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En realidad, no sufría demasiado por no tener amigos. Puesto que contaba con los libros. Pero a medida que se hacía mayor, iba echando de menos aquello que, según veía, sí tenían los demás. La compañía, el grupo, ser uno más entre varios. Porque él siempre estaba solo. La única que gustaba de su compañía era Alice.

A veces lo perseguían hasta casa desde el autobús de la escuela. Erik, Kenneth y Magnus. Iban hipando de risa mientras corrían tras él, más despacio de lo que podían. Su único objetivo era obligarlo a correr.

—¡Vamos, date prisa, gordinflón de mierda!

Y él corría y se despreciaba por ello. En su fuero interno, esperaba un milagro, que un día lo dejasen en paz, que lo vieran como una persona, que comprendieran que era alguien. Pero sabía que no era más que un sueño. Nadie se fijaba en él. Alice no contaba. Era «mongo». Así la llamaban ellos, sobre todo Erik. Solía alargar las vocales cuando la veía. Moooongoooo…

Alice solía estar esperándolo cuando llegaba en el autobús de la escuela. Él lo detestaba. Parecía normal, allí, esperándolo en la parada con la larga melena castaña recogida en una cola de caballo. Los ojos risueños y azules oteando ansiosos en su busca cuando los chicos del ciclo superior de la escuela de Tanumshede se bajaban. A veces sentía incluso un punto de orgullo cuando el autobús entraba en la parada y la veía por la ventana. Aquella belleza de largas piernas y pelo oscuro era su hermana.

Pero luego llegaba siempre el momento en que se bajaba y ella lo veía. Entonces se le acercaba con aquellos movimientos torpes, como si alguien tirase al tuntún de unos hilos invisibles que le sujetaran brazos y piernas. Entonces gritaba su nombre con su articulación deficiente y los chicos aullaban de risa. ¡Moooongoooo!

Alice no se enteraba de nada y podría decirse que eso era lo que más lo humillaba, que seguía riendo feliz y a veces incluso los saludaba con la mano. Entonces él echaba a correr sin que nadie lo persiguiera, para huir de las carcajadas de Erik, que resonaban en todo el pueblo. Pero jamás podría escapar de Alice. Ella creía que aquello era un juego. Lo alcanzaba sin apenas esfuerzo y a veces se le arrojaba al cuello entre risas con tal fuerza que casi lo derribaba.

En aquellos instantes la odiaba tanto como cuando era pequeña y lloraba y le robaba la atención de su madre. Sentía deseos de atizarle en plena cara para que dejase de avergonzarlo. Jamás lo dejarían pertenecer al grupo mientras Alice lo esperase en la parada gritando su nombre y abrazándolo.

Lo que más deseaba en el mundo era ser alguien. No solo para Alice.