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Alice y él tenían algo en común. Les encantaba el verano. A él, porque no tenía que ir al colegio y no tenía que aguantar a sus torturadores. A Alice, porque podía nadar en el mar. Pasaba en el agua todo el tiempo que podía. Nadaba hacia el fondo y hacia la orilla y daba volteretas. Toda la torpeza que aquel cuerpo desmañado desplegaba en tierra, desaparecía en el instante en que se adentraba en el agua. Allí se movía sin dificultad y suavemente.

Su madre era capaz de contemplarla durante horas. Aplaudir sus cabriolas en el agua y animarla a que practicara. La llamaba «su sirena».

Pero a Alice no le interesaba el entusiasmo de su madre. En cambio, lo buscaba a él con la mirada y le gritaba:

—¡Mírame! —Se tiraba desde la roca y cuando volvía a salir a la superficie, le sonreía—. ¿Me has visto? ¿Has visto lo que he hecho? —preguntaba con el ansia en la voz y con una expresión hambrienta en la mirada. Pero él no se dignaba responder. Levantaba brevemente la vista del libro que estuviera leyendo sentado en la toalla, sobre las rocas. Ignoraba lo que Alice quería de él.

Su madre solía responder por él, tras lanzarle una mirada de enojo mezclado con no poco desconcierto. Ella tampoco lo comprendía. Ella, que dedicaba a Alice todo su tiempo y todo su amor.

—¡Yo sí te he visto, cariño! ¡Qué bien! —le respondía. Pero era como si Alice no oyese la voz de su madre, sino que volvía a gritarle a él:

—¡Mira ahora! ¡Mira lo que hago! —Y se iba nadando a crol hacia el horizonte. Adelantaba los brazos con movimientos rítmicos y bien coordinados.

Su madre se puso de pie llena de preocupación:

—Alice, cariño, no te alejes más. —Se hizo sombra con la mano sobre los ojos.

—Se está alejando demasiado. ¡Ve a buscarla!

Él intentó hacer como Alice y fingir que no la oía. Siguió pasando páginas despacio, concentrado en las palabras y en las letras negras sobre el papel blanco. Entonces, sintió un dolor ardiente en el cuero cabelludo. Su madre le había agarrado un buen mechón de pelo y tiraba con todas sus fuerzas. Él se levantó en el acto y entonces ella lo soltó.

—Ve a buscar a tu hermana. Mueve esa mole de grasa y procura que vuelva a la orilla.

Rememoró un instante la sensación de la mano de su madre cogiéndole la suya el día que nadaron juntos, cómo lo soltó y él se hundió en el agua. A partir de aquel día, dejó de gustarle bañarse en el mar. Había algo aterrador en el agua. Existían bajo la superficie cosas que él no veía, de las que no se fiaba.

La madre echó mano entonces del michelín de la cintura y pellizcó fuerte.

—Ve a buscarla. Ahora. De lo contrario, te dejaré aquí cuando nos vayamos a casa. —Lo dijo en un tono que no le dejó elección. Sabía que estaba hablando en serio. Si no hacía lo que le ordenaba, lo abandonarían en la isla.

Con el corazón latiéndole acelerado en el pecho, se encaminó a la orilla. Tuvo que hacer un esfuerzo supremo de voluntad para tomar impulso con los pies y zambullirse. No se atrevía a tirarse de cabeza, como Alice, sino que se dejaba caer en el azul, en el verde de las aguas, con los pies por delante. Le entró agua en los ojos y parpadeó para poder ver de nuevo. Notó que lo invadía el pánico, que la respiración se volvía ligera y superficial. Entornó los ojos. A lo lejos, camino del sol, vio a Alice. Empezó a nadar hacia ella con movimientos torpes. Notaba la presencia de su madre a su espalda, en la roca, con los brazos en jarras.

Él no sabía nadar a crol. Avanzaba a brazadas breves y apresuradas. Pero continuó hacia el fondo, siempre consciente de la profundidad que se abría bajo sus pies. El sol le picaba en los ojos y se le saltaban las lágrimas. Lo único que deseaba era dar la vuelta, pero no podía. Tenía que alcanzar a Alice y llevarla junto a su madre. Porque su madre quería a Alice. A pesar de todo, la quería.

De repente, notó algo en el cuello. Algo que lo agarraba fuerte y le hundía la cabeza bajo el agua. Lo invadió el pánico y empezó a manotear intentando liberarse y subir de nuevo a la superficie. Entonces desapareció la presión en la garganta, tan rápido como se había presentado, y, cuando notó de nuevo el aire en la cara, tomó aliento de nuevo.

—Tontorrón, si soy yo.

Alice apartaba el agua sin esfuerzo y lo miraba irradiando entusiasmo. El pelo oscuro, heredado de su madre, relucía al sol, y la sal le brillaba en las pestañas.

Él vio los ojos de nuevo. Aquellos ojos que lo miraban fijamente bajo el agua. Aquel cuerpo laxo e inerte que, en lugar de moverse, descansaba sobre el fondo de la bañera. Meneó la cabeza para ahuyentar aquellas imágenes que no quería ver.

—Mamá quiere que vuelvas —dijo sin resuello. Él no era capaz de mantenerse en el agua con la misma facilidad que Alice y la mole de su cuerpo se hundía bajo el agua como si tuviese las articulaciones lastradas por un peso.

—Pues tendrás que llevarme —dijo Alice con aquella forma suya de hablar tan curiosa, como si la lengua no encontrase el lugar adecuado en la boca cuando articulaba.

—Venga ya, que no voy a poder tirar de ti.

Ella se rio y echó hacia atrás la melena mojada.

—Pues solo pienso ir contigo si me llevas.

—Pero si tú nadas mucho mejor que yo, ¿por qué iba a tener que tirar de ti? —Pero sabía que había perdido. Le indicó con una seña que le rodeara el cuello con las manos otra vez, y ahora que sabía qué era, que sabía que era ella, no se asustó.

Empezó a nadar. Pesaba, pero podía con ella. Notaba la fuerza de los brazos de Alice alrededor del cuello. Llevaba todo el verano nadando tanto que se le habían perfilado los músculos de los brazos. Iba colgada de él, dejándose arrastrar como una barca. Con la mejilla pegada a su espalda.

—Yo soy tu sirena —dijo—, no la sirena de mamá.