El aire frío le rasgaba la garganta. Le encantaba aquella sensación. Todos pensaban que estaba loco cuando salía a correr en pleno invierno, pero él prefería salir a correr las millas que se proponía con el frío del invierno, que hacerlo con el agobiante calor estival. Y así, en fin de semana, aprovechaba para correr una vuelta más.
Kenneth echó una ojeada al reloj de pulsera. Tenía incorporado todo lo que necesitaba para que el entrenamiento le rindiera al máximo. Pulsómetro, contador de pasos, incluso tenía allí almacenados los tiempos de los últimos entrenamientos.
El objetivo era ahora la Maratón de Estocolmo. Había participado ya dos veces con anterioridad, en la Maratón de Copenhague. Llevaba veinte años entrenándose y, si le daban a elegir, le gustaría morirse dentro de veinte o treinta años, en plena carrera. Porque la sensación de estar corriendo, de que le volaban los pies por encima del suelo con un golpeteo acompasado, a un ritmo constante que al final parecía fundirse con los latidos del corazón, esa sensación no se parecía a ninguna otra. Incluso el cansancio, la sensación muda de las piernas cuando el ácido láctico se dejaba notar, era algo que había aprendido a apreciar cada vez más a medida que pasaban los años. Cuando corría, sentía la vida dentro de sí. No se le ocurría otra forma mejor de explicarlo.
Al acercarse a su casa, empezó a aminorar el ritmo. Siguió dando saltitos sin moverse del sitio justo delante de la escalinata y luego se agarró a la barandilla para estirar los músculos de las piernas. El vaho se le quedaba suspendido delante de la cara y se sintió limpio y fuerte después de dos millas a un ritmo más o menos rápido.
—¿Eres tú, Kenneth? —se oyó la voz de Lisbet desde el cuarto de invitados cuando entró y cerró la puerta.
—Sí, querida, soy yo. Voy a darme una ducha rápida y enseguida estoy contigo.
Ajustó la rosca del grifo y puso el agua ardiendo antes de colocarse bajo los afilados rayos de agua. Casi podía decirse que aquello era lo más agradable de todo. Tanto que le costaba alejarse de allí. Tiritó de frío al salir de la ducha. El resto del baño parecía un iglú.
—¿Podrías traerme el periódico?
—Por supuesto, querida. —Vaqueros, una camiseta y un jersey, y ya estaba listo. Metió los pies en un par de zuecos de goma que había comprado el verano anterior, salió y fue corriendo hasta el buzón. Al coger el periódico, descubrió un sobre blanco atascado en la juntura del fondo. Debió de pasarlo por alto el día anterior. Al ver su nombre escrito con tinta negra sintió un pinchazo en el estómago. ¡No, otra no!
No había acabado de entrar en la casa cuando abrió el sobre y sacó la tarjeta que contenía, cuyo mensaje leyó de pie, en el recibidor. Era breve y extraño.
Kenneth le dio la vuelta a la tarjeta para ver si había algo en el reverso, pero no. Solo aquellos dos renglones de significado críptico.
—Kenneth, ¿dónde te has metido?
Se guardó la carta rápidamente.
—Estaba mirando una cosa, eso es todo. Ya voy.
Se encaminó a la puerta de la habitación de Lisbet con el periódico en la mano. La tarjeta blanca, escrita con letra elegante, le quemaba en el bolsillo.
Se había convertido en algo así como una droga. Estaba enganchada al subidón que experimentaba cada vez que leía su correo, le registraba los bolsillos, leía a escondidas la factura del teléfono. Y cada vez que no encontraba nada, notaba que se le relajaba todo el cuerpo. Claro que no le duraba mucho. La angustia no tardaba en fermentar de nuevo y la tensión iba aumentando gradualmente en todos los músculos hasta que el razonamiento lógico de no hacerlo, de que debía contenerse, perdía fuerza. Y entonces volvía a sentarse al ordenador. Escribía la dirección de su cuenta de correo y la contraseña, que había adivinado sin problemas. Era la misma para todo, su fecha de nacimiento, así la recordaba fácilmente.
En realidad, aquella sensación que le desgarraba el pecho, que le destrozaba las entrañas hasta que lo único que deseaba era gritar con todas sus fuerzas, no tenía fundamento alguno. Christian jamás había hecho nada que le proporcionase el menor motivo de sospecha. Durante los años que llevaba vigilándolo, jamás encontró el menor indicio de nada que no estuviese a la vista. Christian era como un libro abierto, y, al mismo tiempo, no lo era. A veces, ella notaba que se hallaba en un lugar completamente distinto, en un lugar al que a ella le estaba negado el acceso. ¿Y por qué no contaba nunca casi nada de su pasado? Según él, hacía ya mucho que sus padres habían fallecido, y jamás habían hablado de visitar a la familia que sin duda tendría. Tampoco tenía amigos de la infancia ni lo llamaba nunca ningún viejo conocido. Era como si hubiese empezado a existir en el mismo momento en que la conoció a ella y se mudó a Fjällbacka. Ni siquiera pudo ir con él al apartamento de Gotemburgo cuando se conocieron, sino que fue él solo con un camión de mudanzas a recoger sus escasas pertenencias.
Sanna recorría con la vista los mensajes de la bandeja de entrada. Algunos de la editorial, varios periódicos que querían entrevistarlo, información municipal relacionada con su trabajo en la biblioteca. Eso era todo.
Experimentó la misma sensación maravillosa de siempre cuando cerró el servidor. Antes de apagar el ordenador, comprobó por pura rutina el historial de visitas de páginas web, pero allí tampoco había nada extraordinario. Christian había entrado en el Expressen, en el Aftonbladet y en la página de la editorial, y había estado mirando una nueva silla infantil para el coche en Blocket.
Pero estaba lo de las cartas. Él insistía con pertinacia incansable en que ignoraba quién le enviaba aquellas líneas misteriosas. Aun así, había algo en su tono de voz que lo contradecía. Sanna no era capaz de poner el dedo en la llaga, de decir exactamente qué era lo que la estaba volviendo loca. ¿Qué era lo que Christian no le contaba? ¿Quién le escribía aquellas cartas? ¿Sería una mujer, una antigua amante? ¿Una amante actual?
Abrió y cerró los puños varias veces y se obligó a respirar de nuevo con normalidad. El alivio había sido pasajero y ahora trataba en vano de convencerse de que todo era normal. Seguridad. Era lo único que pedía. Quería saber que Christian la quería.
Sin embargo, en el fondo de su corazón, sabía que él nunca le había pertenecido. Que él siempre, todos aquellos años que llevaban juntos, había buscado otra cosa, a otra persona. Sabía que jamás la había querido. No de verdad. Y un día, Christian encontraría a la persona con la que en realidad quería estar, la persona a la que quería, y ella se quedaría sola.
Se quedó un rato sentada en la silla de escritorio, con los brazos cruzados. Luego se levantó. La factura del móvil de Christian había llegado el día anterior. Le llevaría un rato revisarla.
Erica deambulaba sin rumbo por toda la casa. Aquella espera eterna la desquiciaba. Ya había terminado el último libro y no tenía fuerzas para iniciar un nuevo proyecto. Y tampoco podía trajinar mucho en casa sin oír la protesta de la espalda y las articulaciones. De modo que se dedicaba a leer o ver la tele. O, como ahora, a vagar un rato por la casa, muerta de frustración. Pero hoy, al menos, era sábado y Patrik estaba en casa. Se había llevado a Maja a dar un paseo para que le diese un poco el aire y Erica contaba los minutos que faltaban para que volvieran a casa.
El timbre de la puerta la sobresaltó y el corazón le dio un vuelco. No tuvo tiempo de reaccionar cuando la puerta se abrió y entró Anna.
—¿Tú también empiezas a desesperarte? —dijo quitándose la bufanda y el chaquetón.
—¿Tú qué crees? —respondió Erica, aunque mucho más contenta.
Entraron en la cocina y Anna soltó encima de la encimera una bolsa llena de vaho.
—Recién salidos del horno. Los ha hecho Belinda.
—¿Que los ha hecho Belinda? —preguntó Erica intentando imaginarse a la hijastra mayor de Anna amasando con el delantal puesto y las uñas pintadas de negro.
—Está enamorada —declaró Anna, como si eso lo explicase todo. Lo cual, por cierto, quizá fuese verdad.
—Vaya, pues yo no recuerdo haber sufrido nunca ese efecto secundario —dijo Erica poniendo los bollos en una bandeja.
—Al parecer, el joven le dijo ayer que le gustaban las chicas hacendosas. —Anna enarcó una ceja y miró a Erica.
—Vaya, no me digas.
Anna se echó a reír mientras cogía uno de los bollos.
—Tranquila, tranquila, no tienes que ir a su casa a castigarlo. Conozco al chico y, créeme, Belinda tardará una semana en cansarse de él, luego volverá con esos cerdos vestidos de negro que tocan en bandas dudosas y pasan completamente de que sea hacendosa.
—Eso espero. Pero la verdad es que los bollos no están nada mal. —Erica cerró los ojos para dar un mordisco. Los bollos recién hechos eran lo más parecido a un orgasmo que podía experimentar en aquel estado.
—Pues sí, la ventaja de que tengamos la pinta que tenemos es que podemos zamparnos todos los bollos que queramos —dijo Anna hincándole el diente al segundo.
—Ya, pero luego nos pasará factura —le advirtió Erica, que no pudo evitar seguir el ejemplo de Anna y coger otro bollo. Belinda tenía auténtico talento natural.
—Yo creo que, con los gemelos, lo perderás todo y más —rio Anna.
—Sí, supongo que tienes razón. —Erica se quedó pensando abstraída y su hermana adivinó en qué.
—Todo irá estupendamente. Además, esta vez no estás sola. Yo te haré compañía. Podemos colocar dos sofás delante de Oprah y pasarnos los días enteros dando el pecho.
—Y turnarnos para llamar y pedir la comida por teléfono cuando nuestros señores lleguen a casa.
—Exacto, ya lo ves. Será genial. —Anna se chupó los dedos y se repantigó con un lamento—. Ay, estoy llena. —Subió las piernas hinchadas, las colocó en la silla de enfrente y cruzó las manos encima de la barriga—. ¿Has hablado con Christian?
—Sí, estuve en su casa el jueves. —Erica siguió el ejemplo de Anna y subió las piernas ella también. El bollo solitario que quedaba en la bandeja la llamaba a gritos y, tras oponer una breve resistencia, estiró el brazo para cogerlo.
—¿Y qué pasó?
Erica dudó un segundo, pero no estaba acostumbrada a tener secretos para su hermana y al final le contó todo lo relativo a las cartas de amenaza.
—Qué horrible —dijo Anna meneando la cabeza—. Y también es raro que empezaran a llegarle antes de que el libro estuviera publicado siquiera. Habría sido más lógico que todo hubiera comenzado ahora que la prensa se ha fijado en él. Quiero decir… bueno, parece que se trata de alguien que no está bien de la cabeza.
—Sí, eso parece. Pero el caso es que Christian no quiere tomárselo en serio. O, al menos, eso dice él. Pero me di cuenta de que Sanna está preocupada.
—Me lo imagino —asintió Anna mojándose el dedo para poder pescar los granos de azúcar que habían quedado en la bandeja.
—Bueno, hoy tiene su primera firma —dijo Erica con cierto orgullo. Por más de una razón, se sentía responsable del éxito de Christian y, gracias a él, estaba reviviendo su propio debut. Las primeras firmas. Un gran acontecimiento, grande de verdad.
—¡Qué bien! ¿Dónde será?
—Primero en Blad, en Torp. Y luego en Bokia, en Uddevalla.
—Espero que vaya gente. Sería una pena que tuviera que verse allí solo —comentó Anna.
Erica hizo una mueca al recordar su primera firma, celebrada en una librería de Estocolmo. Durante una hora entera se esforzó por parecer indiferente mientras la gente pasaba por delante de ella como si no existiera.
—Ha salido tanto en la prensa que seguro que alguien va, si no por otra razón, al menos por curiosidad —dijo, deseando de verdad estar en lo cierto.
—Sí, pero qué suerte que la prensa no se haya enterado de lo de las amenazas —opinó Anna.
—Pues sí, una suerte —contestó Erica cambiando de tema. Aunque el desasosiego no terminaba de abandonarla del todo.