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Tenía diez años cuando todo cambió. En realidad, a aquellas alturas ya se había adaptado muy bien. No era feliz o, al menos, no como pensó que lo sería la primera vez que vio a aquella madre tan guapa, o como lo fue antes de que Alice empezara a crecerle en la barriga. Pero tampoco era desgraciado. Tenía un lugar en la vida, se perdía soñando en el mundo de los libros y se había conformado con eso. Y la grasa que había acumulado lo protegía, era una armadura contra lo que lo corroía por dentro.

Alice lo seguía queriendo tanto como antes. Lo seguía como una sombra, pero no hablaba mucho, lo que a él le venía de maravilla. Si necesitaba algo, allí estaba Alice. Si tenía sed, ella le traía agua enseguida, si quería comer algo, se escurría hacia la despensa y cogía las galletas que su madre había escondido.

Su padre aún lo miraba de un modo extraño de vez en cuando, pero ya no lo vigilaba. Alice era ya una niña grande, tenía cinco años. Finalmente, había aprendido a hablar y a caminar, pero solo se parecía a los demás niños si se quedaba quieta y callada. Entonces era tan bonita que la gente se detenía a mirarla igual que cuando era pequeña y la llevaban en el cochecito. Pero cuando se movía o empezaba a hablar, la gente se alejaba mirándola con compasión y meneando la cabeza.

El médico dijo que nunca se pondría bien. Claro que no le permitieron acompañarlos, a él nunca lo dejaban ir a ningún sitio, pero no había olvidado cómo se arrastran los indios cuando avanzan sigilosos. Se movía por la casa sin hacer el menor ruido y siempre estaba atento a lo que decían. Los oía discutir y sabía todo lo que decían de Alice. La que más hablaba era su madre. Ella era quien llevaba a Alice a la consulta de todos aquellos médicos para dar con un nuevo tratamiento, algún método o algún tipo de entrenamiento que ayudase a Alice a conseguir movimientos, habla y capacidades más acordes con su aspecto.

De él no hablaban nunca. Eso fue algo que también descubrió escuchando a hurtadillas. Era como si él no existiera, solo ocupaba un espacio. Pero había aprendido a vivir con ello. Las pocas veces que aquello le causaba dolor, pensaba en aquel perfume y en aquello que ya empezaba a entender como una historia maligna. Un recuerdo lejano. Eso le bastaba para poder vivir como un ser invisible para todos, salvo para Alice. Ahora que él había conseguido que fuese una niña buena.

Una llamada telefónica lo cambió todo. La bruja había muerto y la casa era ahora de su madre. La casa de Fjällbacka. No habían estado allí desde que nació Alice, desde aquel verano que pasaron en la caravana, cuando él lo perdió todo. Ahora se mudarían allí. Fue su madre quien lo decidió. Su padre intentó oponerse, pero, como de costumbre, nadie le prestó atención.

A Alice no le gustó el cambio. Ella quería que todo siguiera como siempre, todos los días lo mismo, siempre las mismas rutinas. De modo que, una vez embaladas todas sus cosas, cuando todos estaban ya en el coche y su padre al volante, Alice se volvió, pegó la nariz a la luna trasera y no dejó de mirar la casa hasta que desapareció de su vista. Luego volvió a mirar al frente y se acurrucó a su lado. Apoyó la mejilla en su hombro y, por un instante, consideró la posibilidad de consolarla, de darle una palmadita en la cabeza o de cogerle la mano. Pero no lo hizo.

Alice permaneció así, apoyada en su hombro, todo el camino hasta Fjällbacka.