—Adelante, adelante. —Ulf Rosander parecía aún adormilado, pero estaba vestido e invitó a Patrik y a Paula a pasar.
—Gracias por recibirnos con tan poco margen —dijo Paula.
—No pasa nada, simplemente he llamado al trabajo para avisar de que llegaré un poco más tarde. Teniendo en cuenta las circunstancias, lo comprenden perfectamente. Hemos perdido a un colega. —El hombre entró en la sala de estar y ellos dos lo siguieron.
Se diría que hubiese caído una bomba allí dentro. Había juguetes y chismes por todas partes y Ulf tuvo que apartar una montaña de ropa de niño para que pudieran sentarse en el sofá.
—Por las mañanas, cuando salen para la guardería, esto se queda hecho un caos —explicó excusándose.
—¿Qué edad tienen? —preguntó Paula mientras Patrik la dejaba tomar la iniciativa. Un policía jamás debía menospreciar el valor de comenzar dando palique.
—Tres y cinco años. —A Rosander se le iluminó la cara al responder—. Dos niñas. De un segundo matrimonio. También tengo dos hijos de catorce y dieciséis, pero ahora están con su madre, de lo contrario habría sido mucho peor.
—¿Y se llevan bien los hermanos? Teniendo en cuenta la diferencia de edad… —intervino Patrik.
—Pues sí, más de lo que cabía esperar. Los chicos son como suelen ser los adolescentes, así que la cosa no siempre va como una seda, pero las pequeñas los adoran y es un amor correspondido. De hecho, los llaman los hermanos alce.
Patrik se echó a reír, pero Paula no parecía comprender.
—Es un cuento —le explicó—. Espera y verás, dentro de unos años te lo sabrás de memoria.
Se puso serio de nuevo y se dirigió a Rosander.
—En fin, como ya sabes, hemos encontrado el cuerpo de Magnus.
A Rosander se le borró la sonrisa. Se pasó la mano por el pelo, que ya tenía alborotado.
—¿Sabéis cómo murió? ¿Bajó al fondo de las aguas?
Utilizó una expresión un tanto anticuada, pero muy familiar entre quienes vivían cerca del mar.
Patrik negó con un gesto.
—Aún no tenemos mucha información, pero ahora lo más importante es aclarar qué sucedió la mañana que desapareció.
—Lo comprendo, aunque no sé cómo puedo ayudar. —Rosander hizo un gesto de impotencia—. Lo único que sé es que llamó para decirme que se retrasaría un poco.
—¿Era algo insólito? —preguntó Paula.
—¿Que se retrasara? —Rosander frunció el entrecejo—. Pues ahora que lo pienso, creo que no había ocurrido jamás.
—¿Desde cuándo ibais juntos al trabajo? —preguntó Patrik apartando discretamente una mariquita de plástico sobre la que se había sentado sin darse cuenta.
—Desde que empecé a trabajar en Tanumsfönster, hace cinco años. Antes, Magnus solía coger el autobús, pero enseguida entablamos conversación y le dije que podía venirse conmigo en el coche, y así él contribuía un poco con la gasolina.
—Y en esos cinco años no te llamó nunca para avisar de que llegaba tarde, ¿no es eso? —insistió Paula.
—No, ni una sola vez. En tal caso, me acordaría.
—¿Cómo lo encontraste cuando te llamó? —preguntó Patrik—. ¿Tranquilo? ¿Alterado? ¿No mencionó la razón por la que no iba a llegar a tiempo?
—No, no me dijo nada de los motivos. Y no podría afirmarlo con seguridad, ya ha pasado algún tiempo, pero la verdad es que no sonaba como de costumbre.
—¿En qué sentido? —preguntó Patrik inclinándose.
—Pues… quizá no tanto como alterado, pero tuve la sensación de que algo le pasaba. Pensé que quizá hubiese discutido con Cia o con los niños.
—¿Qué te hizo pensar de aquel modo? ¿Algo de lo que dijo? —quiso saber Paula, que intercambió una mirada con Patrik.
—No, a ver, la conversación no duró más de tres segundos. Magnus llamó y me dijo que se iba a retrasar y que me fuera si veía que tardaba mucho. Que ya iría al trabajo por su cuenta. Y luego colgó. Así que lo esperé un rato antes de irme. Eso fue todo. Supongo que fue el tono de voz lo que me hizo pensar en algún problema familiar o algo así.
—¿Sabes si la pareja tenía problemas?
—Jamás le oí a Magnus una palabra más alta que otra sobre Cia. Al contrario, parecían estar muy bien. Claro que nunca se sabe lo que ocurre en el seno de otras familias, pero a mí siempre me dio la impresión de que Magnus estaba felizmente casado. Claro que no hablábamos mucho de ese tema, sino de cosas cotidianas y de la liga sueca.
—¿Dirías que erais amigos? —preguntó Patrik.
Rosander se demoró con la respuesta.
—No, no diría tanto. Íbamos juntos al trabajo y a veces charlábamos a la hora del almuerzo, pero nunca nos visitamos ni salíamos juntos. Y no sé por qué, la verdad, porque nos llevábamos muy bien. Claro que cada uno tiene sus círculos de amistades y resulta difícil romperlos.
—Es decir, que si se hubiese sentido amenazado por alguien o si hubiese estado nervioso por algo, no te lo habría confiado, ¿no? —preguntó Paula.
—No, no lo creo. Pero lo veía cinco días a la semana, así que si hubiera estado preocupado por algo lo habría notado. Estaba como siempre. Alegre, tranquilo y seguro. Un tipo estupendo, sencillamente. —Rosander se miró las manos—. Siento no ser de más ayuda.
—Has sido muy solícito. —Patrik se levantó y Paula siguió su ejemplo. Le estrecharon la mano y le dieron las gracias.
Una vez en el coche, repasaron la conversación.
—¿A ti qué te parece? —preguntó Paula mirando el perfil de Patrik, que estaba sentado a su lado, en el asiento del acompañante.
—¡Eh, mira la carretera! —Patrik se agarró al asidero al ver que, en la cerrada curva que había antes de Mörhult, Paula evitaba por los pelos el choque frontal con un camión.
—¡Ay! —exclamó Paula volviendo a dirigir la mirada a la luna delantera.
—Mujeres al volante —masculló Patrik.
Paula comprendió que quería chincharle y decidió hacer caso omiso del comentario. Además, había ido en el asiento del copiloto con Patrik al volante y, a decir verdad, que le hubieran dado el carné debía considerarse como un milagro.
—No creo que Ulf Rosander tenga nada que ver con esto —dijo Patrik, y Paula asintió.
—Estoy de acuerdo. Mellberg está totalmente desencaminado.
—Pues no tenemos más que convencerlo.
—De todos modos, ha estado bien hablar con él. A Gösta debió de pasársele en su momento. Existía una razón para que Magnus se retrasara por primera vez en cinco años. La impresión de Rosander es que se encontraba alterado o, al menos, no sonaba como de costumbre cuando llamó. Y no creo que fuera casualidad que desapareciera precisamente aquella mañana.
—Tienes razón, aunque no sé cómo vamos a proceder para rellenar esa laguna. Le hice a Cia la misma pregunta, si había ocurrido algo extraño aquella mañana, y asegura que no. Claro que ella se fue al trabajo antes que Magnus, pero ¿qué pudo suceder en el breve espacio de tiempo que estuvo solo en casa?
—¿Alguien ha comprobado la lista de llamadas? —preguntó Paula procurando no apartar de nuevo la vista de la carretera.
—Varias veces. Nadie los llamó aquella mañana. Y nadie lo llamó al móvil. La única llamada que él hizo fue a Rosander. Y luego, nada.
—¿Recibiría alguna visita?
—No creo —respondió Patrik meneando la cabeza—. Los vecinos veían perfectamente la casa, estaban desayunando cuando Magnus se marchó. Y claro que podría habérseles escapado, pero no lo creían.
—¿Y el correo electrónico?
Una vez más, Patrik negó con la cabeza.
—Cia nos permitió revisar el ordenador y no había un solo mensaje que despertase el menor interés.
Durante unos minutos se hizo el silencio en el coche. Ambos reflexionaban acerca de todo aquello. ¿Cómo era posible que Magnus Kjellner hubiese desaparecido un buen día sin dejar ni rastro, para luego aparecer tres meses más tarde atrapado en el hielo? ¿Qué habría ocurrido aquella mañana?
Por absurdo que pudiera parecer, había decidido ir paseando. La distancia entre su casa de Sälvik y el objetivo de su paseo se le antojaba a un tiro de piedra. Pero un tiro de piedra de récord mundial.
Erica se llevó la mano a la espalda y se paró a recobrar el aliento. Miró hacia las oficinas de Havsbygg, que aún se hallaban demasiado lejos. Pero igual de lejos estaba su casa, así que o bien se tumbaba allí mismo sobre un montón de nieve, o bien seguía arrastrándose hacia la meta.
Diez minutos después entraba exhausta por la puerta de la oficina. No había llamado de antemano, pensó que llegar por sorpresa le daría ventaja. Se había cerciorado de que el coche de Erik no estuviese en la entrada. Con quien quería hablar era con Kenneth. Y sin que nadie los molestase.
—¿Hola? —Nadie pareció oírla cuando cerró la puerta al entrar, de modo que continuó hacia el interior. Se notaba que era una casa normal y corriente, remodelada como oficina. La mayor parte de la planta baja era diáfana y las paredes estaban cubiertas de estanterías con archivadores y grandes fotografías de los edificios que construían, y en cada extremo de aquel amplio espacio había un escritorio. Ante uno de ellos se hallaba Kenneth. Se lo veía totalmente ajeno a la presencia de Erica, porque miraba al vacío y estaba completamente inmóvil.
—¿Hola? —repitió Erica.
Kenneth se sobresaltó.
—¡Hola! Lo siento, no te he oído entrar. —Se levantó y se encaminó hacia ella—. Eres Erica Falck, si no me equivoco.
—Exacto —dijo al tiempo que, sonriente, le daba un apretón de manos. Kenneth se dio cuenta de que miraba de reojo una silla y la invitó a sentarse.
—Pero siéntate, debe de ser muy pesado llevar esa carga todo el día. Ya no te quedará mucho, ¿no?
Erica apoyó la espalda agradecida y notó que se le aligeraba la presión en los riñones.
—Bueno, todavía me queda un poco, pero es que son gemelos —contestó casi sorprendida al oírse.
—Vaya, pues vais a estar ocupados —contestó Kenneth amablemente al tiempo que se sentaba a su lado—. ¿En busca de casa nueva?
Erica se sorprendió al verlo de cerca, a la luz de la lámpara que tenían al lado. Parecía cansado y demacrado. O desesperado, más bien. De pronto recordó haber oído contar que su mujer estaba gravemente enferma. Erica contuvo el impulso de poner la mano encima de la suya, pues sospechaba que él no lo interpretaría correctamente, pero no pudo por menos de decirle algo. Eran tan evidentes el dolor, el agotamiento; tan profundamente grabados en aquel rostro.
—¿Cómo está tu mujer? —preguntó con la esperanza de que no se lo tomase a mal.
—Mal. Se encuentra muy mal.
Guardaron silencio unos instantes. Luego, Kenneth se irguió e intentó esbozar una sonrisa, con la que no pudo disimular el dolor latente.
—En fin, pues dime, ¿estáis buscando casa? La que tenéis es muy bonita, desde luego. En cualquier caso, con quien tenéis que hablar es con Erik. Yo me encargo de las cuentas y los archivos, pero el discurso de venta no es lo mío. Creo que Erik vendrá después del almuerzo, así que si vuelves luego…
—No, no he venido a comprar casa.
—Ajá. ¿Entonces?
Erica vaciló un instante. Mierda, ¿por qué tenía que ser tan curiosa y meter las narices en todas partes? ¿Cómo iba a explicárselo?
—Habrás oído lo de Magnus Kjellner, ¿verdad? Que lo han encontrado y eso… —preguntó indecisa.
La cara de Kenneth cobró un tono más grisáceo si cabe. El hombre asintió en silencio.
—Por lo que tengo entendido, os veíais bastante, ¿no?
—¿Por qué lo preguntas? —dijo Kenneth mirándola con recelo.
—Es que… —Erica rebuscaba en su cabeza una buena explicación, pero no se le ocurría ninguna. Tendría que recurrir a una mentira—. ¿Has leído en la prensa lo de las amenazas que ha recibido Christian Thydell?
Kenneth asintió de nuevo con expresión grave. Un destello afloró a sus ojos, pero fue tan breve que Erica no estaba segura de haberlo visto realmente.
—Christian es mi amigo y quiero ayudarle. Creo que existe una conexión entre las amenazas que él recibe y lo que le ocurrió a Magnus Kjellner —continuó.
—¿Qué tipo de conexión? —preguntó Kenneth inclinándose hacia ella.
—No puedo entrar en detalles —respondió evasiva—. Pero sería de gran ayuda que me hablaras un poco de Magnus. ¿Tenía enemigos? ¿Alguien que pudiera desearle algún mal?
—No, eso no me cabe en la cabeza. —Kenneth se retrepó en una actitud que dejaba traslucir cuánto lo incomodaba el tema.
—¿Desde cuándo sois amigos? —Erica orientó la conversación por derroteros menos delicados. A veces el mejor camino era un rodeo.
Y funcionó. Kenneth pareció relajarse.
—En principio, toda la vida. Teníamos la misma edad, así que estábamos en la misma clase en la escuela primaria y luego en el instituto. Siempre estábamos juntos los tres.
—¿Los tres? ¿Tú, Magnus y Erik Lind?
—Exacto. Si nos hubiéramos conocido de adultos, seguramente no habríamos encajado, claro, pero Fjällbacka es tan pequeño que siempre terminábamos por coincidir y, bueno, seguimos viéndonos. Cuando Erik vivía en Gotemburgo no lo veíamos mucho, pero desde que volvió nos hemos visto con bastante frecuencia, nosotros y nuestras familias. Por costumbre, me imagino.
—¿Dirías que sois amigos íntimos?
Kenneth reflexionó un instante. Miró por la ventana y, contemplando el hielo, respondió:
—No, no diría tanto. Erik y yo trabajamos juntos, así que tenemos mucho contacto, pero no somos amigos íntimos. No creo que Erik tenga amigos íntimos. Y Magnus y yo también éramos muy distintos. No tengo nada malo que decir de Magnus, ni creo que lo tenga nadie. Siempre lo pasábamos bien juntos, pero no nos hacíamos demasiadas confidencias. Más bien eran Magnus y el nuevo del grupo, Christian, quienes tenían más en común.
—¿Cómo apareció Christian?
—Pues no lo sé, la verdad. Fue Magnus quien los invitó a él y a Sanna, poco después de que Christian se mudara a Fjällbacka. A partir de ahí, se convirtió en habitual.
—¿Sabes algo de su pasado?
—No —dijo, y guardó silencio un instante—. Ahora que lo dices… No sé prácticamente nada de lo que hacía antes de venir aquí. Nunca hablábamos de eso. —Kenneth parecía extrañado de su propia respuesta.
—¿Y qué tal os lleváis Erik y tú con Christian?
—Pues es bastante reservado y, a veces, muy sombrío. Pero es un buen tipo y, con un par de copas de vino en el cuerpo, se relaja y lo pasamos muy bien juntos.
—¿Has tenido la impresión de que estuviera presionado por algo? ¿O preocupado?
—¿Te refieres a Christian? —De nuevo aquel destello en los ojos de Kenneth, tan fugaz como el de hacía unos minutos.
—Bueno, lleva aproximadamente un año y medio recibiendo esas amenazas.
—¿Tanto? No lo sabía.
—¿No habíais notado nada?
Kenneth meneó la cabeza.
—Como te decía, Christian es un poco… complicado, podríamos decir. No es fácil saber qué tiene en la cabeza. Por ejemplo, yo no me enteré de que estaba escribiendo un libro hasta que no lo tuvo listo para publicar.
—¿Lo has leído? Es espantoso lo que cuenta —dijo Erica.
Kenneth volvió a negar con un gesto.
—No soy muy dado a leer libros pero, al parecer, ha tenido buenas críticas.
—Fenomenales —confirmó Erica—. Pero, entonces, a vosotros no os había hablado de las cartas, ¿no?
—No, Christian jamás mencionó nada al respecto. Aunque, ya te digo, siempre nos hemos visto en reuniones más o menos numerosas, cenas con las parejas respectivas, en Año Nuevo y en el solsticio de verano y cosas así. Magnus era el único con el que habría hablado, creo yo.
—¿Y Magnus tampoco os dijo nada sobre ese tema?
—No, en ningún momento. —Kenneth se puso de pie—. Si me perdonas, creo que debería trabajar un poco. ¿Seguro que no vais a lanzaros a comprar una casa nueva? —Sonrió y, con un movimiento del brazo, abarcó todos los anuncios que había en la pared.
—Nos encanta la casa en la que vivimos, gracias, pero esas son muy bonitas. —Erica hizo un intento de levantarse, pero sin mucho éxito, como de costumbre. Kenneth le tendió una mano y le ayudó a ponerse de pie.
—Gracias. —Erica se enrolló en el cuello la amplia bufanda—. Lo siento muchísimo, de verdad —dijo—. Lo de tu mujer. Espero… —No encontró más palabras que decir y Kenneth asintió en silencio.
Erica empezó a tiritar en cuanto salió de nuevo al frío de la calle.
A Christian le costaba concentrarse. Por lo general, disfrutaba del trabajo en la biblioteca, pero hoy le resultaba imposible centrarse, imposible obligar al pensamiento a seguir una dirección.
Todos los que acudían a la biblioteca tenían algún comentario que hacerle sobre La sombra de la sirena. Que lo habían leído, que tenían pensado leerlo, que lo habían visto en el programa Nyhetsmorgon. Y él respondía educadamente. Les daba las gracias si lo elogiaban y, a quienes preguntaban por el argumento, les refería brevemente de qué trataba. Pero en realidad solo tenía ganas de gritar.
No podía dejar de pensar en lo terrible que era lo que le había sucedido a Magnus. Había empezado el hormigueo en las manos otra vez y amenazaba con extenderse. De los brazos al abdomen y de ahí a las piernas. De vez en cuando, notaba como si le ardiese de escozor todo el cuerpo y le costaba quedarse quieto en la silla. Por eso andaba entre las estanterías, devolviendo a su sitio los libros que habían ido a parar al lugar equivocado, colocando los lomos de los libros para que formasen hileras perfectas.
Se detuvo un momento. Estaba con la mano en alto sobre los libros y no se sentía en condiciones de moverla ni de bajarla. Y acudieron los recuerdos, aquellos que cada vez lo sorprendían con más frecuencia. ¿Qué hacía él allí? ¿Por qué se encontraba precisamente allí, en aquel lugar? Meneó la cabeza para ahuyentar aquellas preguntas, pero cada vez las sentía más dentro.
Alguien pasó ante la puerta de la biblioteca. Solo tuvo tiempo de atisbar a la persona en cuestión, el movimiento, más que otra cosa. Pero experimentó la misma sensación que cuando conducía hacia casa la noche anterior. La sensación de algo amenazador y, al mismo tiempo, familiar.
Se dirigió a la entrada apremiando el paso y miró por el pasillo, en la dirección por la que se había alejado aquella persona. Estaba vacío. No se oían pasos ni ningún otro ruido, no se veía a nadie. ¿Se lo habría imaginado todo? Christian se presionó la sien con los dedos. Cerró los ojos y recreó la imagen de Sanna. Su expresión cuando le contó aquella media verdad, aquella media mentira. La boca entreabierta, la compasión mezclada con el horror.
Ya no le haría más preguntas. Y el vestido azul había vuelto al desván, donde debía estar. Con una pequeña porción de verdad había comprado un poco de tranquilidad. Pero ella no tardaría en empezar a cuestionarlo todo de nuevo, a buscar respuestas y esa otra parte de la historia que él no le había contado. Esa parte debía permanecer enterrada. No existía alternativa.
Seguía con los ojos cerrados cuando oyó un carraspeo.
—Perdona, me llamo Lars Olsson. Soy periodista. Me preguntaba si no podríamos hablar un rato. He intentado localizarte por teléfono, pero no lo cogías.
—Tenía el móvil apagado. —Se quitó las manos de las sienes—. ¿Qué quieres?
—Como ayer encontraron a un hombre en el hielo… Magnus Kjellner, que llevaba desaparecido desde noviembre. Tengo entendido que erais buenos amigos.
—¿Por qué lo preguntas? —Christian retrocedió y se refugió detrás del mostrador.
—Es una casualidad un tanto extraña, ¿no te parece? Que tú lleves tiempo recibiendo amenazas y que hayan encontrado muerto a uno de tus amigos. Además, tenemos entendido que probablemente murió asesinado.
—¿Asesinado? —preguntó Christian, escondiendo las manos debajo del mostrador: le temblaban muchísimo.
—Sí, el cadáver presenta lesiones que indican muerte violenta. ¿Sabes si Magnus Kjellner recibió también amenazas? ¿O quién te habrá enviado las cartas a ti? —El tono del periodista era acuciante y no le dio oportunidad a Christian de negarse a responder.
—No sé nada de ese asunto. No sé nada.
—Pero parece que alguien se ha obsesionado contigo, y no sería muy rebuscado pensar que pueda haber gente de tu entorno que también sufra las consecuencias. Por ejemplo, ¿han amenazado de alguna manera a tu familia también?
Christian no fue capaz sino de negar con la cabeza. Acudían a su mente imágenes que se apresuró a apartar. No podía permitir que se impusieran.
El periodista no se dio cuenta de que no deseaba responder a aquellas preguntas. O quizá sí, pero no lo tuvo en cuenta.
—Tengo entendido que empezaste a recibir las amenazas antes de que los medios de comunicación se fijaran en ti a raíz de la publicación del libro. Lo que indica que se trata de algo personal. ¿Algún comentario al respecto?
Una vez más, negó vehemente con la cabeza. Christian apretaba tanto los dientes que la cara parecía una máscara rígida. Sentía deseos de huir, de no tener que afrontar aquellas preguntas, de no tener que pensar en ella y en cómo, después de tantos años, le había dado alcance. No podía dejarla entrar de nuevo. Al mismo tiempo, sabía que ya era demasiado tarde. Ella ya estaba allí, y él no podía huir. Quizá no le hubiese sido posible nunca.
—Así que no tienes idea de quién está detrás de esas amenazas, ¿no es eso? ¿Ni de si existirá algún vínculo con el asesinato de Magnus Kjellner?
—Si no me equivoco, has dicho que teníais indicios de que lo habían asesinado, no la certeza de que fuera así.
—Ya, pero es una suposición razonable —respondió el periodista—. Y convendrás conmigo en que aquí, en Fjällbacka, es una coincidencia muy extraña que un hombre reciba amenazas y que un amigo suyo aparezca muerto. Es algo que induce a hacerse preguntas…
Christian sentía crecer la indignación. ¿Qué derecho tenían a meterse en su vida, a exigir respuestas y a que les diese algo que él no tenía?
—No tengo nada más que decir sobre este asunto —repitió Christian, pero el periodista no parecía dispuesto a irse.
Entonces, Christian se puso de pie. Salió de la biblioteca, se dirigió a los aseos y se encerró. Se espantó al verse en el espejo. Era como si fuese otra persona quien lo estuviese mirando desde el cristal. No se reconocía.
Cerró los ojos y apoyó las manos en el lavabo. Oía su respiración breve y superficial. Con un esfuerzo, intentó reducir el ritmo del pulso, recobrar el control. Pero le estaban arrebatando la vida. Lo sabía. Ella se lo arrebató todo una vez y había vuelto para hacerlo de nuevo.
Las imágenes bailaban en la retina, tras los párpados cerrados. Y oía voces. La de ella y la de ellos. Sin poder contenerse, echó la cabeza hacia atrás. Y luego la adelantó con todas sus fuerzas. Oyó el ruido del espejo al quebrarse, notó una gota de sangre en la frente. Pero no le dolía. Porque durante los pocos segundos que tardó el cristal en penetrarle la piel, callaban las voces. Y ese silencio era una bendición.
Acababan de dar las doce y había alcanzado un punto agradable de embriaguez. La justa medida. Relajada, adormecida, pero sin haber perdido el control de la realidad.
Louise puso un poco más de vino en la copa. La casa estaba vacía. Las niñas estaban en la escuela y Erik en la oficina. O en cualquier otro sitio, quizá con su puta.
Se había comportado de un modo extraño los últimos días. Más callado y apagado. Y el temor se había mezclado con la esperanza. Así era siempre que temía que Erik fuera a abandonarla. Como si fuera dos personas. Para una era una liberación acabar con la prisión en que se había convertido aquel matrimonio, los engaños y las mentiras. La otra sentía pánico ante la idea de verse abandonada. Sí, claro, se llevaría su parte del dinero de Erik, pero ¿para qué lo quería si estaba sola?
No es que en su vida actual se sintiera muy acompañada. Aun así, era mejor que nada. Por las noches tenía el calor de un cuerpo en la cama y alguien que leía el periódico sentado a la mesa de la cocina a la hora del desayuno. Tenía a alguien. Si él la dejaba, se quedaría totalmente sola. Las niñas empezaban a hacerse mayores, eran como huéspedes de paso, siempre yendo o viniendo de casa de sus amigas o de la escuela. Ya habían empezado a adoptar la actitud taciturna de las adolescentes y apenas respondían cuando se les dirigía la palabra. Cuando estaban en casa, lo que más se veía de ellas era la puerta cerrada de su habitación, cuyo único signo vital era el retumbar de la música de sus equipos.
Louise había apurado ya otra copa y la llenó de nuevo. ¿Dónde estaría Erik ahora? ¿Se encontraría en la oficina o con ella? ¿Estaría revolcándose con el cuerpo desnudo de Cecilia, penetrándola, acariciándole los pechos? De todos modos, en casa no hacía nada, a ella llevaba dos años sin tocarla. En alguna ocasión, al principio, ella intentó deslizar una mano bajo el edredón y acariciar a su marido. Sin embargo, tras algún que otro rechazo humillante, en el que él se dio la vuelta descaradamente para darle la espalda, terminó por rendirse.
Vio su imagen en el acero reluciente y abrillantado del frigorífico. Como de costumbre, mientras se miraba, levantó la mano y se tocó la cara. Tan mal no estaba, ¿no? Hubo un tiempo en que fue guapa. Y controlaba el peso, tenía cuidado con lo que comía y despreciaba a las mujeres de su edad que permitían que los bollos y las tartas rellenasen los michelines que creían poder ocultar en los vestidos estampados con forma de tienda de campaña que compraban en Lindex. Ella aún podía llevar un par de vaqueros ajustados con dignidad. Levantó la barbilla, escrutándose. Ya empezaba a colgarle un poco, la verdad. La levantó un poco más. Así, eso es. Ese era el aspecto que debía tener.
Bajó de nuevo la barbilla. Vio cómo caía la piel fláccida formando un pliegue y tuvo que contener el impulso de coger del soporte uno de los cuchillos de cocina y cortar aquel pellejo repugnante. De repente, sintió asco de su propia imagen. No era de extrañar que Erik no quisiera tocarla ya. Era comprensible que quisiera notar en las manos carne firme, que quisiera tocar a alguien que no estuviese ajándose y pudriéndose por dentro.
Alzó la copa y arrojó el contenido contra el frigorífico, borró la imagen de sí misma y la sustituyó por un fluido rojo brillante que chorreaba por la superficie lisa. Tenía el teléfono allí, en la encimera, y marcó el número de la oficina, que se sabía de memoria. Tenía que saber dónde estaba Erik.
—Hola, Kenneth, ¿está Erik ahí?
Se le aceleró el corazón mientras colgaba, pese a que debería estar acostumbrada a aquellas alturas. Pobre Kenneth. Cuántas veces no habría tenido que encubrir a Erik a lo largo de los años. Inventar una historia a toda prisa, decir que Erik estaba con algún papeleo, pero que seguramente no tardaría en volver al despacho.
Llenó la copa sin molestarse en limpiar el vino que había tirado y se dirigió resuelta al despacho de Erik. En realidad, no le estaba permitido entrar allí. Según decía, cuando otra persona usaba el despacho, alteraba su orden, así que le tenía terminantemente prohibido entrar allí. Y precisamente por eso, allí se encaminó.
Con mano torpe, dejó la copa en el escritorio y empezó a abrir los cajones uno tras otro. A lo largo de tantos años de dudas jamás se le había ocurrido olismear en sus cosas. Prefería no saber. Prefería las sospechas a la certeza, aunque, en su caso, la diferencia era nimia. De alguna manera, siempre supo quién era en cada momento. Dos de sus secretarias, en los años en Gotemburgo, una de las maestras de la guardería de las niñas, la madre de una de las compañeras de las niñas. Lo veía en la mirada esquiva y ligeramente culpable que le dedicaban cuando se las encontraba. Reconocía el perfume, notaba un contacto fugaz que estaba fuera de lugar.
Ahora, por primera vez, revolvía en sus cajones, rebuscaba entre los papeles, sin importarle que él notara que había estado allí. Porque cada vez estaba más segura de que el silencio de los últimos días solo podía significar una cosa. Que iba a dejarla. Que la desecharía como una basura, como una mercancía de usar y tirar que había traído al mundo a sus hijas, había limpiado la casa, había preparado las malditas cenas para sus malditos contactos, tan aburridos, por lo general, que creía que le estallaría la cabeza cuando se veía obligada a conversar con ellos. Si Erik creía que iba a retirarse como un animal herido, sin pelear, sin oponer resistencia, estaba muy equivocado. Y además, ella conocía los negocios que había hecho a lo largo de los años y que no resistirían un examen minucioso de las autoridades. Si cometía el error de subestimarla, le costaría muy caro.
El último cajón estaba cerrado con llave. Louise tiró varias veces, cada vez más fuerte, pero el cajón no cedió. Sabía que tenía que abrirlo, que contenía algo que Erik no quería que viese. Echó un vistazo a la mesa. Era relativamente moderna y, en otras palabras, más fácil de forzar que una de las antiguas, más sólidas y robustas. Un abrecartas captó su atención. Eso le serviría. Sacó el cajón hasta el tope de la cerradura e introdujo la punta del abrecartas en la ranura. Y empezó a hacer palanca. En un primer momento parecía que no iba a ceder, pero empujó un poco más, presionó fuertemente y empezó a tener esperanzas al oír por fin el crujido de la madera. Cuando la cerradura cedió finalmente, estuvo a punto de caer de espaldas, pero pudo agarrarse al borde de la mesa en el último momento y consiguió mantener el equilibrio.
Miró con curiosidad dentro del cajón. En el fondo había algo blanco. Alargó el brazo e intentó enfocar con la vista, que tenía como nublada. Sobres blancos, el cajón no contenía más que unos sobres blancos. Recordaba haberlos visto entre el resto del correo, pero no le llamaron la atención. Iban dirigidos a Erik, así que solía dejarlos con su correo, que él siempre abría al llegar a casa después del trabajo. ¿Por qué los habría guardado en un cajón del escritorio cerrado con llave?
Louise cogió los sobres, se sentó en el suelo y los extendió. Había cinco, con el nombre de Erik y la dirección escritos con tinta negra y letra elegante.
Por un instante, sopesó la posibilidad de devolverlos al cajón y seguir viviendo en la ignorancia; dejarlo pasar. Pero había forzado la cerradura y, de todos modos, Erik vería que había andado curioseando en cuanto volviese del trabajo. Así que ya que había llegado hasta ahí, bien podía leer las cartas.
Cogió la copa de vino, necesitaba notar que el alcohol le corría por la garganta, bajaba hasta el estómago, procuraba alivio allí donde dolía. Tres tragos. Luego dejó la copa a su lado y abrió el primer sobre.
Una vez los hubo leído todos, los juntó en un montón. No comprendía nada. Salvo que alguien quería hacerle daño a Erik. Algo terrible amenazaba la existencia de ambos, de su familia, y él no había dicho una palabra. Aquella idea le infundió una ira que superaba con creces la rabia que hubiera sentido nunca. No la había considerado su igual como para hacerla partícipe de aquello. Pero ahora tendría que responder. No podía continuar tratándola así, sin respeto.
Colocó los sobres en el asiento del acompañante cuando se metió en el coche. Le llevó unos segundos atinar con la llave del encendido pero, tras respirar hondo un par de veces, la cosa funcionó. Era consciente de que no debería conducir, pero como en tantas otras ocasiones, acalló su conciencia e inició la marcha.