesión de fotografías —dijo blandiendo la gran cámara que llevaba en la mano—, ya veremos lo que encontramos después. De todos modos, lo sabrás inmediatamente.

—Bien. Gracias —dijo Patrik. Comprendía que, en aquellos momentos, no podía hacer mucho más. Y tenía otra misión que llevar a cabo.

Martin Molin se les unió, tan pálido como siempre que andaba cerca de un cadáver.

—Mellberg y Paula están en camino.

—Qué bien —dijo Patrik sin el menor entusiasmo, y tanto Gösta como Martin sabían que no era Paula quien inspiraba aquel tono de resignación.

—¿Qué quieres que hagamos? —preguntó Martin.

Patrik respiró hondo y trató de estructurar mentalmente un plan de acción. Tentado estaba de delegar en algún colega aquella tarea que tanto horror le inspiraba, pero su yo responsable tomó el mando y, después de otro suspiro, respondió:

—Martin, espera a Mellberg y a Paula. Con Mellberg no vamos a contar, se dedicará exclusivamente a ir de aquí para allá y estorbar a los técnicos. Pero llévate a Paula e id preguntando en todas las casas próximas a la entrada a Badholmen. La mayoría están ahora deshabitadas, así que no será muy ardua la tarea. Gösta, ¿me acompañas a hablar con Sanna?

A Gösta se le ensombreció la mirada.

—Claro, ¿cuándo nos vamos?

—Ahora mismo —dijo Patrik. Solo le interesaba acabar con aquello cuanto antes. Por un instante, pensó en llamar a Annika y preguntarle para qué lo había llamado el día anterior, pero ya la llamaría más tarde, en aquellos momentos, no tenía tiempo que perder.

Mientras se alejaban de Badholmen se esforzaron por no volver la vista hacia aquella figura, que aún se mecía al viento.

Pues no lo entiendo. ¿Quién le habrá enviado esto a Christian? —Sanna miraba desconcertada los dibujos que había sobre la mesa. Alargó el brazo y cogió uno de ellos y Erica se felicitó por haber pensado en protegerlos metiéndolos en fundas de plástico, de modo que pudiesen mirarlos sin destruir posibles pruebas.

—No lo sé. Esperaba que tú tuvieras alguna pista al respecto.

Sanna meneó la cabeza.

—Ni idea. ¿Dónde los has encontrado?

Erica le refirió su visita a la antigua dirección de Christian en Gotemburgo, y le habló de Janos Kovács y de cómo este había guardado durante todos aquellos años las cartas que contenían los dibujos.

—¿Por qué te interesa tanto la vida de Christian? —preguntó Sanna llena de extrañeza.

Erica reflexionó un instante sobre cómo debía explicarle su modo de actuar. Ni ella misma lo sabía.

—Desde que supe lo de las amenazas empecé a preocuparme por él. Y, dada mi forma de ser, no puedo olvidar el asunto. Christian nunca cuenta nada, de modo que me puse a indagar por mi cuenta.

—¿Se los has mostrado a Christian? —preguntó Sanna cogiendo otro de los dibujos para examinarlo detenidamente.

—No, primero quería hablar contigo. —Guardó silencio unos segundos—. ¿Qué sabes del pasado de Christian? De su familia, de su juventud…

Sanna esbozó una sonrisa tristona.

—Prácticamente nada. No te puedes imaginar… nunca he conocido a nadie que hable tan poco de sí mismo. Todo aquello que siempre he querido saber de sus padres, dónde vivían, lo que hacía de niño, quiénes eran sus amigos… en fin, todo eso que uno pregunta cuando acaba de conocer a alguien, ya sabes… Christian siempre se mostró muy reservado al respecto. Me dijo que sus padres estaban muertos, que no tiene hermanos, que su infancia fue como la de todo el mundo, que no hay nada interesante que contar. —Sanna tragó saliva.

—¿Y no te pareció extraño? —preguntó Erica sin poder evitar un tono de compasión. Sanna luchaba por contener el llanto.

—Yo lo quiero. Y se irritaba tanto cuando empezaba a preguntarle… así que dejé de hacerlo. Yo solo quería… Solo quería que siguiera conmigo —dijo aquellas palabras en un susurro, con la vista clavada en el regazo.

Erica sintió el impulso de sentarse a su lado y abrazarla. Le pareció tan joven y tan vulnerable. No debía de ser fácil vivir con una relación así, sintiéndose siempre en desventaja. Porque Erica comprendía perfectamente qué era lo que Sanna estaba diciendo entre líneas: ella sí quería a Christian, pero él nunca la había querido a ella.

—De modo que no sabes a quién representa el monigote que aparece al lado de Christian, ¿no? —preguntó Erica con dulzura.

—Ni idea, pero esto debe haberlo dibujado un niño. Puede que tenga por ahí algún hijo de cuya existencia no sé nada. —Quiso soltar una risita, pero se le ahogó en la garganta.

—No te precipites en tus conclusiones. —Erica se angustió ante la idea de estar empeorándolo todo; Sanna parecía a punto de venirse abajo.

—No, pero la verdad es que alguna vez lo he pensado. Le he preguntado mil veces desde que empezamos a recibir las cartas, pero él insiste en que no sabe quién las envía. Aunque yo no sé si creerlo. —Sanna se mordió el labio.

—¿No ha mencionado nunca a ninguna antigua novia o algo así? ¿Alguna mujer con la que haya tenido una relación anteriormente? —Erica comprendió que estaba insistiendo demasiado, pero cabía la posibilidad de que Christian le hubiese dicho a Sanna algo al respecto, algo que Sanna hubiese enterrado en lo más hondo del subconsciente.

Pero la joven meneó la cabeza y rio con amargura:

—Créeme, si hubiese hecho alguna alusión a otra mujer, lo recordaría. Si hasta llegué a creer… —Guardó silencio, como arrepentida de haber comenzado la frase.

—¿Qué llegaste a creer? —la animó Erica, pero Sanna no se dejó convencer.

—Nada, tonterías mías. Yo tengo un problema, podría decirse que soy una mujer celosa.

Quizá no fuera tan raro, pensó Erica. Vivir con un extraño durante tanto tiempo, querer a alguien sin ser correspondido. Era normal caer en los celos. Pero no dijo nada, sino que optó por centrar la conversación en lo que había ocupado su pensamiento desde el día anterior.

—Ayer estuviste hablando con una colega de Patrik, Paula Morales.

Sanna asintió.

—Sí, fue muy amable conmigo. Y también Gösta se portó fenomenal. Me ayudó a lavar a los niños. Dile a Patrik que le dé las gracias de mi parte. Creo que no caí en agradecerle.

—No te preocupes, se lo diré —aseguró Erica haciendo una pausa antes de proseguir—. Verás, tengo la impresión de que hay algo en la conversación de ayer que Paula no entendió del todo.

—¿Y tú cómo lo sabes? —preguntó Sanna sorprendida.

—Paula grabó vuestra conversación y Patrik estuvo escuchándola en casa ayer tarde. No pude evitar oírla.

—Ajá —dijo Sanna, que pareció tragarse la mentira—. ¿Y qué fue lo que…?

—Sí, es que le dijiste a Paula algo de que Christian no lo había tenido fácil. Y daba la impresión de que estabas pensando en algo concreto.

Sanna se puso tensa. Desvió la mirada y empezó a alisar los flecos del tapete que había sobre la mesa.

—No sé qué…

—Sanna —la interrumpió Erica suplicante—. No es momento de guardar secretos para proteger a nadie, ni para proteger a Christian. Toda la familia está en peligro, no solo la vuestra, hay otras, pero podemos evitar que más personas sufran las consecuencias, como Magnus. No sé qué es lo que no quieres contar, ni por qué. Puede que no tenga nada que ver con esto y estoy convencida de que eso es lo que crees. De lo contrario, ya lo habrías contado, no me cabe duda. Sobre todo, teniendo en cuenta lo que ocurrió ayer con los niños. Pero ¿puedes estar completamente segura de que es así?

Sanna miraba por la ventana a un punto del infinito, más allá de los edificios, en dirección a las aguas heladas y a las islas. Guardó silencio unos minutos mientras Erica también permanecía callada y la dejaba debatirse consigo misma.

—Encontré un vestido en el desván. Un vestido azul —confesó Sanna al fin. Luego, empezó a hablarle de cómo le había pedido explicaciones a Christian, de su rabia y su inseguridad. Y de lo que él le había contado por fin. Del horror.

Cuando Sanna hubo concluido, se vino abajo. Se había quedado exhausta. Erica se había quedado atónita e intentaba digerir lo que la joven acababa de contarle. Pero le resultaba imposible. Había cosas que el cerebro humano se negaba a imaginar. Lo único que hizo fue extender la mano y coger la de Sanna.

Por primera vez en su vida, Erik se sintió dominado por el pánico. Christian estaba muerto. Estaba colgado, balanceándose como una marioneta en el trampolín de Badholmen.

Una agente de policía lo había llamado para avisarle. Le dijo que tuviera cuidado, y que podía ponerse en contacto con ellos cuando quisiera. Él le dio las gracias y le dijo que no creía que fuera necesario. Era incapaz de imaginar quién los estaba acosando de aquel modo, pero no pensaba quedarse a esperar su turno. Debía tomar el control y conservar el mando también en esta ocasión.

Tenía la camisa empapada de sudor, prueba concluyente de que no estaba tan tranquilo como pretendía. Aún tenía el teléfono en la mano y, con dedos torpes y presurosos, marcó el número de Kenneth. Oyó cinco tonos de llamada, hasta que saltó el contestador. Colgó indignado y soltó el móvil en la mesa. Intentó actuar de un modo racional y pensar en todo lo que tenía que hacer.

Sonó el teléfono. Dio un respingo y miró la pantalla. Kenneth.

—¿Sí?

—Es que no podía contestar —explicó Kenneth—. Tienen que ayudarme a ponerme los auriculares. No puedo coger el teléfono —dijo sin el menor indicio de autocompasión.

Erik pensó fugazmente que tal vez debiera haberse tomado la molestia de ir a ver a Kenneth al hospital. O al menos, de haberle enviado unas flores. En fin, no podía estar pendiente de todo y alguien tenía que quedarse al frente de la oficina, seguro que Kenneth lo comprendía.

—¿Cómo te encuentras? —preguntó intentando fingir que de verdad le interesaba.

—Bien —se limitó a responder Kenneth. Conocía bien a Erik y, seguramente, sabía que no preguntaba porque le importase de verdad.

—Tengo malas noticias. —Más valía ir al grano. Kenneth guardó silencio, a la espera de que continuara—. Christian está muerto. —Erik se aflojó el cuello de la camisa. El sudor seguía aflorando a raudales y tenía empapada la mano con la que sostenía el teléfono—. Acabo de enterarme. Me ha llamado la Policía. Ha aparecido colgado del trampolín de Badholmen.

Seguía el silencio.

—¿Eh? ¿Has oído lo que te acabo de decir? Christian está muerto. La agente que ha llamado no ha querido darme más detalles, pero no hay que ser un genio para comprender que esto es obra del mismo chalado responsable de todo lo demás.

—Sí, es ella —respondió Kenneth al fin con una serenidad heladora.

—¿A qué te refieres? ¿Tú sabes quién es? —Erik empezaba a gritar. ¿Acaso Kenneth sabía quién estaba detrás de aquello y no le había dicho nada? Si nadie se le adelantaba, él mismo lo mataría de una paliza.

—Y vendrá por nosotros también.

Era espeluznante lo impasible que sonaba y a Erik se le erizó el vello de los brazos. Se preguntó si Kenneth no se habría llevado también un golpe en la cabeza.

—¿Tendrías la bondad de hacerme partícipe de lo que sabes?

—Creo que a ti te reservará para el final.

Erik tuvo que contenerse para no estampar el móvil en la mesa de pura frustración.

—Ya, pero ¿quién es ella?

—¿De verdad que no lo has entendido todavía? ¿Has perjudicado y herido a tantas personas que no eres capaz de distinguirla a ella de la multitud? Para mí ha sido muy sencillo. Es la única persona a la que le he hecho daño en mi vida. No sé si Magnus sabía que iba detrás de él, pero sí sé que sufría. Tú, en cambio, no te has arrepentido nunca, ¿verdad, Erik? Tú jamás has sufrido ni has perdido el sueño por lo que hiciste. —Kenneth no estaba enojado ni lo estaba acusando, sino que seguía hablando impasible.

—¿De qué puñetas hablas? —le espetó Erik mientras pensaba febrilmente. Un recuerdo difuso, una imagen, una cara. Algo empezaba a despertar en su memoria. Algo que había enterrado en lo más hondo, como para que nunca más pudiera aparecer en la superficie de la conciencia.

Apretaba el teléfono con todas sus fuerzas. ¿Sería…?

Kenneth guardaba silencio y Erik no tuvo que decir que ya lo sabía. Su propio silencio hablaba por él. Apagó el teléfono sin despedirse, apagó el recuerdo a que lo habían obligado.

Después, abrió el correo y empezó a hacer lo que tenía previsto. Le corría mucha prisa.

Al ver el coche de Erica aparcado delante de la casa de la hermana de Sanna sintió en el estómago una inquietud terrible. Erica tenía cierta tendencia a inmiscuirse en aquello que no le incumbía, y aunque a menudo admiraba a su mujer por su curiosidad y por su capacidad de transformarla en resultados, no le gustaba que se dedicase a algo tan parecido al trabajo policial. En realidad, querría proteger a Erica, a Maja y a los gemelos que estaban en camino de todo el mal que reinaba en el mundo, pero en el caso de su mujer, era misión imposible. Erica acababa siempre metida en el ajo, y Patrik comprendió que, seguramente, eso era lo que había ocurrido también en aquella investigación, aunque él aún no lo supiera.

—¿No es ese el coche de Erica? —preguntó Gösta lacónico cuando aparcaron detrás del Volvo color beis.

—Pues sí —respondió Patrik. Gösta no hizo más preguntas y se contentó con enarcar una ceja.

No tuvieron que llamar a la puerta. La hermana de Sanna ya les había abierto y los aguardaba con cara de preocupación.

—¿Ha ocurrido algo? —preguntó apretando la boca por la tensión.

—Queríamos hablar con Sanna —dijo Patrik sin responder a la pregunta. Habría querido tener allí a Paula también en esta ocasión, pero había salido cuando llamó y no quiso retrasar la visita a Sanna.

Su hermana se puso más nerviosa aún con la respuesta, pero se hizo a un lado y los invitó a pasar.

—Está en la terraza —dijo señalando el lugar.

—Gracias. —Patrik la miró—. ¿Podrías ocuparte de que los niños no anden por aquí cerca?

Tragó saliva.

—Sí, claro, yo me ocupo de ellos.

Los dos policías se encaminaron a la terraza y Sanna y Erica levantaron la vista cuando los oyeron llegar. Erica se sentía culpable y Patrik le indicó con un gesto que ya hablarían después. Se sentó al lado de Sanna.

—Por desgracia, te traigo una mala noticia —comenzó con serenidad—. Han encontrado a Christian muerto esta mañana.

Sanna se sobresaltó y enseguida se le llenaron los ojos de lágrimas.

—Todavía no sabemos gran cosa, pero estamos haciendo todo lo posible por averiguar qué ha sucedido —añadió.

—¿Cómo…? —Sanna empezó a temblar de pies a cabeza, incontroladamente.

Patrik vaciló un instante, no estaba seguro de cómo expresar lo que tenía que decir.

—Lo encontraron colgado del trampolín de Badholmen.

—¿Colgado? —Respiraba superficial y entrecortadamente y Patrik le puso la mano en el brazo para tranquilizarla.

—Es todo lo que sabemos, por ahora.

Sanna asintió, tenía la mirada vidriosa. Patrik se volvió hacia Erica y le dijo en voz baja.

—¿Podrías quedarte con los niños en lugar de su hermana y pedirle que venga mientras tú los cuidas?

Erica se levantó en el acto. Miró fugazmente a Sanna antes de dejar la terraza y, unos segundos después, oyeron sus pasos en la escalera. Cuando se dieron cuenta de que alguien bajaba, Gösta salió al pasillo para hablar con la hermana. Patrik le agradeció mentalmente que hubiese caído en la cuenta de no contárselo en presencia de Sanna, para que no tuviera que oírlo dos veces.

Al cabo de unos minutos, la hermana entró en la terraza, se sentó al lado de Sanna y la abrazó. Y así se quedaron mientras Patrik preguntaba si querían que llamara a alguien, si querían hablar con un pastor. Todas las preguntas amables a las que se aferraba en aquellos casos para no sucumbir a la idea de que en la primera planta había dos niños que acababan de perder a su padre.

Pero, finalmente, tuvo que irse y dejarlas solas. Tenía un trabajo que hacer, un trabajo que hacía por ellos. Sobre todo por ellos, por las víctimas y por los familiares de las víctimas, cuyo dolor tenía siempre presente durante las muchas horas que invertía en la comisaría intentando hallar la solución de casos más o menos complicados.

Sanna lloraba sin poder contenerse y Patrik cruzó una mirada con la hermana, que respondió a aquella pregunta no formulada con un gesto casi imperceptible. Patrik se levantó.

—¿Seguro que no queréis que llamemos a nadie?

—Llamaré a mis padres en cuanto pueda —dijo la hermana. Estaba pálida, pero lo bastante tranquila como para que Patrik se sintiera seguro dejándolas allí.

—Puedes llamarnos cuando quieras, Sanna —aseguró sin moverse de la puerta—. Y… —No estaba seguro de hasta dónde prometer, porque estaba a punto de ocurrirle lo peor que podía sucederle a un policía en plena investigación de asesinato, estaba perdiendo la esperanza de dar algún día con la persona que se hallaba detrás de todo.

—No olvides los dibujos —dijo Sanna entre sollozos señalando los papeles que había sobre la mesa.

—¿Qué es esto?

—Los ha traído Erica. Alguien se los envió a Christian a Gotemburgo, a la antigua dirección.

Patrik clavó la vista en los dibujos y los recogió despacio. ¿Qué se le había ocurrido a Erica esta vez? Tenía que hablar con su mujer cuanto antes, aquello precisaba una explicación con todas las de la ley. Al mismo tiempo, no podía negar que sintió cierta expectación al ver los dibujos. Si resultaban importantes para el caso, no sería la primera vez que Erica encontraba una pista decisiva por casualidad.

Cuánto trabajo de canguro últimamente —dijo Dan cuando entró en casa de Erica y Patrik. Había llamado a Anna al móvil y, cuando ella le explicó dónde estaba, se dirigió a Sälvik.

—Pues sí, no sé muy bien en qué se ha metido Erica ni estoy segura de querer saberlo —dijo Anna acercándose a Dan y poniéndole la cara para que le diera un beso.

—No tendrán nada en contra de que me presente así, ¿verdad? —preguntó Dan. Maja se arrojó sobre él con tal ímpetu que estuvo a punto de derribarlo—. ¡Hola, chiquitina! ¿Cómo está mi chica? Porque tú eres mi chica, ¿sí? No habrás encontrado a un sustituto, ¿verdad? —dijo fingiendo estar enfurruñado. Maja reía entre hipidos y frotó la nariz con la de Dan, que lo interpretó como la confirmación de que aún era el primero de la lista.

—¿Te has enterado de lo que ha ocurrido? —preguntó Anna muy seria.

—Pues no, ¿qué ha pasado? —respondió Dan mientras subía y bajaba a Maja por los aires. Teniendo en cuenta lo alto que era, resultaba un viaje vertiginoso con el que Maja parecía encantada.

—No sé dónde andará Erica, pero Patrik iba a Badholmen. Esta mañana han encontrado allí a Christian Thydell colgado.

Dan se detuvo a medio camino, con Maja cabeza abajo. La pequeña creyó que era parte del juego y chillaba y reía más alto aún.

—¿Qué me dices? —preguntó Dan dejando a Maja en la alfombra.

—No sé más que lo que Patrik me dijo antes de salir de aquí a toda prisa, pero el caso es que Christian está muerto. —Anna no conocía mucho a Sanna Thydell, se la había cruzado alguna que otra vez, como suele suceder con quienes viven en Fjällbacka. En aquellos momentos, recordó a sus dos hijos.

Dan se sentó apesadumbrado a la mesa de la cocina y Anna intentó ahuyentar las imágenes de la retina.

—Maldita sea —dijo Dan mirando por la ventana—. Primero Magnus Kjellner y ahora Christian. Y Kenneth Bengtsson está en el hospital. Patrik debe de estar desbordado.

—Pues sí —confirmó Anna, que le estaba sirviendo a Maja un vaso de zumo.

—Bueno, pero hablemos de otra cosa, ¿de acuerdo? —Anna era muy sensible a las desgracias ajenas y era como si el embarazo lo agudizara. No soportaba oír que la gente sufría.

Dan lo comprendió enseguida y la atrajo hacia sí. Cerró los ojos, le puso la mano en la barriga y separó los dedos.

—Este pequeño no tardará, cariño. Ya no tardará en venir.

A Anna se le iluminó la cara. Cuando pensaba en el niño, sentía que nada podía afectarle. Quería tanto a Dan… y al pensar que en sus entrañas crecía un ser que los unía sentía que estallaba de felicidad. Le acarició la cabeza y le dijo al oído:

—Tienes que dejar de decir «el pequeño». De hecho, tengo el presentimiento de que lo que hay aquí dentro es una princesita. Son patadas de bailarina —le dijo para provocarlo.

Después de las tres hijas de su primer matrimonio, Dan prefería tener un niño. Aunque Anna sabía que sería inmensamente feliz con lo que viniera, por el simple hecho de que era el hijo de ellos dos.

Patrik dejó a Gösta en Badholmen. Tras reflexionar unos minutos, se fue a casa. Tenía que hablar con Erica. Averiguar lo que sabía.

Al llegar a casa, lanzó un suspiro. Anna seguía allí y no quería involucrarla en la discusión que mantuviera con Erica. Su mujer tenía la mala costumbre de hacer piña con su hermana y a Patrik no le atraía lo más mínimo la idea de tener a dos púgiles en el rincón opuesto del ring. Pero, tras darle las gracias a Anna —y a Dan, al que encontró también en casa, como refuerzo de la canguro—, intentó hacerles entender que quería estar a solas con Erica. Anna lo captó enseguida y se llevó a Dan, que antes tuvo que conseguir que Maja lo dejase marchar.

—Supongo que Maja no irá hoy a la guardería —dijo Erica en tono jovial, mirando el reloj.

—¿Qué hacías en casa de la hermana de Sanna Thydell? ¿Y qué fuiste a hacer ayer a Gotemburgo? —preguntó Patrik con voz severa.

—Ah, sí, verás… —Erica ladeó la cabeza y adoptó la expresión más encantadora que le fue posible. Al ver que Patrik no reaccionaba, dejó escapar un suspiro y comprendió que más le valía confesar. De todos modos, tenía pensado hacerlo, solo que Patrik se le adelantó.

Se sentaron en la cocina. Patrik cruzó las manos y le clavó la mirada. Erica reflexionó unos minutos, hasta que decidió por dónde empezar.

Y le contó que siempre le había extrañado que Christian fuese tan reservado con su pasado. Que había decidido investigarlo y que por eso fue a Gotemburgo, a la dirección que tenía antes de mudarse a Fjällbacka. Le habló del húngaro encantador al que había conocido, de las cartas que seguían llegando a nombre de Christian, pero que él nunca recibió, puesto que no dejó la nueva dirección. Y además, se armó de valor y le contó que había leído el material de la investigación y que no había podido resistir la tentación de oír la grabación. Que oyó algo que le llamó la atención y que sintió el impulso de indagar hasta el fondo. De ahí la visita a Sanna. Y le explicó lo que Sanna le había contado acerca del vestido azul y toda aquella historia demasiado horrenda como para poder comprenderla. Cuando terminó estaba sin aliento y apenas se atrevía a mirar a Patrik, que no se había movido ni un milímetro desde que ella empezó a hablar.

Pasó un buen rato sin decir nada, mientras Erica tragaba saliva y se preparaba mentalmente para el rapapolvo de su vida.

—Yo solo quería ayudarte —añadió—. Últimamente pareces agotado.

Patrik se puso de pie.

—Ya hablaremos de esto después. Ahora tengo que ir a la comisaría. Me llevo los dibujos.

Erica se lo quedó mirando mientras se alejaba. Era la primera vez, desde que se conocieron, que Patrik se marchaba de casa sin darle un beso.

No era propio de Patrik no llamar por teléfono. Annika lo había telefoneado varias veces desde el día anterior, pero solo le había dejado un mensaje pidiéndole que le devolviera la llamada: había encontrado algo que quería contarle personalmente.

Cuando por fin llegó a la comisaría parecía tan cansado que de nuevo le invadió la preocupación. Paula le dijo que le había dado órdenes de quedarse en casa y recuperarse un poco, y Annika aplaudió la idea sin comentarla. También ella había pensado hacer algo parecido muchas veces en las últimas semanas.

—Me habías llamado —dijo Patrik entrando en el despacho de Annika, detrás del mostrador de recepción. Annika hizo girar la silla de escritorio.

—Sí, y no puede decirse que hayas reaccionado como un rayo para devolverme la llamada —respondió mirándolo por encima de las gafas, aunque no en tono de reproche, sino solo de preocupación.

—Lo sé —respondió Patrik sentándose en la silla que había contra la pared—. He tenido demasiado jaleo.

—Deberías cuidarte. Tengo una amiga que llegó al límite hace unos años y aún no se ha recuperado del todo. Si abusas, cuesta mucho reponerse.

—Sí, lo sé —dijo Patrik—. Pero no es para tanto. Solo un montón de trabajo. —Se pasó la mano por el pelo y se inclinó y apoyó los codos en las rodillas—. ¿Qué querías?

—He terminado con mis indagaciones sobre Christian. —Guardó silencio. Acababa de caer en la cuenta de dónde había estado Patrik aquella mañana—. ¿Qué tal ha ido? —preguntó en voz baja—. ¿Cómo ha recibido Sanna la noticia?

—¿Cómo se puede recibir algo así? —repuso Patrik y asintió para indicarle que podía continuar, que no quería hablar de la noticia que acababa de dar.

Annika carraspeó antes de empezar.

—De acuerdo, para empezar, Christian no figura en nuestros registros. Nunca ha sufrido ninguna condena ni ha sido sospechoso de nada. Antes de mudarse a Fjällbacka, vivió varios años en Gotemburgo. Allí fue a la universidad y luego estudió a distancia para ser bibliotecario. Esa facultad está en Borås.

—Ajá… —respondió Patrik impaciente.

—Además, nunca había estado casado antes de conocer a Sanna y no tiene más hijos que los de este matrimonio.

Annika guardó silencio.

—¿Eso es todo? —preguntó Patrik sin poder ocultar la decepción.

—No, todavía no he llegado a lo más interesante. Descubrí enseguida que Christian se quedó huérfano a la edad de tres años. Por cierto que nació en Trollhättan, y allí vivía cuando su madre murió. Del padre no se supo nunca nada. Y decidí seguir indagando por ahí.

Sacó un papel y empezó a leer de carrerilla, mientras Patrik la escuchaba con vivo interés. Annika se dio cuenta de que Patrik le daba vueltas a todo tratando de relacionar la nueva información con lo poco que ya sabían.

—Es decir, que a los dieciocho años recuperó el apellido de su madre, Thydell —concluyó Patrik.

—Sí, también he encontrado bastante información sobre ella. —Le entregó el folio a Patrik, que lo leyó ansioso de respuestas.

—Hay varias pistas por las que empezar a desliar la madeja —dijo Annika al ver la tensión de Patrik. Le encantaba rebuscar en los registros e investigar acerca de detalles nimios, insignificantes, que terminaban componiendo una imagen global. La cual, en el mejor de los casos, les permitía avanzar en la investigación.

—Sí. Y ya sé por qué pista empezar —dijo Patrik poniéndose de pie—. Empezaré por un vestido azul.

Annika lo miraba atónita mientras él se alejaba. Por Dios bendito, ¿qué habría querido decir Patrik?

Cecilia no se extrañó al abrir la puerta y ver quién había al otro lado. En realidad, lo esperaba. Fjällbacka era un pueblo pequeño y los secretos siempre terminaban por salir a la luz.

—Pasa, Louise —le dijo haciéndose a un lado. Tuvo que contener el impulso de llevarse la mano a la barriga, tal y como había empezado a hacer cuando le confirmaron que estaba embarazada.

—Erik no estará aquí, espero —dijo Louise. Cecilia se dio cuenta de que estaba borracha y, por un instante, sintió un punto de compasión por ella. Ahora que la pasión del enamoramiento se había acabado comprendía el infierno que tenía que ser vivir con Erik. Seguramente, también ella habría terminado por darle a la botella.

—No, no está aquí, pasa —repitió encaminándose a la cocina. Louise la siguió. Como de costumbre, iba muy elegante, con ropa cara de corte clásico y joyas de oro, pero muy discretas. Cecilia se sintió como una andrajosa con la ropa de estar en casa. No recibiría a la primera cliente hasta la una de la tarde, de modo que se había permitido quedarse en casa tranquilamente aquella mañana. Además, sentía náuseas casi permanentes y no podía llevar el mismo ritmo de siempre.

—Han sido tantas. Al final, una termina cansándose.

Cecilia se dio la vuelta sorprendida. No era así como había imaginado que empezaría. Más bien se había preparado para un torrente de rabia y de acusaciones. Pero Louise solo parecía estar triste. Y cuando Cecilia se sentó a su lado, advirtió las grietas que surcaban aquella fachada elegante. Tenía el pelo sin brillo, las uñas mordidas y la laca desconchada. Llevaba la blusa mal abotonada y se le había salido un poco de la cinturilla del pantalón.

—Lo he mandado al infierno —dijo Cecilia, y se dio cuenta de lo aliviada que se sentía por ello.

—¿Por qué? —preguntó Louise en tono apático.

—Ya me ha dado lo que quería.

—¿El qué? —Louise tenía la mirada vacía y ausente.

Cecilia sintió de pronto una gratitud tan inmensa que respiró aliviada. Ella nunca sería como Louise, era más fuerte que ella. Aunque quizá Louise también hubiese sido fuerte en su día. Quizá también hubiese abrigado un sinfín de expectativas y hubiese tenido la firme voluntad de que todo saliera bien. Pero aquellas esperanzas se habían esfumado. Ya solo quedaba el vino y muchos años de mentiras.

Por un instante, Cecilia consideró la posibilidad de mentirle o, al menos, de ocultarle la verdad un tiempo. Llegado el momento, sería evidente. Pero comprendió que debía contárselo, que no podía mentirle a alguien que había perdido todo lo que valía la pena tener.

—Estoy embarazada. De Erik —dijo, y se impuso el silencio unos instantes—. Le dejé bien claro que lo único que quiero es que contribuya económicamente. Lo amenacé con contártelo todo.

Louise soltó una risita amarga. Luego, empezó a reír. Una risa cada vez más estentórea y chillona. Después, afluyó el llanto, mientras Cecilia la observaba fascinada. Aquella tampoco era la reacción que esperaba. Louise era, ciertamente, una caja de sorpresas.

—Gracias —dijo Louise cuando se hubo calmado.

—¿Por qué me las das? —preguntó Cecilia llena de curiosidad. Siempre le había gustado aquella mujer. Solo que no tanto como para no follarse a su marido.

—Porque acabas de darme una patada en el trasero. Y la necesitaba. Mira qué pinta tengo —dijo señalando la camisa mal abrochada, cuyos botones casi hizo saltar mientras intentaba colocarlos bien. Le temblaban los dedos.

—De nada —dijo Cecilia, incapaz de evitar la risa ante lo cómico de la situación—. ¿Qué piensas hacer?

—Lo que has hecho tú. Decirle que se vaya a la mierda —respondió Louise con vehemencia y ya sin la mirada ausente del principio. La sensación de que aún tenía poder sobre su vida había vencido a la resignación.

—Primero, procura no irte con las manos vacías —dijo Cecilia secamente—. Es verdad que Erik me gustaba mucho, pero sé qué clase de hombre es. Te pondrá de patitas en la calle y sin blanca si lo dejas. Los hombres como Erik no aceptan que los abandonen.

—No te preocupes. Procuraré sacar el máximo posible —aseguró Louise remetiendo la blusa, ya bien abotonada, por dentro de la cinturilla—. ¿Qué aspecto tengo? ¿Se me ha corrido el maquillaje?

—Un poco. Espera, te lo arreglo. —Cecilia se levantó, cogió un poco de papel de cocina, lo humedeció bajo el grifo y se colocó delante de Louise. Con mucho cuidado, fue retirando el rímel de las mejillas. Se detuvo de repente al sentir la mano de Louise en la barriga. Ninguna de las dos dijo nada, hasta que Louise le susurró:

—Ojalá sea un chico. Las niñas siempre han querido tener un hermano.

Joder —dijo Paula—. Es lo más repugnante que he oído.

Patrik le había contado lo que Sanna le había dicho a Erica, y Paula le lanzó una mirada fugaz desde su puesto al volante. Después de la experiencia casi mortal del día anterior, no pensaba dejarlo conducir hasta que no hubiera descansado un poco.

—Pero ¿qué tiene que ver eso con la investigación? De eso hace muchos años.

—Pues sí, treinta y siete, para ser exactos. Y no sé si tiene algo que ver, pero todo parece girar en torno a la persona de Christian. Creo que hallaremos la respuesta en su pasado, que ahí está el vínculo con los demás. Si es que existe tal vínculo —añadió—. Puede que solo hayan sido espectadores inocentes y que hayan sufrido las consecuencias de encontrarse en el entorno de Christian. Pero eso es lo que debemos averiguar y más vale que empecemos por el principio.

Paula aceleró para adelantar a un camión y estuvo a punto de pasarse la salida de Trollhättan.

—¿Seguro que no quieres que conduzca yo? —preguntó Patrik angustiado, agarrándose bien.

—No, así te enterarás de lo que se siente —rio Paula—. Desde ayer, has perdido mi confianza. Por cierto, ¿has podido descansar algo? —Lo miró de reojo mientras aceleraba en una rotonda.

—Sí, la verdad —dijo Patrik—. Dormí un par de horas y luego pasé la tarde tranquilamente con Erica. Fue estupendo.

—Tienes que cuidarte.

—Sí, eso mismo me ha dicho Annika hace un momento. Ya podéis dejar de tratarme como si fuera un niño pequeño.

Paula miraba alternativamente entre los indicadores de la carretera y el plano de las páginas amarillas, y estuvo a punto de llevarse por delante a un ciclista que circulaba por el lado interior de la carretera.

—Deja que yo lea el plano. Lo de la capacidad femenina de ejecutar varias acciones simultáneas parece que no funciona —se burló Patrik.

—Tú ándate con cuidado —dijo Paula, aunque no parecía muy enojada.

—Si giras por aquí a la derecha, no tardaremos en llegar —señaló Patrik—. Esto va a ser de lo más interesante. Al parecer, aún conservan la documentación y la mujer con la que hablé por teléfono recordó el caso enseguida. Supongo que no es de los que caen en el olvido así como así.

—Qué bien que todo fuera tan fácil con el fiscal. A veces resulta complicado tener acceso a ese tipo de documentos.

—Pues sí —respondió Patrik, concentrado en el plano.

—Ahí —dijo Paula señalando la casa de los servicios sociales de Trollhättan.

Minutos después los recibía Eva-Lena Skog, la mujer con la que Patrik había hablado por teléfono.

—Pues sí, somos muchos los que recordamos aquella historia —aseguró dejando sobre la mesa una carpeta amarillenta—. Hace ya tantos años, pero un caso así no se olvida fácilmente —dijo apartando un mechón canoso. Parecía el estereotipo de maestra de escuela, con la larga melena recogida en un moño bajo perfecto.

—¿Se sabía lo mal que estaban las cosas? —preguntó Paula.

—Sí y no. Habíamos recibido algunas denuncias e hicimos… —abrió la carpeta y pasó el dedo por el primer documento—, hicimos dos visitas domiciliarias.

—Pero no visteis nada que exigiera la intervención de las autoridades, ¿no? —preguntó Patrik.

—Es difícil de explicar, pero entonces eran otros tiempos —dijo Eva-Lena Skog con un suspiro—. Hoy habríamos intervenido muy pronto, pero entonces… bueno, sencillamente, no se hacían las cosas como ahora. Al parecer, la cosa iba por épocas, y, seguramente, las visitas tuvieron lugar en momentos en que ella se encontraba mejor.

—¿Y no reaccionó nadie, ni familiares ni amigos? —intervino Paula. Costaba creer que algo así pudiera suceder sin que nadie lo advirtiese.

—No tenían familia. Ni amigos tampoco, diría yo. Creo que vivían bastante aislados, por eso pasó lo que pasó. De no haber sido por el olor… —Tragó saliva y bajó la vista—. Desde entonces hemos avanzado mucho y algo así sería hoy imposible.

—Sí, esperemos que sí —dijo Patrik.

—Comprendo que necesitáis consultar el material para la investigación de asesinato que tenéis entre manos —explicó Eva-Lena Skog, y empujó la carpeta hacia ellos—. Pero lo trataréis con prudencia, ¿verdad? Solo cedemos este tipo de información en circunstancias extraordinarias.

—Seremos extremadamente discretos, te lo prometo —aseguró Patrik—. Y estoy convencido de que estos documentos nos ayudarán a avanzar en la investigación del caso.

Eva-Lena Skog lo miró con curiosidad mal disimulada.

—¿Y qué relación puede haber? Han pasado tantos años…

—Eso no puedo decírtelo —dijo Patrik. Lo cierto era que no tenía la más remota idea, pero por algún sitio debían empezar.