Erica miraba a Patrik atónita.
—¿En el hielo?
—Sí, el pobre hombre que lo encontró debió de llevarse un buen susto. —Patrik acababa de referirle los sucesos del día.
—¡Ya lo creo que sí! —Erica se desplomó de golpe en el sofá y Maja acudió corriendo a encaramarse a sus rodillas, lo cual no resultó ser tarea fácil.
—Hola… hola… —gritaba Maja en voz alta con la boca pegada a la barriga. Desde que le explicaron que los bebés podían oírla, aprovechaba la menor ocasión para comunicarse con ellos. Puesto que su vocabulario era aún limitado, por decirlo con suavidad, la charla era esencialmente monotemática.
—Seguro que están durmiendo, no los despiertes —le dijo Erica mandándola callar con el dedo en los labios.
Maja imitó su gesto y pegó la oreja a la barriga para oír si los bebés dormían de verdad.
—Debe de haber sido un día terrible —dijo Erica en voz baja.
—Sí —aseguró Patrik tratando de reprimir el recuerdo de la cara de Cia y los niños. Sobre todo la expresión de los ojos de Ludvig, tan parecidos a los de Magnus, la conservaría mucho tiempo en la retina—. Al menos ahora lo saben. A veces creo que la incertidumbre es peor —dijo sentándose junto a Erica, de modo que Maja quedó entre los dos. La pequeña se pasó de un salto a las rodillas de Patrik, donde dispondría de más espacio, y apretó la cabeza en el pecho de su padre. Patrik le acarició la melena rubia.
—Sí, supongo que tienes razón. Por otro lado, es muy duro perder la esperanza. —Vaciló un instante—. ¿Tenéis idea de lo que pasó?
Patrik negó con un gesto.
—No, todavía no sabemos nada. Absolutamente nada.
—¿Y de las cartas de Christian? —preguntó Erica, que debatía consigo misma. ¿Debía referirle su excursión de hoy a la biblioteca y sus reflexiones sobre el pasado de Christian? Finalmente, decidió abstenerse. Esperaría hasta haber averiguado algo más.
—Aún no he tenido tiempo de ponerme con ello. Pero hablaremos con la familia y los amigos de Magnus, y entonces creo que abordaré el asunto con Christian.
—Esta mañana le preguntaron por las cartas en el programa Nyhetsmorgon —dijo Erica con un escalofrío al recordar su participación y en lo que debió de pasar Christian en la emisión en directo.
—¿Y qué dijo?
—Le restó importancia, pero se notó que se sentía presionado.
—No es de extrañar. —Patrik le dio a Maja un beso en la cabeza—. ¿Qué te parece si preparamos algo de cenar para mamá y los bebés? —Se levantó y cogió en brazos a la pequeña, que asintió encantada—. ¿Qué hacemos? ¿Salchicha de caca con cebolla?
Maja rompió a reír con tal ímpetu que sufrió un ataque de hipo. Era una niña muy madura para su edad y acababa de descubrir el gran placer del humor del caca-pedo-culo-pis.
—No, mejor no —dijo Patrik—. Mejor unos palitos de pescado con puré, ¿no? Guardamos las salchichas de caca para otro día.
Maja pareció reflexionar un instante. Finalmente, asintió magnánima. Cenarían palitos de pescado.
Sanna iba y venía de un lado para otro. Los niños estaban en la sala de estar viendo el programa infantil Bolibompa, pero ella era incapaz de mantenerse quieta. Daba vueltas y más vueltas por la casa, con el móvil en el puño cerrado. De vez en cuando, marcaba el número.
Sin respuesta. Christian llevaba todo el día sin responder al teléfono, y ella se fue imaginando una serie de escenas dramáticas. Sobre todo desde que la noticia sobre Magnus tenía conmocionada a toda Fjällbacka. Había mirado su correo más de diez veces a lo largo del día. Era como si algo estuviese creciéndole en el interior, algo que se volvía cada vez más fuerte y que empezaba a exigir que lo rebatiese o que lo confirmase. En el fondo de su alma deseaba sorprenderlo en algo. Entonces la certeza le proporcionaría una vía de escape para toda la angustia y todo el miedo que la corroían por dentro.
En realidad, sabía que no estaba actuando bien. Con aquella necesidad de control y con tantas preguntas sobre a quién veía y qué pensaba, lo único que conseguía era que Christian se alejara cada vez más. Desde un punto de vista racional, era consciente de ello, pero era una sensación tan intensa… la que le decía que no podía confiar en él, que le ocultaba algo, que ella no era suficiente. Que no la quería.
Aquella idea le resultaba tan dolorosa que se sentó en el suelo de la cocina y se abrazó las rodillas. El frigorífico le zumbaba en la espalda, pero ella apenas lo notaba, solo advertía el agujero que tenía dentro.
¿Dónde estaba? ¿Por qué no la llamaba? ¿Por qué no lograba localizarlo? Volvió a marcar el número resuelta. Oyó sonar una señal tras otra, pero él seguía sin responder. Se levantó y se acercó a la mesa de la cocina, donde estaba la carta. Hoy había llegado otra. Sanna la abrió enseguida. El texto era tan críptico como siempre. Sabes que no puedes huir. Yo existo en tu corazón, por eso no puedes esconderte, aunque vayas al fin del mundo. Conocía bien aquella letra plasmada con tinta negra. Cogió la carta con mano temblorosa y se la llevó a la nariz. Olía a papel y a tinta. Ni rastro de perfume ni nada parecido que desvelase algún detalle sobre el remitente.
Christian insistía con la tozudez de un loco en que no sabía quién le escribía, pero ella no lo creía. Así de sencillo. Se le despertó la ira, arrojó la carta sobre la mesa y salió corriendo escaleras arriba. Alguno de los niños la llamaba a gritos desde el sofá, pero ella no le prestó atención. Tenía que saber, tenía que buscar respuestas. Era como si otra persona se hubiese apoderado de su cuerpo, como si ya no pudiera gobernarlo.
Empezó por el dormitorio, fue abriendo los cajones de la cómoda de Christian y sacando el contenido. Revisó meticulosamente todo lo que había y tanteó con la mano el interior de lo que, a simple vista, parecían cajones vacíos. Nada, nada en absoluto, salvo camisetas, calcetines y calzoncillos.
Sanna miró a su alrededor en la habitación como buscando algo. El armario. Se acercó a los armarios que ocupaban toda la pared del fondo y empezó a examinarlos a conciencia uno a uno. Fue arrojando al suelo todo lo que Christian tenía allí. Camisas, pantalones, cinturones y zapatos. No halló nada personal, nada que le procurase más información sobre su marido o que le ayudase a atravesar el muro que él había construido a su alrededor.
Cada vez más rápido, fue sacándolo todo. Al final solo quedaron su ropa y sus cosas. Se desplomó en la cama y pasó la mano por la colcha, la que le había cosido su abuela. Todas aquellas cosas que ella tenía y que decían quién era y de dónde procedía. La colcha de la abuela materna, el tocador de su abuela paterna, los collares que le dejó su madre. Todas aquellas cartas de amigos y familiares que ella guardaba en los cajones del armario. Los anuarios escolares, primorosamente apilados en una estantería, la gorra de la graduación, a buen recaudo en una sombrerera, junto al ramo de novia ya seco. Un montón de pequeños objetos que narraban su historia, su vida.
De pronto tomó conciencia de que su marido no tenía nada de aquello. Ciertamente, él era menos sentimental que ella y no tan proclive a guardar cosas, pero algo debía tener. Nadie pasaba por la vida sin aferrarse a aquello de que se componían los recuerdos.
Aporreó la cama con los puños. La incertidumbre le martilleaba el corazón. ¿Quién era Christian, en realidad? Se le ocurrió una idea, se quedó quieta. Había un lugar en el que no había mirado. El desván.
Erik daba vueltas a la copa entre los dedos. Observaba el rojo intenso del vino, más claro cerca del borde. Señal de que se trataba de un vino joven, según había aprendido en uno de los múltiples cursos de cata a los que había asistido.
Toda su existencia estaba a punto de derrumbarse, y no podía comprender cómo había sucedido. Era como si se lo hubiese llevado una corriente tan fuerte que no pudiera vencerla.
Magnus estaba muerto. Se le habían juntado las dos noticias, así que solo ahora empezaba a asimilar la información que le había proporcionado Louise. En primer lugar, ella le contó que habían encontrado a Magnus muerto y, casi al mismo tiempo, el anuncio del embarazo de Cecilia. Dos sucesos que lo conmocionaron en lo más hondo y de los que tuvo conocimiento en el transcurso de unos minutos.
—Al menos podrías contestar, ¿no? —le dijo Louise con voz afilada.
—¿Qué? —preguntó Erik, y cayó en la cuenta de que Louise le había dicho algo, pero que él no se había enterado—. ¿Qué has dicho?
—Te preguntaba dónde estabas hoy, cuando te mandé el mensaje con lo de Magnus. Primero llamé a la oficina, pero allí no estabas. Luego te llamé al móvil varias veces, pero saltaba el contestador. —Articulaba mal, seguramente llevaría toda la mañana bebiendo.
Sintió tal asco que se le agolpó en la boca la saliva que, al mezclarse con el vino, adquirió un sabor amargo a acero. Le repugnaba que Louise hubiese abandonado su existencia. ¿Por qué no podía calmarse y dejar de mirarlo con aquella mirada de mártir y el cuerpo lleno de vino de cartón?
—Había salido por un asunto.
—¿Un asunto? —Louise tomó un trago de su copa—. Pues sí, ya me imagino yo de qué asunto se trata.
—Déjalo, anda —dijo Erik en tono cansino—. Hoy no. Hoy no, no es el día adecuado.
—Vaya, ¿y por qué hoy no? —Le hablaba en tono beligerante y Erik sabía que tenía ganas de discutir. Las niñas llevaban ya un rato dormidas y ahora estaban solos. Él y Louise.
—Han encontrado muerto a uno de nuestros mejores amigos. ¿Por qué no tenemos la fiesta en paz?
Louise guardó silencio. Erik se dio cuenta de que se sentía avergonzada. Por un momento, recordó a la joven a la que había conocido en la universidad: dulce, lista y ocurrente. Pero ella no tardó en desaparecer y en su lugar solo quedó aquella piel flácida y los dientes amarillentos de tanto vino. Volvió a notar aquel sabor amargo en la boca.
Y Cecilia. ¿Qué iba a hacer con ella? Por lo que él sabía, era la primera vez que ocurría que alguna de sus amantes se hubiese quedado embarazada. Tal vez había sido cuestión de suerte. Pero la suerte se le había terminado. Quería tenerlo, le dijo Cecilia. Se lo dijo con una frialdad absoluta allí, en la cocina de su casa. Ningún argumento, ninguna discusión. Simplemente se lo dijo porque tenía que decírselo, y para darle la oportunidad de contribuir o no.
De repente, se convirtió en una mujer adulta. Nada quedaba de las risitas y la ingenuidad de antes. Allí estaba él, frente a Cecilia, y comprendió enseguida por su mirada que, por primera vez, lo veía tal y como era. Y él se retorció en la silla. No quería verse a sí mismo a través de los ojos de Cecilia. No quería verse a sí mismo en absoluto.
La admiración del entorno había sido siempre algo obvio en su vida. A veces el miedo, que también resultaba muy satisfactorio. Pero aquella mañana, con una mano protectora en la barriga, ella le dirigió una mirada llena de desprecio. Había terminado su aventura. Ella lo informó de las alternativas que tenía. Ella podía guardar silencio sobre quién era el padre del niño, a cambio de que le ingresara una buena suma de dinero todos los meses, desde el día en que naciera hasta el día en que cumpliera los dieciocho años. Pero también podía contárselo todo a Louise y luego hacer todo lo posible por deshonrarlo.
Ahora, mientras miraba a su mujer, se preguntó si había elegido bien. Él no quería a Louise. Le era infiel y le hacía daño, y sabía que podría ser más feliz sin él. Pero era grande la fuerza de la costumbre. No resultaba nada atractiva la idea de llevar una vida de solterón, con platos sin fregar y montañas de ropa sucia, porciones precocinadas de Findus que consumir delante del televisor y visitas de las niñas los fines de semana. Así que ella ganaba porque era más cómodo. Y por su derecho a la mitad de la fortuna que poseían. Aquella era la verdad pura y dura. Y por esa comodidad debería pagar Erik muy caro otros dieciocho años más.
Cerca de una hora estuvo sentado en el coche, a unos metros de la casa. Veía a Sanna allí dentro, de un lado para otro. Se le notaba en los movimientos que estaba alterada.
No tenía fuerzas para afrontar su enojo, su llanto y sus acusaciones. De no ser por los niños… Christian puso el coche en marcha y se acercó a la casa para no formular la idea completa. Cada vez que sentía cómo le bombeaba en el pecho el amor que le inspiraban sus hijos, lo invadía el miedo. Había intentado no tener una relación muy íntima con ellos. Había intentado mantener a distancia el peligro y la maldad. Pero las cartas lo habían obligado a tomar conciencia de que la maldad ya estaba allí. Y el amor que sentía por sus hijos era profundo y sin retorno.
Debía protegerlos a cualquier precio. No podía fracasar otra vez. De ser así, toda su vida y todo aquello en lo que creía cambiarían para siempre. Apoyó la cabeza en el volante, notó el plástico en la frente y esperó a oír que la puerta de la casa se abriera en cualquier momento. Pero al parecer, Sanna no había oído el coche, así que contó con unos segundos más para serenarse.
Creyó que podría crear un entorno seguro cerrando la parte del corazón que les pertenecía, pero se había equivocado. No podía huir. Y tampoco podía dejar de quererlos. Así que no le quedaba otro remedio que luchar y hacer frente a la maldad, cara a cara. Afrontar aquello que durante tanto tiempo había tenido encerrado en su interior, pero que el libro había liberado. Por primera vez, pensó que no debería haberlo escrito. Que todo habría sido diferente si no existiera. Al mismo tiempo, sabía que no había actuado libremente. Tenía que escribir el libro, tenía que escribir sobre ella.
Se abrió la puerta. Allí estaba Sanna, tiritando con la chaqueta bien cerrada. Levantó la cabeza del volante y la miró. La luz del recibidor le otorgaba el aspecto de una virgen, aunque con la chaqueta llena de bolillas y en zapatillas de casa. Ella estaba segura, Christian lo supo al verla allí de pie. Porque ella no afectaba a nada que tuviese que ver con él. Ni antes ni en el futuro. A ella no tenía que protegerla.
En cambio, sí tendría que aceptar que debería responder ante ella. Le pesaban las piernas cuando salió del coche. Lo cerró con el mando a distancia y se encaminó a la luz. Sanna retrocedió en el recibidor y se lo quedó mirando. Estaba pálida.
—He estado llamándote. Decenas de veces. Llevo llamándote desde la hora del almuerzo y no te has tomado la molestia de contestar. Dime que te han robado el teléfono, o que se ha estropeado, di cualquier cosa que me dé una explicación lógica de por qué no he podido localizarte.
Christian se encogió de hombros. No existía tal explicación.
—No lo sé —dijo mientras se quitaba la chaqueta. También sentía mudos los brazos.
—No lo sabes… —Repitió aquellas palabras como a trompicones y, pese a que Christian había cerrado la puerta, dejando fuera el frío del invierno, Sanna seguía con los brazos cruzados en el pecho.
—Estaba cansado —explicó consciente de lo patético que sonaba—. Ha sido una entrevista muy dura, y luego tenía una reunión con Gaby y… Estaba cansado. —No se sentía con fuerzas para contarle lo que había ocurrido en el encuentro con la jefa de la editorial. Lo único que quería era subir directamente al dormitorio y acostarse, acurrucarse bajo el edredón y dormirse y olvidar.
—Y los niños, ¿están durmiendo? —preguntó pasando por delante de Sanna. Le dio un empujón fortuito y Sanna se tambaleó, pero sin llegar a caerse. No le respondió, de modo que él repitió la pregunta.
—Y los niños, ¿están durmiendo?
—Sí.
Subió la escalera y se asomó a la habitación de los niños. Parecían angelitos así, dormidos. Las mejillas rosadas y las pestañas abundantes como abanicos negros. Se sentó en el borde de la cama de Nils y le acarició el pelo rubio. Prestó atención a los suspiros de Melker. Se levantó y los tapó antes de bajar de nuevo. Sanna seguía en el recibidor, en la misma posición. Christian empezó a sospechar que aquello era algo distinto de la discusión de siempre, las acusaciones de siempre. Sabía que ella lo vigilaba de todas las formas posibles, que le leía su correo electrónico y que llamaba al trabajo con cualquier excusa para comprobar que se encontraba allí de verdad. Él sabía todo eso y lo había aceptado. Ahora era algo más.
Si hubiera podido elegir, habría dado media vuelta y habría vuelto a subir la escalera. Habría hecho realidad la idea de irse a la cama. Pero sabía que sería inútil. Sanna tenía algo que decirle, y se lo comunicaría donde fuera, allí abajo o arriba, en la cama.
—¿Ha ocurrido algo? —preguntó y, de repente, se quedó helado. ¿Habría hecho algo mientras él estaba fuera? Bien sabía él de qué era capaz.
—Hoy ha llegado otra carta —le dijo Sanna moviéndose por fin. Entró en la cocina y Christian supuso que esperaba que la siguiera.
—¿Una carta? —Christian respiró aliviado. Solo eso, otra carta.
—Lo de siempre —afirmó Sanna arrojándole el sobre—. ¿Quién las envía, dime? Y no me digas que no lo sabes porque no me lo creo. —Empezaba a subir la voz, que resonó chillona—. ¿Quién es ella, Christian? ¿Es a ella a quien has estado viendo hoy? ¿Y por eso no he podido hablar contigo? ¿Por qué haces esto? —Era un torrente de preguntas y de acusaciones y Christian se sentó cansado en la silla de la cocina más próxima a la ventana, con la carta en la mano, sin mirarla ni leerla.
—No tengo ni idea, Sanna. —En el fondo, casi deseaba contárselo todo, pero no podía.
—Mientes. —Sanna dejó escapar un sollozo. Bajó la cabeza y se frotó la nariz con el puño de la rebeca. Luego levantó la vista—. Sé que estás mintiendo. Hay alguien, o lo ha habido. Hoy me he pasado el día recorriendo la casa como una loca en busca de algo que me dé la menor pista de con quién estoy casada en realidad. ¿Y sabes qué? No hay nada. ¡Nada! ¡No tengo ni idea de quién eres!
Sanna le gritaba y él se dejó bañar en aquella ira. Porque claro, ella tenía razón. Él lo había dejado todo atrás, la persona que era y la que había sido. A ellos y a ella. Pero debería haber comprendido que ella no iba a dejarse relegar al olvido, al pasado. Él debería haberlo sabido.
—¡Pero di algo!
Christian dio un respingo. Sanna se había inclinado y le escupió al gritarle, y Christian levantó el brazo despacio para secarse la cara. Luego, ella bajó la voz y acercó la cara más aún a la de él. Y en un tono rayano en el susurro, le dijo:
—Pero seguí buscando. Todo el mundo tiene algo de lo que le cuesta deshacerse. De modo que lo que quiero saber es… —Sanna hizo una pausa y Christian sintió que el desasosiego le hormigueaba bajo la piel. La expresión de Sanna irradiaba satisfacción, aquello era algo nuevo y aterrador. No quería oír más, no quería seguir jugando a aquel juego, pero sabía que Sanna continuaría hacia su objetivo.
Alargó el brazo para coger algo que había en una de las sillas, en el otro extremo de la mesa. Le brillaban los ojos de tantos sentimientos acumulados durante todos los años que llevaban juntos.
—Lo que quiero saber es a quién pertenece esto —dijo sacando algo de color azul.
Christian vio enseguida de qué se trataba. Tuvo que contener el impulso de arrancárselo de las manos. ¡No tenía ningún derecho a tocar aquel vestido! Quería decírselo, gritárselo y hacerla comprender que había sobrepasado el límite, pero tenía la boca seca y era incapaz de emitir un sonido. Extendió el brazo para coger la tela azul, cuya suavidad al roce con las mejillas tan bien conocía y cuyo tacto era tan delicado y tan liviano. Entonces ella lo apartó, lo sostuvo lejos de su alcance.
—¿A quién pertenece esto? —Hablaba con voz aún más baja, apenas audible. Sanna desplegó el vestido, lo sostuvo en el aire, como si estuviera en una tienda y quisiera comprobar si le sentaba bien el color.
Christian ni siquiera la miraba, solo tenía ojos para el vestido. No soportaba que lo mancillaran otras manos. Al mismo tiempo, su cerebro trabajaba con una frialdad y una eficacia inauditas. Los dos mundos que tanto cuidado había puesto en mantener separados estaban a punto de colisionar y era imposible revelar la verdad. Nunca podría pronunciarla en voz alta. Pero la mejor mentira era aquella que contenía cierta dosis de verdad.
Se serenó de repente. Le daría a Sanna lo que quería, le daría unos fragmentos de su pasado. De modo que empezó a hablar y, al cabo de un rato, ella se sentó también a la mesa. Lo escuchaba con atención, pudo oír su historia, pero solo una parte.
Tenía una respiración irregular. Hacía varios meses que no dormía en la cama de matrimonio, en el piso de arriba. Al cabo de un tiempo de enfermedad, dejó de ser práctico que durmiera arriba, así que él había dispuesto la habitación de invitados, que quedó preciosa. Tan preciosa como una habitación tan pequeña podía quedar. Por mucho que intentara hacerla acogedora, no dejaba de ser una habitación de invitados. Solo que, en esta ocasión, el invitado era el cáncer. Ocupaba toda la estancia con su olor, su omnipresencia y el presagio de la muerte.
El cáncer no tardaría en dejarlos, pero, mientras oía la respiración irregular y entrecortada de Lisbet, Kenneth deseaba que el invitado pudiera quedarse. En efecto, bien sabía él que no se marcharía solo, sino que se llevaría al partir a la persona que más quería.
En la mesita de noche estaba el pañuelo amarillo. Se tumbó de lado, apoyó la cabeza en la mano y observó a su mujer a la luz débil de las farolas que había al otro lado de la ventana. Extendió la mano y acarició despacio la pelusilla que cubría la cabeza de su mujer. Esta se estremeció y Kenneth retiró la mano enseguida, por temor a despertarla de aquel sueño que tanto necesitaba pero del que rara vez podía disfrutar el tiempo suficiente.
Ya ni siquiera podía dormir a su lado, así, pegados, una costumbre que les encantaba a los dos. Al principio lo intentaron, se acurrucaban en la cama bajo el edredón, y él le pasaba el brazo por encima, como siempre, desde la primera noche que pasaron juntos. Pero la enfermedad les arrebató incluso aquella alegría. Le dolía demasiado que la tocara y cada vez que la rozaba ella se encogía con un sobresalto. Entonces colocó una cama hinchable al lado del lecho matrimonial. La idea de no dormir en la misma habitación se le hacía insoportable. Y dormir en la primera planta, en la cama que había sido de los dos, era algo que ni se planteaba.
Dormía mal en aquella cama hinchable. Se le resentía la espalda y por las mañanas tenía que estirar las articulaciones con cuidado. Había sopesado la posibilidad de comprar una cama normal y colocarla a su lado, pero por más que su voluntad se rebelase, sabía bien que no merecía la pena. Dentro de poco no habría necesidad de esa otra cama. Pronto dormiría solo en la primera planta.
Parpadeó para contener las lágrimas y observó la respiración superficial y fatigada de Lisbet. Se le movían los ojos debajo de los párpados, como si estuviera soñando. Se preguntó qué ocurriría en sus sueños. ¿Se imaginaría sana? ¿Se vería corriendo con el pañuelo amarillo sujetándole la larga melena?
Kenneth volvió la cara. Debería dormirse de nuevo, después de todo, tenía un trabajo del que ocuparse. Pasaba demasiadas noches en vela, dando vueltas y mirándola, por miedo a perderse un solo minuto. Y había acumulado un cansancio que no parecía fácil de atenuar.
Tenía ganas de orinar. Más valía levantarse. De lo contrario, no podría conciliar el sueño. Se giró con esfuerzo para poder levantarse. Tanto la espalda como la cama crujieron en señal de protesta, y se quedó un instante sentado para estirar los músculos que se le habían encogido. Notaba el frío del suelo en las plantas de los pies cuando se levantó camino del recibidor. El baño estaba allí mismo, a la izquierda, y parpadeó medio cegado al encender la luz. Subió la tapa del váter, se bajó el pantalón del pijama y cerró los ojos mientras disminuía la presión.
De repente notó una corriente de aire en las piernas y levantó la vista. La puerta del baño estaba abierta y era como si hubiese entrado en la casa un viento frío. Intentó volver la cabeza para ver qué era, pero no había terminado y no quería arriesgarse a apuntar fuera de la taza si se giraba demasiado. Cuando hubo terminado y tras haber sacudido las últimas gotas, se subió el pantalón del pijama y se encaminó a la puerta. Seguramente habrían sido figuraciones suyas, ya no notaba aquella corriente fría. Aun así, algo le decía que debería tener cuidado.
El recibidor estaba en semipenumbra. La lámpara del baño solo alumbraba unos pasos por delante de donde se encontraba, y el resto de la casa estaba a oscuras. Lisbet solía poner en las ventanas velas de Adviento ya en noviembre, y allí permanecían hasta marzo, porque le encantaba la luz que daban. Pero este año no había tenido fuerzas y a él no se le había ocurrido.
Kenneth salió de puntillas al recibidor. No eran imaginaciones suyas, la temperatura era allí algo más baja, como si la puerta hubiese estado abierta. Fue a comprobar el picaporte. No estaba echado el pestillo, pero tampoco era nada extraño, no siempre se acordaba de echarlo, ni siquiera por las noches.
Por si acaso, giró el pestillo para asegurarse de que la dejaba bien cerrada. Se dio media vuelta dispuesto a volver a la cama, pero era como si notara un cosquilleo por todo el cuerpo. La sensación de que algo no iba bien. Dirigió la mirada hacia la puerta abierta de la cocina. No había ninguna luz encendida, solo el resplandor de la farola de la calle. Kenneth entornó los ojos y dio un paso al frente. Algo blanco relucía sobre la mesa, algo que no estaba allí cuando quitó la mesa antes de irse a dormir. Avanzó otro par de pasos con el miedo recorriéndole el cuerpo en oleadas.
En medio de la mesa había una carta. Una carta más. Y junto al sobre blanco, alguien había colocado primorosamente uno de los cuchillos de cocina. El acero lanzaba destellos a la luz de la farola. Kenneth miró a su alrededor, aun sabiendo que, quienquiera que fuese el intruso, ya se habría marchado de allí. Y no quedaban más que la carta y el cuchillo.
A Kenneth le habría gustado entender cuál era el mensaje.