Erica dejó atrás la rotonda de la carretera de Korsvägen con el corazón en un puño. El tráfico de Gotemburgo la ponía siempre muy nerviosa y justo aquel cruce le daba pánico. Pero salió ilesa y tomó la calle Eklandagatan mientras buscaba la calle adecuada por la que girar.
Rosenhillsgatan. El bloque de apartamentos se hallaba al final de la calle, con vistas a Korsvägen y a Liseberg. Comprobó el número y aparcó el coche delante del portal. Miró el reloj. El plan consistía en llamar a la puerta y confiar en que hubiera alguien en casa. Si no era así, había acordado con Göran que pasaría un par de horas en casa de su madre, y luego volvería a intentarlo. En ese caso, llegaría muy tarde a casa, así que cruzó los dedos deseando tener la gran suerte de que el inquilino estuviera en casa. Había memorizado el nombre cuando hizo las llamadas camino de Gotemburgo, y lo encontró enseguida en el portero automático. Janos Kovács.
El timbre sonó una vez. Nadie respondía. Volvió a llamar y entonces se oyó un ruidito seguido de una voz que hablaba sueco con mucho acento.
—¿Quién es?
—Soy Erica Falck. Me gustaría hacerle unas preguntas sobre una persona que vivió antes en este apartamento, Christian Thydell —dijo expectante. Aquella explicación sonó sospechosa incluso a sus oídos, pero esperaba que el hombre sintiera curiosidad y la invitara a entrar. El zumbido de la puerta le demostró que había tenido suerte.
El ascensor se detuvo en la segunda planta y Erica salió al rellano. Vio entreabierta una de las tres puertas y un hombre de unos sesenta años, bajito y con algo de sobrepeso, la miraba maliciosamente por la rendija. Al ver la barriga gigantesca de Erica quitó la cadena y abrió la puerta de par en par.
—Entre, entre —dijo efusivo.
—Gracias —respondió Erica al entrar. Le llegó a la nariz un olor penetrante a muchos años de comidas muy especiadas y notó que se le revolvía el estómago. En realidad, no se trataba de un olor desagradable, pero el embarazo le había agudizado el sentido del olfato y se había vuelto sensible a los olores intensos.
—Tengo café, café del bueno, fuerte. —Señaló hacia una pequeña cocina que había enfrente, al final del pasillo. Erica lo siguió y echó un vistazo a la habitación que parecía ser la única del apartamento. Servía de sala de estar y dormitorio.
Así que allí había vivido Christian antes de mudarse a Fjällbacka. Erica notó que el corazón se le aceleraba de ansiedad.
—Siéntate. —Janos Kovács poco menos que la sentó en una silla antes de servirle el café. Con un grito triunfal, colocó una gran bandeja de galletas.
—Galletas de semilla de amapola. ¡Una especialidad húngara! Mi madre suele mandarme paquetes de estas galletas porque sabe que me encantan. Pruébelas. —La animó a coger una y Erica la probó. Un sabor nuevo, desde luego, pero muy rico. De repente cayó en la cuenta de que no había probado bocado desde el desayuno y las tripas le rugieron con gratitud cuando el primer bocado aterrizó en el estómago.
—Tiene que comer por dos, coja otra galleta, coja dos, ¡coja las que quiera! —Janos Kovács empujó la bandeja con ojos chispeantes—. Menudo niño, qué grande —dijo sonriendo y señalándole la barriga.
Erica le devolvió la sonrisa. No pudo evitar que se le contagiara su buen humor.
—Bueno, lo que ocurre es que hay dos.
—Ah, gemelos. —Dio una palmadita de entusiasmo—. Qué bendición.
—¿Usted tiene hijos? —preguntó Erica con la boca llena de galleta.
Janos Kovács se irguió lleno de orgullo.
—Tengo dos hijos estupendos. Ya son mayores. Los dos con buen trabajo. En la casa Volvo. Y también tengo cinco nietos.
—¿Y su mujer? —preguntó Erica tímidamente mirando a su alrededor. No parecía que allí viviese ninguna mujer. Janos Kovács seguía sonriendo, pero con menos alegría.
—Hará siete años más o menos que, un buen día, llegó a casa y me dijo «me voy». Y se marchó. —Hizo un gesto de impotencia—. Y entonces fue cuando me mudé aquí. Vivíamos en la casa, en el piso de abajo. —Señaló el suelo—. Pero cuando me jubilé anticipadamente y mi mujer me dejó, no podía seguir en la casa. Y, al mismo tiempo, Christian conoció a aquella chica y decidió mudarse, y yo me trasladé aquí. Al final todo se arregla de la mejor manera —exclamó como si de verdad pensara lo que acababa de decir.
—O sea que conocía a Christian desde antes de que se mudara, ¿no? —dijo Erica tomando un sorbito de café, que también estaba buenísimo.
—Bueno, conocerlo no lo conocía. Pero nos cruzábamos a menudo por el edificio. Yo soy bastante mañoso —dijo Janos Kovács levantando las manos—, así que ayudo a la gente siempre que puedo. Y Christian no sabía ni cambiar una bombilla.
—Ya, me lo imagino —respondió Erica sonriendo.
—¿Usted conoce a Christian? ¿Por qué pregunta por él? Hace muchos años que se fue. No le habrá pasado nada, ¿verdad?
—Soy periodista —explicó Erica antes de recurrir a una excusa que había ido inventando por el camino—. Christian es escritor y yo había pensado escribir un artículo sobre él, así que estoy intentando averiguar algo sobre su pasado.
—¿Que Christian es escritor? Vaya, no está nada mal. Desde luego, siempre lo veía con un libro en la mano. Y en el apartamento tenía una pared entera llena de libros.
—¿Sabe a qué se dedicaba cuando vivía aquí? ¿En qué trabajaba?
Janos Kovács meneó la cabeza.
—No, no lo sé. Nunca le pregunté. Hay que tener un poco de respeto por los vecinos. No inmiscuirse. Si alguien quiere contar algo, lo cuenta.
A Erica le pareció una filosofía muy sana y pensó que le gustaría que hubiera más personas en Fjällbacka que compartieran esa opinión.
—¿Recibía muchas visitas?
—Nunca. La verdad es que a mí me daba un poco de pena. Siempre estaba solo. El ser humano no está hecho para la soledad. Necesitamos compañía.
En eso tenía toda la razón, pensó Erica con la esperanza de que Janos Kovács sí tuviese quien lo visitara de vez en cuando.
—¿Se dejó algo aquí? ¿En el trastero, por ejemplo?
—No, cuando yo me mudé, esto estaba vacío. No había dejado nada.
Erica decidió darse por vencida. No parecía que Kovács tuviese más información sobre la vida de Christian. Le dio las gracias y rechazó con amabilidad, pero con determinación, la oferta de llevarse una bolsa de galletas.
Estaba a punto de salir cuando Janos Kovács la detuvo.
—¡Pero bueno! No sé cómo he podido olvidarlo. Me estaré volviendo viejo —dijo golpeándose la sien con el dedo índice, se dio la vuelta y entró en la habitación. Al cabo de unos minutos, volvió con algo en la mano.
—Cuando vea a Christian, ¿podría entregarle esto? Dígale que hice lo que me pidió, que tiré todo el correo que recibía. Pero esto… bueno, me pareció un poco raro tener que tirarlas. Teniendo en cuenta que ha recibido una o dos al año desde que se mudó, es obvio que se trata de alguien que, decididamente, quiere ponerse en contacto con él. Como no me dio su nueva dirección, las fui guardando. Déselas y salúdelo de mi parte. —Y con otra de sus espléndidas sonrisas, le dio las cartas.
A Erica le temblaban las manos cuando las cogió.
De repente, el silencio resonaba en la casa. Se sentó a la mesa de la cocina y apoyó la cabeza en las manos. Le retumbaba el pulso en las sienes y habían vuelto los picores. Le ardía y le escocía todo el cuerpo cuando se rascaba las heridas de la palma de la mano. Cerró los ojos y apoyó la mejilla en la mesa. Trató de adentrarse en el silencio y de ahuyentar la sensación de que algo lo invadía penetrándole la piel.
Un vestido azul. La imagen le pasó fugaz bajo los párpados. Desaparecía y volvía a aparecer. El bebé en el regazo. ¿Por qué nunca veía la cara del bebé? Era un vacío sin contorno y no lograba distinguirlo. ¿Lo logró alguna vez, o habría quedado el bebé ensombrecido por aquel amor inmenso que le profesaba a ella? No lo recordaba, hacía tanto de eso.
Empezaron a aflorar las lágrimas y poco a poco se formó en la mesa un charco diminuto. El llanto cobró fuerza, ascendió por el pecho y surgió en oleadas hasta que empezó a temblarle todo el cuerpo. Christian levantó la cabeza. Tenía que ahuyentar aquellas imágenes; apartarlas de sus pensamientos. De lo contrario, estallaría y se rompería en mil pedazos. Dejó caer la cabeza pesadamente sobre la mesa, estampó en ella la mejilla. Notó la madera contra la piel, y luego levantó la cabeza y la estampó una y otra vez, aplastándola contra la dura superficie de la mesa. En comparación con la picazón y el escozor que sentía en todo el cuerpo, aquel dolor resultaba casi agradable. Pero no le servía para apartar las imágenes. Ella se le aparecía igual de nítida, igual de viva. Le sonreía y le tendía una mano, se hallaba tan cerca que habría podido tocarlo tan solo extendiendo la mano un poco más.
¿No había oído un ruido en el piso de arriba? Christian se detuvo a mitad del movimiento, con la cabeza a unos centímetros de la mesa, como si alguien, de repente, hubiese pulsado el botón de pausa en la película de su vida. Aguzó el oído, se mantuvo totalmente inmóvil. Sí, algo se oía en el piso de arriba. Sonaba como a pasos ligeros.
Christian se incorporó despacio con el cuerpo en tensión, alerta. Luego, se levantó de la silla y, tan silencioso como pudo, se dirigió a la escalera. Cogiéndose de la barandilla, fue subiendo muy pegado a la pared, donde sabía que los listones crujían menos. Con el rabillo del ojo advirtió un aleteo, algo que pasaba volando arriba, en el pasillo. ¿O habrían sido figuraciones suyas? Ya había desaparecido y la casa estaba de nuevo sumida en el silencio.
Crujió un peldaño y contuvo la respiración. Si ella estaba arriba, ahora sabría que él estaba subiendo. ¿Lo estaría esperando? Sintió que lo embargaba un extraño sosiego. Su familia ya no estaba. A ellos ya no podía hacerles más daño. Allí solo se encontraba él, aquello era entre él y ella, como al principio.
Se oyó el sollozo de un niño. ¿O no sería un niño? Volvió a oírlo y ahora sonó como cualquiera de los muchos sonidos que pueden oírse en una casa vieja. Christian avanzó con cuidado unos pasos más y llegó a la primera planta. El pasillo estaba desierto. Lo único que se oía era su respiración.
La puerta del dormitorio de los niños estaba abierta. Allí dentro todo estaba manga por hombro. Los técnicos policiales lo habían revuelto más aún y ahora se veían también por toda la habitación las manchas negras del polvo para las huellas. Se sentó en medio del dormitorio con la cara vuelta hacia la pintada de la pared. Seguía pareciendo sangre a primera vista. «No los mereces».
Sabía que ella tenía razón, que no los merecía. Christian continuó mirando fijamente aquellas palabras, hasta que llegaron al fondo de su conciencia. Pensaba arreglarlo todo. Volvió a leer el mensaje en silencio. Era a él a quien buscaba. Y comprendió dónde quería verlo. Le daría lo que ella estaba reclamando.
—Vaya, ha sido un reencuentro supersónico. —Patrik alargó el brazo en busca del papel de cocina que estaba en la encimera y se secó la frente. Qué barbaridad, cómo sudaba. Debía de tener una pésima condición física, peor de lo habitual—. Veamos, la situación es la siguiente: Kenneth Bengtsson está en el hospital. Gösta y Martin nos contarán los detalles ahora mismo —dijo señalándolos—. Además, alguien ha entrado esta noche en la casa de Christian Thydell. Quienquiera que sea, no ha herido a nadie, pero ha escrito un mensaje con pintura roja en la pared del dormitorio de los niños. Toda la familia está conmocionada, como es lógico. Hemos de partir de la base de que nos enfrentamos a una persona que no se arredra ante nada y que, por tanto, puede ser peligrosa.
—Naturalmente, a mí me habría gustado participar en la intervención de esta mañana. —Mellberg se aclaró la garganta—. Pero, por desgracia, no se me informó.
Patrik decidió hacer caso omiso del comentario y continuó, con la mirada fija en Annika:
—¿Has conseguido algo de información sobre el pasado de Christian?
Annika vaciló un instante.
—Es posible, pero me gustaría volver a comprobar un par de cosas antes.
—De acuerdo —respondió Patrik dirigiéndose a Gösta y a Martin—. ¿Qué habéis averiguado en vuestra visita a Kenneth Bengtsson? ¿Y cómo está?
Martin miró inquisitivo a Gösta, que le indicó con un gesto que comenzara.
—Las heridas no son mortales pero, según el médico, está vivo de milagro. Tiene cortes muy profundos en brazos y piernas y si los vidrios hubiesen alcanzado alguna arteria, habría muerto allí mismo. La cuestión es lo que el autor del delito tenía en mente. Si él o ella solo quería herir a Kenneth o si fue un intento de asesinato.
Nadie parecía tener intención de ir a responder, y Martin prosiguió:
—Kenneth dijo que todo el mundo sabía que corría el mismo circuito todas las mañanas, casi a la misma hora. Así que, teniendo en cuenta eso, podemos considerar sospechosa a toda Fjällbacka.
—Pero no podemos dar por hecho que quien lo hizo es de aquí. Puede tratarse de alguien que esté de paso —intervino Gösta.
—Y en ese caso, ¿cómo sabía la persona en cuestión cuáles eran los hábitos de Kenneth? ¿No es eso indicio de que se trata de alguien del pueblo? —preguntó Martin.
Patrik reflexionó un instante.
—Pues… no sé, no creo que podamos descartar que sea alguien de fuera. Bastaría con observar a Kenneth unos días para constatar que es un hombre de costumbres. ¿Qué dijo Kenneth al respecto? —añadió Patrik—. ¿Tiene alguna idea de quién podría estar detrás de todo esto?
Gösta y Martin se miraron otra vez, pero en esta ocasión fue Gösta quien tomó la palabra:
—Dice que no tiene ni idea, pero tanto a Martin como a mí nos dio la impresión de que estaba mintiendo. Sabe algo, pero se lo guarda por alguna razón. Mencionó a una «ella».
—¿Ah, sí? —Patrik frunció el ceño—. Yo tengo la misma sensación cuando hablo con Christian, me oculta algo. Pero ¿qué será? Deberían ser los más interesados en aclarar esto. En el caso de Christian, también su familia se encuentra en peligro. Y Kenneth está convencido de que su mujer murió asesinada, aunque aún no hemos podido constatar que fuera así. Así que, ¿por qué no colaboran?
—Entonces ¿Christian no dijo nada? —Gösta separó con mucho cuidado las dos mitades de una galleta Ballerina y lamió la crema de turrón, mientras le pasaba la galleta por debajo de la mesa a Ernst, que se había tumbado a sus pies.
—No, no conseguí sacarle nada —respondió Patrik—. Estaba conmocionado, eso era obvio. Pero está totalmente empecinado en que no sabe quién ni por qué, y no tengo nada que pueda demostrar lo contrario. Solo una sensación, como la que os causó Kenneth. Insiste en seguir viviendo en casa. Por suerte, a Sanna y a los niños los ha enviado a casa de su cuñada en Hamburgsund. Espero que allí estén a salvo.
—Y los técnicos, ¿encontraron algo interesante? Les hablarías de la bayeta llena de pintura y del frasco, ¿no? —preguntó Gösta.
—Estuvieron allí un buen rato, desde luego. Y sí, se llevaron las cosas que encontraste en el sótano. Buen ojo, por cierto, de parte de Torbjörn. Pero, como de costumbre, tardaremos un tiempo en obtener algún resultado concreto. Pero voy a llamar a Pedersen para meterle un poco de prisa. Esta mañana no lo encontré. Espero que puedan darle prioridad a esto para que tengamos cuanto antes los resultados de la autopsia. Teniendo en cuenta cómo han ido agravándose los acontecimientos, no podemos permitirnos el lujo de perder el tiempo tontamente.
—Si prefieres que llame yo, dímelo. Para que la solicitud tenga más peso —dijo Mellberg.
—Gracias, intentaré hacerlo solo. Será difícil, pero haré cuanto esté en mi mano.
—Bueno, pero que sepas que me tienes aquí. Para apoyarte —remató Mellberg.
—Paula, ¿qué dijo la mujer de Christian? —Patrik se volvió hacia su colega. Habían vuelto juntos de Fjällbacka, pero el teléfono no dejó de sonar en todo el trayecto y no tuvo ocasión de preguntarle nada.
—No creo que sepa nada —respondió Paula—. Está desesperada y desconcertada. Y asustada. Tampoco creía que Christian supiera quién es el agresor, pero dudó un instante cuando lo dijo, de modo que me aventuro a pensar que no está segura del todo. Sería útil hablar con ella otra vez con más calma, cuando se le haya pasado un poco la conmoción. Por cierto que grabé nuestra conversación, si quieres puedes escucharla. Te he dejado la cinta en la mesa. Puede que tú oigas algo que a mí se me haya escapado.
—Gracias —dijo Patrik de nuevo, pero en esta ocasión lo decía de verdad. Siempre se podía confiar en Paula y era una suerte que participase en aquella investigación.
Miró a los integrantes del grupo.
—Bueno, pues entonces hemos terminado. Annika, tú sigue como acordamos, buscando información sobre los antecedentes de Christian, y nos veremos dentro de un par de horas. Yo pensaba ir con Paula a ver a Cia. Al final no llegamos a ir. Y ahora me parece más necesario todavía, después de los sucesos de esta mañana. La muerte de Magnus está relacionada con esto, estoy seguro.
Erica se sentó en una cafetería para poder leer las cartas tranquilamente. No tenía ningún escrúpulo a la hora de abrir las cartas de otra persona. Si a Christian le hubieran interesado, habría procurado dejarle a Janos Kovács la nueva dirección y solicitar el reenvío desde Correos.
Le temblaban las manos levemente cuando abrió la primera carta. Se había puesto los guantes finos de piel que solía llevar siempre en el coche. El sobre se resistía un poco y al intentar abrirlo con el cuchillo que había en la mesa, estuvo a punto de volcar el latte sobre las demás cartas. Se apresuró a cambiar el vaso de sitio y lo colocó a una distancia prudencial.
No reconoció la letra del sobre. No era la misma que la de las amenazas y adivinó que aquella parecía más la letra de un hombre que la de una mujer. Sacó el folio y lo desdobló. Y se quedó un poco sorprendida. Esperaba una carta, pero era un dibujo infantil. Al abrirlo, había quedado boca abajo, y ahora le dio la vuelta para observar el dibujo. Dos personas, dos monigotes. Uno grande y otro pequeño. El grande llevaba al pequeño de la mano y los dos estaban contentos. Aparecían rodeados de flores y el sol brillaba en la esquina derecha. Se hallaban sobre una cinta de color verde que representaría la hierba. Por encima del muñeco grande, alguien había escrito con letra irregular «Christian». Y, arriba del pequeño, «yo».
Erica cogió el café para tomar un sorbo. Notó que se le quedaba un bigote enorme de espuma y se lo limpió distraída con la manga del jersey. ¿Quién será «yo»? ¿Quién es esa personita que hay al lado de Christian?
Apartó de nuevo el café y cogió el resto de los sobres, que fue abriendo deprisa. Finalmente, se encontró con un puñado de dibujos. En su opinión, todos obra de la misma persona. Todos representaban dos figuras, una, «Christian» y la otra, «yo». Por lo demás, los motivos variaban. En uno, el monigote grande estaba en lo que parecía una playa, mientras que las manos y la cabeza del pequeño sobresalían del agua. En otro había edificios al fondo, entre otros, una iglesia. Solo en el último del montón había más figuras. Pero resultaba difícil distinguir cuántas. Formaban una unidad, un batiburrillo de brazos y piernas. Además, era más sombrío que los demás. No había ningún sol, ni flores. Al monigote grande lo habían relegado a la esquina izquierda.
Ya no tenía aquella boca sonriente y el monigote pequeño tampoco estaba contento. En la otra esquina no había más que un montón de rayas negras. Erica entornó los ojos tratando de distinguir qué era, pero estaba dibujado torpemente y no era posible ver lo que representaba.
Miró el reloj y pensó que tenía ganas de volver a casa. Había algo en el último dibujo que le había revuelto el estómago. No podía decir exactamente qué, pero la había alterado profundamente.
Erica se levantó como pudo. Decidió saltarse la cita con Göran. Se llevaría una desilusión, pero ya se verían en otro momento.
Se pasó todo el camino de regreso a Fjällbacka pensando. Las imágenes le pasaban veloces por la retina. El monigote grande, Christian, y el pequeño, yo. Tuvo el presentimiento de que aquel «yo» era la clave de todo aquello. Y solo una persona podía desvelar la identidad de aquel «yo». Mañana, a primera hora, iría a hablar con Christian. Esta vez no tendría más remedio que responder.
—Vaya, qué extraño. Precisamente iba a llamarte. —La voz de Pedersen sonó tan seca y correcta como siempre. Pero Patrik sabía que bajo aquella pantalla, el forense tenía sentido del humor. Lo había oído bromear en más de una ocasión, aunque no con frecuencia.
—¿Ah, sí? Y yo que pensaba meteros un poco de prisa. Necesitamos algún resultado. Lo que sea que pueda ayudarnos a avanzar un poco.
—Bueno, pues no sé lo útil que será. Pero hice lo posible por adelantar las autopsias de vuestro caso. Acabamos con Magnus Kjellner ayer, bastante tarde, y ahora mismo he terminado con Lisbet Bengtsson.
Patrik se imaginaba a Pedersen sentado mientras hablaba por teléfono, con la bata llena de sangre y con el auricular en la mano enguantada.
—¿Qué habéis encontrado?
—En primer lugar, lo evidente, que a Kjellner lo asesinaron. Bastaba la simple inspección ocular del cadáver, pero nunca se sabe. A lo largo de los años me he encontrado con una serie de casos en que las víctimas presentaban heridas post mórtem, pero la causa de la muerte era totalmente natural.
—Ya, pero no era este el caso, ¿no?
—No, desde luego. La víctima presentaba una serie de cortes en el pecho y el estómago, infligidas con un objeto afilado, seguramente un cuchillo. Eso fue, sin duda, lo que le causó la muerte. Le atacaron de frente y presentaba heridas defensivas en las manos y bajo los brazos.
—¿Algún dato sobre el tipo de cuchillo?
—La verdad, no quisiera especular, pero a juzgar por las heridas, diría que se trata de un cuchillo de hoja lisa. Y… —el forense hizo una pausa de efecto— diría que se trata de algún tipo de navaja de pesca —declaró Pedersen satisfecho.
—¿Cómo puedes saberlo? —preguntó Patrik—. Debe de haber miles de modelos de navaja.
—Sí, y en realidad, no puedo decir que se trate de una navaja de pesca, pero sí que la habían utilizado para limpiar pescado.
—De acuerdo, pero ¿cómo has podido averiguarlo? —La impaciencia lo corroía por dentro y Patrik habría preferido que Pedersen no hubiese tenido aquella inclinación por los efectos dramáticos. El forense contaba con toda su atención.
—Porque encontré escamas de pescado —respondió Pedersen.
—¿Cómo? ¿Dónde? ¿Cómo podían quedar escamas, si el cuerpo llevaba tanto tiempo en el agua? —Patrik notó que se le aceleraba el pulso. Tenía tantas ganas de conseguir algo, cualquier cosa que les diera una pista con la que seguir adelante.
—La mayor parte habrá desaparecido en el agua, seguramente, pero encontré algunas hundidas en las heridas. Las he mandado analizar, por si se puede establecer la clase de pescado. Espero que os sea de utilidad.
—Sí, claro, seguro que sí —dijo Patrik, aunque comprendió que aquella información no tendría mucho sentido. A fin de cuentas, se encontraban en Fjällbacka, un pueblo donde las escamas de pescado no eran nada extraordinario.
—¿Algo más sobre Kjellner?
—Nada de particular. —Pedersen pareció desilusionado al ver que Patrik no mostraba más entusiasmo por su hallazgo—. Lo apuñalaron y murió, seguramente en el acto. Debió de sangrar una barbaridad. Dejaría el lugar del crimen como un matadero. Aclarar esa parte es trabajo vuestro. Te enviaré el informe por fax, como siempre.
—¿Y Lisbet? ¿Qué has averiguado sobre ella?
—Murió de muerte natural.
—¿Estás seguro?
—Practiqué la autopsia muy a conciencia. —Pedersen parecía ofendido y Patrik se apresuró a añadir:
—O sea, lo que estás diciendo es que no la asesinaron, ¿verdad?
—Correcto —respondió Pedersen, aún con un resto de frialdad—. Para ser sincero, es un milagro que viviera tanto tiempo. El cáncer se había extendido por casi todos los órganos vitales. Lisbet Bengtsson estaba muy enferma. Sencillamente, se murió.
—Así que Kenneth estaba equivocado —dijo Patrik como hablando consigo mismo.
—¿Cómo?
—No, nada. Estaba pensando en voz alta. Gracias por darle prioridad a esto. En estos momentos, necesitamos toda la ayuda posible.
—¿Tan mal está la cosa? —preguntó Pedersen.
—Sí, tú lo has dicho, tan mal está.