Erica había ido a la biblioteca de Fjällbacka. Sabía que Christian tenía el día libre. Había estado muy bien en el programa Nyhetsmorgon, al menos al final. Luego, cuando empezaron a preguntarle por las amenazas, se puso muy nervioso. Erica lo pasó tan mal viendo cómo sudaba y se ruborizaba hasta las orejas que apagó el televisor antes de que acabase el programa.
Y ahora se encontraba allí, fingiendo que buscaba un libro, mientras pensaba en cómo alcanzar su verdadero objetivo: hablar con May, la compañera de trabajo de Christian. Y es que, cuanto más reflexionaba sobre las cartas, tanto más se convencía de que quien estaba amenazando a Christian no era ningún desconocido. No, tenían algo personal, y la respuesta debía de existir en el entorno de Christian, o en su pasado.
El problema era que siempre se había mostrado extremadamente reservado en lo referido a lo personal. Aquella mañana se levantó con la intención de poner por escrito cuanto le hubiese oído decir sobre su pasado, pero se quedó sentada, bolígrafo en ristre y con el folio en blanco. Tomó conciencia de que no sabía nada, pese a que habían pasado juntos mucho tiempo mientras él trabajaba en la novela y, pese a que, al parecer de Erica, habían intimado y se habían hecho amigos, él jamás le reveló nada. Ni de dónde era, ni cómo se llamaban sus padres ni a qué se dedicaban. Ni dónde había estudiado, ni si había practicado algún deporte de joven, ni quiénes eran sus amigos de juventud ni si aún tenía algún contacto con ellos. No sabía nada en absoluto.
Y solo eso hizo sonar la alarma. Porque uno siempre desvela algún detalle sobre su persona en las conversaciones, siempre ofrece información fragmentaria sobre su pasado y sobre cómo se ha convertido en la persona que es. Y el hecho de que Christian se hubiese sujetado la lengua de aquel modo terminó de persuadir a Erica de que ahí se encontraba la respuesta. La cuestión era, desde luego, si Christian había logrado mantenerse en guardia con todo el mundo. Quizá la colega que trabajaba con él a diario se hubiese enterado de algo.
Erica miraba de reojo a May, que estaba escribiendo algo en el ordenador. Por suerte, estaban solas en la biblioteca, de modo que podrían hablar sin que las molestaran. Finalmente, se decantó por una táctica viable. No podía empezar preguntando directamente acerca de Christian, tenía que actuar con prudencia.
Se llevó la mano a la espalda, exhaló un suspiro y se desplomó pesadamente en una de las sillas que había delante del mostrador de May.
—Sí, debe de ser duro. Son gemelos, tengo entendido —dijo May con una mirada maternal.
—Así es, dos ejemplares llevo aquí dentro —respondió Erica pasándose la mano por la barriga, tratando de dar la impresión de que necesitaba descansar un poco. Aunque no era necesario tanto disimulo: en cuanto se sentó, notó que la zona lumbar se lo agradecía.
—Tú descansa mucho.
—Sí, si ya lo hago —dijo Erica sonriendo—. ¿Has visto a Christian en la tele esta mañana? —añadió al cabo de un instante.
—Por desgracia, me lo he perdido, estaba aquí trabajando. Pero programé el DVD para que lo grabara. O eso creo. No consigo hacerme del todo con esos chismes. ¿Qué tal lo hizo?
—Fenomenal. Es estupendo lo del libro.
—Sí, aquí estamos muy orgullosos de él —aseguró May radiante de alegría—. No tenía la menor idea de que escribiera hasta que oí que su libro saldría publicado. Y menudo libro. ¡Y menudas críticas!
—Sí, es fantástico. —Erica guardó silencio un instante—. Todos los que conocen a Christian deben de estar contentísimos por él. Incluso sus antiguos colegas, supongo. ¿Dónde dijo que trabajaba antes de mudarse a Fjällbacka? —Intentó fingir que lo sabía, solo que no lo recordaba.
—Ummm… —A diferencia de Erica, May sí que parecía estar rebuscando en su memoria de verdad—. Pues sabes qué te digo, ahora que lo pienso, no me lo ha dicho nunca. Qué raro. Pero claro, Christian llegó aquí antes que yo y seguramente no hemos hablado nunca de a qué se dedicaba antes.
—¿Y tampoco sabes de dónde es ni dónde vivía antes de venir a Fjällbacka? —Erica se dio cuenta de que dejaba traslucir un interés excesivo y se esforzó por adoptar un tono más neutro—. Lo estaba pensando esta mañana, mientras veía la entrevista. Siempre me pareció que hablaba el dialecto de Småland, pero esta mañana me pareció oírle un tono de otro dialecto que fui incapaz de reconocer. —No era una mentira sensacional, pero tendría que valer.
May pareció aceptarla.
—No, de Småland no es, eso es seguro. Pero la verdad, yo tampoco tengo ni idea. Claro que él y yo hablamos en el trabajo, y Christian se muestra siempre agradable y solícito. —May parecía estar sopesando cómo formularía la siguiente frase—. Aun así, tengo la sensación de que existe un límite, hasta aquí, ni un paso más. A lo mejor te resulta ridículo, pero nunca le he preguntado por detalles personales porque, de alguna manera, él me ha enviado el mensaje de que no le gustaría.
—Entiendo lo que quieres decir —aseguró Erica—. ¿Y nunca te ha dicho nada así, como de pasada?
May volvió a hacer memoria.
—Pues no, la verdad es que no… Bueno, espera, sí…
—¿Sí? —preguntó Erica maldiciendo su impaciencia.
—Bueno, fue algo insignificante. Pero tuve la sensación… Verás, fue un día que estábamos hablando de Trollhättan, porque yo acababa de volver de visitar a mi hermana, que vive allí. Y parecía conocer la ciudad. Luego reaccionó y empezó a hablar de otra cosa. Y lo recuerdo muy bien porque me extrañó que cambiara de tema de aquella manera tan brusca.
—¿Te dio la sensación de que hubiese vivido allí?
—Sí, eso creo. Aunque ya te digo que no lo puedo asegurar.
No era mucho, pero por ahí se podía empezar. Trollhättan.
—¡Pasa, Christian! —Gaby le dio la bienvenida en la puerta y él entró un poco en guardia a aquel paisaje blanco que era la sede de la editorial. Igual de colorido y extravagante que su jefa, así de refinado y luminoso era el despacho. Y quizá fuera esa la idea, porque constituía un fondo en agudo contraste con Gaby, que resaltaba más aún.
—¿Café? —Señaló un perchero que había a la izquierda de la puerta y Christian colgó la cazadora.
—Sí, gracias —respondió siguiendo el repiqueteo de los tacones por el largo pasillo. La cocina era tan blanca como el resto del local, pero las tazas que sacó del armario eran rosa chillón y no parecía haber otros colores entre los que elegir.
—¿Latte? ¿Cappuccino? ¿Espresso? —Gaby señalaba una máquina de café gigante que dominaba la encimera y Christian reflexionó un instante sobre su elección.
—Latte, por favor.
—Pues ahora mismo. —La editora alargó el brazo para coger la taza y empezó a pulsar los botones. Cuando la máquina dejó de resoplar, Gaby le hizo a Christian una señal para que la siguiera.
—Nos sentaremos en mi despacho. Aquí hay demasiado tránsito de gente. —Saludó con indiferencia a una chica de unos treinta años que entró en la cocina. A juzgar por el temor que Christian advirtió en los ojos de la mujer, Gaby ataba corto a sus colaboradores.
—Siéntate. —El despacho de Gaby, contiguo a la cocina, era elegante pero impersonal. Ni fotos familiares ni objetos personales peculiares. Nada que pudiera dar una pista de quién era ella en realidad, lo que, según Christian sospechaba, era precisamente el objetivo.
—¡Qué bien has estado esta mañana! —dijo sentándose detrás del escritorio con una sonrisa radiante.
Él asintió, aun sabiendo que ella había notado lo nervioso que estaba. Se preguntaba si tendría algún tipo de remordimiento por haberlo expuesto de aquella manera y por haberlo dejado indefenso ante lo que pudiera suceder.
—Tienes tanto carisma. —Gaby mostró una hilera de dientes blancos. Demasiado blancos, blanqueados, seguramente.
Christian apretaba la taza rosa con las manos empapadas de sudor.
—Vamos a intentar colocarte en más sofás de canales de televisión —continuó parloteando la editora—. Con Carin a las 21:30, con Malou en la Cuatro, quizá en alguno de los programas de concurso. Creo que…
—No voy a salir más en la tele.
Gaby se quedó mirándolo perpleja.
—Perdón, he debido de oír mal. ¿Has dicho que no saldrás más en la tele?
—Me has oído perfectamente. Ya has visto lo que ha pasado esta mañana. Y no me expondré a lo mismo otra vez.
—La tele vende. —A Gaby le aleteaban las fosas nasales—. Esos minutos que has salido en la Cuatro esta mañana darán un nuevo impulso a las ventas. —Repiqueteaba nerviosa con aquellas uñas tan largas sobre la mesa.
—Seguro que sí, pero no me importa. No pienso salir más. —Lo decía de verdad. Ni quería ni podía dejarse ver más de lo que ya lo había hecho. Y ya era mucho, suficiente para provocar. Quizá aún podría evitar el destino si lo detenía todo ahora. Ahora.
—Tú y yo colaboramos, y no puedo vender tu libro, hacer que llegue a los lectores, si no colaboras. Y esa colaboración incluye que participes en la comercialización del libro. —Le habló con un tono frío como el hielo.
A Christian le zumbaba la cabeza. Miraba las uñas rosa de Gaby en contraste con la mesa de color claro y se esforzaba por detener el murmullo, que resonaba cada vez con más fuerza. Se rascó briosamente la palma de la mano izquierda. Sentía un hormigueo bajo la piel. Como un eccema invisible que empeoraba con el roce.
—No pienso salir otra vez —repitió. No era capaz de mirarla a los ojos. El nerviosismo que sintió en un principio ante la idea de la reunión se había convertido ya en pánico. No podía obligarlo. ¿O sí podía? ¿Qué decía, en realidad, aquel contrato que él ni siquiera había leído, eufórico como estaba de que hubiesen aceptado su libro?
La voz de Gaby cortó el zumbido como un cuchillo.
—Esperamos que colabores, Christian. Yo espero que lo hagas. —La irritación de la editora alimentaba el hormigueo y el picor interior. Se rascó con más fuerza aún la palma de la mano, hasta que notó que le escocía. Se miró la mano y vio las líneas sanguinolentas que se había hecho con las uñas. Levantó la vista.
—Tengo que irme a casa.
Gaby lo observó con el ceño fruncido.
—Oye, ¿estás bien? —Y más extrañeza aún le causó ver la palma de la mano llena de sangre—. Christian… —Gaby parecía insegura de cómo continuar y él no pudo más. Las voces le resonaban cada vez más alto, con mensajes que él no quería oír. Todos los interrogantes, todos los vínculos, todo se mezcló hasta que lo único de lo que podía ser consciente era del hormigueo bajo la piel.
Se levantó y salió corriendo del despacho.
Patrik miraba el teléfono. El informe completo del cuerpo que habían encontrado bajo el hielo llevaría mucho más tiempo, pero sabía que podría contar en breve con la confirmación de que en verdad se trataba de Magnus Kjellner. Seguramente, el rumor ya habría empezado a circular por Fjällbacka y no quería que Cia lo supiese por otra vía.
Pero el teléfono no había sonado, por ahora.
—¿Nada? —preguntó Annika asomando la cabeza y mirándolo inquisitiva.
Patrik meneó la cabeza.
—No, pero Pedersen estará a punto de llamar.
—Pues esperemos —dijo Annika y, en el preciso instante en que se daba media vuelta para volver a la recepción, se oyó el timbre. Patrik se abalanzó sobre el auricular.
—Hedström. —Prestó atención y le hizo a Annika una señal. Era Tord Pedersen, del instituto forense—. Sí… Vale… Comprendo… Gracias. —Colgó y respiró aliviado—. Pedersen acaba de confirmarme que se trata de Magnus Kjellner. No puede establecer la causa de la muerte antes de practicarle la autopsia, pero lo que sí puede decir es que Kjellner sufrió agresiones y presenta cortes graves en el cuerpo.
—Pobre Cia.
Patrik asintió. Notaba que le pesaba el corazón en el pecho ante la tarea que tenía por delante. Pese a todo, quería ir a comunicar la noticia personalmente. Se lo debía a Cia, después de todas las veces que había estado en la comisaría, más triste y más consumida cada vez, pero aún abrigando algo parecido a la esperanza. Ya no cabía esperanza alguna y lo único que Patrik podía ofrecerle era la certeza.
—Más vale que vaya y hable con ella de inmediato —dijo poniéndose de pie—. Antes de que se entere por otra vía.
—¿Vas a ir solo?
—No, le diré a Paula que me acompañe.
Fue a avisar a su colega y dio unos golpecitos en la puerta, que estaba abierta.
—¿Es él? —Paula fue al grano, como de costumbre.
—Sí. Voy a ir a hablar con su mujer. ¿Me acompañas?
Paula pareció dudar, pero no era de las que rehuían el deber.
—Sí, por supuesto —dijo antes de ponerse la cazadora y salir detrás de Patrik, que ya iba camino de la salida.
Mellberg les dio el alto en recepción.
—¿Alguna noticia? —preguntó exaltado.
—Sí, Pedersen ha confirmado que se trata de Magnus Kjellner. —Patrik se dio media vuelta para continuar camino del coche policial que había aparcado delante de la comisaría. Pero Mellberg aún no había terminado.
—Se tiró al agua, ¿verdad? Lo sabía, sabía que se había suicidado. Seguro que por problemas con las mujeres o por jugar al póquer por Internet. Lo sabía.
—Pues no parece que sea suicidio. —Patrik sopesaba sus palabras con medida de oro. Sabía por experiencia que Mellberg trataba la información como le venía en gana y que era capaz de generar una catástrofe a partir de unos datos muy sencillos.
—¡Joder! O sea, ¿asesinato?
—Todavía no sabemos mucho. —La voz de Patrik resonó cautelosa—. Lo único que ha podido decir Pedersen hasta el momento es que Magnus Kjellner presenta numerosas heridas de arma blanca.
—Joder —repitió Mellberg—. Como es lógico, eso implica que la investigación recibirá una atención muy distinta. Tenemos que acelerar el ritmo, tenemos que mirar con lupa todo lo que hemos hecho y lo que no hemos hecho. Es verdad que yo no he participado mucho hasta el momento, pero a partir de ahora tenemos que poner al servicio del caso los principales recursos de la comisaría, naturalmente.
Las miradas de Patrik y Paula se cruzaron. Como de costumbre, Mellberg no advirtió el menor indicio de falta de confianza, sino que continuó con el mismo entusiasmo:
—Un repaso general de todo el material, eso es lo que debemos hacer. A las 15:00, quiero que todos se presenten hambrientos y despiertos. Hemos perdido demasiado tiempo. Por Dios santo, ¿cómo habéis podido tardar tres meses en encontrar al tipo? Es una vergüenza. —Miraba severamente a Patrik, que tuvo que reprimir un impulso pueril para no darle a su jefe una patada en las espinillas.
—A las 15:00, claro. Entendido. Pero sería bueno que pudiéramos irnos ya. Paula y yo íbamos a ver a la mujer de Magnus Kjellner.
—Sí, sí —respondió Mellberg impaciente despachándolos entre aspavientos. Luego pareció sumirse en sesudas cavilaciones sobre cómo delegar los cometidos de lo que había resultado ser una investigación de asesinato.
Erik había tenido el control toda su vida. Siempre era el que decidía, el cazador. Ahora, por el contrario, alguien quería darle caza a él, alguien desconocido a quien no podía ver. Y eso lo asustaba más que nada. Todo sería más fácil si comprendiera quién lo perseguía. Pero, sinceramente, lo ignoraba.
Había dedicado un tiempo considerable a reflexionar sobre ese asunto, a inventariar su vida. Había repasado todas las mujeres, los contactos laborales, los amigos y enemigos. No podía negar que había dejado tras de sí ira y amargura. Pero ¿odio también? De eso no estaba tan seguro. Sin embargo, las cartas que recibía destilaban odio puro y un deseo innegable de venganza. Ni más ni menos.
Por primera vez en su vida, Erik se sentía solo en el mundo. Por primera vez, comprendió lo fina que era la capa de barniz, lo poco que, a la hora de la verdad, significaban el éxito y las palmaditas en la espalda. Incluso había considerado la posibilidad de confiárselo a Louise. O a Kenneth. Pero nunca encontraba un momento en que ella no lo mirase con desprecio. Y Kenneth era siempre tan servil… Ni la actitud de ella ni la de él eran propicias para confidencias. Ni para ayudarle con el desasosiego que llevaba sintiendo desde que empezó a recibir las cartas.
No tenía con quien contar. Y sabía que él era el artífice de su aislamiento y se conocía lo bastante bien como para saber que no habría actuado de otra forma de haber tenido la oportunidad. El éxito tenía un sabor demasiado dulce. La sensación de ser superior, de saberse admirado, era demasiado embriagadora. No se arrepentía de nada, pero sí le habría gustado poder contar con alguien.
A falta de otra cosa, decidió buscar lo que consideraba casi lo mejor. Sexo. Nada lo hacía sentirse más invencible como fuera de control. Y no tenía nada que ver con la pareja, que había ido cambiando a lo largo de los años hasta el punto de que ya no podía relacionar los nombres con las caras. Recordaba que había una mujer que tenía unos pechos perfectos, pero por más que se esforzara, no lograba evocar la imagen de la cara que les correspondía. Y a otra que tenía un sabor increíble, que lo hacía desear usar la lengua, aspirar el aroma. Pero ¿cuál era el nombre? No tenía ni idea.
En aquellos momentos era Cecilia y no creía que fuese a recordarla por nada en particular. Era un instrumento. En todos los sentidos. Totalmente aceptable en la cama, pero no como para hacer cantar a los ángeles. Un cuerpo lo bastante bien formado como para que se le levantara, pero nada que echase de menos cuando se hallaba en su cama, cerraba los ojos y se lo hacía solo. Cecilia existía, era accesible y complaciente. Ahí radicaba su principal atracción, y Erik sabía que no tardaría en cansarse de ella.
Pero en aquellos momentos era más que suficiente. Llamó impaciente al timbre con la esperanza de no tener que darle demasiada conversación antes de poder penetrarla y sentir cómo se relajaban las tensiones.
Comprendió que sus esperanzas se verían frustradas en cuanto ella le abrió la puerta. Le había enviado un mensaje al móvil preguntándole si podía pasarse por allí y ella le había contestado con un «sí». Ahora se dijo que debería haberla llamado para comprobar de qué humor estaba. Porque la veía resuelta. Ni enfadada ni disgustada, no. Solo resuelta y serena. Y aquella actitud lo inquietaba más que si hubiese estado enfadada.
—Pasa, Erik —le dijo invitándolo a entrar.
Erik. Nunca era buena cosa que utilizara su nombre de aquella manera. Significaba que pretendía imprimir más peso a lo que dijera. Que quería atraer toda su atención. Y se preguntó si aún podría darse media vuelta, decir que tenía que irse a casa y evitar por todos los medios entrar en su juego.
Pero la puerta ya estaba de par en par y Cecilia iba camino de la cocina. No tenía elección. Muy a su pesar, cerró la puerta, se quitó el abrigo y fue tras ella.
—Qué bien que hayas venido. Estaba pensando en llamarte —le dijo Cecilia.
Erik se puso de espaldas a la encimera, se echó hacia atrás y se cruzó de brazos. Esperando. Ahora empezaría, como siempre. Aquel baile. En el que ellas querían llevar la voz cantante, tomar el mando y avanzar, cuando empezaban a imponer condiciones y a exigir promesas que él nunca podría hacer. A veces, aquellos momentos le proporcionaban cierta satisfacción. Disfrutaba al ir pulverizando aquellas esperanzas tan patéticas. Pero hoy no. Hoy necesitaba sentir piel desnuda y olores dulces, trepar hasta la cima y experimentar aquella dulce pérdida agotadora. Era lo que habría necesitado para mantener a distancia a aquel que lo perseguía. Que aquella mujer estúpida hubiese elegido precisamente ese día para que le destrozara sus sueños…
Erik permaneció inmóvil, mirando fríamente a Cecilia que, muy serena, le sostuvo la mirada. Aquello era una novedad. Solía ver nerviosismo, mejillas que se encendían ante el esfuerzo de la carrera que pensaban emprender, euforia al haber encontrado en su fuero interno «el valor» para exigir aquello a lo que se creían con derecho. Pero Cecilia se quedó allí, delante de él, sin bajar la vista.
Abrió la boca en el instante en que a Erik empezó a sonarle el teléfono en el bolsillo. Abrió el mensaje y lo leyó. Una única frase. Una frase que hizo que se le doblaran las piernas. Y al mismo tiempo, en algún lugar lejano, oía la voz de Cecilia. Le hablaba a él, le decía algo. Eran palabras imposibles de asimilar, pero ella lo obligó a escucharlas, obligó a su cerebro a dotar las sílabas de significado.
—Erik, estoy embarazada.
Recorrieron en silencio todo el camino hasta Fjällbacka. Paula le preguntó si quería que lo hiciera ella, pero él negó con la cabeza. Habían ido a buscar a Lena Appelgren, la pastora, que iba en el asiento trasero. Tampoco ella había dicho nada desde que se enteró de los detalles que necesitaba conocer.
Cuando entraron en el acceso a la casa de los Kjellner, Patrik lamentó haber cogido el coche policial en lugar de su Volvo. Al verlo, Cia solo podía interpretarlo de un modo.
Llamó al timbre. Cinco segundos más tarde, Cia les abrió la puerta y Patrik comprendió por la expresión de su cara que había visto el coche y había sacado sus conclusiones.
—Lo habéis encontrado —dijo abrigándose con la chaqueta cuando notó el frío invernal que entraba por la puerta abierta.
—Sí —confirmó Patrik—. Lo hemos encontrado.
Cia pareció serena por un instante, pero luego fue como si las piernas hubiesen cedido bajo su peso y se desplomó en el suelo del recibidor. Patrik y Paula la levantaron y, apoyada en ambos, la condujeron a la cocina, donde pudo sentarse.
—¿Quieres que llamemos a alguien? —preguntó Patrik sentándose a su lado y cogiéndole la mano.
Cia reflexionó un segundo. Tenía la mirada quebrada y Patrik supuso que le costaba enlazar las ideas.
—¿Quieres que vayamos a buscar a los padres de Magnus? —le sugirió amablemente, y Cia asintió.
—¿Ellos lo saben?
—No —respondió Patrik—. Pero en estos momentos están hablando con ellos otros dos policías. Puedo llamar y preguntarles si quieren venir.
Pero no hizo falta. Otro coche policial aparcó al lado del de Patrik, que comprendió que Gösta y Martin ya se lo habían comunicado a los padres de Magnus, a los que vio salir del coche. Entraron sin llamar y Patrik oyó que Paula, que había salido al pasillo, hablaba en voz baja con Gösta y Martin. Luego, por la ventana de la cocina, los vio salir de nuevo al frío invernal, antes de subir al coche y alejarse de allí.
Paula volvió a la cocina, seguida de Margareta y Torsten Kjellner.
—Me parecía que cuatro policías éramos demasiados, de modo que les dije que volvieran a la comisaría. Espero haber acertado —dijo la agente. Patrik asintió.
Margareta se acercó a Cia y la abrazó. Y en el abrazo de su suegra, dejó escapar el primer sollozo y después fue como si el dique hubiera cedido dando paso a las lágrimas, que acudían entre largos hipidos. Torsten estaba pálido y ausente, y la pastora se acercó y se presentó.
—Siéntese usted también, voy a poner café —dijo Lena. Solo la conocían de vista y ella sabía que ahora su cometido consistía en mantenerse en un segundo plano e intervenir solo si era necesario. Ningún comunicado de aquel tipo se parecía a los demás y a veces no tenía más que infundir serenidad y preparar algo caliente para beber. Empezó a rebuscar en los armarios y, al cabo de unos minutos, encontró lo que necesitaba.
—Venga, Cia —decía Margareta acariciándole la espalda. Al mirar por encima de la cabeza de su nuera, su mirada se cruzó con la de Patrik, que tuvo que vencer el impulso de apartarla del dolor tan profundo que halló en los ojos de una madre que acaba de saber que ha perdido a su hijo. Aun así, era lo bastante fuerte para consolar a su nuera. Había mujeres tan fuertes que nada podía quebrarlas. Vencerlas sí, pero quebrarlas, nunca.
—Lo siento. —Patrik se volvió al padre de Magnus, que estaba allí sentado con la mirada perdida. Torsten no respondió.
—Aquí viene el café. —Lena le sirvió una taza y le puso la mano en el hombro unos segundos. Al principio, el hombre no reaccionó, pero luego dijo con voz débil:
—¿Azúcar?
—Ahora mismo. —Lena empezó a rebuscar de nuevo, hasta que encontró un paquete de azucarillos.
—No lo comprendo… —dijo Torsten cerrando los ojos. Luego volvió a abrirlos—: No lo comprendo. ¿Quién querría hacer daño a Magnus? No creo que nadie quisiera hacerle daño a nuestro hijo, ¿verdad? —Miró a su mujer, pero ella no lo oía. Seguía agarrada a Cia, a cuyo jersey gris se extendía cada vez más la mancha húmeda de las lágrimas.
—No lo sabemos, Torsten —confesó Patrik, y asintió agradecido a la pastora, que le ofreció también a él una taza de café, antes de sentarse con ellos.
—Y entonces ¿qué sabéis? —A Torsten se le hizo un nudo de ira y de dolor en la garganta.
Margareta le advirtió con la mirada: «Ahora no, no es momento».
Él se doblegó ante la severidad de su mujer y alargó el brazo para coger unos terrones que removió despacio.
Se hizo el silencio en torno a la mesa. Cia empezaba a serenarse, pero Margareta seguía abrazándola, dejando a un lado, por ahora, su propio dolor.
Cia levantó la cabeza. Tenía las mejillas surcadas de lágrimas y casi se le quebró la voz cuando dijo:
—Los niños. Ellos no saben nada. Están en la escuela, tienen que venir a casa.
Patrik asintió. Luego se levantó y Paula y él se encaminaron al coche.