—¡Pero si ya han pasado tres meses! ¿Cómo es que no lo encontráis?
Patrik Hedström observaba a la mujer que tenía delante. Se la veía más cansada y mustia cada vez que pasaba por allí. Y acudía a la comisaría de Tanumshede todas las semanas. Todos los miércoles. Desde un día de principios de noviembre en que desapareció su marido.
—Hacemos todo lo que está en nuestra mano, Cia. Ya lo sabes.
La mujer asintió sin pronunciar palabra. Le temblaban las manos levemente en el regazo. Luego lo miró con los ojos llenos de lágrimas. No era la primera vez que Patrik presenciaba aquella escena.
—No volverá, ¿verdad que no? —Ahora no solo le temblaban las manos, sino también la voz, y Patrik tuvo que combatir el impulso de levantarse, bordear la mesa y abrazar a aquella mujer tan frágil. Tenía la obligación de comportarse de un modo profesional, aunque tuviera que ir en contra de su instinto protector. Reflexionó sobre cómo debía responderle. Finalmente, respiró hondo y dijo:
—No, no creo que vuelva.
La mujer no hizo más preguntas, pero Patrik se dio cuenta de que sus palabras no habían hecho más que confirmar lo que Cia Kjellner ya sabía. Su marido no volvería a casa jamás. El 3 de noviembre, Magnus se levantó a las seis y media, se duchó, se vistió, se despidió de sus dos hijos y luego de su mujer. Poco después de las ocho, lo vieron salir de casa para ir al trabajo en Tanumsfönster. A partir de ahí, nadie sabía dónde se había metido. No se presentó en la casa del compañero que lo llevaría en coche al trabajo. En algún punto del trayecto entre su casa, situada en la zona próxima al estadio deportivo, y la casa del compañero, junto al campo de minigolf de Fjällbacka, Magnus había desaparecido.
Había repasado toda su vida. Habían enviado una orden de búsqueda, habían hablado con más de cincuenta personas, tanto del trabajo como con familiares y amigos. Buscaron deudas de las que hubiese querido huir, amantes, desfalcos en su lugar de trabajo, cualquier cosa que pudiera explicar que un hombre formal de cuarenta años, con dos hijos adolescentes, desapareciera un día así, de improviso. Pero nada. No había datos que indicasen que se hubiese marchado al extranjero, y tampoco habían sacado dinero de la cuenta que tenía con su mujer. Magnus Kjellner se había convertido en un espectro.
Cuando Patrik hubo acompañado a Cia a la salida, llamó discretamente a la puerta de Paula Morales.
—Adelante. —Se oyó enseguida la voz de su colega, y Patrik entró y cerró la puerta tras de sí.
—¿Otra vez la mujer?
—Sí —respondió Patrik tomando asiento en la silla, frente a Paula. Puso los pies en la mesa pero, ante la mirada iracunda de su colega, se apresuró a bajarlos otra vez.
—¿Crees que está muerto?
—Sí, eso me temo —admitió Patrik. Por primera vez, manifestó en voz alta el temor que había albergado desde los primeros días de la desaparición de Magnus—. Lo hemos revisado todo y el hombre no tenía ninguna de las razones habituales para desaparecer por voluntad propia. Todo parece indicar que, sencillamente, salió de casa y luego… ¡se esfumó!
—Pero no hay cadáver.
—No, no hay cadáver —confirmó Patrik—. ¿Y dónde vamos a buscar? No podemos dragar el mar, y tampoco peinar el bosque de las afueras de Fjällbacka. Solo podemos sentarnos a esperar que alguien lo encuentre. Vivo o muerto. Porque lo cierto es que ya no sé cómo seguir con este caso. Y tampoco sé qué decirle a Cia cuando se presenta aquí cada semana con la esperanza de que hayamos progresado algo.
—No es más que su modo de sobrellevarlo. Así le parece que está haciendo algo, en lugar de quedarse sentada en casa esperando. Yo, por ejemplo, me volvería loca. —Paula echó una ojeada a la foto que tenía junto al ordenador.
—Sí, claro, ya lo sé —dijo Patrik—. Pero no por eso me resulta más fácil.
—No, claro.
Se hizo el silencio en el pequeño despacho, hasta que Patrik se levantó.
—Esperemos que aparezca. Sea como sea.
—Sí, esperemos —señaló Paula, pero con el mismo tono de abatimiento que Patrik.