—¡No te alejes demasiado, Rocky! —Göte Persson gritaba, pero, como de costumbre, el perro no parecía prestarle atención. Solo le veía la cola cuando el golden retriever giró a la izquierda desapareciendo detrás de una roca. Göte apremió el paso todo lo que pudo, pero la pierna derecha se lo impedía. Desde que sufrió el ictus, aquella pierna no podía seguir el ritmo. Aun así, él se consideraba afortunado. Los médicos no le dieron demasiadas esperanzas de que pudiera volver a moverse más que con muchas limitaciones después de que se le colapsara todo el lado derecho. Claro que ellos no contaban con su enorme obstinación. Gracias a una perseverancia de padre y muy señor mío y a su fisioterapeuta, que le insistía como si lo estuviera preparando para los Juegos Olímpicos, había ido mejorando cada semana con el entrenamiento. A veces sufría una recaída, y, por supuesto, en varias ocasiones estuvo a punto de darse por vencido. Pero siguió luchando y haciendo progresos que, paulatinamente, lo acercaban al objetivo.
Así, ahora era capaz de salir con Rocky y dar un paseo diario de una hora. Iban un poco a trompicones y él cojeaba claramente, pero lo conseguían. Salían con independencia del tiempo que hiciera, y cada metro era una victoria.
El perro apareció de nuevo ante su vista. Iba olisqueando el suelo por la playa de Sälvik y, de vez en cuando, levantaba la vista para asegurarse de que su amo no se hubiese extraviado. Göte aprovechó para detenerse y descansar un poco. Por enésima vez, comprobó que llevaba el teléfono en el bolsillo. Y sí, allí estaba. Para más seguridad, lo cogió para ver si estaba encendido y que no lo hubiese puesto en silencio y tuviese alguna llamada perdida. Pero no lo había llamado nadie, así que volvió a guardarlo con impaciencia.
Sabía que era ridículo mirar el teléfono cada cinco minutos, pero habían prometido llamarlo cuando fuesen al hospital. El primer nieto. Su hija Ina había salido de cuentas hacía dos semanas y Göte no comprendía cómo ella y su yerno podían estar tan tranquilos. Y sí, para ser sincero, había notado incluso cierta irritación cuando llamaba hasta diez veces al día para preguntar si había novedades, pero es que tenía la sensación de que él estaba mucho más preocupado que ellos. Las últimas noches se las había pasado casi en blanco, mirando ya el reloj, ya el teléfono. Esas cosas tenían tendencia a ocurrir por la noche. ¿Y si se dormía profundamente y no oía su llamada?
Bostezó. Tanta vigilia nocturna había empezado a minarle las fuerzas. Fueron tantos los sentimientos que despertó en él la noticia, cuando Ina y Jesper le contaron que iban a tener un hijo… Se lo dijeron un par de días después de que él sufriera el ataque y la ambulancia lo llevara al servicio de urgencias de Uddevalla. En realidad, habían pensado esperar un poco, era muy pronto y ellos mismos acababan de enterarse. Pero nadie creía que Göte fuese a sobrevivir. Ni siquiera estaban seguros de que pudiese oírlos en la cama del hospital, conectado a un montón de tubos y aparatos.
Pero sí los oyó, oyó todas y cada una de las palabras que dijeron. Y en ellas halló su tozudez el apoyo que necesitaba. Algo por lo que vivir. Iba a ser abuelo. Su única hija, la luz de su vida, iba a tener un bebé. ¿Cómo iba a perderse algo así? Sabía que Britt-Marie estaba esperándolo y, en realidad, no habría tenido nada en contra de dejarse ir para reencontrarse con ella. La había echado de menos cada día, cada minuto de todos los años que transcurrieron desde que él y su hija se quedaron solos. Sin embargo, ahora iban a necesitarlo, y así se lo explicó a Britt-Marie. Le dijo que aún no podía ir con ella, que su pequeña iba a necesitarlo en este mundo.
Britt-Marie lo comprendió. Tal y como él esperaba. Se había despertado de nuevo, había abandonado aquella ensoñación tan diferente y tan atractiva por tantos motivos. Salió de la cama y cada paso que fue dando a partir de aquel momento, lo daba por el pequeño, o la pequeña. Tenía tanto que dar y pensaba usar cada minuto de más que le había tocado vivir para mimar a su nieto. Por mucho que Ina y Jesper protestaran, era el privilegio de todo abuelo.
El teléfono resonó chillón en el bolsillo y Göte dio un respingo, sumido como estaba en sus cavilaciones. Cogió el aparato con tal ansia que a punto estuvo de caérsele de las manos. Miró la pantalla y sufrió una gran decepción al ver en ella el nombre de un buen amigo. No se atrevía a responder, no quería que les diera la señal de ocupado si llamaban.
De nuevo había perdido de vista al perro, así que se guardó el teléfono en el bolsillo y se fue cojeando hacia el lugar donde lo había atisbado por última vez. Con el rabillo del ojo vio algo brillante que se movía, y Göte dirigió la mirada hacia el mar.
—¡Rocky! —gritó aterrado. El perro se había adentrado en el hielo. Se encontraba a casi veinte metros de la orilla, con la cabeza gacha. Sin embargo, al oír la voz de Göte, empezó a ladrar y a arañar la capa de hielo con las patas. Göte contuvo la respiración. Si hubiera sido un invierno de los crudos, no se habría preocupado tanto. En cuántas ocasiones, sobre todo años atrás, no habían ido Britt-Marie y él paseando por el hielo, con unos bocadillos y el termo de café, a merendar a cualquiera de las islas cercanas. Ahora, en cambio, el hielo ya se derretía, ya se congelaba de nuevo, y sabía que debía de ser muy traicionero en aquellas condiciones.
—¡Rocky! —volvió a gritar—. ¡Ven aquí! —Intentó sonar tan firme como pudo, pero el animal no le hizo el menor caso.
Göte solo tenía una idea en la cabeza. No podía perder a Rocky. El animal no sobreviviría si el hielo llegaba a quebrarse y caía en las aguas heladas, y Göte no podría soportarlo. Llevaban diez años juntos y conservaba en la retina tantas imágenes del futuro nieto jugando con el perro que le resultaba impensable sin Rocky.
Se acercó a la orilla. Puso el pie y tanteó el hielo. Enseguida se formaron en la superficie miles de grietas delgadas como alfileres, pero no a través de toda la capa. Al parecer, era lo bastante gruesa para aguantar su peso. Göte continuó avanzando. Rocky seguía ladrando enloquecido y raspando el hielo con las patas.
—¡Ven aquí! —insistió Göte tratando de que el perro obedeciera, pero el animal no se inmutó, como dispuesto a no moverse del sitio.
El hielo parecía más resistente en la orilla, pero Göte decidió minimizar el riesgo y tumbarse. Con muchísimo esfuerzo, se tendió boca abajo intentando no pensar en el frío que sentía pese a las muchas capas de ropa que llevaba.
Le costaba avanzar así, boca abajo. Se resbalaba cada vez que intentaba darse impulso con los pies, y se arrepintió de haber sido tan vanidoso y no haberse puesto los clavos en los zapatos, como hacía todo jubilado sensato cuando helaba.
Miró a su alrededor y descubrió dos ramas que quizá le sirvieran. Logró arrastrarse hasta ellas y empezó a usarlas como crampones. Ahora iba más rápido y, decímetro a decímetro, se fue desplazando hacia donde se encontraba el perro. De vez en cuando, intentaba llamarlo de nuevo, pero Rocky había encontrado algo y, fuera lo que fuera, parecía demasiado interesante como para apartar la vista ni un segundo siquiera.
Cuando casi había llegado, oyó que el hielo empezaba a protestar bajo su peso, y se permitió una reflexión sobre lo irónico que sería que hubiese dedicado meses y más meses a la rehabilitación para luego colarse por una grieta en el hielo de Sälvik y ahogarse. Por el momento, el hielo parecía aguantar y ya estaba tan cerca que podía extender la mano y rozar el pelaje de Rocky.
—Pero hombre, aquí no puedes estar —le dijo en tono sereno al tiempo que se impulsaba un poco más para poder alcanzar la correa del animal. Si bien no tenía ningún plan para arrastrarse hasta la orilla con un perro tan terco. Pero en fin, ya lo arreglaría.
—¿Tan interesante es lo que has encontrado? —Cogió la correa. Luego miró al fondo.
Y, en ese momento, empezó a sonar el teléfono en el bolsillo.
Como de costumbre, resultaba difícil trabajar un lunes por la mañana. Patrik estaba sentado en el despacho con los pies sobre la mesa. Observaba atentamente la fotografía de Magnus Kjellner, como si pudiera hacerlo hablar y sonsacarle dónde se hallaba. O mejor dicho, dónde se encontraban sus restos mortales.
Por si fuera poco, estaba preocupado por Christian. Patrik abrió el cajón de la derecha y sacó la bolsa de plástico que contenía la carta y la tarjeta. En realidad, le habría gustado enviarlo a analizar, sobre todo, por si detectaban alguna huella, pero tenía tan poca cosa… no había sucedido nada en concreto. Ni siquiera Erica que, a diferencia de él, había leído todas las cartas, podía decir con certeza que el autor estuviese decidido a causar algún daño a Christian. Aun así, su sexto sentido, como el de Patrik, le decía otra cosa. Los dos tenían la sensación de que había algo maligno en aquellas cartas. Patrik sonrió para sus adentros. Vaya manera de expresarlo. Maligno. No resultaba demasiado científico. Pero las cartas transmitían una suerte de voluntad de hacer daño, no se le ocurría una forma mejor de decirlo. Y aquella sensación lo tenía muy preocupado.
Cuando Erica volvió de su visita a Christian, lo comentó con ella. Habría preferido ir y hablar con él personalmente, pero Erica se lo desaconsejó. No creía que Christian se mostrase receptivo y le pidió a Patrik que esperase hasta que los titulares de la prensa hubiesen caído un poco en el olvido. Y él aceptó, pero ahora, al contemplar aquella letra elegante, se preguntaba si había hecho lo correcto.
El teléfono sonó y Patrik se llevó un sobresalto.
—Hedström. —Dejó la bolsa en el cajón y lo cerró. Luego se quedó paralizado—. ¿Perdón? ¿Cómo dice? —Escuchó cada vez más tenso y no acababa de colgar cuando ya se había puesto en alerta. Hizo varias llamadas antes de asomarse al pasillo y llamar al despacho de Mellberg. No aguardó respuesta, sino que entró directamente. Y despertó tanto al perro como al dueño.
—¡Qué demonios…! —Mellberg se incorporó adormilado, abandonó la posición relajada que tenía en la silla y se quedó mirando a Patrik fijamente—. ¿No te han enseñado que hay que llamar a la puerta antes de entrar? —El comisario se encajó bien el pelo—. ¿Y bien? ¿No ves que estoy ocupado? ¿Qué quieres?
—Creo que hemos encontrado a Magnus Kjellner.
Mellberg se irguió aún más.
—Ajá. ¿Y dónde está? ¿En una isla del Caribe?
—No exactamente. Debajo de una capa de hielo, cerca de Sälvik.
—¿Debajo del hielo?
Ernst notó la tensión en el aire y puso la oreja tiesa.
—Acaba de llamar un hombre que andaba paseando al perro. Naturalmente, todavía no sabemos con certeza si se trata de Magnus Kjellner, aún no está certificado, pero es bastante probable.
—¿Y a qué estamos esperando? —dijo Mellberg levantándose como un rayo. Cogió la cazadora y pasó por delante de Patrik—. ¡Tiene narices que todo el mundo sea tan lento en esta comisaría! ¿Tanto tiempo necesitabas para soltarlo? ¡Al coche! Conduces tú.
Mellberg salió corriendo hacia el garaje y Patrik se apresuró a volver al despacho para coger la cazadora. Lanzó un suspiro. Habría preferido no ir con el jefe pero, al mismo tiempo, sabía que Mellberg no perdería aquella oportunidad de encontrarse en el ojo del huracán. Con tal de no tener que trabajar, era un lugar en el que solía encantarle estar.
—Vamos, ¡písale! —Mellberg ya estaba sentado en el asiento del acompañante. Patrik se acomodó ante el volante y giró la llave de encendido.
—¿Es la primera vez que sales en la tele? —gorjeó la maquilladora.
Christian la miró en el espejo y asintió. Tenía la boca seca y las manos húmedas. Dos semanas atrás, había aceptado una entrevista en Nyhetsmorgon, de TV4, pero ahora lo lamentaba profundamente. Se había pasado toda la noche de viaje a Estocolmo combatiendo el impulso de coger un tren de vuelta.
Gaby se mostró absolutamente encantada cuando llamaron del Canal 4. Habían oído decir que una nueva estrella alumbraría en breve el parnaso literario, y querían ser los primeros en pedirle una cita para una entrevista. Gaby le explicó que no había mejor publicidad que aquella, que vendería montañas de libros solo por aparecer unos minutos.
Y él se dejó seducir. Pidió el día libre en la biblioteca y Gaby le reservó los billetes de tren y el hotel en Estocolmo. En un principio, sintió cierta expectación ante la idea de aparecer en la televisión con el libro. Con La sombra de la sirena. Lo presentarían como «autor» en un canal nacional y le preguntarían sobre la novela. Pero los titulares del fin de semana lo habían estropeado todo. ¿Cómo pudo engañarse de aquel modo? Llevaba tantos años en la sombra que había llegado a creerse que podía salir a la luz otra vez. Incluso desde que empezó a recibir las cartas, continuó viviendo la fantasía de que ya había pasado todo, de que estaba salvado.
Pero con los titulares se esfumó aquel espejismo. Alguien vería, alguien recordaría. Y todo volvería. Se estremeció en el asiento y la maquilladora lo miró sorprendida.
—¿Tiene frío, con el calor que hace aquí? ¿No estará pillando un resfriado?
Christian asintió con una sonrisa. Era mejor así. Sin explicaciones.
La gruesa capa de maquillaje le otorgaba un aspecto antinatural. Incluso en las orejas y las manos le habían puesto una capa de aquella crema de color piel ya que, al parecer, la piel natural se veía de un tono pálido verdoso en la pantalla. En cierto modo, era un alivio. Era como llevar una máscara. Detrás de la cual podría esconderse.
—Pues ya está, listo. La presentadora vendrá a buscarle enseguida. —La maquilladora examinó su trabajo satisfecha. Christian se miró en el espejo. La máscara le devolvió la mirada.
Unos minutos más tarde, lo condujeron a la cafetería que había delante del estudio. El bufé del desayuno era impresionante, pero él se contentó con un poco de zumo de naranja. La adrenalina le bombeaba en el cuerpo y, cuando se llevó el vaso a la boca, comprobó que la mano le temblaba un poco.
—Muy bien, pues ya puedes venir conmigo. —La presentadora le hizo una señal y Christian dejó en la mesa el zumo a medio beber. Le temblaban las piernas cuando la siguió hasta el estudio que estaba un piso más abajo.
—Puedes sentarte —le susurró la presentadora al tiempo que le indicaba cuál era su asiento. Christian se sobresaltó al notar que alguien le ponía una mano en el hombro.
—Perdón, iba a ponerle el micrófono —susurró un hombre con unos auriculares. Christian asintió. Tenía la boca más seca aún que antes y apuró de un trago el vaso de agua que tenía delante.
—Hola, Christian, es un placer conocerte. He leído tu libro y, de verdad, me parece fantástico. —Kristin Kaspersen le ofreció la mano, que Christian le estrechó tras un segundo de vacilación. La tenía tan sudorosa que, seguramente, le parecería una esponja empapada. También el presentador se les había acercado y ya se había sentado en su puesto. El hombre lo saludó y se presentó como Anders Kraft.
Allí, sobre la mesa, estaba el libro. Y detrás de donde se encontraban, el meteorólogo hablaba del tiempo. Tenían que conversar entre susurros.
—No estarás nervioso, ¿verdad? —dijo Kristin sonriendo—. No tienes por qué. Tú míranos a nosotros y todo irá bien.
Christian asintió de nuevo sin pronunciar palabra. Le habían llenado el vaso de agua, que otra vez bebió de un solo trago.
—Ahora nos toca a nosotros, dentro de unos veinte segundos —señaló Anders Kraft guiñándole un ojo. Christian notó que la serenidad que irradiaba aquella pareja lo tranquilizaba un poco, e hizo cuanto pudo por no pensar en las cámaras que lo rodeaban y que lo enviarían en directo a buena parte de la población sueca.
Kristin empezó a hablar dirigiéndose a un punto que había detrás de él y Christian comprendió que estaban transmitiendo. Se le aceleró el corazón, le zumbaban los oídos y tuvo que hacer un esfuerzo para prestar atención a lo que decía Kristin. Tras una breve introducción, le hizo la primera pregunta:
—Christian, la crítica ha elogiado ampliamente tu primera novela, La sombra de la sirena. Y también el número de lectores ha sido mayor de lo normal para un escritor hasta ahora desconocido. ¿Cómo te sientes?
Le temblaba un poco la voz cuando empezó a hablar, pero Kristin lo miraba con firmeza y serenidad y Christian se concentró en ella, no en la cámara que veía con el rabillo del ojo, de modo que al cabo de un par de frases balbucientes, él mismo oyó cómo se le estabilizaba la voz.
—Pues, naturalmente, es fantástico. Siempre abrigué el sueño de ser escritor, y verlo hecho realidad y, además, con esta acogida, es algo con lo que ni había soñado.
—La editorial ha hecho una gran apuesta. Te vemos anunciado en grandes carteles en los escaparates de las librerías y se habla de una primera edición de quince mil ejemplares. Además, se diría que, en las páginas de cultura, los críticos compiten por compararte con los grandes nombres de la literatura. ¿No te supera un poco todo esto? —Anders Kraft lo miraba amablemente.
Christian empezaba a sentirse más seguro, el corazón había recobrado el ritmo habitual.
—Desde luego, que la editorial confíe en mí y se haya atrevido a hacer semejante apuesta significa mucho para mí, pero el que me comparen con otros escritores me resulta un tanto extraño. Cada uno tiene una manera de escribir y todas son únicas. —Ahora se sentía en su terreno. Se relajó un poco más y, un par de preguntas más tarde, pensó que podría haber seguido hablando allí durante horas.
Kristin Kaspersen cogió algo que había sobre la mesa y lo mostró a la cámara. Christian empezó a sudar otra vez. Era el GT del sábado, con su nombre en grandes letras negras. Las palabras AMENAZA DE MUERTE acapararon su atención. Ya no quedaba agua en el vaso y Christian intentaba tragar una y otra vez, para humedecer la boca.
—Se ha convertido en un fenómeno cada vez más habitual en nuestro país: los famosos se convierten en blanco de amenazas, sin embargo, en tu caso comenzó antes de que el público te conociera. ¿Cuál crees que es el origen de las amenazas?
En un primer momento no consiguió emitir más que una especie de graznido, pero después logró emitir una respuesta:
—Es algo que se ha sacado de contexto y ha adquirido unas proporciones descomunales. Siempre hay gente envidiosa, gente con problemas psíquicos y… bueno, no tengo mucho más que decir al respecto. —Estaba tenso de pies a cabeza y se secó las manos en la pernera del pantalón, por debajo de la mesa.
—Bien, pues muchas gracias por venir a hablarnos de esta novela tan elogiada, La sombra de la sirena. —Anders Kraft sostenía el libro ante la cámara y sonreía. Christian sintió un alivio inmenso, pues comprendió que la entrevista había terminado.
—Ha ido bastante bien —dijo Kristin Kaspersen recogiendo sus papeles.
—Desde luego que sí —confirmó Anders poniéndose de pie—. Perdona, tengo que irme al espacio de lotería.
Cuando el hombre de los auriculares lo hubo liberado del micrófono, Christian se levantó. Dio las gracias y salió del estudio en compañía de la presentadora. Aún le temblaban un poco las manos. Subieron la escalera, pasaron por delante de la cafetería y luego bajaron otra vez y salieron al frío invernal. Se sentía aturdido y mareado, no exactamente en condiciones de verse con Gaby en la editorial, tal y como habían acordado.
Fue mirando por la ventanilla mientras el taxi lo llevaba al centro de la ciudad. Sabía que, a partir de aquel momento, había perdido el control por completo.
—Ajá, ¿y cómo resolvemos esto? —preguntó Patrik oteando la capa de hielo.
Torbjörn Ruud parecía tan tranquilo, como de costumbre. Siempre conservaba la calma, por difícil que se les presentara la tarea. En su trabajo en la Científica de Uddevalla estaba acostumbrado a solucionar los problemas más dispares.
—Tendremos que practicar un agujero en el hielo e izarlo con una cuerda.
—¿Aguantará el hielo vuestro peso?
—Si los hombres llevan el equipo adecuado, no habrá ningún problema. El mayor riesgo es, en mi opinión, que cuando hagamos el agujero, el tipo se suelte y la corriente lo arrastre bajo el hielo.
—¿Y cómo podemos evitarlo? —quiso saber Patrik.
—Tendremos que hacer un agujero pequeño al principio y luego sujetarlo con ganchos antes de seguir cavando.
—¿Lo habéis hecho ya en alguna ocasión? —Patrik aún no se sentía del todo tranquilo.
—Pues… —Torbjörn tardó en contestar, como si estuviera reflexionando—. No, me parece que nunca se nos ha presentado el caso de un cadáver congelado bajo el hielo. Supongo que lo recordaría.
—Pues sí —dijo Patrik volviendo de nuevo la vista al lugar en que se suponía que estaba el cadáver—. Bien, haced lo que debáis, entre tanto yo iré a hablar con el testigo. —Patrik se dio cuenta de que Mellberg estaba hablando muy interesado con el protagonista del hallazgo. Nunca era buena idea dejar a Bertil mucho tiempo solo con nadie, ni con los testigos ni con la gente en general.
—Hola, Patrik Hedström —se presentó cuando llegó al lugar donde se encontraban Mellberg y el desconocido.
—Göte Persson —respondió el hombre y le estrechó la mano mientras trataba de controlar a un golden retriever que saltaba agitadísimo.
—Rocky quiere volver al sitio, me ha costado lo mío traerlo a tierra otra vez —explicó Göte tirando un poco de la correa del perro, para marcar quién tenía el mando.
—¿Lo encontró el perro?
Göte asintió.
—Sí, se adentró en el hielo y se negaba a volver. Se quedó allí parado ladrando. Temía que el hielo se quebrase y que se ahogara, así que me arrastré hasta él. Y cuando lo vi… —El hombre se puso pálido, seguramente al recordar la cara del muerto bajo la superficie escarchada. Sacudió los hombros y el color empezó a volverle a las mejillas—. ¿Tengo que quedarme aquí mucho tiempo? Mi hija va camino de la maternidad. Es mi primer nieto.
Patrik sonrió.
—En ese caso, comprendo que quiera irse. Espera solo unos minutos y le dejaremos ir para que no se pierda nada.
Göte se conformó con aquella respuesta y Patrik continuó haciendo preguntas, aunque pronto comprendió que el testimonio de aquel hombre no les aportaría mucho más. Sencillamente, había tenido la mala suerte de encontrarse en el lugar equivocado y en un mal momento, o quizá en el lugar acertado y en el mejor momento, según el punto de vista. Tras haber tomado nota de su dirección y datos de contacto, Patrik dejó marchar al futuro abuelo que, medio renqueando, se alejó presuroso rumbo al aparcamiento.
Patrik regresó al punto de la orilla que se hallaba más próximo al lugar del hallazgo, donde un hombre trabajaba ya concienzudamente para, a través de un pequeño agujero practicado en el hielo, sujetar el cadáver con una especie de garfio. Por si acaso, se había tumbado boca abajo y se había atado una cuerda alrededor de la cintura. La cuerda llegaba hasta tierra, al igual que la que sujetaba el gancho. Torbjörn no exponía a sus hombres a ningún riesgo.
—En cuanto lo tengamos enganchado, perforaremos hasta conseguir un agujero más grande y lo izaremos. —La voz de Torbjörn le resonó por la izquierda y, como estaba tan concentrado observando el trabajo con el hielo, Patrik se llevó un buen sobresalto.
—¿Lo arrastraréis a tierra una vez lo tengáis fuera?
—No, podríamos perder huellas que haya en la ropa, así que intentaremos meterlo en la bolsa ahí mismo, en el hielo. Y luego lo arrastramos hasta aquí.
—Pero ¿de verdad que puede quedar algún rastro después de tanto tiempo como ha permanecido en el agua? —preguntó Patrik incrédulo.
—Bueno, no creo, la mayoría habrán desaparecido, pero nunca se sabe. Puede que tenga algo en los bolsillos o en los pliegues de la ropa, y más vale no correr riesgos.
—Sí, en eso tienes razón. —Patrik no creía en la posibilidad de que encontrasen algo. Sabía por experiencia que si el cadáver llevaba un tiempo en el agua no solían quedar muchas huellas.
Se hizo sombra con la mano. El sol estaba un poco más alto y, al reflejarse en el hielo, le lloraban los ojos. Los entornó y vio enseguida que ya habían enganchado el garfio al cadáver, porque estaban practicando un gran agujero en el hielo. Poco a poco fueron izando el cuerpo a través del agujero. Estaban demasiado lejos para que Patrik pudiese verlo con detalle, y la verdad, se alegraba de ello.
Otro hombre se acercaba arrastrándose por el hielo. Cuando el cadáver estuvo fuera del agua, dos pares de manos lo metieron con mucho cuidado en un saco negro de plástico que cerraron cuidadosamente. Un gesto de asentimiento a los hombres que esperaban en tierra y la cuerda se estiró. Palmo a palmo, fueron trasladando el saco a tierra. Patrik retrocedió instintivamente cuando lo tuvo demasiado cerca, pero luego se reprendió mentalmente por ser tan melindroso. Les pidió a los técnicos que abrieran el saco y se obligó a mirar la cara del hombre que habían hallado bajo el hielo. Vio confirmadas sus sospechas. Estaba casi completamente seguro de que se trataba de Magnus Kjellner.
Patrik se sintió vacío por dentro mientras sellaban el saco, lo levantaban y lo llevaban a la planicie que había encima de la playa y que servía de aparcamiento. Diez minutos más tarde, el cadáver ya iba camino del instituto forense de Gotemburgo, donde le practicarían la autopsia. Por un lado, eso quería decir que hallarían respuestas, indicios que seguir. Podrían cerrar el caso. Por otro, tendría que informar a la familia en cuanto le confirmaran la identidad. Y aquella tarea no despertaba en él ningún entusiasmo.