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Se tapaba los oídos. No comprendía cómo alguien tan pequeño podía armar tanto jaleo, ni cómo algo tan feo podía atraer tanta atención.

Todo había cambiado tras las semanas de vacaciones en el camping. Su madre se había ido poniendo cada vez más gorda, hasta que se marchó una semana de casa, para luego volver con una hermanita. Él había hecho algunas preguntas, pero nadie se preocupó por contestarlas.

En realidad, nadie se preocupaba ya por él en general. Su padre estaba como siempre. Y su madre solo tenía ojos para aquel bulto arrugado. A todas horas llevaba en brazos a la hermanita, que no dejaba de llorar. A todas horas andaba dándole de comer, cambiándola, haciéndole carantoñas y cantándole. Él, en cambio, era un estorbo y, cuando su madre se fijaba en él, era para reñirle. A él no le gustaba, pero cualquier cosa era mejor que cuando ignoraba su presencia como si fuera aire.

Lo que más la irritaba era que comiera demasiado. Era muy estricta con la comida. «Uno tiene que pensar en su aspecto», solía decir cuando su padre quería un poco más de salsa.

Él, en cambio, últimamente repetía siempre. No solo una vez, sino dos o tres. Al principio, su madre intentó impedírselo, pero él la miraba y, con movimientos excesivamente lentos, se ponía más salsa o más puré. Y ella terminó por rendirse y ya solo lo miraba irritada. Y las raciones eran cada vez más grandes. Una parte de él disfrutaba observando la repugnancia que reflejaba la mirada de su madre cuando él abría la boca y engullía la comida. Al menos entonces lo miraba. Ya nadie lo llamaba mi niño precioso. Ya no era precioso, era feo. Por fuera y por dentro también. Pero ella no lo desatendía.

Su madre solía acostarse cuando el bebé dormía en la cuna. Entonces se acercaba a la hermanita. Si no, no lo dejaban tocarla. Desde luego, no cuando su madre lo veía. «Quita esas manos, las tendrás sucias». Pero cuando su madre dormía, él podía mirarla. Y tocarla también.

Ladeó la cabeza observándola. Tenía la cara como la de una viejecilla. Un poco enrojecida. Dormía con los puños cerrados y se movía. Se había quitado la manta pataleando en sueños, pero él no la tapó. ¿Por qué iba a hacerlo? Ella se lo había arrebatado todo.

Alice. Hasta el nombre le parecía odioso. Odiaba a Alice.