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—¡Aparta, gordinflón!

Los niños chocaban con él a propósito cuando iban por el pasillo. Él intentaba evitarlos, hacerse tan invisible en la escuela como lo era en casa. Pero no funcionaba. Era como si hubiesen estado esperando a alguien como él, a alguien que llamara la atención, para tener una víctima con la que ensañarse. Él lo comprendía. Todas aquellas horas de lectura le habían ayudado a saber más, a comprender más que ninguna persona de su edad. En las clases era brillante y los profesores lo adoraban. Pero ¿de qué servía, cuando no era capaz de darle patadas al balón, de correr rápido ni de escupir lejos? Eran las cosas que contaban, las habilidades que tenían importancia.

Iba despacio camino a casa. Miraba todo el tiempo a su alrededor por si había alguien acechando. Por suerte, la escuela quedaba cerca. Aquel camino lleno de peligros era corto, por lo menos. Solo tenía que bajar por Håckebacken, girar a la izquierda hacia el muelle que daba a Badholmen y allí estaba la casa. La casa que habían heredado de La bruja.

Su madre aún la llamaba así. La llamaba así cada vez que, con sumo placer, salía a tirar alguna de sus cosas al contenedor que colocaron en el jardín cuando se mudaron.

—Esto tendría que verlo La bruja. Sus sillas preferidas, fuera con ellas —decía sin dejar de limpiar y ordenar, como si se hubiera vuelto loca—. Aquí va la porcelana de tu abuela, ¿lo ves?

Él nunca supo por qué aquella mujer se había convertido en La bruja, por qué su madre estaba tan enfadada con ella. En una ocasión, intentó preguntarle a su padre, pero él murmuró algo ininteligible por respuesta.

—¿Ya estás en casa? —Su madre estaba peinando a Alice cuando él entró por la puerta.

—Hemos terminado a la hora de siempre —dijo sin responder a la sonrisa de Alice—. ¿Qué hay para cenar?

—Con la pinta que tienes, se diría que has comido para el resto del año. Hoy no cenas. Tendrás que tirar de la grasa que ya tienes.

No eran más de las cuatro. Ya podía sentir el hambre que iba a pasar, pero por la expresión de su madre supo que no valía la pena protestar.

Subió a su habitación, cerró la puerta y se tumbó en la cama con un libro. Metió esperanzado la mano por debajo del colchón. Con un poco de suerte, se le habría escapado algo de lo que escondía, pero allí no había nada. Era muy hábil. Siempre encontraba su reserva de comida y golosinas, dondequiera que la escondiese.

Unas horas después, el estómago se quejaba sonoramente. Tenía tanta hambre que estaba a punto de llorar. De abajo ascendía el aroma a bollos, sabía que su madre los estaba haciendo de canela solo para que el olor lo volviese loco de hambre. Olfateó el aire, se volvió de lado y hundió la nariz en el almohadón. A veces pensaba en huir. De todos modos, a nadie le importaría. Posiblemente Alice lo echase de menos, pero a él eso le daba igual. Alice la tenía a ella.

Ella dedicaba a Alice todo su tiempo libre. ¿Por qué no la miraba Alice con adoración a ella, en lugar de a él? ¿Por qué daba por hecho aquello por lo que él habría dado cualquier cosa?

Debió de dormirse, porque lo despertaron unos golpecitos en la puerta. Se le había caído el libro en la cara y debió de babear mientras dormía, porque el almohadón estaba empapado de saliva. Se secó la cara con la mano y se levantó adormilado para abrir la puerta. Allí estaba Alice. Tenía en la mano un bollo. Se le hacía la boca agua, pero dudaba. Su madre iba a enfadarse si descubría que Alice le llevaba comida a escondidas.

Alice lo miraba con los ojos muy abiertos. Le rogaba que la mirase y que la quisiera. Una imagen le vino a la mente. La imagen y la sensación de un cuerpo de bebé mojado y resbaladizo. Alice mirándolo fijamente sumergida en el agua. Cómo estuvo manoteando hasta que dejó de moverse por completo.

Cogió el bollo rápidamente y le cerró la puerta en las narices. Pero de nada sirvió. Los recuerdos seguían allí.