6

—¡Que no! ¡No quiero! —Maja liberaba gran parte de su escaso vocabulario aquella mañana de viernes mientras Patrik hacía intentos desesperados por dejarla en la guardería, en brazos de Ewa. La pequeña se aferraba chillando a su pernera, hasta que tuvo que despegarle los dedos uno a uno. Se le rompía el corazón al ver que se la llevaban llorando con los brazos extendidos hacia él. Aún le resonaba en la cabeza aquel lacrimoso «¡papá»! cuando se dirigía al coche. Se quedó un buen rato sentado mirando por la ventanilla, con la llave en la mano. Así llevaban dos meses y, seguramente, era una más de las formas que Maja tenía de protestar por el embarazo de Erica.

Era él quien tenía que encarar aquello todas las mañanas. Porque él mismo se había ofrecido. A Erica le resultaba demasiado trabajoso vestir y desvestir a Maja, y lo de agacharse a atarle los zapatos era un imposible. De modo que no quedaba otra alternativa. Pero era agotador. Y comenzaba mucho antes de que llegaran a la guardería. Desde el momento en que iba a vestirla, Maja se le colgaba y enredaba, y lo avergonzaba mucho admitirlo pero, en algunas ocasiones, se desesperaba tanto y la agarraba con tanta brusquedad que Maja gritaba a pleno pulmón. Después, Patrik se sentía como el peor padre del mundo.

Se frotó los ojos con gesto cansado, respiró hondo y puso el coche en marcha. Pero en lugar de poner rumbo a Tanumshede, tuvo el impulso de girar hacia las casas que había detrás del barrio de Kullen. Aparcó ante la casa de la familia Kjellner y se dirigió indeciso hacia la puerta. En realidad, debería haberles avisado de su visita, pero ya que estaba allí… Levantó la mano y golpeó con el puño la puerta de madera pintada de blanco, de la que aún colgaba la corona navideña. Nadie había caído en la cuenta de quitarla o de cambiarla.

Del interior de la casa no se oía nada, así que Patrik llamó una vez más. Tal vez no hubiera nadie, pero entonces oyó unos pasos y Cia le abrió la puerta. Se le tensó el cuerpo entero al verlo y Patrik se apresuró a negar con la cabeza.

—No, no vengo por eso —dijo. Ambos sabían a qué se refería. A Cia se le hundieron los hombros. Se apartó y lo invitó a pasar.

Patrik se quitó los zapatos y colgó la cazadora en una de las pocas perchas que no estaba cargada de abrigos de adolescentes.

—Solo venía a veros y a charlar un rato —explicó, aunque enseguida se sintió inseguro de cómo abordar aquel asunto, basado en especulaciones suyas.

Cia asintió y se dirigió a la cocina, que estaba a la derecha del recibidor. Patrik la siguió. Había estado allí antes, en unas cuantas ocasiones. Los días que sucedieron a la desaparición de Magnus, se reunieron allí, en torno a la mesa de pino, a repasar todos los detalles una y otra vez. Le hizo preguntas sobre temas que deberían ser siempre privados, pero que dejaron de serlo en el instante en que Magnus Kjellner salió por la puerta para nunca más volver.

La casa parecía la misma. Agradable y normal, un tanto desordenada, salpicada aquí y allá de indicios de la presencia adolescente. Pero la última vez que estuvo allí con Cia, aún quedaba un ápice de esperanza. Ahora, en cambio, la resignación lo ahogaba todo. También a Cia.

—Aún queda un poco de tarta. Ayer fue el cumpleaños de Ludvig —dijo Cia ausente, se levantó y sacó del frigorífico el resto de una tarta Princesa. Patrik intentó protestar, pero Cia ya había empezado a poner los platos y los cubiertos, y Patrik asumió que aquella mañana tendría que desayunar tarta.

—¿Cuántos cumplía? —Patrik cortó un trozo tan delgado como permitía la decencia.

—Trece —respondió Cia, y le afloró a los labios una sonrisa mientras también ella se ponía un trocito de tarta. A Patrik le habría gustado ser quién para obligarla a comer un poco más, teniendo en cuenta lo delgada que se había quedado últimamente.

—Una edad estupenda. O no —comentó Patrik, consciente del tono forzado de su voz. La nata le crecía en la boca.

—Se parece tanto a su padre —dijo Cia. La cucharilla tintineó al chocar contra el plato. Cia la dejó junto a la tarta y miró a Patrik—. ¿Qué querías?

Patrik carraspeó.

—Puede que esté totalmente equivocado, pero sé que quieres que hagamos todo lo posible y tendrás que perdonarme si…

—Ve al grano —lo interrumpió Cia.

—Pues sí, estaba pensando… Magnus era amigo de Christian Thydell. ¿De qué se conocían?

Cia lo miró extrañada, pero no le respondió con otra pregunta, sino que se puso a pensar.

—La verdad es que no lo sé. Creo que se conocieron al principio, cuando Christian se mudó aquí con Sanna. Ella es de Fjällbacka. Hará unos siete años, más o menos. Sí, eso es, porque Sanna se quedó embarazada de Melker al poco tiempo, y el pequeño tiene ahora cinco años. Recuerdo que comentamos que se habían dado mucha prisa.

—¿Se conocieron por tu relación con Sanna?

—No, no, Sanna es diez años más joven que yo, así que nosotras no éramos amigas. Si he de ser sincera, no recuerdo cómo se conocieron. Solo que, un día, Magnus sugirió que los invitáramos a cenar y, a partir de ahí, empezaron a verse bastante. Sanna y yo no tenemos mucho en común, pero es una chica encantadora y tanto a Elin como a Ludvig les gusta jugar con sus hijos. Y, desde luego, a mí me gusta más Christian que otros amigos de Magnus.

—¿A quién te refieres?

—A los amigos de la infancia, Erik Lind y Kenneth Bengtsson. En realidad, yo los veía, a ellos y a sus mujeres, por Magnus. Son demasiado diferentes, me parece a mí.

—¿Y Magnus y Christian? ¿Son muy amigos?

Cia sonrió.

—No creo que Christian tenga ningún amigo íntimo. Es demasiado serio y no resulta fácil intimar con él. Con Magnus, en cambio, se comportaba de un modo totalmente distinto. Mi marido provocaba en la gente esa reacción, le caía bien a todo el mundo. Conseguía que la gente se relajara. —Cia tragó saliva y Patrik se dio cuenta de que estaba hablando de su marido como si ya estuviera muerto.

—¿Por qué me preguntas por Christian, si puede saberse? No habrá ocurrido nada, ¿verdad? —añadió preocupada.

—No, no, nada grave.

—Ya me he enterado de lo que pasó en la presentación. Me habían invitado, pero me habría resultado rarísimo estar allí sin Magnus. Espero que Christian no se haya tomado a mal que no acudiera.

—Me costaría creer que así fuera —aseguró Patrik—. Pero parece ser que alguien lleva más de un año enviándole cartas de amenaza. Y puede que esté hilando demasiado fino, pero quería preguntarte si a Magnus le había pasado algo parecido. Puesto que se conocían, quizá exista ahí una conexión…

—¿Cartas de amenaza? —preguntó Cia—. ¿Y no crees que, de ser así, ya lo habría contado? ¿Por qué iba a reservarme información que podría seros útil para averiguar qué le ha sucedido a Magnus? —añadió con voz chillona.

—Estoy convencido de que nos lo habrías dicho si lo hubieras sabido —se apresuró a añadir Patrik—. Pero pudiera ser que Magnus no te lo hubiera dicho por no preocuparte.

—¿Y entonces cómo iba a poder contártelo?

—La experiencia me ha enseñado que las mujeres se dan cuenta de casi todo sin necesidad de que uno se lo cuente. O, al menos, a la mía le pasa.

Cia volvió a sonreír.

—Sí, en eso tienes razón. Es cierto, si Magnus hubiese tenido alguna preocupación, yo lo habría notado. Pero estaba como siempre, despreocupado. Era la persona más estable y fiable del mundo, casi siempre alegre y optimista. A mí a veces me sacaba de quicio por eso, hasta el punto de que, en alguna ocasión, he intentado provocar una reacción por su parte cuando estaba molesta e irritada. Jamás lo conseguí. Así era Magnus. Si hubiese tenido alguna preocupación, para empezar, me lo habría contado y si, contra todo pronóstico, no lo hubiera hecho así, yo lo habría notado. Él lo sabía todo de mí y yo lo sabía todo de él. Nos lo contábamos todo. —Hablaba con voz firme y Patrik comprendió que estaba convencida de lo que decía. Aun así, dudaba. Nunca lo sabe uno todo acerca de otra persona. Ni siquiera de la persona con la que vivimos y a la que queremos.

La miró con serenidad.

—Tendrás que perdonarme si te parece un exceso, pero ¿te importaría que echara un vistazo? Es para hacerme una idea más clara de qué clase de persona era Magnus. —Pese a que ya habían hablado de él como si estuviera muerto, Patrik lamentó la forma en que había formulado la pregunta. Sin embargo, Cia no hizo el menor comentario al respecto, sino que, con un gesto hacia la puerta, le respondió:

—Puedes mirar todo lo que quieras. Te lo digo de verdad. Haz lo que quieras, preguntad lo que queráis, con tal de que lo encontréis —dijo secándose la lágrima que le corría por la mejilla con un gesto casi agresivo de la mano.

Patrik tuvo la sensación de que quería quedarse sola un rato y aprovechó para levantarse. Empezó por la sala de estar. Era como la de tantas otras casas suecas. Un sofá de Ikea, grande y de color azul oscuro. Una estantería Billy con iluminación incorporada. Un televisor plano sobre un mueble de la misma madera clara que la mesa de centro. Pequeños adornos y recuerdos de viajes, fotos de los niños colgadas en las paredes. Patrik se acercó a una gran fotografía de boda enmarcada y colgada encima del sofá. No era el típico retrato de boda rígido y serio, sino que en ella aparecía Magnus, embutido en un frac, tumbado sobre el césped con la cabeza apoyada en la mano. Cia estaba inmediatamente detrás de él, con un vestido de novia lleno de pliegues y volantes. Lucía una amplia sonrisa y, con gesto resuelto, había colocado el pie encima de Magnus.

—Nuestros padres por poco se mueren al ver la foto de bodas —dijo Cia a su espalda. Patrik se volvió.

—Es… diferente —comentó Patrik mientras se giraba de nuevo. Claro que se había cruzado con Magnus en alguna ocasión desde que este se mudó a Fjällbacka, pero jamás intercambió con él más que las frases de cortesía habituales. Ahora, al ver su expresión alegre y espontánea, se dijo que, seguramente, le habría caído bien.

—¿Puedo subir? —preguntó Patrik. Cia asintió, apoyada en el quicio de la puerta.

También a lo largo de las paredes de la escalera había fotografías y Patrik se detuvo a examinarlas. Eran testimonio de una vida rica en acontecimientos, centrada en la familia, que hallaba felicidad en las cosas sencillas. Y quedaba más que claro que Magnus Kjellner se sentía terriblemente orgulloso de sus hijos. Una imagen en particular le provocó un nudo en el estómago. Una instantánea de unas vacaciones. Magnus sonreía entre Elin y Ludvig, rodeándoles los hombros con los brazos. Era tal la felicidad que irradiaba aquella mirada que Patrik no fue capaz de seguir mirando. Apartó la vista y subió los últimos peldaños hacia la primera planta.

Las dos primeras habitaciones eran los dormitorios de los niños. En el de Ludvig reinaba un orden sorprendente. Nada de ropa tirada por el suelo, la cama hecha y en el escritorio había lapiceros y demás, todo en perfecto orden. Le interesaba el deporte, de eso no cabía duda. Una camiseta del equipo nacional sueco con el autógrafo de Zlatan ocupaba el lugar de honor sobre el cabecero de la cama. Y también había pósters del IFK Göteborg.

—Ludvig y Magnus solían ir a sus partidos siempre que podían.

Patrik se sobresaltó. Una vez más, lo sorprendió la voz de Cia. Debía de tener un don para caminar sin hacer ruido, porque no la había oído subir la escalera.

—Un chico ordenado.

—Pues sí, igual que su padre. Siempre era Magnus quien ordenaba y limpiaba la casa. Yo soy la más dejada de los dos. Y si miras en el otro dormitorio, comprenderás enseguida quién lo ha heredado de mí.

Patrik abrió la puerta siguiente, pese al aviso que colgaba en la puerta, donde podía leerse en letras mayúsculas: ¡LLAMA ANTES DE ENTRAR!

—Ay. —Patrik dio un paso atrás.

—Sí, yo diría que «ay» es la palabra adecuada para describir esto —suspiró Cia cruzándose de brazos, como para reprimirse el impulso de empezar a poner orden en aquel caos. Porque la habitación de Elin era un verdadero caos. Y rosa.

—Siempre pensé que cuando creciera, superaría la fase rosa, pero ha sido más bien al contrario. Ha pasado del rosa princesa al rosa chillón.

Patrik parpadeaba perplejo. ¿Tendría la habitación de Maja aquel aspecto dentro de unos años? Y si los gemelos también eran niñas… Acabaría ahogado en el color rosa.

—He desistido. Pero la obligo a tener la puerta cerrada, así no tengo que ver este desastre. Lo único que hago es un control de olores, por si empieza a apestar a cadáver. —Se sobresaltó al oír sus propias palabras, pero continuó enseguida—: Magnus no soportaba ni siquiera saber el estado en que se hallaba la habitación, pero yo lo convencí de que la dejara. Puesto que yo soy igual, sé que no habría conseguido más que andar siempre con dimes y diretes interminables. Yo empecé a ser más ordenada en cuanto me mudé a un apartamento propio, y creo que a Elin le ocurrirá otro tanto. —Cerró la puerta y señaló la última habitación.

—Ese es nuestro dormitorio. No he tocado nada de las cosas de Magnus.

Lo primero que llamó la atención de Patrik fue que tenían las mismas sábanas que él y Erica. De cuadros azules y blancos, compradas en Ikea. Por alguna razón, aquello lo hizo sentirse incómodo. Se sintió vulnerable.

—Magnus dormía en el lado de la ventana.

Patrik se acercó a ese lado de la cama. Habría preferido poder mirar tranquilamente. Tenía la sensación de estar hurgando en algo que no le incumbía, sensación que reforzaba la supervisión de Cia. No tenía ni idea de lo que estaba buscando. Sencillamente, necesitaba acercarse a la persona de Magnus Kjellner, convertirlo en un ser de carne y hueso y no solo una fotografía en la pared de la comisaría. La mirada de Cia seguía perforándole la espalda y terminó por darse media vuelta.

—No te lo tomes a mal, pero ¿podría seguir mirando un rato a solas? —Esperaba de verdad que lo comprendiera.

—Perdón, sí, por supuesto —respondió Cia y sonrió como disculpándose—. Comprendo que debe de ser molesto tenerme aquí pisándote los talones. Bajaré a hacer un par de cosas y así podrás moverte libremente.

—Gracias —dijo Patrik sentándose en el borde de la cama. Empezó por echar una ojeada a la mesilla de noche. Unas gafas, un montón de papeles que resultaron ser el manuscrito de La sombra de la sirena, un vaso vacío y un blíster de Alvedon era todo lo que había. Abrió el cajón de la mesilla y miró el interior. Pero tampoco allí vio nada que le llamara la atención. Un libro de bolsillo, Aurora boreal, de Åsa Larsson, una cajita de tapones para los oídos y una bolsa de pastillas para la garganta.

Patrik se levantó y se acercó al armario que cubría la pared más corta. Se echó a reír cuando corrió las puertas y vio una clara muestra de lo que Cia le había dicho acerca de sus diferencias en cuanto al orden. La mitad del armario que daba a la ventana era un prodigio de organización. Todo estaba perfectamente doblado y colocado en cestos de aluminio: calcetines, calzoncillos, corbatas y cinturones. Encima colgaban camisas planchadas y chaquetas junto con polos y camisetas. Camisetas colgadas de perchas: la sola idea le resultaba vertiginosa. Él, a lo sumo, solía meterlas en algún cajón hechas una bola, para quejarse de lo arrugadas que estaban cuando iba a ponerse alguna.

De modo que la mitad de Cia se parecía más a su sistema. Todo estaba mezclado, todo manga por hombro, como si alguien hubiese abierto las puertas y arrojado al interior las prendas y hubiese cerrado otra vez rápidamente.

Cerró el armario y observó la cama. Había algo desgarrador en la estampa de una cama con uno de los lados sin hacer. Se preguntó si sería posible acostumbrarse a dormir en una cama de matrimonio medio vacía. La sola idea de dormir solo, sin Erica, se le antojaba imposible.

Cuando bajó a la cocina, Cia estaba retirando los platos de la tarta. Lo miró interrogante y él le dijo en tono amable:

—Gracias por dejarme curiosear un poco. No sé si llegará a servir de algo, pero ahora tengo la sensación de que sé algo más de Magnus y de quién era… de quién es.

—Sí sirve. Para mí.

Se despidió y salió a la calle. Se detuvo en la escalinata y observó la corona ajada que colgaba de la puerta. Tras dudar unos segundos, la quitó. Con el sentido del orden que tenía Magnus, seguro que no le habría gustado verla allí a aquellas alturas.

Los niños gritaban a pleno pulmón. El ruido rebotaba entre las paredes de la cocina de tal manera que creyó que le estallaría la cabeza. Llevaba varias noches sin dormir bien. Dando vueltas y vueltas a un montón de ideas, como si tuviera que procesarlas meticulosamente una a una antes de pasar a la siguiente.

Incluso había pensado ir a la cabaña y sentarse a escribir un rato. Pero el silencio y la oscuridad de la noche que reinaba fuera darían rienda suelta a los espectros, y se veía incapaz de acallarlos con su retórica. De modo que se quedó en la cama mirando al techo, traspasado de desesperanza.

—¡Ya está bien! —Sanna separó a los niños, que estaban peleándose por el paquete de cacao O’boy. Luego se volvió hacia Christian, que miraba al infinito con la tostada y el café aún sin probar.

—¡No estaría mal que ayudaras un poco!

—Es que he dormido mal —respondió tomando un sorbo del café ya frío. Acto seguido, se levantó y lo vertió en el fregadero, se sirvió otro y le añadió un poco de leche.

—Comprendo perfectamente que te encuentras en un momento de mucho trajín y sabes que te he apoyado siempre mientras has estado trabajando en el libro. Pero yo también tengo un límite. —Sanna le arrebató a Nils una cuchara un segundo antes de que se la estampara en la frente a su hermano mayor, y la tiró ruidosamente al fregadero. Respiró hondo para hacer acopio de fuerzas antes de seguir dando vía libre a todo lo que había ido acumulando. A Christian le habría gustado poder darle a un botón y detenerla. No podía más.

—No he dicho una palabra cuando, directamente del trabajo, te has ido a escribir a la cabaña y te has pasado allí toda la noche. He ido a recoger a los niños a la guardería, he preparado la cena y he procurado que se la coman, he recogido la casa, les he cepillado los dientes, les he leído el cuento, los he acostado. He hecho todo eso sin refunfuñar para que tú pudieras dedicarte a tu maldita labor creadora.

Las últimas palabras destilaban un sarcasmo que no le había oído nunca. Christian cerró los ojos y trató de que aquellas palabras no le alcanzaran la conciencia. Pero ella continuó implacable.

—Y, de verdad, me parece estupendo que la cosa vaya bien. Que hayas podido publicar el libro y que te hayas convertido en una nueva estrella. Me encanta y te mereces cada minuto que puedas disfrutar. Pero ¿y yo qué? ¿Dónde entro yo en todo esto? Nadie me elogia, nadie me mira y me dice: «Vaya, Sanna, eres genial, qué suerte tiene Christian contigo». Ni siquiera tú me lo dices. Tú simplemente das por hecho que yo tenga que vivir como una esclava, con los niños y la casa, mientras que tú haces «lo que tienes que hacer» —dijo describiendo en el aire el signo de las comillas—. Y desde luego, claro que lo hago, que cargo gustosa con todo. Sabes que me encanta cuidar de los niños, pero no por ello se me hace menos cuesta arriba. ¡Y por lo menos quiero que me des las gracias! ¿A ti te parece que es mucho pedir?

—Sanna, ahora no, nos están oyendo los niños… —protestó Christian, aunque comprendió que era inútil.

—Ya, siempre tienes una excusa para no hablar conmigo, ¡para no tomarme en serio! O estás muy cansado, o no tienes tiempo porque debes ponerte a escribir, o no quieres discutir delante de los niños, o, o, o…

Los pequeños estaban sentados en silencio y miraban aterrados a Sanna y a Christian, que notó cómo el cansancio daba paso a la ira.

Detestaba aquella actitud de Sanna y era algo que habían discutido infinidad de ocasiones. Que no se cortase a la hora de involucrar a los niños en los conflictos que surgiesen entre ellos. Sabía que trataría de convertir a los niños en sus aliados en aquella guerra cada vez más declarada que había estallado entre ellos. Pero ¿qué podía hacer él? Sabía que todos sus problemas se debían a que no la quería y nunca la había querido. Y ella lo sabía, aunque no quería reconocerlo. Si hasta la había elegido por esa razón, porque era alguien a quien no podría llegar a querer. No como a…

Dio un fuerte puñetazo contra el borde de la mesa. Sanna y los niños dieron un respingo por lo inesperado de aquel gesto. La mano le dolía muchísimo, y eso era lo que pretendía, precisamente. El dolor ahuyentaba todo aquello en lo que no podía permitirse pensar, y notó que estaba recuperando el control.

—No vamos a discutir este asunto ahora —dijo secamente evitando mirar a Sanna a los ojos. Notó sus miradas en la espalda mientras se dirigía al recibidor, se ponía la cazadora y los zapatos y salía a la calle. Lo último que oyó antes de cerrar la puerta fue que Sanna les decía a los niños que su padre era un idiota.

Lo peor era el aburrimiento. Llenar las horas que las niñas pasaban en la escuela con algo que tuviese, al menos, un atisbo de sentido. No era que no tuviese cosas que hacer. Conseguir que la vida de Erik transcurriese sin preocupaciones no era tarea para una persona perezosa. Las camisas debían estar siempre colgadas en su sitio, lavadas y planchadas, había que planificar y preparar cenas para los socios y la casa debía estar siempre reluciente. Verdad era que contaban con una asistenta sin contrato que limpiaba una vez a la semana, pero siempre había cosas que atender. Millones de pequeños detalles que debían funcionar y estar en su lugar, sin que Erik tuviera que notar que alguien se había esforzado para que así fuera. El único problema era que resultaba condenadamente aburrido. Le encantaba todo lo relacionado con las niñas cuando eran pequeñas, incluso los pañales, algo a lo que Erik jamás dedicó un segundo siquiera. Pero a ella no le importaba, se sentía necesaria. Útil. Ella era el centro del mundo para sus hijas, la que se levantaba antes que ellas por las mañanas para hacer que brillara el sol.

Esa época era ya historia. Las niñas iban a la escuela. Se dedicaban a sus amigos y a sus actividades y ahora la veían más bien como el sector servicios. Exactamente igual que Erik. Por si fuera poco, veía con dolor que empezaban a convertirse en dos seres bastante insoportables. Erik compensaba su falta de implicación comprándoles todo lo que pedían, y les había contagiado el desprecio que sentía por ella.

Louise pasó la mano por la encimera de la cocina. Mármol italiano, importado expresamente. Lo había elegido Erik en uno de sus viajes de negocios. A ella no le gustaba. Demasiado frío y demasiado duro. Si hubiera podido elegir, a ella le habría gustado algo de madera, quizá roble oscuro. Abrió una de las puertas lisas y relucientes de los armarios. Más frío, buen gusto sin sentimientos. Para aquella encimera de roble oscuro ella habría elegido puertas blancas de estilo rústico, pintadas a mano, para que se notasen las pinceladas y diesen cuerpo a la superficie.

Rodeó con la mano una de las grandes copas de vino. Regalo de boda de los padres de Erik. De vidrio soplado, naturalmente. El día de su boda su suegra le soltó un discurso sobre la fábrica danesa, pequeña pero exclusiva, en la que habían encargado tan costosa cristalería.

Algo se estremeció en su interior, se le abrió la mano como por voluntad propia. El vidrio estalló en mil pedazos contra el suelo de guijarro. Un suelo que, naturalmente, también era italiano. Era una de las muchas cosas que Erik parecía tener en común con sus padres: lo sueco nunca era lo bastante bueno. Cuanto más remoto era el origen, tanto mejor. Bueno, siempre y cuando no fuese de Taiwán, naturalmente. Louise soltó una risita. Cogió otra copa y, pisando los cristales con las zapatillas, se encaminó decidida hacia la caja de vino que había en la encimera. Erik se burlaba de aquella caja. Él solo se conformaba con vino embotellado de varios cientos de coronas la botella. No se le pasaría por la cabeza mancillarse las papilas gustativas con un vino de doscientas coronas la caja. A veces, solo por chincharle, le llenaba la copa con su vino, en lugar de aquellas botellas francesas o sudafricanas tan finolis cuya especial naturaleza él alababa en largas peroratas. Curiosamente, la misma especial naturaleza de su vino barato, puesto que Erik jamás notó la diferencia.

Y solo gracias a aquellas pequeñas venganzas podía soportar su existencia y que volviera a las niñas contra ella, que la tratase como a un trapo y que se acostase con una vulgar peluquera.

Louise puso la copa debajo de la espita y lo llenó hasta el borde. Luego, brindó con el reflejo de su imagen en la puerta de acero inoxidable del frigorífico.

Erica no lograba dejar de pensar en las cartas. Andaba en casa de un lado para otro, hasta que se vio obligada a sentarse a la mesa de la cocina al cabo de un rato, cuando empezó a notar el dolor en los riñones. Cogió un bloc y un bolígrafo que había en la mesa y empezó a escribir rápidamente lo que recordaba de las cartas que había visto en casa de Christian. Tenía buena memoria para retener textos y estaba casi segura de haber reproducido la mayor parte.

Leía lo que había escrito una y otra vez y, cuanto más lo leía, más amenazador se le antojaba el contenido. ¿Quién tendría motivos para sentir tanta rabia contra Christian? Erica meneó la cabeza, como hablando consigo misma. En realidad, resultaba imposible decir si el autor de las cartas era hombre o mujer. Pero había algo en el tono, en la construcción de las frases y las expresiones, que la hacían pensar en un odio de mujer. No de hombre.

Hecha un mar de dudas, cogió el teléfono inalámbrico. Pero lo dejó otra vez. Sería una tontería. Pero, tras haber leído las palabras del bloc una vez más, cogió el aparato y marcó un número de móvil que sabía de memoria.

—Gaby —respondió la editora jefe después de un solo tono de llamada.

—Hola, soy Erica.

—¡Erica! —La voz chillona de Gaby se elevó una octava y Erica apartó el auricular de la oreja—. ¿Cómo va todo, querida? ¿No vienen todavía esos bebés? Ya sabes que los gemelos suelen adelantarse. —Parecía que Gaby estuviese andando por la calle.

—No, todavía no —contestó Erica esforzándose por ocultar la irritación que sentía. No comprendía por qué la gente tenía que recordarle a todas horas que los gemelos solían nacer antes de tiempo. En todo caso, ya lo descubriría ella misma llegado el momento—. Te llamo por Christian.

—Ah, sí, ¿cómo está? —preguntó Gaby—. Lo he llamado varias veces, pero su mujercita se limita a decirme que no está en casa, lo cual no me creo ni por un momento. Fue horripilante verlo desplomarse así. Mañana tiene la primera sesión de firmas y deberíamos avisar cuanto antes si hubiera que cancelarlo, lo cual sería una verdadera lástima.

—Yo lo he visto hoy y diría que está en forma para firmar mañana. Por eso no tienes que preocuparte —dijo Erica tomando impulso para poder hablar de lo que realmente le interesaba. Respiró tan hondo como le permitían las actuales limitaciones de su cavidad pulmonar y continuó—: Quería hacerte una pregunta.

—Claro, adelante, pregunta.

—¿Habéis recibido en la editorial algo relacionado con Christian?

—¿A qué te refieres?

—Sí, verás, me preguntaba si ha llegado alguna carta o algún mensaje para Christian. Alguna amenaza.

—¿Una carta de amenaza?

Erica empezaba a sentirse como un niño delatando a un compañero de clase, pero ya era demasiado tarde para dar marcha atrás.

—Pues sí, verás, resulta que Christian lleva año y medio recibiendo cartas de amenaza, más o menos desde que empezó con el libro. Y lo he visto preocupado, aunque no quiere admitirlo. Pensaba que quizá también hubiese llegado alguna a la editorial.

—¡Pero, qué me dices! Qué va, aquí no hemos recibido nada de eso. ¿Se sabe de quién son? ¿Lo sabe Christian? —Gaby hablaba atropelladamente y ya no se oía el ruido de los tacones sobre el asfalto, así que debía de haberse parado.

—Son anónimas y no creo que Christian sepa quién se las envía. Pero ya lo conoces, tampoco es seguro que dijera nada aunque lo supiera. De no haber sido por Sanna yo no lo habría averiguado. Y el desmayo que sufrió el miércoles pasado fue a causa de la tarjeta que llevaba el ramo de flores, porque parecía escrita por la misma persona.

—Me parece una verdadera locura. ¿Guarda alguna relación con el libro?

—Eso mismo le pregunté yo a Christian, pero él insiste en que nadie puede sentirse aludido en lo que narra.

—Bueno, pues es terrible. Ya me avisarás si averiguas algo más.

—Lo intentaré —respondió Erica—. Y no le digas a Christian que te lo he contado, por favor.

—Por supuesto que no. Esto queda entre nosotras. Estaré atenta al correo que nos llegue a nombre de Christian. Seguro que empieza a llegar ahora que la novela está en las librerías.

—Las reseñas, estupendas —dijo Erica para cambiar de tema.

—¡Sí, es maravilloso! —exclamó Gaby con tanto entusiasmo que Erica tuvo que apartar de nuevo el auricular de la oreja—. Ya he oído el nombre de Christian en la misma frase que el premio Augustpriset. Por no hablar de los diez mil ejemplares que ya van camino de las librerías.

—Increíble —respondió Erica con el corazón henchido de orgullo. Ella, mejor que nadie, sabía cuánto había trabajado Christian con aquel manuscrito, y se alegraba muchísimo de que tanto esfuerzo diera su fruto.

—Desde luego —gorjeó Gaby—. Querida, no puedo seguir hablando, tengo que hacer una llamada.

Hubo algo en la última frase de Gaby que sembró en Erica cierto malestar. Debería habérselo pensado un poco antes de llamar a la editora. Debería haberse calmado. Y como para confirmar que tenía razón, uno de los gemelos le atizó una patada tremenda en las costillas.

Era una sensación tan extraña. Felicidad. Anna había ido aceptándola gradualmente y había aprendido a vivir con ella. Pero hacía tanto tiempo, si es que alguna vez la había experimentado.

—¡Dámelo! —Belinda corría detrás de Lisen, la hija menor de Dan, que, entre gritos, buscó refugio detrás de Anna. La pequeña agarraba fuertemente el cepillo de Belinda.

—¡Que no me cojas el cepillo! ¡Trae!

—Anna… —dijo Lisen suplicante, pero Anna la hizo salir del refugio tirando de ella con suavidad.

—Si has cogido el cepillo de Belinda sin permiso, ya puedes estar devolviéndoselo.

—¡Para que veas! —gritó Belinda.

Anna la reconvino con la mirada.

—Y tú, Belinda, no tienes por qué perseguir a tu hermana por toda la casa.

Belinda se encogió de hombros.

—Si coge mis cosas, que se prepare.

—Espera a que nazca el pequeño —dijo Lisen—. ¡Te lo romperá todo!

—Yo no tardaré en independizarme, así que lo que romperá serán tus cosas —contestó Belinda antes de sacarle la lengua.

—Oye, pero ¿tú cuántos años tienes, dieciocho o cinco? —preguntó Anna, que se echó a reír sin poder evitarlo—. ¿Y cómo estáis tan seguras de que será un niño?

—Porque mamá dice que cuando el trasero se pone tan rollizo como el tuyo, va a ser niño.

—¡Chist! —saltó Belinda mirando con furia a Lisen, que no comprendía cuál era el problema—. Perdona.

—No pasa nada —respondió Anna, aunque se sentía un tanto ofendida. O sea, que la exmujer de Dan pensaba que le habían engordado las posaderas. Pero ni siquiera comentarios como aquel, que, además, tenía que admitir que encerraba cierta dosis de verdad, eran capaces de arruinar su buen humor. Había tocado el fondo más absoluto, y no era exageración, y sus hijos con ella. Emma y Adrian eran hoy, a pesar de todo lo que habían sufrido, dos niños seguros y equilibrados. A veces le costaba creerlo.