—¡Kenneth! —Se le quebró la voz al intentar llamar a su marido.
Nadie respondió. ¿Habrían sido figuraciones suyas? No, estaba segura de haber oído que la puerta se abría y luego se cerraba de nuevo.
—¿Hola?
Seguían sin responder. Lisbet intentó incorporarse, pero se le habían mermado las fuerzas a tal velocidad los últimos días que fue incapaz. La fuerza que le quedaba la reservaba para las horas que Kenneth pasaba en casa. Y todo para convencerlo de que se encontraba mejor de lo que en realidad estaba y así poder estar en casa algo más de tiempo. No tener que aguantar el olor a hospital y la sensación de las sábanas rasposas en la piel. Conocía tan bien a Kenneth. La llevaría como un rayo al hospital si supiera lo mal que se encontraba. Y lo haría porque aún se aferraba convulsamente a cualquier atisbo de esperanza.
Pero a ella el cuerpo le decía que el final ya estaba cerca. Se le habían terminado las reservas y la enfermedad había tomado el mando. Había vencido. Y nada deseaba más que morir en casa, tapada con su propio edredón y con la cabeza descansando en su propia almohada. Y con Kenneth durmiendo a su lado por la noche. Muchas veces se quedaba despierta escuchando, intentando memorizar el sonido de su respiración. Sabía lo incómodo que estaba en aquella destartalada cama hinchable. Pero no era capaz de decirle que se fuera a dormir arriba. Quizá fuese una actitud egoísta, pero lo quería demasiado como para tenerlo lejos el tiempo que le quedaba.
—¿Kenneth? —Lo llamó una tercera vez. Acababa de convencerse de que se lo había imaginado todo cuando oyó el ruido familiar del tablón suelto de la entrada, que protestaba ruidosamente siempre que alguien lo pisaba.
»¿Hola? —Empezaba a asustarse. Miró a su alrededor en busca del teléfono, que Kenneth siempre se acordaba de dejarle cerca, pero últimamente se levantaba tan cansado que a veces se le olvidaba. Como hoy.
»¿Hay alguien ahí? —Se agarró al borde de la cama y trató de incorporarse de nuevo. Se sentía como el protagonista de una de sus novelas favoritas, La metamorfosis, de Franz Kafka, en la que Gregor Samsa se convierte en un escarabajo y es incapaz de darse la vuelta cuando se queda boca arriba, y así permanece tumbado sin poder hacer nada.
Ya se oían pasos en el recibidor. Pasos cautelosos, pero que se acercaban cada vez más. Lisbet notó que el pánico le hormigueaba por dentro. ¿Quién sería aquella persona, que no respondía a sus preguntas? Porque a Kenneth no se le ocurriría bromear con ella de aquel modo, claro. Jamás había recurrido a bromas pesadas ni a sorpresas inesperadas, ¿cómo iba a hacerlo ahora?
Los pasos no se oían muy lejos. Clavó la mirada en la vieja puerta de madera que ella misma había lijado y pintado hacía ya lo que a ella le parecía toda una vida. Al principio no se movía y volvió a pensar que tal vez el cerebro le estuviese jugando una mala pasada, que quizá el cáncer se hubiese extendido y ya no pudiera pensar con claridad y percibir la realidad tal y como era.
Pero, al cabo de unos minutos, la puerta empezó a moverse despacio hacia dentro. Había alguien al otro lado que la empujaba. Lisbet gritó pidiendo ayuda, gritó tanto como pudo para acallar aquel silencio aterrador. Cuando la puerta se abrió del todo, guardó silencio. Y la persona que allí apareció empezó a hablar. La voz le sonaba familiar y, al mismo tiempo, extraña, y Lisbet entornó los ojos para ver mejor. La larga melena oscura la impulsó a llevarse la mano a la cabeza para comprobar que seguía llevando el pañuelo amarillo.
—¿Quién? —dijo Lisbet, pero aquella persona se llevó el dedo a los labios y ella enmudeció.
De nuevo se oyó la voz. Ahora desde el borde de la cama, hablándole muy cerca de la cara, diciéndole cosas que la movían a taparse los oídos con las manos. Lisbet meneaba la cabeza, no quería escuchar, pero la voz continuaba. Era cautivadora e implacable. Empezó a contarle una historia y hubo algo en el tono y en el movimiento del relato, hacia delante y hacia atrás, que le hizo comprender que era verdad. Y aquella verdad era más de lo que podía soportar.
Paralizada, oyó que la historia continuaba. Cuanto más averiguaba, tanto más débil se volvía el hilo delicado que la había mantenido en pie. Había vivido de prestado y gracias a un esfuerzo de voluntad, por amor y por su confianza en el amor. Y ahora que le arrebataban esa confianza, se dejó ir. Lo último que oyó fue aquella voz. Luego, le falló el corazón.
—¿Cuándo crees que podremos hablar con Cia otra vez? —Patrik miraba a su colega.
—Por desgracia, me temo que no podemos esperar —respondió Paula—. Seguro que comprenderá que debemos seguir con la investigación.
—Ya, sí, supongo que tienes razón —dijo Patrik, aunque no sonó del todo convencido. Siempre resultaba una elección difícil. Hacer su trabajo e importunar quizá a alguien que estaba de luto o ser considerado y asumir que el trabajo podía esperar. Al mismo tiempo, la propia Cia había demostrado claramente a qué daba prioridad al ir a verlo todos los miércoles.
—¿Qué podemos hacer? ¿Qué es lo que aún no hemos hecho? ¿O lo que podemos hacer de nuevo? Se nos ha debido escapar algo.
—Sí, pues para empezar, Magnus vivió en Fjällbacka toda su vida, de modo que si hay algún secreto en su presente o en su pasado, tiene que estar aquí. Y eso debería facilitar las cosas. Pero, aunque los chismorreos suelen ser de lo más efectivo, no hemos conseguido averiguar lo más mínimo sobre él por el momento. Nada que pueda considerarse un móvil por el que alguien quisiera causarle daño, y mucho menos algo tan drástico como asesinarlo.
—No, da la impresión de que era un tipo verdaderamente familiar. Matrimonio estable, niños bien educados, relaciones sociales normales. Aun así, alguien se empleó con él cuchillo en ristre. ¿Tú crees que puede ser obra de un loco? ¿Algún perturbado mental al que se le hayan cruzado los cables y haya elegido a su víctima al azar? —Paula no expuso su teoría con demasiado convencimiento.
—Bueno, no podemos descartarlo, pero yo no lo creo. Lo que más contradice esa hipótesis es el hecho de que Magnus llamara a Rosander para decirle que iba a retrasarse. Además, no sonaba como de costumbre. No, aquella mañana ocurrió algo, estoy seguro.
—En otras palabras, deberíamos centrarnos en personas a las que él conocía.
—Es más fácil decirlo que hacerlo —replicó Patrik—. Fjällbacka tiene unos mil habitantes. Y todos se conocen, más o menos.
—Sí, y que lo digas, yo ya he empezado a comprender cómo va esto —rio Paula. Se había mudado a Tanumshede hacía relativamente poco y aún trataba de acostumbrarse a la conmoción de haber perdido por completo el anonimato que le ofrecía la gran ciudad.
—Pero, en principio, tienes razón. Y por eso propongo que vayamos de dentro a fuera. Hablaremos con Cia en cuanto podamos. Incluso con los niños, si Cia lo consiente. Luego los amigos más íntimos, Erik Lind, Kenneth Bengtsson y, desde luego, Christian Thydell. Hay algo en esas amenazas…
Patrik abrió el primer cajón del escritorio y sacó la bolsa de plástico con la carta y la tarjeta. Le contó la historia de cómo las había conseguido Erica, mientras Paula lo escuchaba atónita. Luego leyó en silencio aquellas palabras amenazantes.
—Esto es grave —dijo—. Deberíamos enviarlas a analizar.
—Lo sé —respondió Patrik—. Y no podemos sacar conclusiones precipitadas. Pero tengo la sensación de que todo está relacionado.
—Sí —añadió Paula poniéndose de pie—. Yo tampoco creo en las casualidades. —Se detuvo antes de salir del despacho de Patrik—. ¿Quieres que hablemos hoy con Christian?
—No, preferiría dedicar el resto del día a reunir todo el material que tenemos de los tres: Christian, Erik y Kenneth. Mañana por la mañana lo revisamos y ya veremos si hay algo que pueda sernos útil. También quisiera que leyéramos detenidamente las notas de las conversaciones que mantuvimos con ellos inmediatamente después de la desaparición de Magnus, así captaremos enseguida si hay algo que no encaje con lo que han dicho esta última vez.
—Hablaré con Annika, ella podrá ayudarnos a localizar el material antiguo.
—Bien. Yo llamo a Cia y le pregunto cuándo puede vernos.
Cuando Paula se marchó, Patrik se quedó un buen rato abstraído mirando el teléfono.
—¡Deja de llamar a esta casa! —gritó Sanna colgando de golpe. El teléfono llevaba sonando todo el día. Periodistas, preguntando por Christian. No decían qué querían, pero no resultaba difícil de adivinar. Naturalmente, el hecho de que hubiesen encontrado muerto a Magnus tan poco tiempo después del descubrimiento de las amenazas los tenía tras ellos como a buitres. Pero eso era absurdo. Eran dos sucesos independientes. Claro que corría el rumor de que Magnus había muerto asesinado, pero hasta que no lo oyera de fuentes más fidedignas que las chismosas del pueblo se negaba a creerlo. Y aunque algo tan impensable pudiera ser verdad, ¿por qué iba a guardar relación con las cartas que había recibido Christian? Eso le dijo él cuando intentó calmarla. A un perturbado se le había ocurrido tomarla con él, alguien que, seguramente, sería totalmente inofensivo.
Ella habría querido preguntarle que, si era así, por qué había reaccionado de aquella manera en el acto promocional. ¿Creía él mismo lo que decía? Pero las preguntas se le atascaron en la garganta cuando él le reveló de dónde había salido aquel vestido azul. A la luz de esa información, palideció todo lo demás. Fue horrendo y Sanna sintió un dolor físico al oír su relato. Aunque, al mismo tiempo, fue un consuelo, porque eso explicaba muchas cosas. Y le ayudaba a perdonar bastantes más.
Sus problemas palidecían también al pensar en Cia y en lo que estaba pasando en aquellos momentos. Echarían de menos a Magnus, tanto ella como Christian. Su relación no siempre fue espontánea, pero, en cierto modo, siempre fue indiscutible. Erik, Kenneth y Magnus habían crecido juntos y tenían una historia común. Ella los veía de lejos, pero, dada la diferencia de edad, nunca se relacionó con ellos hasta que Christian llegó y empezó a tratarlos. Y sí, ella había comprendido que las mujeres de los demás la consideraban demasiado joven y tal vez un tanto ingenua, pero siempre la acogieron con los brazos abiertos y, con el correr de los años, sus encuentros habían pasado a formar parte de su vida. Celebraban juntos las fiestas, ni más ni menos. Y a veces también celebraban cenas informales los fines de semana.
La que mejor le cayó siempre de las tres mujeres era Lisbet. Era tranquila, con un humor relajado y siempre le hablaba como a una igual. Además, adoraba a Nils y a Melker y a Sanna le parecía un verdadero desperdicio que Kenneth y ella no tuviesen hijos. Sin embargo, la atormentaban los remordimientos, porque no podía ir a visitar a Lisbet. Lo intentó la Navidad anterior. Fue a verla con una flor de pascua y una caja de bombones Aladdin, pero en cuanto la vio en la cama, más muerta que viva, le entraron ganas de salir corriendo cuanto antes. Lisbet notó su reacción. Y Sanna se lo vio en la cara, vio su comprensión, mezclada con cierto grado de decepción. Y no tenía fuerzas para ver de nuevo aquella decepción, no tenía fuerzas para ver a la muerte vestida de persona y fingir que quien yacía en la cama aún era su amiga.
—¡Hola! ¿Estás en casa? —Se sorprendió al ver que Christian entraba y se quitaba el abrigo con gestos silenciosos.
—¿Estás enfermo? Hoy trabajabas hasta las cinco, ¿no?
—No me siento del todo bien —murmuró.
—Pues no, no tienes muy buena cara —confirmó ella observándolo preocupada—. ¿Y qué te has hecho en la frente?
Él le quitó importancia con un gesto de la mano.
—Bah, no es nada.
—¿Te has cortado?
—Déjalo ya. No soporto tus interrogatorios. —Respiró hondo y, algo más calmado, añadió—: Hoy se ha presentado un periodista en la biblioteca y ha estado preguntándome por Magnus y las cartas. Estoy tan harto de todo…
—Ya, pues aquí han estado llamando todo el día. ¿Y qué le dijiste?
—Tan poco como pude. —Se calló de pronto—. Pero seguro que mañana cuenta algo en el periódico. Siempre escriben lo que quieren.
—Pues por lo menos Gaby se pondrá contenta —dijo Sanna en tono agrio—. ¿Qué tal fue la reunión con ella, por cierto?
—Bien —respondió Christian secamente, pero algo en su tono de voz le dijo a Sanna que aquella no era toda la verdad.
—¿Seguro? Comprendería que estuvieras enfadado con ella, después de haberte vendido a la prensa de ese modo…
—¡Ya te he dicho que me ha ido bien! —bufó Christian—. ¿Es que siempre tienes que cuestionar todo lo que digo?
Allí estaba de nuevo la ira bullendo a borbotones y Sanna se quedó quieta, mirándolo. Cuando Christian se le acercó, tenía la mirada sombría y continuó gritándole.
—¡Tienes que dejarme en paz, joder! ¿No lo comprendes? Deja de perseguirme las veinticuatro horas. Deja de husmear en lo que no te incumbe.
Sanna miró a su marido, a aquellos ojos que ella debería conocer tan bien después de tantos años juntos. Pero quien ahora la miraba era un extraño. Y, por primera vez, Sanna tuvo miedo de él.
Anna entrecerró los ojos al dar la curva después de Segelsällskapet, en dirección a Sälvik. La figura que se movía a unos metros de allí guardaba cierto parecido con su hermana, si se guiaba uno por el color del pelo y por la ropa. El resto recordaba más bien a Barbamamá. Anna frenó y bajó la ventanilla.
—Hola, precisamente iba para tu casa. Parece que necesitas que te lleven.
—Pues sí, gracias —dijo Erica, que abrió la puerta del acompañante y se desplomó en el asiento—. He sobrevalorado excesivamente mi capacidad para pasear. Estoy muerta y empapada de sudor.
—¿Y adónde has ido? —Anna metió primera y puso rumbo a casa de sus padres, donde Erica y Patrik vivían ahora. La casa estuvo a punto de venderse, pero Anna ahuyentó los recuerdos de Lucas y del pasado. Aquel tiempo había quedado atrás. Para siempre.
—He estado en Havsbygg, hablando con Kenneth, ya sabes.
—¿Por qué? ¿No iréis a vender la casa?
—No, no —se apresuró a tranquilizarla Erica—. Solo quería hablar un poco con él de Christian. Y de Magnus.
Anna aparcó delante de aquella casa tan bonita y tan antigua.
—¿Por qué? —preguntó, pero se arrepintió enseguida. La curiosidad de su hermana mayor lo superaba casi todo y a veces la ponía en unas situaciones de las que Anna prefería no saber nada.
—Comprendí que no sabía nada del pasado de Christian. Nunca ha contado nada de nada —dijo Erica saliendo del coche entre jadeos—. Y, además, a mí me parece que todo es un tanto extraño. A Magnus lo asesinaron y a Christian le envían amenazas. Y teniendo en cuenta que eran buenos amigos, no me trago que sea una coincidencia.
—Ya, pero ¿Magnus recibió alguna amenaza? —Anna entró en el recibidor después de Erica y se quitó el abrigo.
—No por lo que yo sé. De ser así, Patrik lo sabría.
—¿Y estás segura de que, si hubiera averiguado algo durante la investigación, te lo habría dicho?
Erica sonrió.
—Lo dices por lo bien que se le da a mi querido esposo mantener la boca cerrada, ¿no?
—No, claro, en eso tienes razón —contestó Anna entre risas mientras se sentaba a la mesa de la cocina. Patrik no conseguía aguantar mucho tiempo cuando Erica se empeñaba en sonsacarle información.
—Además, le enseñé las cartas que ha recibido Christian y me di cuenta de que lo de las amenazas era para él una novedad. Si a Magnus le hubiera pasado algo parecido, habría reaccionado de otra manera.
—Ummm… sí, supongo que tienes razón. ¿Y entonces, averiguaste algo hablando con Kenneth?
—No, no mucho. Pero tuve la sensación de que mis preguntas le resultaban de lo más incómodas. Como si estuviera poniendo el dedo en alguna llaga, aunque no sé por qué exactamente.
—¿Se conocen mucho?
—No lo sé. Me cuesta mucho imaginar qué puede tener Christian en común con Kenneth y Erik. Lo de Magnus lo entiendo mejor.
—Pues a mí siempre me ha parecido que Christian y Sanna forman una pareja un tanto extraña.
—Sí, la verdad… —Erica buscaba la palabra adecuada. No quería que sonara a crítica—. Sanna es un tanto «joven» —dijo por fin—. Además, creo que es muy celosa. Y hasta cierto punto, la comprendo. Christian es un hombre atractivo y no da la sensación de que tengan una relación muy igualitaria que digamos. —Erica había preparado una tetera y la colocó en la mesa junto con un poco de leche y un tarro de miel.
—¿A qué te refieres con igualitaria? —preguntó Anna llena de curiosidad.
—Pues, no es que me haya relacionado mucho con ellos, pero tengo la sensación de que Sanna adora a Christian, mientras que él la trata con cierta condescendencia.
—Eso no suena nada bien —dijo Anna y tomó un sorbo de té, que estaba demasiado caliente. Dejó la taza en la mesa para que se enfriara un poco.
—No, y puede que sea una conclusión precipitada de lo poco que he podido ver, pero hay algo en su trato que recuerda más a la relación entre padre e hija que a la que cabe esperar entre dos adultos.
—Bueno, en cualquier caso, el libro ha tenido buena acogida.
—Sí, y bien merecida —respondió Erica—. Christian es uno de los escritores con más talento que he conocido y estoy muy contenta de que los lectores puedan descubrirlo.
—Y todos esos artículos de la prensa contribuirán lo suyo. No hay que subestimar la curiosidad de la gente.
—Es verdad, pero con tal de que lleguen al libro, me da igual cómo lo hagan —afirmó Erica poniéndose una segunda cucharada de miel. Había intentado abandonar la costumbre de tomar el té con tanta miel, tan dulce que se le quedaban los dientes pegajosos, pero siempre terminaba por rendirse.
—¿Y cómo va eso? —Anna le señaló la barriga, sin poder ocultar la preocupación. Después del nacimiento de Maja, Erica pasó por una época muy difícil en la que Anna, que lidiaba a la sazón con sus propios problemas, no pudo apoyarla. Pero ahora estaba muy preocupada por su hermana. No quería ver cómo se hundía de nuevo en la bruma de la depresión.
—Te mentiría si te dijera que no estoy asustada —respondió Erica pensativa—. Pero esta vez me siento más preparada mentalmente. Sé lo que me espera, lo duros que son los primeros meses. Al mismo tiempo, resulta imposible imaginar cómo será todo cuando son dos a la vez. Puede que sea mil veces peor, por muy preparada que crea que estoy.
Aún recordaba a la perfección cómo se sentía después de que naciera Maja. No se acordaba de los detalles, de ningún instante concreto del día a día de los primeros meses. Así que aquella existencia se le presentaba como una mancha negra cuando intentaba rememorarla. Sin embargo, la sensación que le provocaban sus circunstancias había permanecido intacta en la memoria y la embargaba el pánico ante la sola idea de volver a caer en la desesperación infinita y en la resignación total de aquellos meses.
Anna se imaginó lo que estaba pensando. Alargó el brazo y le cogió la mano.
—Esta vez no será igual. Claro, será más trabajo que cuando solo tenías a Maja, eso no puedo negarlo, pero yo estaré pendiente de ti, Patrik estará pendiente de ti, y te pescaremos si vemos que vas a caer de nuevo en ese agujero profundo. Te lo prometo. Erica, mírame. —Obligó a su hermana a levantar la cabeza y a mirarla a los ojos. Una vez que consiguió captar toda su atención, repitió con calma y con firmeza—: No permitiremos que vuelvas a caer en eso.
Erica parpadeó para disimular unas lágrimas y apretó la mano de su hermana. Tanto había cambiado la relación entre ellas que Erica no era ya una especie de madre para Anna. Ni siquiera una hermana mayor. Eran hermanas, pura y simplemente. Y amigas.
—Tengo en el congelador una tarrina de Ben & Jerry’s Chocolate Fudge Brownie. ¿Lo traigo?
—¿Y ahora lo dices? —preguntó Anna con expresión ofendida—. Venga aquí el helado ahora mismo, si no quieres que deje de ser tu hermana.
Erik exhaló un suspiro cuando vio entrar el coche de Louise en el aparcamiento de la oficina. No solía presentarse allí y el que ahora lo hiciera no presagiaba nada bueno. Además, no hacía mucho que había llamado preguntando por él. Kenneth se lo comunicó en cuanto él volvió de una breve salida a la tienda. Por una vez, su colega no tuvo que mentir.
Se preguntaba por qué tenía tanto interés en localizarlo. ¿Se habría enterado de su aventura con Cecilia? No, saber que él se acostaba con otra no era para ella motivo suficiente como para sentarse en el coche y salir a la calle con la nevada. De repente, se quedó helado. ¿Sabría Louise que Cecilia estaba embarazada? ¿Habría roto Cecilia el acuerdo al que habían llegado y que ella misma había propuesto? ¿Acaso el deseo de perjudicarlo y de vengarse de él pudo más que el de recibir una mensualidad para ella y para su hijo?
Vio a Louise salir del coche. La idea de que Cecilia lo hubiese descubierto lo tenía paralizado. No había que subestimar a las mujeres. Cuanto más lo pensaba, más verosímil le parecía que su amante hubiese renunciado al dinero por el placer de destrozar su vida.
Louise entró en el local. Parecía alterada. Cuando se le acercó, notó el olor pestilente a vino flotando como una niebla densa a su alrededor.
—¿Estás en tu sano juicio? ¿Has cogido el coche borracha? —masculló Erik. Vio con el rabillo del ojo que Kenneth fingía estar concentrado en la pantalla del ordenador, pero por mucho que Erik quisiera, no podía evitar oír lo que dijeran.
—Y a ti qué te importa —balbució ella—. De todos modos, yo conduzco mejor borracha que tú sobrio. —Louise perdió el equilibrio y Erik miró el reloj. Las tres de la tarde y su mujer ya estaba completamente borracha.
—¿Qué quieres? —Lo único que quería era acabar cuanto antes. Si Louise iba a destrozar su mundo, cuanto antes mejor. Él siempre había sido un hombre de acción, nunca había rehuido las situaciones desagradables.
Sin embargo, en lugar de estallar en acusaciones contra Cecilia y decirle que sabía lo del niño, mandarlo al cuerno y decirle que pensaba quitarle todo lo que poseía, Louise metió la mano en el bolsillo del abrigo y sacó algo blanco. Cinco sobres blancos. Erik los reconoció enseguida.
—¿Has estado en mi despacho? ¿Husmeando en mis cosas?
—¡Pues claro que sí, qué puñetas! Tú nunca me cuentas nada. Ni siquiera que alguien te ha estado enviando cartas amenazadoras. ¿Te has creído que soy idiota? ¿Crees que no sé que se trata de las mismas cartas de las que hablan en el periódico? Las que le han estado enviando a Christian. Y, por si fuera poco, ahora Magnus está muerto. —Le salía la ira por las orejas—. ¿Por qué no me las has enseñado? ¿Un enfermo nos amenaza y a ti no te parece que yo tenga derecho a saberlo? ¡Yo, que me paso los días sola en casa, sin protección!
Erik lanzó una mirada a Kenneth, irritado ante la idea de que el colega pudiera oír cómo Louise lo ponía en evidencia. Al ver su expresión, se quedó de piedra. Kenneth había dejado de mirar la pantalla. Miraba perplejo los cinco sobres blancos que Louise había arrojado sobre el escritorio. Estaba pálido. Miró a Erik un instante y luego volvió la cara de nuevo. Pero ya era tarde. Erik se había dado cuenta.
—¿Tú también has recibido cartas como estas?
Louise se sobresaltó al oír la pregunta de Erik y miró a Kenneth. En un principio, parecía que no lo hubiese oído, continuó observando detenidamente una hoja de cálculo complejísima con los gastos y los ingresos. Pero Erik no pensaba dejarlo en paz.
—Kenneth, te he hecho una pregunta. —La voz imperativa de Erik. La misma que había usado siempre, a lo largo de todos los años, desde que se conocían. Y Kenneth reaccionó del mismo modo que cuando eran niños. Aún seguía siendo el blando, el que iba detrás y se sometía a la autoridad de Erik y a su necesidad de liderazgo. Hizo girar lentamente la silla, hasta que quedó de cara a Erik y Louise. Cruzó las manos sobre las rodillas y respondió en voz baja:
—He recibido cuatro. Tres en el buzón y una que me encontré en la mesa de la cocina.
Louise se puso blanca. Había encontrado más combustible para la ira que sentía contra Erik.
—Pero ¿qué es esto? ¿Christian, tú y Kenneth? ¿Qué habéis hecho? ¿Y Magnus? ¿Él también recibía cartas? —Miró acusadora a su marido, luego a Kenneth y de nuevo a Erik.
El silencio duró unos instantes. Kenneth miraba inquisitivo a Erik, que negó despacio con la cabeza.
—No, que yo sepa. Magnus nunca dijo nada al respecto, pero eso no tiene por qué significar nada. ¿Tú sabes algo? —Dirigió la pregunta a Kenneth, que también negó sin pronunciar palabra.
—No. Si Magnus se lo hubiese contado a alguien, habría sido a Christian.
—¿Cuándo recibiste la primera? —El cerebro de Erik empezaba a procesar la información; le daba vueltas y más vueltas, tratando de hallar una solución y de recobrar de nuevo el control.
—No estoy seguro. Pero bueno, fue antes de Navidad. O sea, en diciembre.
Erik alargó el brazo y cogió las cartas, que estaban en la mesa. Louise se había venido abajo, la ira se había esfumado. Se quedó allí, delante de su marido, viendo cómo ordenaba las cartas por la fecha del matasellos. La primera quedó debajo, así que la cogió y entornó los ojos para descifrar la fecha.
—Quince de diciembre.
—Pues yo creo que coincide con mi primera carta —dijo Kenneth antes de bajar la vista de nuevo.
—¿Tienes las cartas todavía? ¿Puedes comprobar la fecha del matasellos de las que te llegaron por correo? —preguntó Erik con aquel tono tan eficaz de ejecutivo.
Kenneth asintió y respiró hondo.
—Cuando dejaron la cuarta en la mesa de la cocina, al lado habían puesto un cuchillo.
—¿Y no lo habías dejado allí tú mismo? —preguntó Louise, que ya articulaba bien. El miedo la había despejado y había disipado la bruma que le invadía el cerebro.
—No, sé que todo estaba recogido y la mesa limpia cuando me fui a la cama.
—¿La puerta no estaba cerrada con llave? —La voz de Erik seguía sonando fría y formal.
—No, creo que no. No siempre me acuerdo de echar la llave.
—Pues a mí, por lo menos, solo me han llegado por correo —constató repasando los sobres. Luego recordó algo que había leído en el artículo sobre Christian.
»Christian fue el primero en empezar a recibir las amenazas. Empezaron a llegarle hace un año y medio. A ti y a mí no empezaron a llegarnos hasta hará unos tres meses. Así que, imagínate, ¿y si todo esto tiene que ver con él? ¿Y si él era el objetivo del remitente de las cartas y nosotros nos hemos visto involucrados en este enredo solo porque daba la casualidad de que lo conocíamos? —Erik hablaba ahora un tanto alterado—. Pues que se prepare si sabe algo y no nos ha dicho nada, si nos deja a mí y a mi familia a merced de un loco sin avisarnos.
—Bueno, él no sabe que también nosotros hemos estado recibiendo estas cartas —objetó Kenneth. Erik hubo de admitir que tenía razón.
—No, pero ahora se va a enterar, desde luego. —Erik recogió los sobres y los juntó pulcramente golpeándolos contra la mesa.
—¿Piensas hablar con él? —Kenneth parecía angustiado y Erik suspiró. A veces no soportaba aquel temor que su colega tenía a los conflictos. Siempre fue igual. Kenneth seguía la corriente, nunca decía que no, siempre decía que sí. Claro que esa actitud había servido a sus intereses. Solo podía haber uno al mando. Hasta ahora había sido él, y así seguiría siendo.
—Pues claro que pienso hablar con él. Y con la Policía. Debería haberlo hecho hace mucho, pero hasta que no leí lo de las cartas de Christian no empecé a tomármelo en serio.
—A buenas horas —masculló Louise. Erik la miró con encono.
—Es que no quiero que Lisbet se altere. —Kenneth levantó la barbilla con un destello rebelde en la mirada.
—Alguien entró en tu casa, dejó una carta en la mesa de la cocina y puso un cuchillo al lado. Si yo fuera tú, estaría mucho más preocupado por eso que por inquietar a Lisbet. Se pasa la mayor parte del tiempo sola en casa. Imagínate que esa persona consigue entrar mientras tú estás fuera.
Erik comprendió que a Kenneth ya se le había pasado por la cabeza aquella posibilidad y, mientras se irritaba al pensar en la abulia de su colega, trataba de obviar el hecho de que tampoco él había denunciado las amenazas, precisamente.
—Muy bien, pues entonces, haremos eso. Tú vas a casa y te traes las cartas, así se las entregamos todas a la Policía, que podrá empezar a investigar el asunto enseguida.
Kenneth se levantó.
—Voy ahora mismo. No tardaré.
—Anda, sí, ve —dijo Erik.
Cuando Kenneth se hubo marchado y una vez cerrada la puerta, se volvió hacia Louise y la observó durante unos segundos.
—Tenemos un par de cosas de las que hablar.
Louise se quedó mirándolo. Luego levantó la mano y le propinó a su marido una bofetada.