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Tú eres mi hijo precioso, ¿lo sabes? —dijo su madre peinándolo despacio. Él asintió sin más. Sí, claro que lo sabía. Él era el hijo precioso de mamá. Ella se lo había repetido una y otra vez desde que se fue con ellos a casa, y nunca se cansaba de oírlo. A veces pensaba en el pasado. En la oscuridad, la soledad. Pero le bastaba con mirar un instante la hermosa figura de la que ahora era su madre para que todo se esfumara, desapareciera, se desvaneciera. Como si nunca hubiera existido.

Estaba recién bañado y su madre lo había envuelto en el albornoz verde de flores amarillas.

—¿Qué quiere mi niño? ¿Un poco de helado?

—Lo estás malcriando —se oyó la voz de su padre desde el umbral.

—¿Y qué hay de malo en malcriarlo? —preguntó su madre.

Él se acurrucó en el albornoz y se puso la capucha para esconderse del tono duro de aquellas palabras que rebotaron contra los azulejos; de lo negro, que emergía de nuevo a la superficie.

—Lo único que digo es que no le haces ningún favor consintiéndoselo todo.

—¿Insinúas que no sé cómo educar a nuestro hijo? —Los ojos de su madre se volvieron oscuros, abismales. Se diría que quisiera destruir a su padre solo con la mirada. Y, como de costumbre, aquella ira casi derretía el enojo del padre. Cuando ella se levantó para acercarse, él pareció encoger. Se hizo un ovillo. Un padre pequeño y gris.

—Sí, tú sabrás lo que haces, seguramente —murmuró antes de marcharse con la mirada clavada en el suelo. Luego, el sonido al ponerse los zapatos y la puerta, que cerró despacio. Su padre iba a dar un paseo, una vez más.

—No le haremos caso —le susurró su madre al oído enterrado en la capucha verde—. Somos tú y yo y nos queremos. Solo tú y yo.

Él se apretó como un cachorro contra aquel pecho cálido y se dejó consolar.

—Solo tú y yo —repitió él también con un susurro.