—Quiero que mis joyas sean para las niñas de Laila.
—Lisbet, por favor, ¿no podemos dejarlo por ahora? —Le cogió la mano, que descansaba flácida sobre el edredón. Él la apretó y notó la fragilidad de sus huesos. Como los de un pajarillo.
—No, Kenneth, no puede esperar. No estaré tranquila sabiendo que te lo dejo todo hecho un auténtico lío —sonrió.
—Pero… —Kenneth carraspeó e hizo un nuevo intento—. Es tan… —Se le quebró la voz una vez más y notó que se le llenaban los ojos de lágrimas. Se las enjugó rápidamente. Tenía que aguantar, debía ser fuerte. Pero el llanto terminó por humedecer las sábanas estampadas, de las primeras que tuvieron, ahora desgastadas y descoloridas de tantos lavados. Él las ponía siempre, porque sabía que a ella le encantaban.
—Delante de mí no tienes que fingir —le dijo Lisbet acariciándole la cabeza.
—Acariciándome la calva, ¿no? —preguntó Kenneth intentando sonreír, y ella le guiñó un ojo.
—Siempre he pensado que eso de tener pelo en la cabeza estaba sobrevalorado, ya lo sabes. Es mucho más elegante cuando la calva brilla un poco.
Kenneth se echó a reír. Ella siempre había sabido hacerlo reír. ¿Quién lo haría en adelante? ¿Quién le daría un beso en la calva y le diría que era una suerte que Dios hubiese previsto una pista de aterrizaje para besos en mitad de su cabeza? Kenneth sabía que no era el hombre más guapo del mundo pero, a los ojos de Lisbet, siempre lo fue. Y todavía le resultaba extraordinario que él hubiese conseguido una mujer tan guapa. Incluso ahora que el cáncer se había llevado todo y la había devorado por dentro. La entristeció mucho perder el pelo y él intentaba recurrir a la misma broma que ella, que Dios había construido una pista de aterrizaje para sus besos. Ella sonreía, pero la sonrisa no afloraba a los ojos.
Siempre se sintió orgullosa de su pelo. Rubio y rizado. Y él la había visto llorar delante del espejo, cuando se pasaba la mano por los escasos mechones que le quedaron después del tratamiento. A él le seguía pareciendo guapa, pero era consciente de lo mucho que ella sufría. De modo que lo primero que hizo cuando le surgió un viaje a Gotemburgo fue entrar en una boutique y comprarle un fular Hermès. Lisbet se moría por un pañuelo de esos, pero siempre protestaba cuando Kenneth quería comprárselo. «No se puede pagar tanto dinero por un trozo de tela tan pequeño», le decía cuando él intentaba convencerla.
Pero en esta ocasión lo compró de todos modos. El más caro que tenían. Ella se incorporó en la cama con esfuerzo y abrió el paquete, sacó el fular del hermoso envoltorio y se acercó al espejo. Y, sin apartar la vista de la cara, se anudó en la cabeza el rectángulo de seda brillante con estampado en amarillo y oro, que ocultó los mechones, las zonas sin pelo. E hizo aflorar de nuevo a los ojos el brillo que tan duro tratamiento le había arrebatado junto con el pelo.
Lisbet no dijo una palabra, únicamente se acercó a Kenneth, que estaba sentado en el borde de la cama, y le dio un beso en plena calva. Luego, volvió a acostarse. Se apoyó en el almohadón blanco que hacía resplandecer el dorado del pañuelo. A partir de aquel día, siempre lo llevó en la cabeza.
—Quiero que Annette se quede con aquella cadena de oro tan gruesa y Josefine, con las perlas. El resto pueden repartírselo como quieran, y esperemos que no discutan. —Lisbet se echó a reír, a sabiendas de que las hijas de su hermana no tendrían ningún problema para ponerse de acuerdo en el reparto de las joyas que tenía.
Kenneth se estremeció. Se había perdido en los recuerdos y aquello lo arrancó del pasado de un modo brutal. Comprendía a su mujer y su necesidad de dejarlo todo arreglado antes de abandonar esta vida. Al mismo tiempo, no soportaba nada de aquello que le recordaba lo inevitable, lo que, según los entendidos, ya no se demoraría en llegar. Habría dado cualquier cosa por no tener que estar así, con aquella mano frágil entre las suyas, oyendo cómo la mujer a la que quería repartía sus bienes materiales.
—Y no quiero que te quedes solo el resto de tu vida. Procura salir de vez en cuando, para que veas el panorama, pero ni se te ocurra poner uno de esos anuncios de Internet, porque yo creo que…
—Venga ya, déjalo —le dijo acariciándole la mejilla—. ¿De verdad crees que habría alguna mujer que pudiera compararse contigo? Pues lo mejor es no intentarlo siquiera.
—Pero es que no quiero que te quedes solo —respondió muy seria, apretándole la mano tanto como podía—. ¿Me oyes? Hay que seguir adelante. —La frente se le perló de sudor y Kenneth se la secó dulcemente con el pañuelo que había en la mesita.
—Ahora estás aquí. Y eso es lo único que me importa.
Guardaron silencio un instante, mirándose a los ojos. Allí estaba toda la vida que habían compartido. La gran pasión del comienzo, que nunca desapareció del todo, por más que el día a día la menoscabara a veces. Todas las risas, la camaradería, la intimidad. Todas las noches que pasaron juntos, muy juntos, cuando ella reposaba con la mejilla en el pecho de él. Tantos años pensando en hijos que no llegaron, las esperanzas que arrastraban ríos de color rojo, pero que al final desembocaron en la serenidad de quien acepta las cosas como son. Aquella vida llena de amigos, de aficiones, de amor mutuo.
El móvil de Kenneth sonó en el recibidor. Se quedó sentado, sin soltarle la mano. Pero el aparato seguía sonando y, finalmente, ella le hizo un gesto de asentimiento.
—Más vale que contestes. Quien sea parece tener mucho interés en hablar contigo.
Kenneth se levantó a disgusto y, una vez en el recibidor, cogió el teléfono de la cómoda. «Erik», leyó en la pantalla. Una vez más, notó que lo inundaba una oleada de irritación. Incluso en aquellas circunstancias invadía su tiempo.
—¿Sí? —respondió sin esforzarse por esconder su reacción. Sin embargo, esta fue cambiando mientras escuchaba. Tras formular varias preguntas breves, colgó y volvió con Lisbet. Respiró hondo, sin apartar la mirada de la cara de su mujer, tan marcada por la enfermedad pero, a sus ojos, tan hermosa, ribeteada por aquel halo dorado y amarillo.
—Parece que han encontrado a Magnus. Está muerto.
Erica había intentado llamar a Patrik varias veces, pero no obtuvo respuesta. Debía de tener mucho trabajo en la comisaría.
Estaba en casa, delante del ordenador, buscando información en Internet. Ponía todo su empeño en concentrarse, pero no había forma, era obvio que resultaba imposible, con dos pares de piececillos dando patadas en la barriga. Y le costaba controlar sus pensamientos. La inquietud. Los recuerdos de la primera época con Maja, que tan lejos estuvo de la felicidad de color de rosa que ella había imaginado. Cuando Erica pensaba en aquellos meses, tenía la sensación de que era como un agujero negro en el tiempo, y ahora le esperaba el doble de lo mismo. Dos que alimentar, que se despertaban, que exigían toda su atención, todo su tiempo. Quizá fuese egoísta, quizá por eso le costaba tanto poner todo su ser, toda su existencia, en manos de otra persona. En manos de sus hijos. Aquello la angustiaba y, al mismo tiempo, le daba cargo de conciencia. Porque ¿con qué derecho se preocupaba por tener dos hijos más, dos regalos al mismo tiempo? Pero se preocupaba. Tanto que se rompía por dentro. Al mismo tiempo, ahora sabía cuál era el resultado. Maja era una alegría tan inmensa que Erica no lamentaba un solo segundo de aquel tiempo tan difícil. Aun así, ahí estaba el recuerdo, un recuerdo que dolía.
De repente notó una patada tan fuerte que se quedó sin respiración. Alguno de los pequeños, o tal vez los dos, tenía sin duda talento futbolístico. El dolor la devolvió al presente. Era consciente de que las cavilaciones en torno a Christian y las cartas eran seguramente algo con lo que prefería ocuparse para no pensar ni preocuparse tanto, pero, si era así, bien estaba.
Entró en Google y tecleó su nombre: «Christian Thydell». Aparecieron varias páginas de resultados, todas ellas sobre el libro, ninguna relativa a algún hecho del pasado. Lo intentó añadiendo la palabra Trollhättan. Ningún resultado. Si había vivido allí, debió de dejar algún rastro. Debía ser posible averiguar algo más. Erica pensaba, mordiéndose la uña del pulgar. ¿Estaría totalmente desencaminada? En realidad, nada indicaba que el remitente de las cartas fuese alguien que conociera a Christian antes de que este llegara a Fjällbacka.
Aun así, Erica siempre volvía a la pregunta de por qué se mostraba tan celoso de mantener en secreto su pasado. Era como si hubiera borrado la época anterior a su traslado a Fjällbacka. ¿O quizá era solo con ella con quien no quería hablar? La idea le molestaba, pero no podía quitársela de la cabeza. Claro que tampoco parecía haberse sincerado mucho en el trabajo, pero no era lo mismo. Ella tenía la sensación de que Christian y ella habían alcanzado cierto grado de intimidad mientras estuvieron trabajando en la novela, dando vueltas a ideas y reflexiones, discutiendo los tonos y matices de las palabras. Pero en realidad, tal vez estuviese equivocada por completo.
Erica comprendió que debería hablar con algún otro amigo de Christian antes de dejar volar la imaginación. Pero ¿con cuál? Solo tenía una vaga idea de con quiénes se relacionaba Christian. El primero que se le ocurrió fue Magnus Kjellner, pero a menos que ocurriera un milagro, él no constituía una alternativa. Parecía que Christian y Sanna se relacionaban también con Erik Lind, el dueño de la constructora, y con su socio Kenneth Bengtsson. Erica no tenía la menor idea del grado de intimidad ni de cuál de los dos le proporcionaría más información. Además: ¿cómo reaccionaría Christian si averiguase que estaba interrogando a sus amigos y conocidos?
Finalmente, decidió dejar a un lado sus reparos. Su curiosidad era mayor. Y, sobre todo, lo hacía por el bien de Christian. Si él no quería enterarse de quién le enviaba aquellas amenazas, ella tendría que averiguarlo por él.
De repente, tuvo clarísimo con quién debía hablar.
Ludvig miró otra vez el reloj. Pronto sería la hora de la pausa. Las mates eran la peor asignatura con diferencia y, como de costumbre, el tiempo transcurría a paso de tortuga. Faltaban cinco minutos. Hoy su descanso coincidía con el del grupo 7A, lo que implicaba que coincidía con el de Sussie. Ella tenía la taquilla en la hilera detrás de la suya y, con un poco de suerte, llegarían al mismo tiempo a guardar los libros después de clase. Llevaba más de seis meses enamorado de ella. Nadie lo sabía, salvo Tom, su mejor amigo. Y Tom sabía que sufriría una muerte lenta y dolorosa si se chivaba.
Sonó el timbre y Ludvig cerró despacio el libro de mates y salió corriendo del aula. Iba mirando a su alrededor mientras se dirigía a las taquillas, pero no vio a Sussie. Tal vez ellos no hubiesen terminado aún.
Pronto se atrevería a hablar con ella. Lo tenía decidido. Solo que no sabía cómo empezar ni qué decir. Había intentado convencer a Tom de que se hiciese el encontradizo con alguna de sus amigas, por si él podía acercársele así, pero Tom se negó, así que Ludvig tenía que ingeniar otro método.
Cuando llegó a las taquillas no vio a nadie. Abrió la puerta, dejó los libros y volvió a cerrar. Quizá hoy no hubiese ido a la escuela. Tampoco la había visto a lo largo de la mañana, podría estar enferma o no tener clase. La idea lo hundió de tal modo que incluso llegó a pensar en saltarse la última clase. Alguien le dio un golpecito en el hombro y Ludvig dio un respingo.
—Perdona, Ludvig, no era mi intención darte un susto.
Era la directora. Estaba pálida y muy seria y Ludvig comprendió en una fracción de segundo para qué lo buscaba. Sussie y todo lo que hacía un momento le parecía tan importante se esfumó de pronto y en su lugar apareció un dolor tan profundo que pensó que no cesaría jamás.
—Quisiera que me acompañaras a mi despacho. Elin ya está allí.
Ludvig asintió. No tenía sentido preguntar el motivo, él ya lo sabía. El dolor le irradiaba hasta las yemas de los dedos y no sentía los pies, que seguían los pasos de la directora. Los movía hacia delante, porque sabía que era lo que debía hacer, pero no sentía nada.
Algo más al fondo del pasillo, a medio camino hacia el despacho de la directora, se cruzó con Sussie, que lo miró directamente a los ojos. Era como si hubiera pasado un siglo desde que ese gesto le importara. Nada había, salvo el dolor. A su alrededor, todo resonaba vacío.
Elin rompió a llorar en cuanto lo vio. Seguramente habría estado tratando de combatir el llanto y, tan pronto como Ludvig cruzó el umbral, salió corriendo hacia él y se le echó en los brazos. Él la abrazó fuerte y empezó a acariciarle la espalda mientras lloraba.
El policía al que había visto en varias ocasiones aguardaba algo apartado en tanto que ellos se daban consuelo. Hasta ahora no había dicho una palabra.
—¿Dónde lo encontraron? —preguntó Ludvig al fin, sin ser consciente de haber formulado la pregunta. Ni siquiera estaba seguro de querer oír la respuesta.
—En Sälvik —dijo el policía que, según creía recordar, se llamaba Patrik. Su colega se hallaba unos pasos atrás y parecía un tanto indecisa. Ludvig la comprendía. Él tampoco sabía qué decir. Ni qué hacer.
—Habíamos pensado llevaros a casa. —Patrik le hizo un gesto a Paula para que se adelantara. Elin y Ludvig los siguieron. En la puerta, Elin se detuvo y se dirigió a Patrik:
—¿Se ahogó?
Ludvig también se paró, pero se dio cuenta de que el policía no pensaba decir nada más por el momento.
—Vamos a casa, Elin. Ya hablaremos de eso —respondió Ludvig en voz baja, cogiéndola de la mano. En un primer momento, ella se resistió. No quería irse, no quería saber. Luego echó a andar.
—Pues oye… —Mellberg hizo una pausa de efecto. Señaló el corcho en el que Patrik había clavado cuidadosamente con chinchetas todo el material relativo a la desaparición de Magnus Kjellner—. Aquí he colgado lo que tenemos, y no es que sea para tirar cohetes. Después de tres meses, esto es lo que habéis conseguido. Pues os diré solo una cosa, tenéis una suerte loca de estar aquí, en un pueblo, y no en la vorágine de Gotemburgo. ¡Allí habríamos terminado el trabajo en una semana!
Patrik y Annika intercambiaron una mirada elocuente. El período que Mellberg estuvo prestando servicio en Gotemburgo se había convertido en un tema recurrente desde que llegó a Tanumshede como jefe de Policía. Ahora al menos parecía haber perdido la esperanza de que volvieran a darle el traslado, una esperanza que solo él creía que pudiera cumplirse un día.
—Hemos hecho cuanto hemos podido —replicó Patrik con tono cansino. Era consciente de lo vano que resultaría el intento de rebatir las acusaciones de Mellberg—. Además, hasta hoy no era una investigación de asesinato. Lo hemos llevado como una desaparición.
—Bueno, bueno. ¿Podrías exponer brevemente lo ocurrido, dónde apareció el cadáver y cómo, y la información que haya proporcionado Pedersen hasta ahora? Naturalmente, lo llamaré luego, hasta ahora no he tenido tiempo. Entretanto, nos apañaremos con lo que tengas tú.
Patrik refirió los sucesos del día.
—¿De verdad que estaba atrapado en el hielo? —Martin Molin miró a Patrik con un escalofrío.
—Luego podremos ver fotografías del lugar, pero sí, se había congelado en el agua. Si el perro no se hubiese adentrado por la capa helada, habríamos tardado bastante en encontrar a Magnus Kjellner. Si es que lo encontrábamos. En cuanto el hielo hubiera empezado a derretirse, se habría soltado y se lo habría llevado la corriente. Podría haber aparecido en cualquier parte. —Patrik meneó la cabeza.
—Lo que significa que no podemos establecer dónde y cuándo lo arrojaron al agua, ¿no? —preguntó Gösta sombrío, acariciando distraído a Ernst, que se le había pegado a la pierna.
—El hielo no cuajó hasta diciembre. Tendremos que esperar el dictamen de Pedersen para saber cuánto tiempo calcula que lleva muerto Magnus Kjellner, pero yo diría que murió poco después de que denunciaran su desaparición. —Patrik hizo un gesto de advertencia con el dedo—. Pero, como decía, no disponemos de datos que apoyen esa hipótesis, de modo que no podemos trabajar basándonos en ella.
—Ya, pero parece lógico —observó Gösta.
—Has mencionado que presentaba varias heridas, ¿qué sabemos al respecto? —Paula entornó los ojos castaños mientras tamborileaba impaciente con el bolígrafo en un bloc que tenía en la mesa.
—Pues tampoco me dio mucha información sobre ese particular, ya sabéis cómo es Pedersen. No le gusta nada revelar ningún detalle antes de haber efectuado un examen exhaustivo. Solo me dijo que lo habían agredido y que presentaba cortes profundos.
—Lo que probablemente signifique que lo hirieron con una navaja —completó Gösta.
—Sí, probablemente.
—¿Cuándo tendremos la información de Pedersen? —Mellberg se había sentado a un extremo de la mesa y llamó al perro chasqueando los dedos. Ernst se alejó enseguida de Gösta y apoyó la cabeza en la rodilla de su dueño.
—Le hará la autopsia a finales de esta semana —dijo—. Así que para el fin de semana, con un poco de suerte, o a principios de la semana que viene. —Patrik dejó escapar un suspiro. Había ocasiones en que aquella profesión no casaba bien con su carácter impaciente. Quería las respuestas ya, no dentro de una semana.
—¿Y qué sabemos de la desaparición? —Mellberg sostenía la taza de café vacía delante de Annika, que fingió no darse cuenta. El jefe hizo otro intento con Martin Molin, y esta vez sí funcionó. Martin no había adquirido aún el carisma necesario para resistir. Mellberg se retrepó en la silla satisfecho, mientras el más joven de sus colegas se encaminaba a la cocina.
—Sabemos que salió de casa poco después de las ocho de la mañana. Cia trabaja en Grebbestad y se fue hacia las siete y media. Trabaja media jornada en una inmobiliaria. Los niños tienen que marcharse a eso de las siete para poder coger el autobús. —Patrik hizo una pausa para tomar un sorbo del café que Martin les iba sirviendo a todos, y Paula aprovechó el inciso para hacer una pregunta.
—¿Y cómo sabes que se fue de su casa poco después de las ocho?
—Porque un vecino lo vio salir a esa hora.
—¿En coche?
—No, Cia había cogido el único coche que tienen y, según cuenta, Magnus iba siempre a pie.
—Ya, pero a Tanum no, ¿verdad? —intervino Martin.
—No, iba en el coche de un colega, Ulf Rosander, que vive cerca del campo de minigolf. Y hasta allí sí iba caminando. Pero la mañana en cuestión, llamó a Rosander para decirle que llevaba un poco de retraso y que se fuera sin él, así que no se presentó en su casa.
—¿Y estamos seguros de eso? —intervino Mellberg—. ¿Hemos investigado a fondo a ese Rosander? En realidad, solo tenemos su palabra.
—Gösta estuvo hablando con Rosander y nada, ni lo que dijo ni su conducta, indica que esté mintiendo —aseguró Patrik.
—O quizá no lo hayáis presionado lo suficiente —insistió Mellberg anotando algo en el bloc. Alzó la vista y la clavó en Patrik—. Tráelo y apriétale las tuercas un poco más.
—¿No te parece una medida un tanto drástica? La gente podría empezar a mostrarse reacia a hablar con nosotros si nos dedicamos a traer a los testigos a comisaría —objetó Paula—. ¿No podríais ir Patrik y tú a verlo a Fjällbacka? Aunque sé que ahora tienes mucho que hacer, de modo que, si quieres, puedo ir yo en tu lugar —dijo guiñándole un ojo a Patrik discretamente.
—Ummm… pues tienes razón. Tengo la mesa atestada. Muy bien pensado, Paula. Patrik y tú iréis a visitar de nuevo al tal… Rosell.
—Rosander —lo corrigió Patrik.
—Pues eso he dicho —replicó Mellberg mirando a Patrik con encono—. De todos modos, Paula y tú hablaréis con él. Creo que podemos sacar algo más. —Hizo un gesto de impaciencia con la mano—. Bueno, ¿y además? ¿Qué más habéis hecho?
—Hemos hablado con todos los vecinos de la calle que Magnus debería haber recorrido si hubiera ido a casa de Rosander como de costumbre. Pero nadie lo vio. Claro que de ahí no podemos sacar conclusiones, la gente tiene más que de sobra con el trajín propio de las mañanas —observó Patrik.
—Es como si se hubiera esfumado en el preciso instante en que salió por la puerta de su casa… hasta que lo encontramos en el hielo. —Martin miraba con resignación a Patrik, que se esforzó por sonar más optimista de lo que realmente se sentía.
—Nadie se esfuma sin más. Habrá huellas en algún lugar. Y lo único que debemos hacer es encontrarlas. —Patrik comprendió que empezaba a soltar futilidades, pero, por el momento, no tenía nada más que ofrecer.
—¿Y su vida privada? ¿Hemos indagado lo suficiente? ¿Hemos sacado del armario todos los cadáveres? —Mellberg se echó a reír con su propia broma, pero nadie lo secundó.
—Los mejores amigos de Magnus y Cia eran Erik Lind, Kenneth Bengtsson y Christian Thydell. Y sus mujeres. Hemos hablado con ellos y con la familia de Magnus, y lo único que hemos sacado en claro es que Magnus Kjellner era un padre abnegado y un buen amigo. Nada de chismorreos, nada de secretos, nada de rumores.
—¡Tonterías! —resopló Mellberg—. Todo el mundo tiene algo que ocultar, se trata de desenterrarlo. Es obvio que no os habéis esforzado lo suficiente.
—Hemos… —comenzó Patrik. Pero guardó silencio al comprender que probablemente Mellberg tuviera razón, para variar, tal vez no hubiesen indagado lo bastante a fondo, quizá no hubiesen formulado las preguntas adecuadas—. Por supuesto, ahora emprenderemos otra ronda con la familia y los amigos —prosiguió. Enseguida le vino a la cabeza la imagen de Christian Thydell y la carta que tenía en el primer cajón del escritorio. Pero no quiso mencionarlo por el momento, hasta no tener algo más concreto que lo que le decía su sexto sentido.
—Bueno, pues entonces repetimos y, esta vez, lo hacemos bien. —Mellberg se levantó tan rápido que Ernst, cuya cabeza seguía apoyada en la rodilla de su dueño, estuvo a punto de caer al suelo. El jefe de la comisaría casi había llegado a la puerta cuando se volvió y, mirando con severidad a los subalternos allí reunidos, añadió—: Y a ver si aceleramos un poco el ritmo, ¿vale?
Ya estaba oscuro al otro lado de la ventanilla del tren. Se había levantado tan temprano que tenía la sensación de que fuera de noche, pese a que el reloj indicaba que era la primera hora de la tarde. El móvil le sonaba en el bolsillo una y otra vez, pero él no se había inmutado. Llamara quien llamase, seguro que quería pedirle algo, perseguirlo y exigirle lo que fuera.
Christian miraba el paisaje. Acababan de dejar atrás Herrljunga. Había dejado el coche en Uddevalla. Y le quedaban unos cuarenta y cinco minutos en coche hasta Fjällbacka. Apoyó la frente en la ventanilla y cerró los ojos. Notaba la frialdad del cristal en la piel. La negrura del exterior lo presionaba, se le pegaba. Tomó aire ansiosamente y retiró la cara del cristal, donde había dejado una impresión inequívoca de la frente y la nariz. Levantó la mano y la borró con la palma. No quería dejarla allí, no quería dejar rastro de su persona.
Llegó a Uddevalla tan cansado que apenas veía con claridad. Había tratado de dormir la última hora de viaje, pero las imágenes le desfilaban por la cabeza como destellos veloces, impidiéndole el descanso. Se detuvo en el McDonald’s de Torp y pidió un café grande, que apuró de un trago para que la cafeína surtiese efecto enseguida.
Volvió a sonar el móvil, pero no era capaz ni de sacarlo del bolsillo, mucho menos de hablar con quien tan insistentemente lo llamaba. Sanna, seguramente. La encontraría enojada cuando llegase a casa, pero qué le iba a hacer.
Empezaba a sentir un hormigueo por todo el cuerpo y se retorció en el asiento. Los faros del coche que circulaba detrás de él se reflejaban en el retrovisor y quedó cegado momentáneamente. Pero había algo en los faros, en la distancia siempre idéntica y en el resplandor que lo movió a mirar de nuevo por el retrovisor. El mismo coche lo seguía desde que salió de Torp. ¿O no lo era? Se frotó los ojos con la mano. Ya no estaba seguro de nada.
La luz lo siguió cuando giró para salir de la autovía a la altura del indicador de Fjällbacka. Christian entornó los ojos en un intento por distinguir qué coche era. Pero estaba demasiado oscuro y las luces lo cegaban. Empezaron a sudarle las manos al volante. Lo apretaba tanto que le dolían las manos, así que estiró los dedos un poco.
Recreó su imagen. La vio con el vestido azul y el niño en el regazo. El olor a fresas, el sabor de sus labios. La sensación de la tela del vestido en la piel. Su cabello largo y castaño.
Algo cruzó delante del coche. Christian frenó de golpe y, durante unos segundos, perdió el contacto con la calzada. El coche se deslizó hacia la cuneta y él se abandonó y no hizo nada por evitarlo. Sin embargo, el automóvil se detuvo a unos centímetros del borde. Al resplandor de los faros distinguió el trasero blanco de un corzo y Christian lo vio huir asustado, trotando por el campo.
El motor seguía en marcha, pero el zumbido que le resonaba en la cabeza ahogaba el ruido. Vio por el retrovisor que el coche que venía detrás también se había detenido y Christian comprendió que debería ponerse en marcha otra vez, alejarse de los faros que se reflejaban en el retrovisor.
Se abrió una puerta y alguien salió del otro coche. ¿Quién era, quién caminaba hacia donde él se encontraba? Fuera estaba tan oscuro que solo vio que se le acercaba una figura asexuada. Unos pasos más y quienquiera que fuese estaría junto a la puerta del coche.
Empezaron a temblarle las manos en el volante. Apartó la vista del retrovisor y la clavó en el campo y el lindero del bosque que se distinguía vagamente a unos metros de allí. Miró y esperó. Hasta que se abrió la puerta del acompañante.
—¿Cómo estás? ¿Te encuentras bien? No parece que lo hayas atropellado.
Christian miró hacia el lugar de donde provenía la voz. Un hombre de pelo cano y unos sesenta años de edad lo miraba desde la puerta.
—Estoy bien —murmuró Christian—. Es solo que me he llevado un susto.
—Sí, es horrible que algún animal se te cruce así, sin más. Entonces ¿seguro que estás bien?
—Segurísimo. Ya me voy a casa. Voy camino de Fjällbacka.
—Ajá, pues yo voy a Hamburgsund. Conduce con cuidado.
El hombre cerró la puerta y Christian notó que el pulso recobraba el ritmo normal. No habían sido más que fantasmas, recuerdos del pasado. Nada que pudiera hacerle daño.
En su cabeza intentaba hacerse oír una vocecita que le hablaba de las cartas, que no eran fruto de la imaginación. Pero él hizo oídos sordos, no podía prestarle atención. Si empezaba a recordar, ella se haría de nuevo con el poder. Y no podía permitirlo. Había trabajado muy duro para olvidar. No volvería a ponerse a su alcance.
Salió a la carretera en dirección a Fjällbacka. El móvil seguía sonando en el bolsillo.