10

Christian tamborileaba con el bolígrafo en la mesita que le habían preparado. A su lado se alzaba una pila de ejemplares de La sombra de la sirena. No se hartaba de mirarlos, tan irreal se le antojaba ver su nombre en un libro. Un libro de verdad.

Todavía no podía hablarse de gran afluencia de público y tampoco confiaba en que acudieran en masa. Solo escritores como Marklund y Guillou atraían a grupos verdaderamente numerosos. Él, por su parte, se sentía bastante satisfecho de los cinco ejemplares que había firmado hasta el momento.

Pese a todo, se sentía un tanto fuera de lugar en aquella silla. La gente pasaba de largo con premura, lo miraba con curiosidad, pero sin detenerse. Y él ignoraba si debía llamarles la atención cuando miraban o quizá fingir que estaba ocupado con algo.

Gunnel, la propietaria de la librería, vino en su auxilio. Se le acercó y señaló con un gesto de cabeza el montón de libros.

—¿Te importaría firmar unos cuantos? Es estupendo tener algunos firmados para venderlos después.

—Por supuesto. ¿Cuántos quieres? —preguntó Christian, satisfecho de tener algo que hacer.

—Pues… no sé, unos diez, quizá —respondió Gunnel alineando bien unos libros de la torre que se habían torcido.

—Sin problemas.

—Hemos difundido a fondo la noticia —dijo Gunnel.

—Estoy convencido de ello —contestó Christian sonriendo, consciente de que Gunnel temía que él pensara que la falta de público se debiera a la escasa promoción por parte de la librería—. No soy nada conocido, precisamente, así que no abrigaba grandes esperanzas.

—Bueno, pero algunos ejemplares sí que has vendido —dijo Gunnel amable, antes de alejarse para atender la caja.

Christian cogió un ejemplar y le quitó el capuchón al bolígrafo para empezar a firmar. Pero entonces vio de reojo que alguien se había colocado justo delante de la mesa y, cuando levantó la vista, se encontró con un micrófono gigantesco de color amarillo en plena cara.

—Nos encontramos en la librería donde Christian Thydell firma esta tarde su novela La sombra de la sirena. Christian, hoy eres noticia de primera página. ¿Estás muy preocupado por las amenazas? Y la Policía, ¿se ha implicado ya?

El reportero, que aún no se había presentado pero que, a juzgar por el logotipo del micrófono, pertenecía a la emisora local, lo miraba apremiante.

A Christian se le quedó la mente en blanco.

—¿Noticia de primera página? —preguntó.

—Sí, en el GT, ¿no lo has visto? —El reportero no aguardó la respuesta de Christian, sino que continuó y repitió la pregunta que acababa de formular—: ¿Estás preocupado por las amenazas? ¿Cuentas hoy con la protección de la Policía?

El reportero echó una ojeada al interior del local, pero volvió a centrarse enseguida en Christian, que se había quedado con el bolígrafo en alto, encima del libro que se disponía a firmar.

—No sé cómo… —balbució.

—Pero, es cierto, ¿no? Has recibido amenazas mientras escribías el libro y te viniste abajo el miércoles, al recibir otra carta en la presentación, ¿no?

—Pues sí… —respondió Christian sintiendo que se quedaba sin respiración.

—¿Sabes quién te ha estado amenazando? ¿Lo sabe la Policía? —De nuevo tenía el micrófono a apenas un centímetro de la boca y Christian tuvo que contenerse para no apartarlo de un manotazo. No quería contestar a aquellas preguntas. No se explicaba cómo había averiguado aquello la prensa. Y pensaba en la carta que tenía en el bolsillo de la cazadora. La que había recibido el día anterior y que había logrado pescar del correo del día, antes de que Sanna la descubriese.

Presa del pánico, buscó una salida por donde huir. Se topó con la mirada de Gunnel, que comprendió en el acto que algo no iba bien.

Se acercó a ellos.

—¿Qué está pasando aquí?

—Le estoy haciendo una entrevista.

—¿Le habéis preguntado si quiere que lo entrevisten? —preguntó Gunnel mirando a Christian, que negó con la cabeza.

—Pues entonces… —Clavó la mirada en el reportero, que ya había bajado el micrófono—. Además, está ocupado. Está firmando ejemplares. Así que tengo que pedirles que lo dejen en paz.

—Sí, pero… —comenzó el periodista, aunque enmudeció en el acto. Pulsó uno de los botones del equipo de grabación—. ¿Y no podríamos hacer una pequeña entrevista después…?

—Esfúmate —le espetó Gunnel, y Christian no pudo contener una sonrisa.

—Gracias —le dijo una vez que el periodista se hubo marchado.

—¿De qué se trataba? Insistía tanto…

El alivio que sintió ante la desaparición del periodista se esfumó tan rápido como él y Christian tragó saliva antes de responder:

—Dice que hablaban de mí en la primera página del GT. He recibido algunas cartas de amenaza y, al parecer, los medios están ya al tanto.

—Vaya. —Gunnel lo miró consternada primero y preocupada después—. ¿Quieres que vaya a comprar el periódico, para que veas lo que han escrito?

—¿No te importa? —preguntó con el corazón latiéndole con fuerza.

—Claro, ahora mismo te lo traigo. —Gunnel lo animó con una palmadita en el hombro antes de marcharse.

Christian se quedó sentado mirando al frente. Luego cogió el bolígrafo y empezó a estampar su firma en los libros, tal y como Gunnel le había pedido que hiciera. Al cabo de un rato, decidió que debía ir al aseo. Seguía sin haber gente rondando la mesa, así que podría escaquearse un momento sin problemas.

Cruzó a toda prisa el local de la librería hasta la sala de personal, que estaba al fondo y, al cabo de unos minutos, ya estaba de vuelta en su puesto. Gunnel aún no había regresado con el periódico, y Christian ya se estaba preparando para lo que le esperaba.

Fue a coger el bolígrafo cuando, desconcertado, se fijó en los libros que debía firmar. ¿Los había dejado así? Algo había cambiado, no estaban así cuando se fue al aseo, y pensó que alguien habría aprovechado para birlar un ejemplar durante su ausencia. Sin embargo, no le pareció que el montón hubiese disminuido, así que decidió que, seguramente, eran figuraciones suyas y abrió el primer libro dispuesto a escribirle unas palabras al lector.

La página ya no estaba en blanco. Y la letra era de sobra conocida. Había estado allí.

Gunnel se le acercaba con un ejemplar del GT en la mano, cuya primera página ocupaba una foto de Christian. Y él sabía lo que aquello significaba. El pasado estaba a punto de darle alcance. Ella jamás se rendiría.

—¡Por Dios santo! ¿Sabes cuánto dinero te fundiste la última vez que estuviste en Gotemburgo? —Erik miraba espantado la suma que aparecía en el extracto de la tarjeta de crédito.

—Sí, bueno, unas diez mil —dijo Louise sin dejar de pintarse las uñas tranquilamente.

—¡Diez mil! ¿Cómo pueden gastarse diez mil coronas en un solo día de compras? —Erik blandía el papel, que terminó arrojando sobre la mesa de la cocina.

—Si me hubiera lanzado a comprar el bolso que pensaba, habrían sido cerca de treinta mil —replicó contemplando con satisfacción el rosa de sus uñas.

—¡Estás como una cabra! —Erik cogió la factura y se quedó mirándola como si pudiera reducir la suma con su sola voluntad.

—¿Es que no podemos permitírnoslo? —preguntó su mujer con una sonrisa.

—No se trata de que podamos permitírnoslo o no. Se trata de que yo me paso las veinticuatro horas del día trabajando para ganar dinero, y tú te dedicas a despilfarrarlo en… estupideces.

—Claro, como yo no hago nada en casa… —respondió Louise al tiempo que se levantaba, sin dejar de agitar las manos para que se secara el esmalte—. Yo me paso la vida sentada comiendo bombones y viendo culebrones. Y seguro que la educación y crianza de las niñas también ha sido cosa tuya, ahí tampoco he tenido yo nada que ver, ¿verdad? Tú te has dedicado a cambiar pañales, dar de comer, limpiar, llevar y traer y tenerlo todo ordenado aquí en casa. ¿A que sí? —Pasó por delante de él sin mirarlo siquiera.

Aquella era una discusión que habían mantenido miles de veces. Y, a menos que sucediera algo drástico, se repetiría seguramente otras mil. Eran como dos bailarines expertos en el baile de parejas, que conocían bien los pasos y los abordaban con elegancia.

—Esta es una de las gangas que encontré en Gotemburgo. Bonita, ¿no? —De la percha que tenía en la mano colgaba una cazadora de piel—. Estaba rebajada, solo costaba cuatro mil. —Se la probó por encima y volvió a colgarla antes de subir la escalera hacia la planta alta.

Probablemente, ninguno de ellos ganaría tampoco aquella ronda. Eran contrincantes muy igualados y todos los enfrentamientos de su vida habían terminado en empate. Por irónico que pudiera parecer, tal vez habría sido mejor que uno de los dos hubiese sido más débil. De ese modo, aquel desgraciado matrimonio habría terminado hacía tiempo.

—La próxima vez te cancelo la tarjeta —le gritó Erik desde el pie de la escalera. Las niñas estaban en casa de una amiga, de modo que no había razón para moderar el tono de voz.

—Mientras sigas gastando dinero con tus amantes, deja en paz mi tarjeta. ¿Es que crees que eres el único que sabe mirar los movimientos de las tarjetas?

Erik soltó una maldición. Sabía que debería haber cambiado la dirección por la de la oficina. Era innegable que se portaba con suma generosidad con aquella que, por ahora, disfrutaba del privilegio de tenerlo en su cama. Volvió a proferir otra maldición y se puso los zapatos, consciente de que, al menos aquella ronda, la había ganado Louise. Y ella también lo sabía.

—Salgo a comprar el periódico —gritó cerrando de un portazo.

La grava chisporroteaba bajo los neumáticos cuando aceleró con el BMW y el pulso no empezó a normalizarse hasta que vio que se acercaba al centro. Si hubiese firmado las capitulaciones matrimoniales… De haberlo hecho, a aquellas alturas Louise no sería más que un mero recuerdo. Pero por aquel entonces eran estudiantes con pocos medios y, hacía un par de años, cuando mencionó el asunto, Louise se rio en su cara. Ahora se negaba a permitir que se marchara con la mitad de lo que él había conseguido, aquello por lo que tanto había luchado y por lo que tan duramente había trabajado. ¡Jamás en la vida! Dio un puñetazo en el volante, pero se calmó al entrar en el aparcamiento del supermercado Konsum.

Hacer la compra era cosa de Louise, de modo que pasó de largo ante las estanterías de comida. Se detuvo un instante junto al expositor de golosinas, pero al final decidió abstenerse. Cuando se dirigía hacia el expositor de prensa, que se encontraba al lado de la caja, se paró en seco. La tinta negra de los titulares lo dejó perplejo: «¡La nueva estrella literaria, Christian Thydell, vive amenazado de muerte!». Y debajo, en letra más pequeña: «Recibió una amenaza durante la presentación: sufrió un colapso».

Erik tuvo que obligarse a seguir caminando. Se sintió como si se hundiera en un mar profundo. Cogió un ejemplar del GT y lo hojeó temblando hasta las páginas en cuestión. Una vez leída la noticia en su totalidad, se dirigió corriendo a la salida. No había pagado el periódico y, como un sonido de fondo, oyó que la cajera le gritaba algo. Pero él continuó corriendo. Tenía que llegar a casa.

—¿Cómo demonios se ha enterado la prensa?

Patrik y Maja habían estado haciendo la compra y Patrik dejó el GT en la mesa antes de seguir colocando los alimentos en el frigorífico. Maja se había subido a una de las sillas y le ayudaba ansiosa a sacarlos de las bolsas.

—Eh… —Fue cuanto Erica logró articular.

Patrik se detuvo en mitad de un movimiento. Conocía lo bastante bien a su mujer como para ser capaz de interpretar las señales.

—¿Qué has hecho, Erica? —preguntó con un paquete de margarina Lätt & Lagom en la mano, pero mirándola fijamente a los ojos.

—Pues puede que yo sea responsable de la filtración.

—¿Cómo? ¿Con quién has hablado?

Hasta Maja captó la tensión que reinaba en la cocina, así que la pequeña se quedó muy quieta mirando también a su madre. Erica tragó saliva y tomó impulso.

—Con Gaby.

—¡¿Con Gaby?! —Patrik por poco se ahoga—. ¿Se lo has contado a Gaby? Pues igual podrías haber llamado a la redacción del GT directamente.

—No pensé…

—No, claro, eso no hace falta que lo jures, que no pensaste. ¿Y qué opina Christian de todo esto? —preguntó Patrik señalando aquellos titulares tan escandalosos.

—No lo sé —admitió Erica. Todo su ser se retorcía por dentro ante la sola idea de cuál sería la reacción de Christian.

—Pues, como policía, te diré que esto es lo peor que podía suceder. El revuelo y la atención que ha merecido la noticia pueden estimular no solo al autor de las cartas, sino a nuevos autores de nuevas amenazas.

—No me riñas, ya sé que fue una estupidez. —Erica estaba a punto de llorar. Ya lo estaba en condiciones normales, y las hormonas del embarazo no mejoraban la situación—. Es que no me paré a pensar. Llamé a Gaby para preguntar si a la editorial había llegado alguna amenaza y, en cuanto lo dije, supe que había sido un error contárselo a ella. Pero ya era demasiado tarde… —Se le ahogó la voz en llanto y notó que ya empezaba a gotearle la nariz.

Patrik le ofreció un trozo de papel y la abrazó y empezó a acariciarle la melena, antes de decirle dulcemente al oído:

—Cariño, no te pongas triste. No era mi intención parecer enfadado. Sé que no tenías la menor idea de que la cosa acabara así. Vamos… —Patrik la meció sin dejar de abrazarla y Erica empezó a calmarse.

—No creí que Gaby fuese capaz de…

—Ya lo sé, ya lo sé. Pero ella no es como tú ni de lejos. Y tienes que aprender que todo el mundo no piensa igual. —La retiró un poco para verle los ojos.

Erica se secó las lágrimas de las mejillas con el papel que Patrik acababa de darle.

—¿Y qué voy a hacer ahora?

—Pues tendrás que hablar con Christian. Pedirle perdón y explicarle lo ocurrido.

—Pero…

—Nada de peros. No hay otra salida.

—Tienes razón —admitió Erica—. Pero te diré que me espanta la idea. Y además, pienso mantener una seria conversación con Gaby.

—Ante todo, debes reflexionar sobre qué le dices a quién. Gaby piensa únicamente en su negocio y vosotros sois secundarios. Así es como funciona esto.

—Sí, sí, ya lo sé. No tienes que insistir —replicó Erica mirando airada a su marido.

—Bueno, dejémoslo por ahora —dijo Patrik retomando la tarea de colocar la compra.

—¿Has podido examinar las cartas más de cerca?

—No, no he tenido tiempo —confesó Patrik.

—Pero ¿lo harás? —insistió Erica.

Patrik asintió mientras empezaba a cortar verduras para la cena.

—Sí, claro, pero nos habría facilitado las cosas que Christian hubiese colaborado. Por ejemplo, me gustaría ver las otras cartas.

—Pues habla con él. Quizá logres convencerlo.

—Ya, pero se imaginará que tú has hablado conmigo.

—He logrado que lo crucifiquen en uno de los diarios vespertinos más importantes de Suecia, de modo que puedes aprovechar, de todas formas, ya querrá verme muerta.

—Bueno, no creo que sea para tanto.

—Si hubiera sido al revés, no creo que hubiese vuelto a dirigirle la palabra.

—Vamos, no seas tan pesimista —le aconsejó Patrik cogiendo a Maja de la encimera. A la pequeña le encantaba estar con ellos cuando preparaban la comida y siempre estaba dispuesta «a ayudar»—. Ve a verlo mañana y explícale lo que pasó, dile que nada más lejos de tu intención que las cosas salieran así. Luego iré yo a hablar con él y trataré de que colabore con nosotros. —Patrik le dio a Maja un trozo de pepino, que la pequeña empezó a procesar con aquellos dientes suyos, escasos, pero tanto más afilados.

—Mañana mismo, ¿no? —suspiró Erica.

—Mañana —confirmó Patrik inclinándose para darle a su mujer un beso en los labios.

Se sorprendió mirando una y otra vez hacia el lateral del campo de fútbol. Sin él, no era lo mismo.

Siempre había acudido a cada entrenamiento, con independencia del tiempo que hiciera. El fútbol era su rollo. Lo que hacía que se mantuviera su amistad, pese al deseo de liberarse de sus padres. Porque su padre y él eran amigos. Claro que discutían a veces, como todos los padres con sus hijos, pero, en el fondo, eran amigos.

Ludvig cerró los ojos y se lo imaginó allí mismo. Con los vaqueros y la sudadera con el nombre de Fjällbacka en el pecho, la que siempre llevaba puesta, para disgusto de su madre. Las manos en los bolsillos y los ojos en la pelota. Y en Ludvig. Pero él nunca le reñía. No como algunos de los otros padres, que acudían a los entrenamientos y los partidos y que se dedicaban a gritarles a sus hijos todo el rato. «¡Espabílate, Oskar!» O «¡Vamos, Danne, ya puedes currártelo un poco!» Nada de eso hacía su padre, nunca. Tan solo «¡Bien, Ludvig!», «¡Buen pase!», «¡Ya los tenéis, Ludde!».

Vio con el rabillo del ojo que le enviaban un pase y lanzó a su vez la pelota mecánicamente. Había perdido la alegría de jugar al fútbol. Intentaba encontrarla de nuevo, por eso estaba allí, corriendo y luchando pese al frío del invierno. Podría haberse escudado en todo lo ocurrido y haber abandonado. Haber dejado los entrenamientos, haber pasado del equipo. Nadie se lo habría echado en cara, todos lo habrían comprendido. Salvo su padre. Rendirse no entraba dentro de sus posibilidades.

De modo que allí estaba. Uno más del equipo. Pero le faltaba la alegría y el banquillo lateral estaba vacío. Su padre no estaba ya, ahora tenía la certeza. Su padre no estaba ya.