4

Tengo entendido que anoche la cosa terminó en un pequeño drama. ¿En qué estaría pensando Christian? Mira que emborracharse en un momento así… —Kenneth Bengtsson llegaba tarde a la oficina tras una mañana tremenda en casa. Dejó la chaqueta en el sofá pero, tras la mirada reprobatoria de Erik, la cogió y la colgó en el perchero de la entrada.

—Sí, desde luego, fue un final lamentable —respondió Erik—. Por otro lado, Louise parecía dispuesta a zambullirse en la niebla de la bebida, al menos eso me lo ahorré al largarme.

—Pero ¿tan grave es? —preguntó Kenneth observando a Erik. No era frecuente que Erik le confiase nada personal. Siempre había sido así. Cuando eran niños y jugaban juntos, y ahora que ya eran adultos. Erik trataba a Kenneth como si apenas lo tolerase, como si le estuviese haciendo un favor rebajándose a relacionarse con él. De no haber sido porque Kenneth tenía algo que ofrecerle a Erik, habrían perdido la amistad hace tiempo. Como así fue durante los años en que Erik estudiaba en la universidad y trabajaba en Gotemburgo. Kenneth se quedó en Fjällbacka y puso en marcha su modesta asesoría fiscal. Un negocio que había ido ganando popularidad con los años.

Porque Kenneth tenía talento. Era consciente de que no podía considerarse ni guapo ni atractivo, y tampoco se hacía ilusiones de que su nivel de inteligencia se hallase por encima de la media. Pero tenía una habilidad extraordinaria para trabajar con los números. Y era capaz de hacer malabares con las diversas cantidades de las cuentas de beneficios y los balances como un David Beckham de la contabilidad. Aquello, en combinación con su capacidad para poner al fisco de su parte, hacía que, de repente y por primera vez en su vida, fuese un ser de capital importancia para Erik. Y Kenneth se convirtió en la pareja imprescindible cuando Erik decidió aventurarse en el mundo de la construcción en la Costa Oeste, que tan lucrativo venía siendo últimamente. Claro que Erik le dejó bien claro cuál era su sitio, y Kenneth no poseía más que un tercio de la empresa, no la mitad que le correspondía en razón de sus aportaciones al negocio. Pero eso no era tan importante. Kenneth no aspiraba a hacerse rico ni a acumular poder. Estaba satisfecho haciendo aquello que tan bien se le daba y siendo el socio de Erik.

—Pues sí, la verdad es que no sé qué hacer con Louise —confesó Erik al tiempo que se levantaba de la silla—. Si no hubiera sido por las niñas… —Meneó la cabeza y cogió el abrigo.

Kenneth asintió comprensivo. En realidad, sabía a la perfección dónde le apretaba el zapato. Y no era por las niñas, precisamente. Lo que le impedía a Erik separarse de Louise era el hecho de que ella se quedaría con la mitad del dinero y las propiedades.

—Me largo a comer. Estaré fuera un buen rato. Almuerzo largo.

—Vale —dijo Kenneth—. Almuerzo largo, claro.

—¿Está en casa? —Erica se encontraba en la escalinata de la casa de los Thydell.

Sanna pareció dudar unos segundos pero, finalmente, se hizo a un lado y la invitó a entrar.

—Está arriba, en el despacho. Sentado ante el ordenador mirando la pantalla.

—¿Puedo subir?

Sanna asintió.

—No parece oír nada de lo que le digo. A ver si tú tienes más suerte.

Erica percibió cierta amargura en el tono y la observó detenidamente. Parecía cansada. Cansada y algo más que Erica no logró identificar.

—Veré lo que puedo hacer. —Erica subió como pudo la escalera, con una mano a modo de apoyo en la barriga. Hasta un esfuerzo nimio como aquel la dejaba exhausta últimamente.

—Hola. —Dio unos golpecitos en la puerta abierta y Christian se volvió. Estaba sentado en la silla, delante de la pantalla negra del ordenador—. Ayer nos diste un susto —dijo Erica sentándose en el sillón que había en un rincón.

—Es que estoy extenuado, eso es todo —explicó Christian. Pero tenía unas arrugas profundas alrededor de los ojos y le temblaban las manos ligeramente—. Y luego está lo de Magnus, que me tiene preocupado.

—¿Seguro que no hay nada más? —Sonó más seria de lo que pretendía—. Ayer me encontré esto y te lo he traído. —Rebuscó en el bolsillo de la chaqueta y sacó la tarjeta del ramo de lirios blancos—. Se te debió caer.

Christian se quedó mirando la tarjeta.

—Quítala de mi vista.

—¿Qué significa? —Erica miraba extrañada a aquel hombre, al que había empezado a considerar un amigo.

Él no respondió. Erica repitió, en tono más suave:

—Christian, ¿qué significa esto? Ayer reaccionaste de forma exagerada. No intentes hacerme creer que es solo porque estás cansado.

Él seguía guardando un silencio que interrumpió de pronto la voz de Sanna, que resonó desde la puerta:

—Háblale de las cartas.

Se quedó en el umbral, esperando a que su marido respondiera. Christian continuó en silencio un instante más, antes de abrir el último cajón del escritorio y sacar un pequeño fajo de cartas.

—Llevo un tiempo recibiendo cartas como estas.

Erica las cogió y las hojeó con cuidado. Folios blancos con tinta negra. Y, sin duda, la misma letra que en la tarjeta que ella le había llevado. Aunque las palabras le resultaban familiares. Expresiones diferentes, pero el tema era el mismo. Leyó en voz alta la primera misiva:

—«Ella camina a tu lado, ella te acompaña. No tienes derecho sobre tu vida, lo tiene ella.»

Erica levantó la vista claramente perpleja.

—¿Qué quiere decir? ¿Tú entiendes algo?

—No —respondió rápido y resuelto—. No, no tengo ni idea. No conozco a nadie que quiera hacerme daño. Y tampoco sé quién es «ella». Debería haberlas tirado —dijo extendiendo la mano hacia las cartas, pero Erica no hizo amago de devolvérselas.

—Lo que deberías hacer es ir a la Policía.

Christian meneó la cabeza.

—No, seguro que es alguien que se está divirtiendo a mi costa.

—Pues esto no suena a broma. Y tampoco parece que tú pienses que tiene la menor gracia.

—Eso mismo le he dicho yo —intervino Sanna—. A mí me parece muy desagradable, y con los niños y todo. Imagínate que es algún trastornado que… —Hablaba con la mirada clavada en Christian y Erica comprendió que no era la primera vez que discutían aquel tema, pero él negó tozudo con la cabeza.

—No quiero darle tanta importancia.

—¿Cuándo empezó todo esto exactamente?

—Fue cuando empezaste con el libro —respondió Sanna, que se ganó una mirada iracunda de su marido.

—Sí, más o menos entonces —admitió Christian—. Hace un año y medio.

—¿Habrá alguna relación? ¿Hay en el libro alguna persona o suceso real? ¿Alguien que pudiera sentirse amenazado por lo que has escrito? —Erica miraba con firmeza a Christian, que parecía extremadamente incómodo. Era obvio que no deseaba mantener aquella conversación.

—No, es una obra de ficción —dijo, y apretó los labios—. Nadie puede sentirse aludido. Tú has leído el manuscrito. ¿A ti te parece que es autobiográfico?

—No, yo no diría eso —respondió Erica encogiéndose de hombros—. Pero sé por experiencia que uno trenza fragmentos de su realidad con lo que escribe, consciente o inconscientemente.

—Pues no, yo no —estalló Christian retirando la silla y levantándose. Erica comprendió que había llegado el momento de irse, e intentó levantarse del sillón. Pero las leyes de la física estaban en su contra y de sus esfuerzos solo resultaron resoplidos y jadeos. A Christian se le dulcificó el semblante y le tendió la mano.

—Seguro que no es más que un loco que oyó que estaba escribiendo un libro y se le llenó la cabeza de ideas raras. Nada más —añadió, ya más tranquilo.

Erica dudaba de que aquella fuera toda la verdad, pero se trataba más bien de una sensación sin fundamento. Se encaminó al coche con la esperanza de que Christian no notase que, en lugar de seis cartas, ahora solo había cinco en el cajón del escritorio. Al salir, se había guardado una en el bolso. No se explicaba cómo se había atrevido, pero si Christian no quería contárselo, tendría que investigar por su cuenta. Las cartas tenían un tono claramente amenazador y su amigo podía hallarse en peligro.

—¿Has tenido que cancelar a alguien? —preguntó Erik olisqueando el pezón de Cecilia. Ella dejó escapar un gemido y se estiró en la cama de su apartamento. Tenía la peluquería a una cómoda distancia, en la planta baja de la casa.

—Eso quisieras tú, que empezara a cancelar clientes para hacerte hueco en mi agenda. ¿Qué te hace pensar que eres tan importante?

—No creo que haya nada más importante que esto —dijo lamiéndole el pecho. Incapaz de esperar, Cecilia lo atrajo hasta que lo tuvo encima.

Después, se quedó tumbada con la cabeza apoyada en su brazo, sintiendo el cosquilleo del vello en la mejilla.

—Me resultó un poco extraño toparme ayer con Louise. Y contigo.

—Ummm —respondió Erik con los ojos cerrados. No tenía el menor interés en hablar de su mujer, ni de su matrimonio, con su amante.

—A mí Louise me cae bien —Cecilia jugaba enredando los dedos en el vello del pecho—. Y si ella supiera…

—Ya, pero no lo sabe —la interrumpió Erik bruscamente incorporándose a medias—. Y no lo sabrá nunca.

Cecilia levantó la vista, lo miró a los ojos y él supo, por experiencia, adónde los llevaría aquella conversación.

—Tarde o temprano lo sabrá.

Erik suspiró para sus adentros. Que siempre tuvieran que andar discutiendo sobre el después y sobre el futuro… Se levantó de la cama y empezó a vestirse.

—¿Ya te vas? —preguntó Cecilia. Se le notaba en la cara que se sentía herida, lo que irritó más aún a Erik.

—Tengo mucho trabajo —respondió él sin muchas explicaciones mientras se abotonaba la camisa. Notaba el olor a sexo en la nariz, pero ya se ducharía cuando llegase a la oficina, donde tenía una muda para ocasiones como aquella.

—O sea, que vamos a seguir así, ¿no? —Cecilia estaba medio tumbada en la cama y Erik no pudo evitar fijarse en aquel cuerpo desnudo. Los pechos apuntaban hacia arriba y tenía los pezones oscuros y otra vez duros por el fresco que hacía en la habitación. Hizo una estimación rápida. En realidad, tampoco tenía tanta prisa por volver a la oficina y no tenía nada en contra de otra ronda. Claro que ahora la cosa exigiría cierta persuasión y delicadeza sugestiva, pero la tensión que ya sentía en el cuerpo le decía que valdría la pena el esfuerzo. Se sentó en el borde de la cama, suavizó la voz y la expresión y le acarició la mejilla.

—Cecilia —le dijo, y continuó con aquel discurso que tan fácilmente le rodaba por la lengua, como en tantas otras ocasiones. Cuando ella respondió apretándose contra él, sintió los pechos a través de la camisa. Y volvió a desabotonarla.

Tras un almuerzo tardío en el restaurante Källaren, Patrik aparcó delante de aquel edificio bajo de color blanco que nunca ganaría ningún premio de arquitectura y entró en la recepción de la comisaría de Tanumshede.

—Tienes visita —dijo Annika mirándolo por encima de las gafas.

—¿De quién?

—No lo sé, pero es una belleza. Más bien rellenita, quizá, pero me parece que te va a gustar.

—¡¿Pero qué dices?! —exclamó Patrik desconcertado, preguntándose por qué habría empezado Annika a buscar pareja a colegas felizmente casados.

—Bueno, tú ve y mira, está en tu despacho —respondió Annika con un guiño.

Patrik se encaminó a su despacho y se detuvo en la puerta.

—¡Hola, cariño! ¿Qué haces tú por aquí?

Erica estaba sentada delante del escritorio, hojeando distraída un ejemplar de la revista Polis.

—¡Qué tarde llegas! —observó ella sin responder a su pregunta—. ¿Ese es todo el estrés del poder policial?

Patrik resopló por toda respuesta: sabía que a Erica le encantaba chincharle.

—Bueno, ¿qué te trae por aquí? —preguntó mientras se sentaba en su sitio. Se inclinó hacia delante y observó a su mujer. Una vez más, tomó conciencia de lo guapa que era. Recordó la primera vez que lo visitó en la comisaría, cuando el asesinato de su amiga Alexandra Wijkner, y pensó que, desde entonces, se había puesto más guapa todavía. A veces se le olvidaba, con el trajín de la vida cotidiana, cuando pasaban los días, uno tras otro, entre el trabajo, ir y venir de la guardería, la compra y las noches en el sofá, agotados delante del televisor. Pero de vez en cuando caía en la cuenta, con toda lucidez, de hasta qué punto el amor que sentía por ella estaba lejos de ser mediocre y cotidiano. Y ahora que la tenía allí, en el despacho, con el sol del invierno realzando el rubio de su melena y embarazada de sus dos hijos, lo sentía tan fuerte que supo que aquellos instantes durarían toda la vida.

Patrik se dio cuenta de pronto de que no había oído la respuesta de Erica y le pidió que la repitiera.

—Pues eso, te decía que he estado hablando con Christian esta mañana.

—¿Qué tal está?

—Parecía que estaba bien, un poco afectado aún. Pero… —Guardó silencio y se mordió el labio.

—Pero ¿qué? Yo creía que había bebido un poco de más y que estaba nervioso, simplemente.

—Bueno… esa no es toda la verdad. —Con sumo cuidado, Erica sacó una bolsa de plástico y se la entregó a Patrik—. La tarjeta venía con las flores que le mandaron ayer. Y la carta es una de las seis que ha recibido este último año y medio.

Patrik miró largamente a su mujer y empezó a abrir la bolsa.

—Creo que es mejor que intentes leerlas sin sacarlas de ahí. Christian y yo ya las hemos tocado. No creo que hagan falta más huellas.

Patrik volvió a lanzarle otra mirada de reprobación, pero siguió su consejo y leyó el texto de la tarjeta y la carta a través del plástico.

—¿A ti qué te parece? —Erica se sentó más cerca del borde de la silla, que estuvo a punto de volcar, obligándola a repartir bien el peso de nuevo.

—Bueno, suena como una amenaza, aunque no sea muy directa.

—Sí, así lo veo yo. Y, desde luego, así es como lo ve Christian, aunque intente quitarle hierro al asunto. Si hasta se niega a enseñarle las cartas a la Policía.

—O sea, que esta… —Patrik sostenía la bolsa delante de Erica.

—Vaya, parece que me la llevé sin querer. Qué torpeza la mía. —Ladeó la cabeza e intentó parecer adorable, pero su marido no se dejó convencer tan fácilmente.

—Vamos, que se la has robado a Christian, ¿no?

—Robar, lo que se dice robar… La tomé prestada por un tiempo.

—¿Y qué quieres que haga con este material… prestado? —preguntó Patrik, aun sabiendo cuál era la respuesta.

—Pues es obvio que alguien está amenazando a Christian. Y que él tiene miedo. Hoy también me he dado cuenta. Él se lo toma de lo más en serio. No me explico por qué no quiere contárselo a la Policía, pero ¿quizá tú podrías indagar discretamente si hay algo de utilidad en la carta y en la tarjeta? —le dijo con voz suplicante. Patrik ya sabía que iba a capitular. Cuando Erica se ponía así, se volvía intratable, lo sabía por experiencia duramente adquirida.

—Vale, vale —dijo levantando las manos en son de paz—. Me rindo. Ya veré si podemos encontrar algo. Pero que sepas que no encabeza la lista de prioridades.

Erica sonrió.

—Gracias, cariño.

—Anda, vete a casa a descansar un rato —respondió Patrik, que no pudo evitar inclinarse y darle un beso.

Cuando Erica se hubo marchado, empezó a dar vueltas distraído a aquella bolsa llena de amenazas. Tenía el cerebro lento y como embotado, pero algo empezaba a moverse, pese a todo. Christian y Magnus eran amigos. ¿Podría…? Desechó la idea enseguida, pero se le imponía una y otra vez y miró la foto que tenía enfrente clavada en la pared. ¿Existiría alguna conexión?

Bertil Mellberg paseaba empujando el carrito. Leo iba sentado como siempre, feliz y contento y, de vez en cuando, le sonreía mostrándole dos dientecillos en la mandíbula inferior. Había dejado a Ernst en la comisaría, pero cuando lo llevaba consigo, el animal solía caminar tranquilo junto al carrito y vigilar que nadie amenazase a quien se había convertido en el centro de su mundo. Y, desde luego, en el centro del mundo de Mellberg.

Él jamás sospechó que pudieran abrigarse tales sentimientos por una persona. Leo conquistó su corazón nada más nacer; Mellberg fue el primero que lo cogió en brazos en la sala de partos. Bueno, la abuela de Leo no se quedaba atrás, pero el primero de la lista de las personas más importantes de su vida era aquel pilluelo.

Muy a su pesar, Mellberg se encaminó de nuevo hacia la comisaría. En realidad, Paula iba a encargarse de Leo durante el almuerzo, mientras Johanna, su pareja, hacía unos recados. Sin embargo, Paula tuvo que acudir a la casa de una mujer cuyo anterior marido estaba resuelto a matarla a palos, de modo que Mellberg se apresuró a ofrecerse como voluntario para darle un paseo al pequeño. Y ahora lo disgustaba la idea de llevarlo de vuelta. Mellberg le tenía una envidia recalcitrante a Paula, que pronto se tomaría la baja maternal. A él no le importaría lo más mínimo pasar más tiempo con Leo. Por cierto, tal vez fuese una buena idea, como buen jefe y guía, quizá debiera ofrecer a sus subordinados la oportunidad de evolucionar sin su vigilancia. Además, Leo necesitaba desde el principio un modelo masculino fuerte. Con dos madres y sin padre a la vista, Paula y Johanna deberían pensar en el bien del pequeño y procurar que tuviese la oportunidad de aprender de un hombre hecho y derecho, de un hombre de ley. Por ejemplo, de alguien como él.

Mellberg empujó la pesada puerta de la comisaría con la cadera y tiró del carrito. A Annika se le iluminó la cara al verlos, Mellberg estaba henchido de orgullo.

—Vaya, hemos estado fuera dando un buen paseo, ¿no? —dijo Annika levantándose para ayudar a Mellberg con el carrito.

—Sí, las chicas necesitaban que les echara una mano —contestó Mellberg mientras le quitaba al pequeño las diversas capas de ropa. Annika lo observaba divertida. La era de los milagros aún no había pasado a la historia.

—Ven aquí, campeón, vamos a ver si encontramos a mamá —dijo Mellberg con voz infantil y cogiendo en brazos al pequeño.

—Paula no ha vuelto todavía —advirtió Annika antes de sentarse de nuevo en su puesto.

—Vaya, qué pena, pues entonces tendrás que pasar un rato más con el vejestorio de tu abuelo —señaló Mellberg satisfecho, dirigiéndose a la cocina con Leo en brazos. Fue idea de las chicas cuando Mellberg se mudó a casa de Rita, ya hacía un par de meses: lo llamarían el abuelo Bertil. A partir de aquel momento, él aprovechaba toda ocasión para utilizar el título, habituarse a él y alegrarse de llevarlo. El abuelo Bertil.

Era el cumpleaños de Ludvig, y Cia se esforzaba por fingir que se trataba de un cumpleaños más. Trece años. Todo ese tiempo había transcurrido desde el día en que lo tuvo y se reía en el hospital ante el parecido casi ridículo entre padre e hijo. Un parecido que no había disminuido con los años, sino todo lo contrario. Y que ahora, con lo deprimida que se encontraba, hacía que le resultara casi imposible mirar a Ludvig a la cara. La combinación de aquellos ojos castaños salpicados de verde y el cabello rubio que, ya a principios de verano, se aclaraba tanto que casi se veía blanco. Ludvig tenía también la constitución física de su padre, los mismos movimientos que Magnus. Alto, desgarbado y con unos brazos que le recordaban a los de su padre cuando la abrazaba. Si hasta tenían las mismas manos…

Con pulso vacilante, Cia intentó escribir el nombre de Ludvig en la tarta Princesa. Otro punto que tenían en común: Magnus era capaz de engullir una tarta Princesa él solito y, por injusto que pudiera parecer, sin que se le notase en la barriga. Ella, en cambio, solo tenía que mirar un bollo de canela para engordar medio kilo. En cualquier caso, ahora estaba tan delgada como siempre soñó. Desde que Magnus desapareció, había perdido varios kilos sin querer. Cada bocado le crecía en la boca. Y el nudo en el estómago, desde que se despertaba hasta que se acostaba y caía en un sueño inquieto, parecía admitir solo porciones pequeñísimas de alimento. Aun así, apenas se miraba al espejo. ¿Qué importaba, si Magnus no estaba allí?

A veces deseaba que hubiese muerto delante de ella. De un ataque al corazón o atropellado por un coche. Cualquier cosa, con tal de saber y poder ocuparse de los detalles prácticos del entierro, el testamento y todo lo que había que atender cuando alguien moría. Entonces quizá el dolor habría empezado torturando y ardiendo para luego palidecer, dejando tan solo un sentimiento de añoranza mezclada con recuerdos preciosos.

Ahora, en cambio, no tenía nada. Todo era como un inmenso espacio vacío. Magnus había desaparecido y no había nada con lo que mitigar el dolor y ningún modo de seguir adelante. Ni siquiera era capaz de trabajar e ignoraba cuánto tiempo seguiría de baja.

Miró la tarta. El glaseado era un desastre. Resultaba imposible leer nada en los pegotes irregulares que cubrían el mazapán, y fue como si aquello le absorbiera los últimos restos de energía. Apoyó la espalda en la puerta del frigorífico y comprendió que el llanto surgía de dentro, de todas partes, que quería salir.

—Mamá, no llores. —Cia notó una mano en el hombro. Era la mano de Magnus. No, la de Ludvig. Cia meneó la cabeza. La realidad se le escapaba de las manos y ella quería dejarla ir y perderse en la oscuridad que sabía la aguardaba. Una oscuridad cálida y agradable que la envolvería para siempre si ella se lo permitía. Pero a través de las lágrimas vio los ojos castaños y el pelo rubio de Ludvig, y supo que no podía rendirse.

—La tarta —sollozó haciendo amago de incorporarse. Ludvig le ayudó y cogió cariñosamente el tubo de glaseado que su madre tenía en la mano.

—Ya lo hago yo, mamá. Tú ve y échate un rato que yo termino la tarta.

Luego le acarició la mejilla: tenía trece años, pero ya no era un niño. Ahora era su padre, era Magnus, la roca de Cia. Sabía que no debía cargarlo con tal responsabilidad, que aún era pequeño. Pero no tenía fuerzas para hacer otra cosa que, llena de gratitud, intercambiar con él los papeles.

Se secó las lágrimas con la manga del jersey mientras Ludvig sacaba un cuchillo, y, con mucho cuidado, retiraba los pegotes de la tarta de cumpleaños. Lo último que vio Cia antes de salir de la cocina fue a su hijo que, concentrado, trataba de formar la primera letra de su nombre. La ele de Ludvig.