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Por fin se terminaron las vacaciones. Su padre había recogido todo el equipaje y lo había metido en el coche y en la caravana. Su madre estaba en cama, como siempre. Se la veía más menuda, más pálida si cabe. Y solo ansiaba volver a casa.

Finalmente, su padre le contó por qué ella se encontraba tan mal. En realidad no estaba enferma, sino que tenía un bebé en la barriga. Un hermanito o una hermanita. Él no comprendía cómo podía uno encontrarse tan mal por esa razón pero, al parecer, sucedía, le dijo su padre.

En un primer momento, se alegró muchísimo. Un hermano, alguien con quien jugar. Luego oyó hablar a sus padres y comprendió. Ahora sabía por qué había dejado de ser el niño precioso de su madre, por qué no le acariciaba el pelo como antes ni lo miraba como solía. Ahora sabía quién se la había arrebatado.

La víspera había llegado a la caravana como un indio. Se acercó agazapado y silencioso, caminando de puntillas con los mocasines y con una pluma de ave en el pelo. Era Nube Furiosa, y su madre y su padre eran unos rostros pálidos. Los veía moverse detrás de la cortina de la caravana. Su madre no estaba en la cama, se había levantado y estaba hablando, y Nube Furiosa se alegró de que ella estuviese mejor, de que el bebé ya no la pusiera tan enferma. De hecho, parecía feliz. Nube Furiosa avanzó sigilosamente unos pasos, quería oír mejor la voz jubilosa de los rostros pálidos. Se fue aproximando paso a paso y se acuclilló bajo la ventana abierta y, con la espalda pegada a la pared, aguzó el oído con los ojos cerrados.

Pero los abrió en cuanto la oyó hablar de él. Luego, la negrura lo arrolló con toda su intensidad. Estaba de nuevo con ella, notaba en las fosas nasales aquel olor repugnante, oía el silencio resonándole en la cabeza.

La voz de su madre penetraba el silencio, penetraba lo oscuro. Porque, aun siendo tan pequeño, comprendió a la perfección lo que le había oído decir. Se arrepentía de haberse convertido en su madre. Ahora iban a tener un hijo propio y, de haberlo sabido, jamás lo habría llevado a casa. Y su padre, que, con aquella voz suya gris y cansina, le decía: «Ya, pero ahora lo tenemos con nosotros, de modo que tendremos que hacer lo que podamos».

Nube Furiosa se quedó inmóvil y, en aquel preciso instante, nació el odio. No era capaz de ponerle nombre a aquel sentimiento, pero sabía que era agradable y, al mismo tiempo, doloroso.

De modo que mientras su padre guardaba en el coche la cocina de camping y la ropa y las latas de conserva y el resto de los bártulos, él guardó su odio. Llenaba todo el asiento trasero en el que él iba sentado. Pero no odiaba a su madre, no. ¿Cómo podría hacer tal cosa? Si él la quería.

Odiaba a aquel que se la había arrebatado.