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La niña seguía exigiendo mucho. Su madre dedicaba horas a entrenarla, a flexionarle las articulaciones, a practicar con dibujos y música. Una vez que hubo aceptado la realidad, removió cielo y tierra. Alice no estaba bien.

Pero él ya no se enfadaba tanto. Ya no odiaba a su hermana por todo el tiempo que le exigía a su madre. Porque ya se le había borrado el triunfo de los ojos. La niña era tranquila y silenciosa. Pasaba el tiempo sola, jugando con algo, repitiendo el mismo movimiento durante horas, mirando por la ventana o sencillamente, mirando la pared, viendo algo que solo ella podía ver.

Aprendía cosas. Primero, a estar sentada. Luego, a gatear. Luego a caminar. Exactamente igual que otros niños. Solo que a Alice le llevó mucho más tiempo.

De vez en cuando, con Alice en medio, se encontraba con la mirada de su padre. Por un instante, brevísimo, cruzaban la mirada y él veía en los ojos de su padre algo que no sabía interpretar. Pero se daba cuenta de que lo vigilaba, de que vigilaba a Alice. Y él quería decirle que no era necesario. ¿Por qué iba a hacerle daño, con lo buena que era ahora?

No la quería. Él solo quería a su madre. Pero la toleraba. Alice era un elemento en su mundo, una parte minúscula de su realidad, como el rumor de la tele, la cama en la que se acurrucaba por la noche o el crujir de los periódicos que leía su padre. Era un elemento igual de cotidiano y de insignificante.

En cambio Alice lo adoraba a él. No conseguía entenderlo. ¿Por qué lo había elegido a él, en lugar de a su madre, con lo guapa que era? Se le encendía la cara cuando lo veía y solo él era capaz de hacer que Alice extendiera los brazos para que la cogiera y la abrazara. Por lo demás, no le gustaba que la tocaran. Normalmente, se encogía y se zafaba cuando su madre quería acariciarla y cogerla en brazos. Él no se lo explicaba. Si su madre hubiera querido acariciarlo y cogerlo de aquel modo, él se habría hundido en su regazo, habría cerrado los ojos y no se habría alejado de ella jamás.

El amor incondicional de Alice lo desconcertaba. Aun así, le proporcionaba cierta satisfacción el hecho de que alguien lo quisiera. A veces ponía a prueba su amor. Los pocos instantes en que su padre se olvidaba de vigilarlos, cuando iba al baño o a la cocina para coger algo, solía comprobar hasta dónde se extendía el amor de su madre, para ver cuánto podía hacerla sufrir antes de que se le extinguiera la luz de los ojos. A veces la pellizcaba, otras veces le tiraba del pelo. En una ocasión le quitó el zapato y le arañó la planta del pie con aquella navaja que se había encontrado y que siempre llevaba en el bolsillo.

En realidad, a él no le gustaba hacerle daño, pero sabía lo superficial que podía ser el amor, lo fácil que podía esfumarse. Totalmente fascinado, comprobaba que Alice nunca lloraba, ni siquiera se lo reprochaba con la mirada. Simplemente, lo aguantaba. En silencio, con los ojos claros fijos en él.

Y tampoco reparó nadie en los cardenales y las heridas que le aparecían por el cuerpo. Alice siempre andaba dándose golpes, cayéndose, chocándose con esto o con lo otro y cortándose. Era como si se moviera con unos segundos de retraso y no solía reaccionar hasta que no estaba ya en medio de algún accidente. Pero tampoco entonces lloraba.

No se le notaba nada por fuera. Hasta él tenía que admitir que parecía un ángel. Cuando su madre salía a la calle con el cochecito —algo para lo que, en realidad, era demasiado mayor, pero que había que hacer, puesto que era tan lenta caminando—, la gente siempre hacía comentarios sobre su físico.

—¡Qué niña tan bonita! —gorjeaban. Se inclinaban, la miraban con ojos hambrientos, como si quisieran absorber su dulzura. Y él miraba entonces a su madre, para ver cómo irradiaba orgullo durante un segundo, para verla erguirse y asentir.

El instante se estropeaba al final. Alice extendía los brazos hacia sus admiradores con aquellos movimientos torpes e intentaba decir algo, pero las palabras se distorsionaban y le colgaba un hilillo de saliva de la comisura de los labios. Entonces retrocedían. Miraban a la madre, primero horrorizados y luego compasivos, mientras se le borraba del semblante todo rastro de orgullo.

A él nunca lo miraban siquiera. Él no era más que alguien que iba detrás de su madre y de Alice, si es que lo dejaban ir con ellas. Una masa obesa y amorfa a la que nadie dedicaba el menor pensamiento. Pero eso a él no le importaba. Era como si el enojo, lo que le ardía en el pecho, hubiera muerto en el instante en que el agua envolvió la cara de Alice. Ni siquiera notaba el olor en la nariz. Aquel aroma dulzón había desaparecido, como si nunca hubiera existido. También había desaparecido con el agua. Quedaba el recuerdo. No como recuerdo de algo real, sino más bien como la sensación de algo pretérito. Él era ya otro. Alguien que sabía que su madre ya no lo quería.