Cuando llegó a casa todo estaba en silencio. Lisbet estaría dormida. Pensó ir a verla primero, pero no quería arriesgarse a despertarla, por si acababa de dormirse. Más valía pasar a la habitación antes de marcharse. Necesitaba dormir, cuanto más, mejor.
Kenneth se detuvo un momento en el recibidor. Aquel era el silencio con el que no tardaría en tener que convivir. Claro que él había estado solo en la casa con anterioridad. Lisbet se implicaba muchísimo en su labor docente y se quedaba a menudo trabajando hasta tarde. Pero el silencio que reinaba cuando llegaba a casa antes que ella era diferente. Era un silencio prometedor, lleno de la esperanza del momento en que se abriera la puerta y ella entrara:
—Hola, cariño, ya estoy en casa.
Jamás volvería a oír aquellas palabras. Lisbet saldría de la casa y no volvería jamás.
De repente, la tristeza se apoderó de él. Invertía tanta energía en mantenerla a raya y en no entristecerse de antemano… Pero ahora no pudo más. Apoyó la frente en la pared y notó las lágrimas. Y las dejó salir, lloró en silencio y las lágrimas le caían en los pies. Por primera vez se permitió sentir cómo sería la vida cuando ella no estuviera. En cierto modo, ya era así. El amor que le profesaba seguía siendo inmenso, pero diferente. Porque la Lisbet que yacía en la cama de la habitación de invitados era solo una sombra de la mujer a la que él quería. Ella ya no existía y él lloraba su pérdida.
Así pasó un buen rato, con la frente apoyada en la pared. Las lágrimas fueron cesando. Cuando cesaron del todo, respiró hondo, levantó la cabeza y se secó las mejillas con la mano. Ya estaba bien. No podía permitirse más.
Se dirigió al despacho. Tenía las cartas en el primer cajón. El primer impulso fue tirarlas a la papelera, no hacerles caso, pero algo se lo impidió. Y la noche anterior, cuando la cuarta misiva apareció en su casa, se alegró de haberlas conservado. Ahora comprendía que debía tomárselas en serio. Alguien quería hacerle daño.
Sabía que debería habérselas entregado a la Policía de inmediato y no haberse dejado llevar por el miedo a perturbar a Lisbet mientras esperaba la muerte apaciblemente. Debería haberla protegido tomándose aquellas amenazas en serio. Suerte que había tomado conciencia a tiempo, que Erik le había hecho tomar conciencia a tiempo. Si algo le hubiese ocurrido a Lisbet solo porque él no hubiera reaccionado, como de costumbre, no se lo perdonaría jamás.
Cogió los sobres temblando, cruzó sigilosamente el recibidor hasta la cocina y los metió en una bolsa de plástico normal y corriente, de tres litros. Sopesó la posibilidad de marcharse sin más, para no despertarla, pero no pudo contener las ganas de ver cómo se encontraba. De comprobar que todo estaba en orden, verle la cara y cerciorarse, o eso esperaba, de que descansaba tranquilamente.
Abrió muy despacio la puerta del cuarto de invitados, que se deslizó sin hacer ruido mientras él iba viendo cada vez una porción mayor del cuerpo de Lisbet. Estaba dormida. Tenía los ojos cerrados y él fue observando cada uno de los rasgos, cada parte de la cara. Delgada, con la piel ajada, pero aún tan guapa.
Dio unos pasos y entró en la habitación, no pudo contener el deseo de tocarla. Pero de pronto notó que había algo raro. Lisbet tenía el aspecto que solía tener cuando dormía y, aun así, Kenneth comprendió qué le había llamado la atención. Era tal el silencio, no se oía nada. Ni siquiera la respiración.
Kenneth se abalanzó sobre la cama. Le puso los dedos en el cuello, luego en la muñeca izquierda, tanteando aquí y allá mientras deseaba con todas sus ansias encontrar el pulso vital. Pero fue en vano, no encontró nada. En la habitación reinaba el silencio y, en el cuerpo de Lisbet, la calma total. Lo había dejado solo.
Oyó un hipido, como de un animal. Un sonido gutural, desesperado. Y comprendió que procedía de su propia garganta. Se sentó en la cama y levantó el cuerpo de su mujer, con mimo, como si aún pudiera sentir dolor.
La cabeza le pesaba apoyada en la rodilla. Le acarició la mejilla y notó que las lágrimas acudían de nuevo. El dolor irrumpió con una fuerza que borraba cuanto había sentido con anterioridad, todo lo que conocía del sufrimiento. Era una tristeza física que se le propagaba por todo el cuerpo y le retorcía todos y cada uno de los nervios. Aquel suplicio lo hizo lanzar un grito que resonó en la estrechura de la habitación, rebotando primero contra el edredón estampado y contra la palidez del papel pintado de las paredes, y luego contra él mismo.
Lisbet tenía las manos cruzadas sobre el pecho y él se las separó despacio. Quería cogerle la mano una última vez. Notó aquella piel áspera rozando la suya. Una piel que, a causa del tratamiento, había perdido la suavidad, aunque le resultaba igual de familiar que antes.
Se llevó la mano a la boca. Apretó los labios con un beso mientras las lágrimas humedecían las manos de los dos, fundiéndolas. Cerró los ojos y el sabor salado de las lágrimas se mezcló con el olor de ella. Habría querido quedarse así siempre, no soltarla nunca, pero sabía que era imposible. Lisbet ya no era suya, ya no estaba allí, y debía dejarla ir. Ya no sufría, había cesado el dolor. El cáncer había vencido y, al mismo tiempo, había perdido, pues moriría con ella.
Le soltó la mano, la dejó cuidadosamente junto al costado. La mano derecha seguía como cruzada con la izquierda y Kenneth la levantó para extenderla también.
A medio camino, se quedó paralizado. Tenía algo en la mano, algo blanco. El corazón empezó a latirle con fuerza. Quería volver a cerrarle la mano y ocultar lo que sujetaba, pero no podía. La abrió temblando y el papel blanco cayó sobre el edredón. Estaba doblado y ocultaba el mensaje, pero él estaba seguro, notaba la presencia de la maldad en la habitación.
Kenneth cogió la nota. Dudó un instante y la leyó.
Anna acababa de irse cuando sonó el timbre. En un primer momento, Erica pensó que quizá fuese ella, que se le habría olvidado algo, pero Anna no solía molestarse en futilidades como la de esperar en la puerta, sino que abría y entraba directamente.
Erica dejó las tazas que había empezado a retirar y fue a abrir.
—¿Gaby? ¿Tú por aquí? —Se hizo a un lado e invitó a pasar a la directora de la editorial que, en esta ocasión, iluminaba el gris del paisaje invernal con un abrigo en color turquesa chillón y unos pendientes enormes que despedían destellos dorados.
—Vengo de Gotemburgo, donde tenía una reunión, y he pensado que podía pasarme por aquí a charlar un rato contigo.
¿Pasarse por allí? Era un viaje de hora y media de ida, y de vuelta, y ni siquiera había llamado para asegurarse de que Erica estuviera en casa. ¿Qué podía ser tan urgente?
—Me gustaría hablar contigo de Christian —dijo Gaby en respuesta a la pregunta que Erica no había llegado a formular, y entró en el recibidor—. ¿Tienes café?
—Eh… sí, claro.
Como de costumbre, ver a Gaby era como verse arrollada por un tren. No se molestó en quitarse las botas, sino que se las limpió ligeramente en la alfombra antes de entrar repiqueteando sobre el suelo de madera con aquellos tacones afilados. Erica echó una mirada de preocupación a los hermosos listones de madera abrillantados y confió en que no quedasen deslucidos por las marcas. Porque no creía que valiese la pena decirle nada a Gaby. Erica no recordaba haberla visto sin zapatos una sola vez y se preguntó si Gaby se quitaría los zapatos para irse a dormir, al menos.
—Qué… agradable es esto —comentó Gaby con una amplia sonrisa. Pero Erica advirtió el horror que afloraba a los ojos de la editora ante el lío de los juguetes revueltos, la ropa de Maja, los papeles de Patrik y todos los chismes que andaban esparcidos por la planta baja. Cierto era que Gaby había estado en su casa con anterioridad, pero entonces Erica había tenido noticia de su visita y había ordenado antes.
La editora retiró unas migas de la silla antes de sentarse junto a la mesa de la cocina. Erica se apresuró a coger una bayeta para limpiar la mesa, que no había tocado ni después del desayuno ni después del café con Anna.
—Mi hermana acaba de irse —explicó retirando la tarrina de helado vacía.
—Sabrás que eso de que se puede comer por dos es un mito, ¿no? —dijo Gaby observando la inmensa barriga de Erica.
—Ummm —respondió Erica mordiéndose la lengua para no dejarse caer con ningún comentario mordaz. Gaby no tenía fama de ser una persona considerada. Y su esbelta figura era el resultado de una alimentación estricta y de duras sesiones con un entrenador personal en Sturebadet, tres veces por semana. Tampoco presentaba las huellas de ningún parto. Su carrera había sido siempre su prioridad.
Con la intención de ponerla en un compromiso, Erica sirvió una bandeja de galletas y la empujó hacia Gaby.
—Acompañarás el café con unas galletitas, ¿no? —Vio cómo Gaby se debatía entre su deseo de ser educada y unas ganas desesperadas de decir que no. Al final, llegó a una solución de compromiso.
—Me tomaré media, si no te importa. —Gaby partió la galleta con mucho cuidado y puso cara de ir a llevarse a la boca una cucaracha.
—Querías hablar de Christian, ¿no? —preguntó Erica, sin poder evitar la curiosidad.
—Sí, no sé qué mosca le ha picado. —Gaby parecía aliviada una vez superado el suplicio de la galleta, que tragó con un buen sorbo de café—. Dice que se niega a seguir con la promoción del libro, pero no puede hacer tal cosa. ¡No es profesional!
—Bueno, parece que se ha tomado muy a pecho los artículos en la prensa —contestó Erica discretamente, de nuevo llena de remordimientos por su participación en aquel asunto.
Gaby hizo un aspaviento con aquella mano de uñas perfectas.
—Sí, claro, y desde luego, es comprensible. Pero son cosas que la gente olvida enseguida, y al libro le ha proporcionado un impulso increíble. La gente siente curiosidad por él y por su novela. Quiero decir que, a fin de cuentas, es Christian el principal beneficiado. Además, debería ser consciente de que hemos invertido grandes cantidades de tiempo y de dinero en su lanzamiento. Y esperamos que nos corresponda.
—Sí, claro —murmuró Erica, aunque no estaba segura de cuál era su opinión al respecto. Por un lado, comprendía a Christian, debía de ser espantoso ver tu vida privada expuesta de aquella manera. Por otro, Gaby tenía razón, esas historias perdían vigencia enseguida. Christian se encontraba en los albores de su carrera literaria y, seguramente, toda la atención que ahora le dedicaban los medios de comunicación sería beneficiosa durante muchos años.
—¿Y por qué quieres hablar de eso conmigo? —añadió en tono cauto—. ¿No deberías hablarlo con Christian?
—Tuvimos una reunión ayer —respondió Gaby concisa—. Y puede decirse que no se desarrolló como debía. —Apretó los labios, como para subrayar su afirmación, y Erica comprendió que, con toda probabilidad, la cosa se habría descontrolado.
—Vaya, qué lástima. Pero claro, en estos momentos, Christian se siente muy presionado, me parece, y creo que habría que ser un poco indulgente…
—Lo comprendo, pero al mismo tiempo, yo dirijo un negocio y tenemos un contrato. Aunque sus obligaciones en lo que a prensa, promoción y esas cosas se refiere no se recogen con detalle, se sobreentiende que podemos esperar de él cierta colaboración. Hay autores que pueden permitirse el lujo de comportarse como eremitas y apartarse de aquello que consideran indigno de ellos. Pero los que lo consiguen se han ganado ya un nombre y cuentan con un público numeroso. Christian se encuentra aún lejos de esa situación. Puede que la alcance, pero uno no se hace escritor de la noche a la mañana, y con el éxito inicial cosechado con La sombra de la sirena, me parece que es su obligación, tanto para consigo mismo como para con la editorial, avenirse a ciertos sacrificios. —Gaby hizo una pausa y clavó la mirada en Erica—. Y confiaba en que tú podrías explicárselo.
—¡¿Yo?! —Erica no sabía qué decir. No estaba muy segura de ser la persona adecuada para convencer a Christian de que se arrojase de nuevo a los lobos, puesto que había sido ella quien se los había echado encima por primera vez—. Pues no sé si sería… —calló mientras buscaba una forma diplomática de decirlo, pero Gaby la interrumpió:
—Bien, pues entonces, quedamos en eso. Irás a verlo y le explicarás cuáles son nuestras expectativas.
—¿Qué…? —Erica miraba a Gaby preguntándose qué parte de su respuesta habría podido interpretarse como afirmativa. Pero Gaby había empezado a levantarse. Se alisó la falda, cogió el bolso y se lo colgó del hombro.
—Gracias por el café y por la charla. Es estupendo que tú y yo podamos colaborar tan bien. —Se inclinó y le dio a Erica dos besos sin rozarla, antes de encaminarse taconeando hacia la puerta.
»No te molestes, sé dónde está la salida —gritó desde el recibidor—. Adiós.
—Adiós —respondió Erica despidiéndola con la mano. No solo se sentía como si la hubiese arrollado un tren, sino además, como si la hubiese aplastado por completo.
Patrik y Gösta iban en el coche. Solo habían pasado cinco minutos desde que recibieron la llamada. Kenneth Bengtsson apenas podía articular palabra al principio pero, al cabo de unos minutos, Patrik logró entender lo que le decía. Que habían asesinado a su mujer.
—¿Qué demonios está ocurriendo, eh? —Gösta meneaba la cabeza y, como de costumbre cuando era Patrik quien conducía, se agarraba bien a la agarradera que había encima de la ventanilla—. ¿Tienes que pisarle tanto en las curvas? Voy como pegado a la ventanilla.
—Lo siento. —Patrik redujo un poco, pero el pie no tardó en presionar de nuevo el acelerador—. ¿Que qué pasa? Pues sí, eso me pregunto yo también —dijo tranquilamente echando un vistazo por el retrovisor para asegurarse de que Paula y Martin los seguían.
—¿Qué te ha dicho? ¿Ella también tenía heridas de arma blanca? —quiso saber Gösta.
—La verdad, no pude sacarle mucho en claro. Parecía totalmente conmocionado. Solo dijo que había llegado a casa y que había encontrado a su mujer asesinada.
—Por lo que yo sé, tampoco es que le quedase mucho… —dijo Gösta. Detestaba todo lo relacionado con las enfermedades y con la muerte, y se había pasado la mayor parte de su vida esperando que le diagnosticasen cualquier enfermedad mortal. Lo único que le interesaba era hacer tantos recorridos de golf como le fuera posible, antes de que eso ocurriera. Y, en aquellos momentos, Patrik parecía mejor candidato que él para caer enfermo.
—Por cierto que tú no tienes muy buen aspecto.
—Hay que fastidiarse, lo pesado que estás con ese tema, oye —replicó Patrik enojado—. A ti me gustaría verte sacando adelante trabajo y niños pequeños a la vez. No tener nunca tiempo de nada, no poder dormir como es debido. —Patrik lamentó sus palabras en el mismo momento en que las soltó como un torrente. Sabía que el dolor más grande en la vida de Gösta era, precisamente, aquel hijo que había perdido poco después del parto—. Perdona, no ha sido muy acertado —dijo.
Gösta asintió.
—No pasa nada —asintió Gösta.
Guardaron silencio unos instantes, oyendo solo el ruido de los neumáticos al avanzar rozando la carretera nacional en dirección a Fjällbacka.
—Qué bien lo de Annika y la pequeña —dijo Gösta finalmente con expresión más relajada.
—Sí, pero una espera demasiado larga —contestó Patrik, aliviado de poder cambiar de tema.
—Ya, es increíble que tarde tanto. Yo no tenía ni idea. La niña está, ¿cuál es el problema? —Gösta sentía casi la misma frustración que Annika y Lennart.
—Burocracia —respondió Patrik—. Y, en cierto modo, hay que estar agradecido de que lo comprueben todo tan bien y no entreguen a los niños a cualquiera.
—Ya, claro, en eso tienes razón.
—Bueno, pues ya hemos llegado. —Patrik giró hasta aparcar delante de la casa de la familia Bengtsson. Un segundo después, se detuvo también el coche de policía con Paula al volante y, cuando apagaron el motor, lo único que se oía era el murmullo del bosque.
Kenneth Bengtsson abrió la puerta. Estaba pálido y parecía desconcertado.
—Patrik Hedström —se presentó estrechándole la mano—. ¿Dónde está? —Les indicó a los demás que aguardasen fuera. Si todos pisoteaban el lugar, podrían perjudicar la investigación técnica. Kenneth sujetó la puerta y señaló hacia dentro.
—Ahí. Yo… ¿puedo quedarme aquí?
Patrik advirtió su mirada ausente.
—Espera con mis colegas, entraré yo —dijo haciéndole a Gösta una señal para que se hiciera cargo del cónyuge de la víctima. El talento de Gösta como policía dejaba mucho que desear por lo demás, pero tenía buena mano con las personas y Patrik sabía que Kenneth estaría seguro con él. Además, pronto llegaría el personal forense. Los había llamado antes de salir de la comisaría, de modo que el furgón no podía tardar mucho.
Patrik entró despacio en el recibidor y se quitó los zapatos. Echó a andar en la dirección que le había señalado Kenneth, suponiendo que se había referido a la puerta que había al final del pasillo. Estaba cerrada y Patrik se detuvo con la mano en el aire. Podía haber huellas. Empujó el picaporte con el codo y abrió la puerta cargando sobre ella el peso del cuerpo.
La halló tumbada en la cama con los ojos cerrados y las manos a los lados. Se diría que estaba durmiendo. Se acercó un par de pasos más para buscar algún tipo de lesión en el cadáver. No había ni sangre ni heridas. En cambio, sí se apreciaban claramente los estragos de la enfermedad. El esqueleto se perfilaba debajo de la piel tensa y seca y la cabeza parecía pelada debajo del pañuelo. Se le encogía el corazón ante la sola idea de lo que había tenido que sufrir, de lo que habría sufrido Kenneth al verse obligado a ver a su mujer en aquel estado. Pero no había nada que indicase que no hubiera fallecido mientras dormía. Retrocedió y salió despacio de la habitación.
Cuando volvió a salir al frío de la calle, vio a Gösta hablando con Kenneth, intentando tranquilizarlo mientras Paula y Martin ayudaban al conductor del furgón a aparcar marcha atrás ante la entrada.
—Acabo de verla —le dijo Patrik a Kenneth en voz baja y poniéndole la mano en el hombro—. Y no veo nada que indique que la hayan asesinado, como nos dijiste por teléfono. Por lo que tengo entendido, estaba muy enferma, ¿no?
Kenneth asintió en silencio.
—¿Y no te parece más verosímil que, sencillamente, haya fallecido mientras dormía?
—No, la han asesinado. —Kenneth lo miró con vehemencia.
Patrik intercambió una mirada con Gösta. No era insólito que, bajo los efectos de la conmoción, algunas personas reaccionasen de forma atípica y dijeran cosas extrañas.
—¿Por qué piensas eso? Ya te digo que acabo de verla y el cadáver no presenta lesiones, ni ninguna otra pista que indique algo… anormal.
—¡Te digo que la han asesinado! —insistió Kenneth, y Patrik empezó a comprender que no podía hacer más por el momento. Le pediría al personal forense que le echase un vistazo al hombre.
—¡Mira! —Kenneth sacó algo del bolsillo y se lo entregó a Patrik, que lo cogió sin pensar. Era una pequeña nota de color blanco, doblada por la mitad. Patrik lo miró inquisitivo y la desdobló. Con tinta negra y letra elegante, decía: «Conocer la verdad sobre ti la ha matado».
Patrik reconoció la letra enseguida.
—¿Dónde la has encontrado?
—La tenía en la mano. Se la he quitado de la mano. —Kenneth no podía articular palabra.
—¿Y no la habrá escrito ella misma? —Era una pregunta innecesaria, pero Patrik quiso hacerla y despejar cualquier duda. En realidad, ya sabía la respuesta. Era la misma letra. Y aquellas sencillas palabras transmitían la misma maldad que la carta que Erica le había cogido a Christian.
Tal y como esperaba, Kenneth meneó la cabeza.
—No —dijo sosteniendo algo que Patrik no le había visto en la mano hasta el momento—. Lo escribió la misma persona que ha enviado esto.
A través del plástico transparente se veían unos sobres blancos. La dirección estaba escrita con tinta negra y con letra elegante. La misma que la nota que él tenía en la mano.
—¿Cuándo las recibiste? —preguntó sintiendo que se le salía el corazón.
—Precisamente íbamos a llevároslas ahora —respondió Kenneth en voz baja mientras le entregaba la bolsa a Patrik.
—¿Ibais? —preguntó Patrik examinando atentamente los sobres. Cuatro cartas.
—Sí. Erik y yo. Él también las ha recibido.
—¿Te refieres a Erik Lind? ¿Él también ha recibido cartas como estas? —repitió Patrik para asegurarse de que había oído bien.
Kenneth asintió.
—Pero ¿por qué no habéis acudido antes a la Policía? —Patrik trataba de que no se le notase la frustración en la voz. El hombre que tenía delante acababa de perder a su mujer y no era momento de andarse con reproches.
—Yo… nosotros… Es que hasta hoy no hemos sabido que los dos las habíamos recibido. Y de lo de Christian nos enteramos el fin de semana, cuando salió en los periódicos. No puedo responder por Erik, pero por lo que a mí respecta, no quería preocupar a… —Se le hizo un nudo en la garganta.
Patrik volvió a mirar los sobres de la bolsa.
—Hay tres con destinatario y matasellos, mientras que la otra solo lleva tu nombre. ¿Cómo te llegó?
—Alguien entró aquí ayer noche y la dejó en la mesa de la cocina. —Vaciló un instante y Patrik guardó silencio, tenía la sensación de que había más—. Al lado de la carta, había un cuchillo. Y ese es un mensaje que solo puede interpretarse de un modo. —Y en ese punto, Kenneth rompió a llorar, pero continuó—: Yo creí que iban a por mí. ¿Por qué Lisbet? ¿Por qué matar a Lisbet? —Se secó una lágrima con el reverso de la mano, claramente turbado por estar llorando delante de Patrik y el resto.
—Bueno, en realidad no sabemos si de verdad la mataron —dijo Patrik con serenidad—. Pero es obvio que aquí ha estado alguien. ¿Tienes idea de quién puede ser? ¿Quién habría enviado unas cartas como estas? —Patrik no apartaba la vista de Kenneth, por si le notaba en la cara la menor alteración pero, a su juicio, Kenneth fue sincero al responder:
—He pensado mucho en ello desde que empecé a recibir las cartas. Fue poco antes de Navidad. Pero no se me ocurre quién podría querer hacerme daño. Sencillamente, no hay nadie. Nunca me he ganado enemigos hasta ese punto. Soy demasiado… insignificante.
—¿Y Erik? ¿Cuánto hace que recibe cartas?
—El mismo tiempo que yo. Las tiene en el despacho. Yo venía solamente a recoger las mías y luego pensábamos ponernos en contacto con vosotros… —Se le iba la voz y Patrik comprendió que, mentalmente, Kenneth había vuelto a la habitación donde halló muerta a su mujer.
—¿Qué puede significar el mensaje de la nota? —preguntó Patrik sin acuciarlo—. ¿A qué «verdad sobre ti» se refiere el remitente?
—No lo sé —respondió Kenneth en voz baja—. De verdad que no lo sé. —Luego tomó aire—. ¿Qué vais a hacer con ella ahora?
—La llevaremos a Gotemburgo, para someterla a examen.
—¿A examen? ¿Quieres decir la autopsia? —Kenneth hizo una mueca de dolor.
—Sí, la autopsia. Por desgracia, es necesario para que podamos esclarecer los hechos.
Kenneth asintió, pero tenía los ojos empañados y los labios empezaban a adquirir un color violáceo. Patrik comprendió que llevaba demasiado tiempo fuera sin abrigo y se apresuró a decir:
—Hace frío, tienes que entrar en casa. —Reflexionó un instante—. ¿Te vendrías conmigo al despacho? Me refiero al tuyo, claro. Así podemos hablar con Erik. Dilo claramente si no te sientes con fuerzas; de ser así, iré solo. Por cierto, quizá haya alguna persona a la que quieras llamar, ¿no?
—No. E iré contigo, por supuesto —respondió Kenneth casi en tono rebelde—. Quiero saber quién ha hecho esto.
—Muy bien. —Patrik le puso la mano en el codo y lo guio hacia el coche. Abrió la puerta del acompañante y se encaminó luego hacia Martin y Paula, para darles instrucciones. Fue a buscar una cazadora para Kenneth antes de decirle a Gösta que los acompañara. El equipo de los técnicos ya estaba en camino y Patrik esperaba poder volver antes de que hubieran terminado. De lo contrario, tendría que hablar con ellos después. Aquello era tan urgente que no podía esperar.
Cuando salieron del camino de entrada a la casa, Kenneth se la quedó mirando un buen rato. Movía los labios como si estuviera articulando una despedida silenciosa.
En realidad, nada había cambiado, estaba tan vacío como hasta hacía un instante. La única diferencia era que ahora tenían un cuerpo que enterrar y que la última esperanza se había extinguido. Sus presentimientos resultaron ciertos, pero Dios, cómo deseaba haber estado equivocada.
¿Cómo podría vivir sin Magnus? ¿Cómo sería la existencia sin él? Le resultaba tan irreal pensar que su marido, el padre de sus hijos, estaría a partir de ahora en una tumba en el cementerio… Magnus, siempre tan lleno de vida, siempre ansioso de diversión para sí mismo y para cuantos había a su alrededor. Y sí, claro que a veces se irritaba con él por su desenfado y sus ocurrencias. La sacaba de sus casillas cuando quería hablar de algo serio y él hacía el ganso y bromeaba con ella hasta que no podía evitar echarse a reír, aunque no quisiera. Sin embargo, no habría querido cambiar nada de su persona.
¡Qué no daría por una hora más con él, una sola! O media, o un minuto. No solo no habían concluido, sino que acababan de empezar una vida en común. Solo habían podido compartir una parte del viaje que habían planificado juntos. El primer encuentro atolondrado a los diecinueve. Los primeros años de enamoramiento. La petición de matrimonio y la boda en la iglesia de Fjällbacka. Los niños. Las noches de llanto en las que se turnaban para dormir. Todos los momentos de juegos y de risas con Elin y Ludvig. Las noches en que hacían el amor y se dormían cogidos de la mano. Y después, los últimos años, cuando los niños empezaron a hacerse mayores y ellos empezaron a verse como personas de nuevo.
Era tanto lo que les faltaba por hacer, el camino que se extendía ante ellos se les antojaba largo y pleno de vivencias. A Magnus le encantaba la idea de meterse con el primer novio o la primera novia de los niños cuando, titubeando, fuesen torpes y tímidos a presentarlos en casa por primera vez. Ayudarían a Elin y a Ludvig a mudarse a su primer apartamento, a llevar los muebles, a pintar y a coser cortinas. Magnus pronunciaría el discurso en sus respectivas bodas. Hablaría demasiado, con demasiado sentimentalismo, y referiría demasiados detalles de cuando eran niños. Incluso habían empezado a fantasear con los nietos, aunque aún faltaban muchos años para eso, lo veían como una promesa a la orilla del camino, brillante como una joya. Se convertirían en los mejores abuelos del mundo. Siempre dispuestos a ayudar y a mimar a los nietos. Les darían galletas antes de la cena y les comprarían juguetes de más. Les darían tiempo, todo el tiempo que tuvieran.
Y todo aquello se había esfumado ahora. Sus sueños de futuro jamás se harían realidad. De repente, notó una mano en el hombro. Oyó la voz, pero era tan insoportablemente parecida a la de Magnus que desconectaba y dejaba de escuchar. Al cabo de un rato, la voz calló y la mano se alejó del hombro. Tenía ante sí el camino que se perdía, como si nunca hubiera existido.
Como el camino al Gólgota recorrió el trayecto hasta la casa de Christian. Había llamado a la biblioteca para preguntar por él, pero allí le dijeron que se había ido a casa. De modo que se metió como pudo en el coche y allí se dirigió. Seguía sin estar segura de lo acertado de acceder a la petición de Gaby. Al mismo tiempo, no sabía cómo librarse de aquella situación. Gaby no era de las que aceptaban una negativa.
—¿Qué quieres? —preguntó Sanna cuando abrió la puerta. Parecía más triste que de costumbre.
—Necesito hablar con Christian —respondió Erica con la esperanza de no tener que explicar los motivos allí mismo, en la puerta.
—No está en casa.
—¿Y cuándo vuelve? —preguntó Erica armada de paciencia y casi aliviada de poder retrasar el encuentro.
—Está escribiendo. En la cabaña. Puedes ir allí si quieres, pero allá tú si lo interrumpes.
—Me arriesgaré. —Erica vaciló un instante—. Es importante —añadió.
Sanna se encogió de hombros.
—Como quieras. ¿Sabes dónde es?
Erica asintió. Había visitado a Christian varias veces en la guarida que usaba para escribir.
Cinco minutos después, detenía el coche delante de la hilera de cabañas. La que Christian usaba para escribir era herencia de la familia de Sanna. Su abuelo la había comprado por una miseria y ahora era una de las pocas cuyo propietario la utilizaba todo el año.
Christian debió de oír el coche, porque abrió la puerta antes de que Erica hubiese tenido tiempo de llamar. Advirtió en el acto la herida que Christian tenía en la frente, pero decidió que no era el momento de preguntarle.
—¿Tú por aquí? —dijo con la misma falta de entusiasmo que Sanna.
Erica empezaba a sentirse como si tuviera la peste.
—Yo y otros dos más —respondió intentando bromear, pero a Christian no le pareció divertido.
—Estoy trabajando —dijo sin hacer amago de invitarla a entrar.
—No te robaré más de unos minutos.
—Tú sabes por experiencia propia cómo son las cosas cuando ya estás en ello —añadió.
La cosa iba peor incluso de lo que Erica esperaba.
—Gaby ha venido a verme hace un rato. Y me ha comentado sobre vuestra reunión.
Christian suspiró abatido.
—¿Y ha venido hasta aquí para eso?
—Tenía una reunión en Gotemburgo. Pero está muy preocupada. Y creía que yo… pero, oye, ¿no podemos sentarnos a hablar dentro?
Christian se apartó por fin en silencio y la dejó entrar. El techo era tan bajo que tenía que caminar agachando un poco la cabeza, pero Erica, que era un palmo más baja, sí podía estar derecha. Christian le dio la espalda y entró primero en la habitación que daba al mar. El ordenador encendido y los folios esparcidos por la mesa, ante la ventana, indicaban que, en efecto, estaba trabajando.
—Bueno, ¿y qué quería Gaby? —Se sentó, cruzó las largas piernas y los brazos también. Expresaba aversión con todo el cuerpo.
—Ya te digo, está preocupada. O quizá la palabra adecuada sea «afligida». Dice que no estás dispuesto a participar en más entrevistas ni a promocionar el libro.
—Así es. —Christian apretó los brazos más aún.
—¿Podrías decirme por qué?
—Tú deberías pillarlo, ¿no? —masculló de tal modo que Erica dio un respingo. Christian pareció notarlo y se arrepintió del tono empleado—. Tú sabes por qué —dijo en tono apagado—. No puedo… No puedo, con las cosas que han escrito.
—¿Te preocupa atraer más la atención aún? ¿Es eso? ¿Han vuelto a amenazarte? ¿Sabes quién es? —Las preguntas le surgían a borbotones.
Christian meneó la cabeza con fuerza.
—No sé nada. —Había vuelto a levantar la voz—. ¡No sé absolutamente nada! Solo quiero un poco de paz y tranquilidad, trabajar en paz y no tener que… —Apartó la mirada.
Erica observaba a Christian en silencio. En realidad, no encajaba en aquel ambiente. Siempre lo había pensado, las pocas veces que lo había visto allí, y en esta ocasión más aún. Parecía un ave rara entre las numerosas artes de pesca y redes que adornaban las paredes. La cabaña parecía una casa de muñecas donde él se esforzara por meter aquellos miembros tan largos, allí se había quedado atascado y sin poder salir. En cierto modo, quizá fuera así.
Erica miró el manuscrito que tenía sobre la mesa. Desde donde se encontraba no podía ver lo que decía, pero calculó que serían unas cien páginas.
—¿Es la nueva novela? —No pensaba dejar de lado el tema de conversación que tanto lo había alterado, pero quería darle algo de tiempo para que se calmara.
—Sí. —Christian pareció relajarse.
—¿La continuación de La sombra de la sirena?
Christian sonrió.
—La continuación de La sombra de la sirena no existe —dijo volviendo la vista al mar—. No comprendo cómo se atreve la gente —añadió pensativo.
—¿Perdón? —Erica no se explicaba qué lo hacía sonreír—. ¿Cómo se atreve a qué?
—A saltar.
Erica le siguió la mirada y enseguida comprendió qué quería decir.
—¿Te refieres a saltar desde el trampolín de Badholmen?
—Sí. —Christian observaba el trampolín sin pestañear.
—Yo nunca tuve valor. Claro que, por otro lado, a mí el agua me da un miedo que es de vergüenza, teniendo en cuenta que me crie aquí.
—Yo tampoco me he atrevido nunca. —Christian sonaba distraído, como soñando. Erica estaba expectante. Había algo entre líneas, una tensión a punto de estallar. No se atrevía a moverse, apenas se atrevía a respirar. Al cabo de unos minutos, Christian continuó. Pero ya no parecía consciente de la presencia de Erica—. Ella sí se atrevía.
—¿Quién? —Erica preguntó en un susurro. En un primer momento, no creyó que fuese a responder. Solo se oía silencio. Luego, Christian le dijo en voz baja, apenas audible:
—La sirena.
—¿La del libro? —Erica no comprendía nada. ¿Qué trataba de decirle Christian? ¿Y dónde se encontraba? Desde luego, no estaba allí, ni en aquel momento, ni estaba con ella. Se encontraba en algún otro lugar y a Erica le habría gustado saber dónde.
Un segundo después, se esfumó el momento de tensión. Christian respiró hondo y se volvió hacia ella. Había vuelto del ensueño.
—Quiero concentrarme en el nuevo manuscrito, no andar concediendo entrevistas y escribiendo felicitaciones de cumpleaños en los libros.
—Es parte del trabajo, Christian —le señaló Erica con calma, pero con un punto de irritación ante la arrogancia de su amigo.
—¿No tengo posibilidad de elegir? —También él hablaba ahora más tranquilo, aunque aún le resonaba la tensión en la voz.
—Si no estabas dispuesto a hacer esa parte del trabajo, deberías haberlo dicho de inmediato. La editorial, el mercado, los lectores, por Dios bendito, lo más importante, esperan que les dediquemos parte de nuestro tiempo. Y si uno no está dispuesto a hacerlo, bueno, entonces hay que dejarlo claro desde el principio. No puedes cambiar las reglas en mitad del juego.
Christian clavó la vista en el suelo y Erica se dio cuenta de que la había escuchado atentamente y había comprendido lo que le decía. Cuando levantó la vista, tenía los ojos llenos de lágrimas.
—No puedo, Erica. Es imposible de explicar… —Meneó la cabeza y comenzó de nuevo—: No puedo. Que me demanden si quieren, que me pongan en la lista negra, no me importa. Seguiré escribiendo de todos modos, porque tengo que hacerlo. Pero no puedo prestarme a este juego. —Se rascó los brazos con fuerza, como si tuviera una miríada de hormigas bajo la piel.
Erica lo miró llena de preocupación. Christian era como una cuerda tensada, a punto de saltar y romperse en cualquier momento. Pero comprendió que no podía hacer nada para remediarlo. Christian no quería hablar con ella. Y Erica tendría que resolver el misterio por sus propios medios, sin su ayuda.
La miró fijamente un instante y luego arrastró la silla abruptamente hacia la mesa donde estaba el ordenador.
—Y ahora tengo que trabajar —dijo inexpresivo, con un semblante hermético.
Erica se levantó. Habría querido leerle el pensamiento, descubrir sus secretos, unos secretos de cuya existencia estaba segura y que eran la clave de todo. Pero Christian miraba al ordenador, concentrado en las palabras que acababa de escribir como si fueran las últimas que fuese a leer.
Erica no dijo nada al marcharse. Ni siquiera adiós.
Patrik estaba en el despacho, intentando combatir aquel maldito cansancio. Tenía que centrarse, rendir al máximo ahora que la investigación se hallaba en un estadio crítico. Paula asomó la cabeza por la puerta entreabierta.
—¿Qué ha pasado ahora? —preguntó constatando el color nada saludable de Patrik, que tenía la frente llena de sudor. Estaba preocupada por él. Últimamente parecía agotado, era evidente.
Patrik respiró hondo e hizo un esfuerzo por pensar en el curso de los acontecimientos más recientes.
—Han llevado el cadáver de Lisbet Bengtsson a Gotemburgo para practicarle la autopsia. No he hablado con Pedersen, pero teniendo en cuenta que aún faltan al menos dos días para que tengamos el resultado de la autopsia de Magnus Kjellner, yo no contaría con ninguna respuesta hasta principios de la semana que viene, como muy pronto.
—Dime, ¿tú qué crees? ¿La mataron?
Patrik dudó un instante.
—Por lo que a Magnus se refiere, estoy totalmente seguro. Es imposible que él mismo se infligiera las lesiones que presentaba, solo puede haberlas sufrido a manos de otra persona. Pero en el caso de Lisbet… No sé qué decir. No tenía lesiones externas, por lo que yo pude ver, y estaba muy enferma, así que podría tratarse de una muerte natural. Si no fuera por la nota. Alguien entró en la habitación y le colocó la nota entre las manos, aunque es imposible saber si lo hizo antes de que muriera, mientras moría o después de la muerte. Tendremos que esperar a que Pedersen pueda darnos algo más de información.
—¿Y las cartas? ¿Qué han dicho Erik y Kenneth? ¿Tenían alguna teoría sobre quién y por qué?
—No, al menos eso es lo que dicen ellos. Y en estos momentos, no tengo motivos para no creerlos. Sin embargo, me parece poco creíble que hayan elegido al azar a las tres personas que han recibido las cartas. Los tres se conocen, se ven, y algún denominador común tiene que haber. Y se nos ha escapado.
—En ese caso, ¿por qué no recibió Magnus ninguna carta? —objetó Paula.
—Eso no lo sabemos. Puede que las recibiera y que no se lo contara a nadie.
—¿Has hablado de ello con Cia?
—Sí, en cuanto oí hablar de las cartas de Christian. Según ella, Magnus no había recibido ninguna. En ese caso, decía, ella lo sabría y nos lo habría contado desde el principio. Pero es imposible tener la certeza. Seguramente, Magnus lo habría mantenido en secreto para protegerla.
—Además, da la sensación de que esto ha ido a más. Entrar en casa de alguien a medianoche es más grave que enviar unas cartas por correo.
—Tienes razón —admitió Patrik—. En realidad, me gustaría darle a Kenneth protección policial, pero no contamos con personal suficiente para ello.
—No, desde luego que no —convino Paula—. Pero si resultara que su mujer no ha muerto por causas naturales…
—En ese caso, ya veremos lo que hacemos —dijo Patrik con tono cansino.
—Por cierto, ¿has mandado a analizar las cartas?
—Sí, las envié enseguida. Y añadí la carta de Christian que consiguió Erica.
—La que Erica robó, ¿no? —preguntó Paula tratando de ocultar una sonrisa. Se había reído muchísimo con Patrik cuando intentó defender la acción de su mujer.
—Vale, sí, la robó. —Patrik se ruborizó un poco—. Pero no creo que debamos tener muchas esperanzas. A estas alturas, somos varios los que hemos tocado esas cartas y no es fácil dar con la pista de la procedencia de un papel blanco normal y corriente y de la tinta negra utilizada. Debe de poder comprarse en cualquier rincón de Suecia.
—Sí —dijo Paula—. Existe el riesgo de que nos enfrentemos a una persona meticulosa a la hora de borrar sus huellas.
—Es posible, pero también puede que tengamos suerte.
—Pues no es que hayamos tenido mucha hasta ahora —masculló Paula.
—No, la verdad es que no… —Patrik se desplomó en la silla reflexionando en silencio sobre todo aquello.
—Mañana empezaremos con más energía. Haremos un repaso a las siete y, a partir de ahí, seguiremos adelante.
—Más energía mañana —repitió Paula mientras se dirigía a su despacho. Verdaderamente, necesitaban algún giro en la investigación. Y Patrik parecía necesitar un buen descanso. Se dijo que debía estar un poco pendiente de él. No parecía encontrarse nada bien.
El trabajo con el libro avanzaba a duras penas. Las palabras se le agolpaban en la cabeza sin que fuera capaz de ordenarlas y formar frases con ellas. El cursor lo irritaba con su parpadeo. Aquel libro resultaba más difícil, en él había mucho menos de sí mismo. En La sombra de la sirena, en cambio, había demasiado. A Christian lo sorprendía el hecho de que nadie se hubiese dado cuenta. El que lo hubiesen leído acríticamente como un cuento, como una turbia ficción. No vio cumplido su mayor temor. Durante todo el largo período de trabajo con el libro, por duro no menos necesario, había combatido el miedo a lo que sucedería cuando lo desvelase todo. Lo que se removería cuando todo saliera a la luz.
Pero no sucedió nada. La gente era tan ingenua, estaba tan acostumbrada a tragarse historias inventadas que no reconocían la realidad ni siquiera cuando se les presentaba bajo el velo más fino. Volvió a mirar la pantalla. Intentó concitar las palabras, encontrar el hilo de lo que iba a convertirse en un cuento de verdad. Era tal y como se lo había dicho a Erica. La sombra de la sirena no tendría continuación. Con ella terminaba el relato.
Había jugado con fuego y ahora las llamas le quemaban la planta de los pies. Ella ya estaba cerca, lo notaba. Lo había encontrado y él era el único culpable.
Apagó el ordenador con un suspiro. Necesitaba ordenar las ideas. Se puso la cazadora. Con las manos en los bolsillos, se encaminó con paso presuroso hacia la plaza de Ingrid Bergman. Las calles estaban ahora tan desiertas como animadas y llenas de vida en verano. Pero así le gustaban más.
No sabía adónde se dirigía hasta que giró a la altura del muelle donde se hallaban los barcos de salvamento marítimo. Los pies lo condujeron hasta Badholmen; se veía el trampolín contra el fondo de aquel cielo invernal de color gris. El viento soplaba con fuerza y mientras cruzaba el muelle de piedra que lo llevaría hasta el islote, una ráfaga le prendió la cazadora y la hinchó como una vela. Las paredes de madera que dividían los vestuarios lo resguardaban, pero en cuanto saltaba otra vez sobre las rocas en dirección al trampolín, el viento se hacía de nuevo con el poder. Se detuvo. Se balanceó de un lado a otro mientras alzaba la vista hacia el trampolín. No podía decirse que fuese bonito, pero estaba bien donde estaba. Desde la plataforma más alta podía verse todo Fjällbacka y la bocana que se fundía con el mar. Y aún conservaba cierta dignidad marchita, como una dama entrada en años que hubiese vivido bien y que no se avergonzara de que se le notase.
Dudó un instante antes de subir el primer grupo de peldaños, sujetándose a la barandilla con las manos heladas. El trampolín rechinó como protestando. En verano, aguantaba hordas enteras de adolescentes ansiosos que subían y bajaban corriendo, pero ahora el viento lo había desgastado tanto que Christian se preguntaba si aguantaría su peso siquiera. Pero no importaba. Tenía que subir.
Subió unos peldaños más. Ahora no le cupo duda, el trampolín se mecía al viento. Se movía como un péndulo y, con él, se movía su cuerpo de un lado a otro. Aun así continuó y al final llegó a la cima. Cerró los ojos un instante, se sentó en la plataforma y respiró. Luego, abrió los ojos.
Allí estaba ella, con el vestido azul. Estaba bailando en el hielo, con la criatura en los brazos, sin dejar huellas en la nieve. Pese a que iba descalza, exactamente igual que aquella noche del solsticio de verano, no parecía tener frío. Y la criatura solo llevaba ropa fina, pantalones blancos y una camiseta, pero sonreía azotada por el viento gélido como si nada le afectase.
Se puso de pie, se le doblaban las piernas. Tenía la mirada firme y fija en ella. Quería gritar para advertirle que el hielo era débil, que no podía cruzarlo, que no podía pisarlo bailando. Vio las grietas, algunas ya abiertas, otras a punto de abrirse. Pero ella seguía bailando con la criatura en los brazos y el vestido aleteándole alrededor de las piernas. Ella reía y saludaba con la cara enmarcada por aquella melena oscura.
El trampolín se balanceaba. Pero él se quedó erguido, haciendo equilibrios con los brazos para impedir el balanceo. Intentó llamarla a gritos, pero lo único que le salía de la garganta eran sonidos secos. Luego la vio, una mano blanca, mojada. Surgió del agua, trataba de agarrarle los pies a la mujer que bailaba, trataba de coger el vestido, quería arrastrarla a las profundidades. Christian vio a la sirena. La vio con la cara blanca intentando estirar el brazo para coger a la mujer y a la criatura, intentando atrapar a aquella a la que él quería.
Pero la mujer no la vio. Continuó bailando, cogió a la criatura de la mano y lo saludó, movía los pies de un lado a otro por la superficie de hielo, a veces a tan solo unos milímetros de la mano blanca que trataba de atraparla.
Un rayo le cruzó la cabeza. Él no podía hacer nada, estaba allí, impotente. Christian se tapó las orejas con las manos y cerró los ojos. Y entonces surgió el grito. Alto y agudo, le subió por la garganta, rebotó en el hielo y en las rocas, le abrió las heridas del pecho. Cuando guardó silencio, se quitó despacio las manos de las orejas. Y abrió los ojos. La mujer y la criatura habían desaparecido. Pero ahora no le cabía duda. Ella no se rendiría hasta haberle arrebatado cuanto poseía.