—¿Te portarás bien, ahora que tenemos visita? —preguntó su madre mirándolo muy seria.
Él asintió. Jamás se le ocurriría portarse mal y avergonzar a su madre. Nada deseaba más que agradarle en todo, para que siguiera queriéndolo.
Sonó el timbre de la puerta y ella se levantó bruscamente.
—Ya están aquí. —Oyó la expectación en la voz de su madre, un tono que lo llenaba de inquietud. A veces su madre se transformaba en otra persona, precisamente después de que él advirtiera aquel tono que ahora vibraba entre las paredes de su dormitorio. Claro que no tenía por qué ser así en esta ocasión.
—¿Te guardo el abrigo? —Oyó la voz de su padre abajo, en el recibidor, y el murmullo de voces de los invitados.
—Baja tú primero, yo iré enseguida. —Su madre lo apremió con un gesto de la mano y él percibió una ráfaga de su perfume. La vio sentarse delante del tocador y comprobar una vez más el pelo y el maquillaje, y cómo admiraba su propia figura en el gran espejo de la pared. Él se quedó allí fascinado, observándola. Sus miradas se cruzaron en el espejo y ella frunció el ceño.
—¿No te había dicho que fueras bajando? —preguntó enojada. Él sintió que la negrura se apoderaba de él por un instante.
Avergonzado, bajó la cabeza y se encaminó hacia el rumor procedente del pasillo. Debía portarse bien. Su madre no tendría por qué avergonzarse de él.