Ella le sonreía. Con una sonrisa amplia, sin dientes, solo encías. Pero él no se dejó engañar. Lo que quería era acaparar, acaparar hasta que a él no le quedase nada.
De repente, notó el olor en las fosas nasales. Aquel olor dulzón, repugnante. Antes flotaba en el aire y ahora se hacía más presente. Debía de emanar de ella. Contempló aquel cuerpecito mojado, reluciente. Todo en ella le causaba repulsión. La barriga hinchada, la raja que tenía entre las piernas, el pelo, que era oscuro y no le crecía de forma homogénea.
Le puso una mano en la cabeza. La sangre bombeaba bajo la piel. Próxima y frágil. La mano siguió empujando más fuerte y ella se deslizó más hacia el fondo. Aún seguía riendo. El agua le envolvió las piernas, se oyó un chapoteo cuando ella agitó los pies dando con los talones en el fondo de la bañera.
Abajo, en la puerta, lejos, muy lejos, él oía la voz de su padre. Subía y bajaba y parecía que aún tardaría un rato en acercarse. Seguía notando el pulso en la palma de la mano y ella empezó a gimotear un poco. Ya sonreía, ya se le borraba la sonrisa, como si no estuviera segura de cómo se sentía, si alegre o triste. Pudiera ser que, a través de su mano, ella notara lo mucho que la odiaba, lo mucho que detestaba todos y cada uno de los segundos que pasaba cerca de ella.
Todo sería mucho mejor sin ella, sin su llanto. Él no tendría que ver la felicidad en la cara de su madre cuando la miraba a ella ni la ausencia de felicidad cuando su madre se volvía contra él. Era tan evidente… Cuando su madre apartaba la vista de Alice y lo miraba a él, era como si se le apagara una lámpara. La luz se extinguía.
Aguzó el oído tratando de distinguir la voz de su padre. Alice parecía resuelta a no romper a llorar todavía, y él le devolvía la sonrisa. Luego colocó la mano con mucho cuidado debajo de la cabeza de Alice, para que sirviera de apoyo, tal y como le había visto hacer a su madre. Y, con la otra mano, fue soltando la hamaquita en la que ella descansaba medio tumbada. No fue del todo fácil. Alice estaba resbaladiza y se movía sin parar.
Finalmente, consiguió soltar la hamaquita y la retiró despacio. Todo el peso de Alice descansaba ahora en su brazo izquierdo. Aquel olor dulzón y asfixiante se hacía cada vez más intenso y él volvió la cara mareado. Notaba la mirada de Alice quemándole la mejilla y tenía la piel mojada y escurridiza. La odiaba porque lo obligaba a apreciar aquel olor otra vez, porque lo obligaba a recordar.
Muy despacio, fue retirando el brazo sin dejar de mirarla. La cabeza de Alice se desplomó hacia atrás en la bañera y, poco antes de que alcanzase el agua, ella tomó aire para empezar a llorar. Pero ya era demasiado tarde y aquella carita suya desapareció por debajo de la superficie. Ella lo miraba bajo los movimientos del agua. Agitaba brazos y piernas, pero no lograba incorporarse y salir, era demasiado pequeña, demasiado débil. Ni siquiera tuvo que sujetarle la cabeza debajo del agua. Descansaba sobre el fondo y lo único que ella podía hacer era moverla de un lado a otro.
Él se acuclilló y apoyó la mejilla en el borde de la bañera para observar la lucha de Alice. No debería haberse apropiado de aquella madre suya tan hermosa. La pequeña merecía morir. Él no tenía la culpa.
Al cabo de un rato, Alice dejó de mover los brazos y las piernas y se hundió, despacio, hasta el fondo. Él notó que lo inundaba la calma. Había desaparecido el olor y ya podía respirar de nuevo. Todo volvería a ser como siempre. Con la cabeza ladeada y apoyada sobre la fría porcelana de la bañera, él observaba a Alice, que ya se había quedado totalmente inmóvil.