—Es que no lo sé… —Cia miraba a un punto lejano, más allá del hombro de Patrik, con las pupilas dilatadas. Supuso que le habrían administrado algún tipo de fármaco que la hacía actuar de aquel modo tan ausente.
—Sé que ya te lo hemos preguntado muchas veces, pero debemos encontrar el vínculo entre la muerte de Magnus y lo que ha ocurrido hoy. Ahora que hemos podido constatar que Magnus murió asesinado es incluso más importante. Podría ser algo en lo que no hayas pensado, algún detalle que nos ayude a avanzar —la animó Paula con voz suplicante.
Ludvig apareció en la cocina y se sentó al lado de Cia. Seguramente, había estado escuchando fuera.
—Queremos ayudar —dijo con voz solemne. La expresión de los ojos lo hacía aparentar más de los trece años que tenía.
—¿Cómo se encuentran Sanna y los niños? —preguntó Cia.
—Naturalmente, están conmocionados.
Patrik y Paula habían recorrido todo el trayecto hasta Fjällbacka preguntándose si no deberían ocultarle a Cia lo sucedido. Pensaban que quizá no estuviese en condiciones de recibir otra mala noticia. Por otro lado, no les quedaba otro remedio que contárselo, pues se enteraría de todos modos, a través de amigos y conocidos. Además, cabía la posibilidad de que lo ocurrido en casa de los Thydell le ayudase a recordar algo que tuviese olvidado.
—¿Quién es capaz de hacer algo así? A los niños… —dijo con un tono de voz mezcla de compasión e indiferencia. Los fármacos la tenían embotada, atenuaban los sentimientos y las impresiones, los hacían menos dolorosos.
—No lo sé —confesó Patrik, que tuvo la impresión de que sus palabras resonaron en la cocina como un eco.
—Y Kenneth… —Cia meneó la cabeza.
—Por eso, precisamente, debemos seguir preguntando. Alguien tiene en el punto de mira a Kenneth, a Christian y a Erik. Y con toda probabilidad, también a Magnus —dijo Paula.
—Pero Magnus no recibió ninguna carta como las de los demás.
—No, que nosotros sepamos. Aun así, creemos que su muerte guarda relación con las amenazas a los demás —aseguró Paula.
—¿Qué dicen Erik y Kenneth? ¿No saben ellos el porqué de todo esto? ¿Y Christian? Alguno de los tres debería saberlo —apuntó Ludvig, que le había rodeado a su madre los hombros con el brazo, en actitud protectora.
—Sí, sería lo lógico —admitió Patrik—. Pero insisten en que no saben nada.
—Y entonces, ¿cómo iba yo a…? —A Cia se le apagó la voz.
—¿Ha ocurrido algo de particular desde que os relacionáis las familias? Algo que te llamara la atención, lo que sea —insistió Patrik.
—No, nada extraordinario, ya os lo he dicho. —Respiró hondo, antes de proseguir—. Magnus, Kenneth y Erik se conocen desde la escuela. Al principio, se veían ellos tres. Nunca me pareció que Magnus tuviese mucho en común con ellos, pero supongo que continuaron la relación por costumbre. Y tampoco es posible conocer a mucha gente nueva en Fjällbacka.
—¿Cómo era la relación entre los tres? —preguntó Paula.
—¿A qué te refieres?
—Bueno, todas las relaciones funcionan según una dinámica interna, cada uno adopta un papel… ¿Cómo eran las relaciones entre ellos tres, antes de que Christian entrara a formar parte del grupo?
Cia reflexionó un instante con expresión grave, antes de responder:
—Erik siempre era el líder. El que mandaba. Kenneth era… el perro faldero. Suena horrible, pero siempre obedece a la menor señal de Erik y a mí siempre me pareció un perrillo meneando la cola alrededor del amo, mendigando su atención.
—¿Y cuál era la postura de Magnus ante eso? —quiso saber Patrik.
Cia volvió a meditar.
—Sé que pensaba que Erik se portaba a veces como un tirano, y en alguna ocasión le dijo que se había pasado. A diferencia de Kenneth, Magnus era capaz de oponerse abiertamente delante de Erik.
—¿Nunca se enemistaron por algún motivo? —prosiguió Patrik. Tenía la sensación de que la respuesta se hallaba en algún punto del pasado de los cuatro, en sus relaciones internas. El hecho de que pareciera tan enterrado y tan difícil de sacar a la luz lo volvía loco de indignación.
—Bueno, discutían a veces, como todo el mundo, y en especial en una amistad tan antigua. Erik puede ser muy impetuoso, pero Magnus se mostraba siempre muy sereno. Nunca lo vi estallar enfadado ni levantar la voz. Ni una sola vez durante todos los años que estuvimos juntos. Y Ludvig es igual que su padre. —Se volvió hacia su hijo y le acarició la mejilla. El chico le sonrió levemente, aunque parecía pensativo.
—Yo sí he visto a papá discutiendo una vez. Con Kenneth.
—¿Ah, sí? ¿Y cuándo fue eso?
—¿Te acuerdas de aquel verano en que papá compró la cámara de vídeo, y que yo andaba grabándoos a todas horas?
—Sí, madre mía, fue una tortura. Si recuerdo que incluso entraste en el baño y empezaste a filmar a Elin cuando estaba sentada en el váter. No te mató de milagro. —Se le alegraron los ojos y una sonrisa lánguida otorgó algo de color a la palidez de las mejillas.
Ludvig se levantó de la silla tan bruscamente que estuvo a punto de caer de espaldas.
—¡Venid, voy a enseñaros una cosa! —dijo mientras salía de la cocina—. Esperadme en la sala de estar, no tardo.
Lo oyeron subir la escalera a toda prisa y Patrik y Paula se levantaron para seguir sus instrucciones. Finalmente, Cia los siguió también.
—Aquí está. —Ludvig acababa de bajar con una pequeña cinta de vídeo en una mano y la cámara en la otra.
Sacó un cable y conectó la cámara al televisor. Patrik y Paula lo observaban en silencio, y Patrik notó que se le aceleraba el pulso.
—¿Qué nos vas a enseñar? —preguntó Cia al tiempo que se sentaba en el sofá.
—Ahora verás —dijo Ludvig. Puso la cinta y pulsó el botón de reproducir. De repente, la cara de Magnus llenó la pantalla. Cia empezó a resoplar detrás de ellos y Ludvig se volvió preocupado.
—¿No te importa, mamá? Si ves que no puedes, espéranos en la cocina.
—No, no pasa nada —respondió Cia, aunque se le llenaron los ojos de lágrimas mientras miraba la pantalla.
Magnus aparecía haciendo muecas y payasadas y hablando con la persona que manejaba la cámara.
—Lo grabé todo aquella noche del solsticio de verano —dijo Ludvig en voz baja, y Patrik observó que también a él se le llenaban los ojos de lágrimas—. Mira, ahí aparecen Erik y Louise —advirtió señalando a la pantalla.
Erik salía a la terraza y saludaba a Magnus. Louise abrazó a Cia y le entregó un paquete.
—Tengo que rebobinar, está un poco más adelante —dijo Ludvig, pulsó un botón de la cámara y la fiesta del solsticio empezó a pasar a toda velocidad. Había atardecido y todo estaba más oscuro.
—Vosotros creíais que nos habíamos ido a dormir —dijo Ludvig—. Pero nos levantamos sin hacer ruido y nos pusimos a escuchar a escondidas. Estabais borrachos y atontados y nos parecía divertidísimo.
—¡Ludvig! —exclamó Cia un tanto avergonzada.
—Bueno, es que estabais borrachos —insistió el chico. Y a juzgar por los susurros, aquella había sido la intención de Ludvig, precisamente, filmarlos en ese estado. Las voces se elevaban y se apagaban y resonaban risotadas en el atardecer estival y parecía que lo estaban pasando muy bien.
Cia quiso decir algo, pero Ludvig se llevó el dedo a los labios.
—Chist, ya viene.
Todos se quedaron mirando la pantalla y se hizo el silencio en la sala de estar. Lo único que se oía era el sonido de la fiesta que surgía de la película. Dos personas se levantaron y entraron en la casa con los platos.
—¿Dónde os habíais escondido? —preguntó Patrik.
—En la cabaña de juegos. El lugar perfecto. Podía grabarlo todo desde la ventana. —Una vez más, Ludvig se llevó el dedo a los labios—. Escuchen.
Dos voces, a unos metros de los demás. Las dos sonaban alteradas. Patrik miró a Ludvig extrañado.
—Mi padre y Kenneth —explicó Ludvig sin apartar la vista del televisor—. Se retiraron un poco para fumar.
—Pero si tu padre no fumaba —dijo Cia inclinándose para ver mejor.
—Fumaba a veces, a escondidas, en fiestas y así. ¿No te diste cuenta? —Ludvig había parado la cinta para que no se perdieran nada con la charla.
—¡No me digas! —dijo Cia atónita—. Pues no lo sabía.
—Ya ves, ahí se ha ido con Kenneth a la parte de atrás de la casa para fumar. —Dirigió el mando hacia el televisor y volvió a poner la cinta.
Dos voces, una vez más. A duras penas se entendía lo que decían.
—¿Tú piensas en ello de vez en cuando? —Era Magnus quien hablaba.
—¿A qué te refieres? —balbució Kenneth.
—Sabes a qué me refiero —respondió Magnus, que también parecía ebrio.
—No quiero hablar del asunto.
—Pues alguna vez tendremos que hacerlo —dijo Magnus con un deje de súplica en la voz, que resonó como desnuda, de modo que a Patrik se le erizó la piel.
—¿Y quién dice que tengamos que hablar de ello? Lo hecho, hecho está.
—Pues yo no entiendo cómo podéis seguir viviendo con eso tranquilamente. Joder, tenemos que…
La frase se perdió en un murmullo confuso.
Kenneth otra vez. Sonaba irritado. Pero la voz revelaba algo más. Miedo.
—¡Venga, Magnus! No sirve de nada hablar de ello. Piensa en Cia y en los niños. Y en Lisbet.
—Lo sé, pero ¿qué coño quieres que haga? A veces se me viene a la cabeza y lo siento aquí dentro… —Estaba demasiado oscuro para ver dónde señalaba.
A partir de ahí fue imposible entender nada más de la conversación. Bajaron la voz, continuaron entre murmullos y se dirigieron al resto del grupo. Ludvig detuvo la cinta y congeló la imagen con la espalda de las dos figuras en sombras.
—¿Tu padre llegó a ver esto? —preguntó Patrik.
—No, me guardé la cinta. Normalmente era él quien se encargaba, pero como lo había grabado a escondidas, la guardé en mi habitación. Tengo varias en el armario.
—¿Y tú tampoco la habías visto antes? —Paula se sentó al lado de Cia, que miraba boquiabierta el televisor.
—No —respondió Cia—. No.
—¿Sabes de qué hablan? —preguntó Paula poniéndole la mano en el brazo.
—Pues… no. —Continuaba con la vista fija en la espalda de aquellas dos siluetas en la noche—. No tengo ni idea.
Patrik la creía. Fuese lo que fuese, Magnus se lo había ocultado a su mujer.
—Kenneth tiene que saberlo —observó Ludvig sacando la cinta de la cámara antes de guardarla en la funda.
—Me gustaría que me la prestaras —le dijo Patrik.
Ludvig vaciló un instante antes de entregarle la cinta.
—No la irán a estropear, ¿verdad?
—Te prometo que vamos a tener mucho cuidado con ella. La recuperarás tal y como me la entregas.
—Entonces ¿van a hablar con Kenneth? —preguntó Ludvig. Patrik asintió.
—Sí, hablaremos con él.
—Pero ¿por qué no habrá dicho nada hasta ahora? —preguntó Cia algo desconcertada.
—Sí, nosotros nos preguntamos lo mismo —respondió Paula dándole una palmadita en la mano—. Y lo averiguaremos.
—Gracias, Ludvig —dijo Patrik blandiendo la cinta—. Puede que esto sea importante.
—No hay de qué. Me acordé al oírle preguntar si habían estado enfadados. —Se ruborizó hasta las cejas.
—¿Nos vamos? —preguntó Patrik a Paula, que ya estaba levantándose—. Cuida de tu madre. Y llámame si tienes algún problema —dijo Patrik a Ludvig en voz baja, al tiempo que le daba una tarjeta suya.
Ludvig se quedó mirándolos mientras se alejaban. Luego entró en la casa y cerró la puerta.
El tiempo transcurría lento en el hospital. El televisor estaba encendido y daban una serie americana. La enfermera entró a preguntarle si quería que cambiase el canal, pero él no tenía ganas ni de responder, y la mujer se marchó sin más.
La soledad era peor de lo que jamás había imaginado. Y la nostalgia era tan inmensa que solo conseguía concentrarse en respirar.
Sabía que ella aparecería. Llevaba mucho tiempo esperando y ahora él no tenía adónde huir. Pese a todo, no tenía miedo, se alegraba de que viniera. Su llegada lo salvaría de tanta soledad, de aquel dolor que estaba destrozándolo por dentro. Quería reunirse con Lisbet y explicarle lo ocurrido. Esperaba que ella comprendiera que, en aquella época, él era otra persona, que ella lo había cambiado. No soportaba la idea de que ella hubiese muerto con sus pecados en la retina. Aquello lo abatía más que ninguna otra cosa y cada soplo le suponía un esfuerzo.
Unos golpecitos en la puerta y allí estaba Patrik Hedström, el policía, ante su vista. Lo seguía aquella colega morena y menuda.
—Hola, Kenneth. ¿Cómo te encuentras? —El policía parecía serio. Cogió dos sillas y las acercó a la cama.
Kenneth no respondió. Siguió mirando el televisor, donde actuaba un grupo de artistas sobre un fondo mal colocado. Patrik repitió la pregunta y, finalmente, Kenneth volvió la cara hacia ellos.
—Pues he estado mejor. —¿Qué iba a decir? ¿Cómo describir su estado real, el ardor y el escozor que sentía por dentro, la sensación de que le estallaría el corazón? Todas las respuestas sonarían a tópico.
—Nuestros colegas ya han estado hoy por aquí. Has hablado ya con Gösta y con Martin. —Kenneth se percató de que Patrik le miraba las vendas, como si intentara imaginarse la sensación de cientos de cristales incrustados en la piel.
—Sí —respondió Kenneth indiferente. No había dicho nada antes y tampoco diría nada ahora. Sencillamente, se dedicaría a esperar. A esperarla a ella.
—Les dijiste que no sabías quién podía estar detrás de lo que te ha ocurrido esta mañana. —Patrik lo miraba y Kenneth le sostenía la mirada con resolución.
—Exacto.
El policía se aclaró la garganta.
—Pues nosotros creemos que no es exacto.
¿Qué habrían averiguado? Kenneth se asustó. No quería que lo supieran, que la encontraran. Ella debía concluir lo que había comenzado. Era su única salvación. Si pagaba el precio por lo que había hecho, podría explicárselo a Lisbet.
—No sé a qué os referís. —Apartó la vista, consciente de que el miedo le había aflorado a los ojos. Los policías lo advirtieron. Lo interpretaron como un indicio de debilidad, como una posibilidad de vencerlo. Estaban equivocados. No tenía nada que perder callando, y sí mucho que ganar. Por un instante pensó en Erik y Christian. Sobre todo en Christian. Se había visto involucrado en aquello pese a que no tenía culpa alguna. No como Erik. Pero él no podía detenerse en esas consideraciones. Solo le importaba Lisbet.
—Acabamos de estar en casa de Cia. Y hemos visto una cinta de vídeo de un solsticio de verano que celebrasteis allí. —Patrik parecía aguardar una reacción, pero Kenneth no sabía a qué se refería. Aquellos tiempos de fiestas y amigos le parecían tan remotos…
—Magnus estaba muy borracho y vosotros dos os retirasteis a fumar. Parecía como si no quisierais que nadie os oyera.
Seguía sin saber de qué le hablaba. Todo era niebla y bruma. Todos los contornos se habían desdibujado.
—Ludvig, el hijo de Magnus, os grabó sin que os dierais cuenta. Magnus estaba enojado. Quería que hablarais de algo que había ocurrido. Tú te irritaste y le dijiste que lo hecho, hecho estaba. Que tenía que pensar en su familia. ¿No lo recuerdas?
Ah, sí, ahora caía. Aún de forma difusa, pero recordaba cómo se había sentido al ver el pánico en los ojos de Magnus. Jamás supo por qué surgió aquella noche, precisamente. Magnus ardía en deseos de contarlo, de pagar por lo hecho. Y Kenneth se asustó. Pensó en Lisbet, en lo que diría, en cómo lo miraría. Finalmente, logró tranquilizar a Magnus, eso sí lo recordaba. Pero desde aquel momento, siempre temió que ocurriese algo que lo estropease todo. Y ya había ocurrido, aunque no como él pensaba porque, incluso en el peor de los casos que alcanzó a imaginar, Lisbet siempre seguía allí, con vida, dispuesta a censurarlo. Siempre contempló la posibilidad, por remota que fuera, de darle una explicación. Ahora era diferente, y era preciso que se hiciera justicia para que la posibilidad siguiera existiendo. No podía permitir que lo estropearan.
Así que meneó la cabeza y fingió estar haciendo memoria.
—Pues no, no recuerdo nada de eso.
—Podemos mostrarte la cinta, por si te ayuda a recordar —dijo Paula.
—Claro, como queráis. Pero no creo que fuese nada importante, de ser así, me acordaría. Sería la típica charla de dos que han bebido de más. Magnus se ponía raro a veces cuando bebía. Dramático y sentimental. Hacía una montaña de un grano de arena.
Kenneth era consciente de que no lo creían, pero a él no le importaba, no podían leer sus pensamientos. Llegado el momento se descubriría el secreto, de eso también era consciente. No se rendirían hasta haberlo averiguado todo, pero eso no debía suceder antes de que ella llegase y le hubiese dado a él su merecido.
Se quedaron un rato más, pero le resultó fácil eludir sus preguntas. No pensaba hacerles el trabajo, debía pensar en sí mismo y en Lisbet. Erik y Christian tendrían que arreglárselas como pudieran.
Antes de marcharse, Patrik lo miró con amabilidad.
—También queríamos decirte que hemos recibido los resultados de la autopsia de Lisbet. No murió asesinada, murió de muerte natural.
Kenneth volvió la cara. Él sabía que estaban equivocados.
Estuvo a punto de dormirse mientras volvían de Uddevalla. Por un instante, se le cerraron los párpados y se pasó al carril contrario.
—¿Qué haces? —le gritó Paula cogiendo y enderezando el volante.
Patrik dio un respingo conteniendo la respiración.
—Joder. No sé qué me ha pasado. Es que estoy tan cansado.
Paula lo miró llena de preocupación.
—Vamos a tu casa ahora mismo, te quedas allí. Hasta mañana. Pareces enfermo.
—No puede ser. Tengo montones de cosas que revisar —dijo parpadeando e intentando centrarse en la carretera.
—Vamos a hacer lo siguiente —propuso Paula resuelta—. Párate en la gasolinera, que vamos a cambiarnos de sitio. Te llevo a casa y me voy a la comisaría, recojo todo lo que necesitas y vuelvo a Fjällbacka con ello. Ya me encargaré de enviar la cinta al laboratorio para que la analicen. Pero prométeme que vas a descansar. Llevas mucho tiempo trabajando demasiado y seguro que en casa también trabajas lo tuyo. Sé lo mal que lo pasó Johanna cuando esperaba a Leo, y me figuro que ahora estáis sobrecargados.
Patrik asintió, aun a su pesar, y siguió el consejo de Paula. Giró y se detuvo en la estación de servicio de Hogstorp y salió del coche. Sencillamente, estaba demasiado cansado para oponer resistencia. En realidad, era imposible tomarse un día libre, ni siquiera unas horas, pero el cuerpo había dicho basta. Si podía descansar un poco mientras revisaba la documentación, quizá recuperase parte de las fuerzas que necesitaba para seguir con la investigación.
Patrik apoyó la cabeza en la ventanilla del asiento del acompañante y se durmió antes de llegar de nuevo a la autovía. Cuando abrió los ojos, el coche estaba ya aparcado delante de su casa, y Patrik se apeó adormilado.
—Vete a la cama. Volveré dentro de un rato. Deja la puerta abierta, así no tendré más que dejar los documentos en la entrada —dijo Paula.
—De acuerdo, gracias —respondió Patrik, sin fuerzas para añadir nada más.
Abrió la puerta y entró en casa.
—¡Erica!
Pero nadie respondió. La había llamado aquella mañana, pero no consiguió localizarla. Tal vez estuviese en casa de Anna y se hubiese quedado allí un rato. Por si acaso, le dejó una nota en el mueble de la entrada, para que no se asustara si oía ruido al llegar a casa. Luego, con las piernas entumecidas, subió en silencio la escalera y se desplomó en la cama. Se durmió en cuanto la cabeza rozó la almohada. Pero con un sueño ligero e inquieto.
Algo estaba a punto de cambiar. No podía afirmar que estuviese conforme con su vida tal y como se había desarrollado los últimos años, pero al menos era algo conocido. El frío, la indiferencia, los intercambios de comentarios vitriólicos y archisabidos.
Ahora, en cambio, notaba el temblor de la tierra bajo los pies, grietas que se abrían cada vez más anchas. Durante la última conversación, advirtió en la mirada de Erik una especie de resolución definitiva. El desprecio no era novedad y, a aquellas alturas, a ella no solía afectarle. Pero en esta ocasión lo sintió de forma diferente. La asustó más de lo que jamás habría sospechado. Porque en el fondo, ella siempre pensó que seguirían bailando aquella danza de la muerte con una soltura cada vez más elegante.
Él siempre había reaccionado de un modo extraño cuando ella mencionaba a Cecilia. Por lo general, no solía importarle que hablase de sus amantes. Fingía no haberla oído. Entonces ¿por qué se habría enfadado tanto aquella mañana? ¿Sería indicio de que Cecilia sí significaba algo para él?
Louise apuró las últimas gotas de la copa. Ya empezaba a costarle ordenar las ideas. Todo quedaba envuelto en aquella agradable confusión, en el calor que se difundía por las articulaciones. Se puso un poco más de vino. Miró por la ventana, el hielo que abrazaba las islas, mientras que la mano, como con voluntad propia, llevaba la copa a los labios.
Tenía que averiguar lo que pasaba. Si la grieta que tenía bajo los pies era real o imaginaria. Y de una cosa estaba segura: si la danza terminaba, no sería con un paso discreto. Pensaba bailar dando taconazos y moviendo los brazos hasta que solo quedasen las migajas de aquel matrimonio. Ella no lo quería, pero eso no implicaba que estuviese dispuesta a dejarlo ir.
Maja no se fue sin protestar cuando Erica fue a buscarla a casa de Anna. Jugar con los primos era demasiado divertido como para irse a casa. Pero tras una breve negociación, Erica consiguió ponerle el mono y sentarla en el coche. Le resultaba un tanto extraño que Patrik no hubiese vuelto a llamarla pero, por otro lado, tampoco ella lo había telefoneado. Aún no había maquinado cómo iba a contarle la excursión de hoy, pero algo tendría que decirle, porque debía entregarle a Patrik aquellos dibujos cuanto antes. Algo le decía que eran importantes, que la Policía debía verlos. Ante todo, tenían que hablar de ellos con Christian. En el fondo, le apetecía más hacerlo ella, pero sabía que ya tendría bastante con lo del viaje a Gotemburgo. No podía seguir actuando a espaldas de Patrik.
Cuando aparcó delante de la casa, vio por el retrovisor que la seguía un coche de policía. Sería Patrik, seguramente, pero ¿por qué no iba en su coche? Sacó a Maja de la silla sin dejar de mirar el coche policial que ya estaba aparcando al lado del suyo. Vio con sorpresa que no era Patrik sino Paula quien iba al volante.
—Hola, ¿dónde te has dejado a Patrik? —preguntó Erica acercándosele.
—Está en casa —respondió Paula saliendo del coche—. Lo vi tan agotado que le he ordenado que se quede a descansar. Me he extralimitado en mis atribuciones, pero me ha hecho caso. —Se echó a reír, pero la carcajada no fue capaz de disipar la preocupación de su semblante.
—¿Ha ocurrido algo? —preguntó Erica. El miedo la invadió de pronto. Que ella supiera, Patrik jamás había vuelto del trabajo tan temprano.
—No, qué va. Es solo que, según creo, últimamente está trabajando mucho. Parece destrozado. Así que he conseguido convencerlo de que no nos sería de ninguna utilidad si no descansaba un poco.
—¿Y él ha aceptado? ¿Así, sin más?
—Bueno, no, hemos llegado a un acuerdo. Ha aceptado porque, a cambio, le traería a casa el material de la investigación. Iba a dejárselo en la entrada, pero bueno, se lo das tú —dijo entregándole una bolsa de papel llena de documentos.
—Eso ya me parece más verosímil —contestó Erica, ya más tranquila. Si no podía dejar el trabajo, significaba que aún conservaba más o menos buena salud.
Le dio las gracias a Paula y se llevó la bolsa hasta la entrada. Maja la seguía dando saltitos. Erica sonrió al ver la nota de Patrik. Pues sí, desde luego, se habría llevado un susto de muerte si hubiese oído ruido en el piso de arriba antes de saber que él estaba en casa.
Maja empezó a llorar de pura frustración al ver que no podía quitarse los zapatos y Erica se apresuró a calmarla.
—Calla, cariño. Papá está arriba durmiendo. No lo vayamos a despertar.
Maja abrió los ojos atónita y se puso el dedo en los labios. «¡Chist!», dijo en voz alta, mirando hacia la escalera. Erica le ayudó a quitarse los zapatos y el mono y la pequeña echó a correr camino de sus juguetes, que estaban esparcidos por toda la sala.
Erica se quitó el abrigo con esfuerzo y se dio un poco de aire con el jersey. Últimamente, sudaba a todas horas. Tenía una obsesión profundamente arraigada con la idea de oler a sudor, de ahí que se cambiara de jersey dos o tres veces al día y se pasaba el desodorante tan a menudo que Nivea debía de haber advertido un incremento notable en las ventas durante todo su embarazo.
Miró hacia el piso de arriba. Luego la bolsa de papel que Paula le había dejado. Hacia el piso de arriba y de nuevo hacia la bolsa. Luchaba consigo misma, aunque, con el corazón en la mano, sabía perfectamente que era una batalla que estaba condenada a perder. Resultaba del todo imposible resistir una tentación como aquella.
Una hora después, había terminado de leer toda la documentación que había en la bolsa. Pero no podía decirse que se le hubiesen aclarado las ideas. Al contrario, era un puro interrogante. Entre los documentos había, además, un montón de notas de Patrik: ¿Qué relación existe entre los cuatro? ¿Por qué fue Magnus el primero en morir? ¿Por qué estaba alterado aquella mañana? ¿Por qué llamó para decir que llegaría más tarde? ¿Por qué Christian empezó a recibir las cartas mucho antes que los demás? ¿Habría recibido Magnus alguna carta? De no ser así, ¿por qué? Páginas llenas de preguntas, y a Erica le daba muchísima rabia no tener una sola respuesta. Todo lo contrario, ahora tenía incluso alguna pregunta más que añadir: ¿Por qué no dejó Christian su nueva dirección cuando se mudó? ¿Quién le enviaba aquellos dibujos? ¿Quién era el monigote pequeño? Y, sobre todo, ¿por qué era Christian tan reservado con todo lo relativo a su pasado?
Erica comprobó que Maja seguía entretenida con los juguetes antes de volver a centrarse en el material. Lo único que quedaba era una cinta de casete sin etiqueta. Se levantó del sofá y fue a buscar su reproductor. Por suerte, la cinta entró bien, y Erica miró algo inquieta al piso de arriba, antes de darle a reproducir. Bajó el volumen tanto como fue posible sin apagarlo del todo y se pegó el reproductor al oído.
La cinta duraba veinte minutos. Erica la escuchó presa de la máxima tensión. Lo que se decía no aportaba, en esencia, nada nuevo. Pero hubo un comentario que la dejó petrificada, y rebobinó para oírlo una vez más.
Cuando hubo terminado, sacó la cinta del reproductor y la devolvió a la funda con el resto del material. Llevaba años haciendo entrevistas para sus libros, con lo que se le daba muy bien apreciar los detalles y los matices de lo que decían los entrevistados. Lo que acababa de oír era importante, de eso no cabía abrigar ninguna duda.
Ya se encargaría de ello a la mañana siguiente, bien temprano. Oyó que Patrik empezaba a moverse en el piso de arriba y, con una rapidez inaudita en los últimos meses, dejó la bolsa de papel en la entrada, volvió al sofá y fingió estar totalmente entregada a participar en los juegos de Maja.
La oscuridad se cernía sobre la casa. No había encendido ninguna lámpara, no tenía ningún sentido. Al final del camino no hace falta luz.
Christian estaba medio desnudo, sentado en el suelo, mirando fijamente la pared. Había pintado encima de las palabras en rojo. Había encontrado en el sótano una lata de pintura negra y una brocha. Tres veces pintó encima del color rojo en un intento de borrar su sentencia. Aun así, se le antojaba ver el texto con la misma claridad que antes.
Tenía las manos y todo el cuerpo lleno de pintura. Negra como la brea. Se miró la mano derecha. La tenía embadurnada y se la limpió en el pecho, pero el color negro no hacía más que extenderse.
Ella lo estaba esperando. Él lo supo en todo momento. Así y todo, había ido aplazándolo, se había engañado a sí mismo y casi había arrastrado a los niños consigo en la caída. El mensaje no podía ser más claro. No los mereces.
Vio al bebé en brazos. Y a aquella mujer a la que había querido. De pronto, deseó haber sido capaz de querer a Sanna. Nunca quiso hacerle daño. Pero la había engañado. No con otras mujeres, como Erik, sino de la peor forma imaginable. Porque él sabía que Sanna lo quería, y siempre le había dado lo justo para que ella pudiese vivir con la esperanza de que un día él también la querría. Pese a que era del todo imposible. Había perdido aquella capacidad. Desapareció junto con un vestido azul.
Los niños eran otra cosa. Ellos eran su carne y su sangre y la razón de que él tuviera que permitir que ella se lo llevara. Era la única forma de salvarlos, debería haberlo comprendido mucho antes de que hubiese ocurrido aquello. En lugar de convencerse de que no era más que un mal sueño y de que estaba a salvo. De que estaban a salvo.
Fue un error regresar, intentarlo de nuevo. Pero volver allí y tener cerca todo aquello era una tentación irresistible. Ni él mismo lo comprendía, pero la tentación surgió desde el instante en que se le presentó la posibilidad. Y creyó que, con ella, se le ofrecía otra oportunidad. La oportunidad de volver a tener una familia. Lo único que tenía que hacer era mantenerlos alejados y elegir a alguien que no le importase demasiado. Se había equivocado.
Las palabras que había pintadas en la pared eran la verdad. Quería a los niños, pero no los merecía. Tampoco fue merecedor de aquel otro bebé, ni de aquella cuyos labios sabían a fresas. Ellos tuvieron que pagar el precio. En esta ocasión, procuraría ser él el único que pagase.
Christian se levantó despacio y miró a su alrededor. Un oso de peluche manoseado en un rincón. Se lo habían comprado a Nils cuando nació, y el pequeño le tenía tal cariño que, a aquellas alturas, había perdido casi todo el pelo. Los muñecos de acción de Melker, escrupulosamente colocados en una caja. Los trataba con muchísimo cuidado y, si su hermano pequeño los tocaba siquiera, le enseñaba los puños. Christian notó que vacilaba, que la duda empezaba a tomar cuerpo en su interior, y comprendió que debía alejarse de allí. Tenía que encontrarse con ella antes de que el valor lo abandonase.
Entró en el dormitorio para ponerse algo de ropa. Tanto daba el qué, eso había dejado de ser importante. Bajó la escalera, cogió la cazadora del perchero y le echó un último vistazo a la casa. Oscura y silenciosa. No se molestó en cerrar con llave.
Durante el breve paseo fue caminando con la vista fija en el suelo. No quería mirar a nadie, ni hablar con nadie. Necesitaba concentrarse en lo que iba a hacer, en la persona a la que iba a ver. Ya empezaban a picarle de nuevo las palmas de las manos, pero no les prestó la menor atención. Era como si el cerebro hubiese interrumpido la comunicación con el cuerpo, que ahora resultaba superfluo. Lo único importante era lo que tenía en la cabeza, las imágenes y los recuerdos. Ya no vivía en el presente. Solo veía lo que ya era historia, como una película que fuese pasando despacio, mientras la nieve crujía bajo sus pies.
Soplaba una leve brisa mientras caminaba hacia Badholmen. Sabía que tenía frío porque estaba temblando pero, aun así, no lo sentía. El lugar se extendía desierto ante su vista. Estaba oscuro y silencioso y no se veía a nadie. Pero él sentía la presencia de ella, exactamente igual que siempre. Allí sería donde pagaría su culpa. No cabía pensar en otro lugar. La había visto en el agua desde el trampolín, la había visto extendiendo los brazos en su busca. De modo que allí estaba.
Al pasar por la caseta de madera que había a la entrada del lugar de baño, la película que tenía en la mente empezó a pasar muy deprisa. Las imágenes eran como un cuchillo que estuviese cortándole el estómago, tan fuerte y agudo era el dolor. Se obligó a pasarlo por alto, a mirar al frente.
Puso el pie en el primer peldaño del trampolín y la madera cedió bajo las botas. Ya respiraba mejor, no había vuelta atrás. Iba mirando hacia arriba mientras subía. Los peldaños estaban resbaladizos por la nieve y fue agarrándose a la barandilla mientras dirigía la vista a la cima, a la negrura del cielo. Ni una estrella. Él no merecía las estrellas. Cuando se encontraba a medio camino supo que ella lo seguía. No se volvió a mirar, pero oyó los pasos que lo seguían. El mismo ritmo, la misma cadencia. Ella ya había llegado.
Una vez alcanzó la última plataforma, metió la mano en el bolsillo y sacó una cuerda que se había llevado de casa. Una cuerda que podría soportar el peso y pagar la culpa. Ella aguardaba en la escalera, mientras que él lo preparaba todo. Ataba, enrollaba, fijaba a la barandilla. Por un instante, se sintió inseguro. El trampolín estaba viejo y desgastado y la madera se había agrietado por la intemperie. ¿Y si no aguantaba? Pero su presencia lo tranquilizó. Ella no permitiría que fracasara. No después de haber esperado tanto tiempo y de haber alimentado su odio durante tantos años.
Cuando hubo terminado, se puso de espaldas a la escalera y con la mirada fija en la silueta de Fjällbacka. No se volvió hasta sentir que la tenía detrás.
No había ni rastro de alegría en sus ojos. Solo la certeza de que por fin, después de todo lo que había ocurrido, estaba dispuesto a pagar su culpa. Era tan hermosa como él la recordaba. Tenía el pelo mojado y a Christian le sorprendió que no se le hubiese congelado. Pero con ella nada era como cabía esperar. Nada podía ser como cabía esperar, tratándose de una sirena.
Lo último que vio antes de dar un paso al frente, hacia el mar, fue un vestido azul aleteando a la brisa estival.
—¿Cómo te encuentras? —preguntó Erica cuando Patrik bajó la escalera con el pelo revuelto tras haber descansado.
—Un poco cansado, eso es todo —dijo Patrik, que estaba muy pálido.
—¿Seguro? No tienes muy buen aspecto.
—Vaya, gracias. Paula me dijo lo mismo. Sería estupendo que las mujeres dejaran de decirme lo espantoso que estoy. Resulta un poco deprimente. —Esbozó una sonrisa, pero aún parecía medio dormido. Se inclinó y cogió al vuelo a Maja, que se le acercó corriendo.
»Hola, bonita. A ti al menos no te parece que papá tenga mal aspecto, ¿verdad? ¿Verdad que papá es el más guapo del mundo? —Le hizo cosquillas en la barriga y Maja rompió a reír.
—Ajá —dijo la pequeña asintiendo.
—Menos mal, por fin alguien que tiene un poco de buen gusto. —Se volvió hacia Erica y le dio un beso en los labios. Maja le cogió la cara e hizo un puchero en señal de que ella también quería participar en el besuqueo.
—Siéntate un rato con ella, voy a preparar un té y unos bocadillos —dijo Erica entrando en la cocina—. Por cierto, Paula te ha dejado una bolsa llena de documentos —le gritó, haciendo un esfuerzo por sonar lo más tranquila posible—. Está en la entrada.
—¡Gracias! —respondió Patrik. Erica oyó que se levantaba y, al cabo de un instante, entró en la cocina.
—¿Vas a trabajar esta noche? —le preguntó mirándolo de reojo mientras vertía el agua hirviendo en las tazas, que ya tenían la bolsita de té.
—No, creo que hoy me lo tomaré con calma, pasaré un rato tranquilo con mi querida esposa, me acostaré temprano y me quedaré en casa mañana por la mañana para revisarlo todo tranquilamente. A veces hay demasiado jaleo en la comisaría.
Exhaló un suspiro y se colocó detrás de Erica y la abrazó.
—Ya ni siquiera me alcanzan los brazos —murmuró escondiendo la cara en la nuca de su mujer.
—Ya, me siento como si fuera a estallar.
—¿Estás preocupada?
—Mentiría si dijera lo contrario.
—Lo haremos entre los dos —le dijo abrazándola más fuerte.
—Lo sé. Y Anna también me ha dicho que nos echará una mano. En realidad, creo que esta vez irá mejor, ahora que sé lo que me espera. Pero es que son dos de golpe.
—El doble de felicidad —sonrió Patrik.
—El doble de trabajo —observó ella dándose la vuelta para abrazarlo de frente, lo cual no resultaba tan fácil a aquellas alturas del embarazo.
Erica cerró los ojos y apoyó la mejilla en la de Patrik. Había estado pensando en cuál sería el mejor momento para hablarle de la escapada a Gotemburgo y llegó a la conclusión de que debía hacerlo aquella misma noche. Pero Patrik parecía tan cansado, y pensaba quedarse trabajando en casa al día siguiente, así que bien podía esperar hasta entonces. Además, de ese modo tendría tiempo de hacer aquello a lo que llevaba dando vueltas desde que oyó la cinta. Sí, así lo haría. Si conseguía alguna pista relevante para la investigación, quizá Patrik no se enfadara tanto cuando se enterase de que había andado metiendo las narices.