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Alice continuaba gritando, ya fuese de día o de noche. Él oía cómo su padre y su madre hablaban del tema. Que tenía algo que se llamaba cólico, decían. Fuera lo que fuera, resultaba insufrible tener que oír aquel escándalo a todas horas. El sonido del llanto invadía toda su vida, lo usurpaba todo.

¿Por qué no la odiaba su madre por tanto como lloraba? ¿Por qué la llevaba en brazos, le cantaba, la arrullaba y la miraba con dulzura, como si le diera pena?

Alice no daba ninguna pena. Hacía aquello a propósito. Estaba convencido. A veces, cuando se asomaba a la cuna para verla allí tendida como un escarabajo horrendo, ella le devolvía la mirada. Lo miraba diciéndole que no quería que su madre lo quisiera. Por eso lloraba y le exigía a su madre todo su tiempo. Pretendía que no le quedase ninguno para él.

De vez en cuando, notaba que a su padre le ocurría lo mismo. Que él también sabía que Alice hacía todo aquello adrede, para que tampoco a su padre le quedase ni siquiera una mínima parte de su madre. Aun así, no hacía nada. ¿Por qué no hacía algo? Él era grande, adulto. Él podía conseguir que Alice dejase de llorar.

Tampoco su padre podía tocar apenas al bebé. Lo intentaba de vez en cuando, lo cogía torpemente y le daba palmaditas en el trasero y en la espalda para que se calmase. Pero su madre siempre le decía que lo hacía mal, que ella cogería a Alice, y entonces él se retiraba otra vez.

De todos modos, un día tuvo que encargarse de Alice. Llevaba tres noches seguidas llorando más que nunca. Su padre estaba en el dormitorio, con un almohadón en la cabeza para aislarse del ruido. Y allí, bajo el almohadón, creció el odio, que se difundió por todo el cuerpo y se extendió pesadamente hasta el punto de que apenas podía respirar, y tuvo que levantar el almohadón para que le llegara el aire. Su madre estaba cansada. Ella también llevaba tres noches sin dormir, de modo que hizo una excepción, le dejó el bebé a su padre y se acostó. Y su padre decidió bañarla y le preguntó si quería verlo.

Comprobó minuciosamente la temperatura del agua mientras llenaba la bañera y miraba a Alice, ahora callada, para variar, igual que hacía su madre. Su padre no había sido nunca importante. Era una figura invisible que se perdía en el brillo resplandeciente de su madre, alguien que también había quedado excluido del dúo que formaban Alice y su madre. Ahora, en cambio, su persona cobró importancia, al sonreírle a Alice y al devolverle esta la sonrisa.

Su padre colocó cuidadosamente en el agua aquel cuerpo pequeño y desnudo. La puso en un soporte forrado de felpa, como una hamaquita, para que pudiera estar medio sentada. La fue lavando con suavidad, los brazos, las piernas, la barriga hinchada. El bebé agitaba las manos y los pies. Ahora ya no gritaba, por fin había dejado de gritar. Pero no importaba. Porque había vencido. Incluso su padre había abandonado su refugio tras el periódico para sonreírle.

Él estaba inmóvil en el umbral. Incapaz de apartar la vista de su padre, de las manos que se movían por aquel cuerpecito infantil. Su padre, que había sido lo más parecido a un aliado suyo desde que su madre dejó de verlo siquiera. Llamaron a la puerta y se sobresaltó. Su padre miraba alternativamente la puerta y a Alice, sin saber muy bien qué hacer. Finalmente, le dijo:

—¿Puedes cuidar de tu hermanita un momento? Solo voy a ver quién es, vuelvo enseguida.

Él dudó un instante. Luego notó que su cabeza hacía un gesto de asentimiento. Su padre, que estaba de rodillas junto a la bañera, se levantó y le pidió que se acercara. Se le movieron los pies mecánicamente para dar los pocos pasos que lo separaban de la bañera. Alice levantó la vista y lo miró. Él vio con el rabillo del ojo cómo su padre salía del baño.

Ya se habían quedado solos, él y Alice.