Capítulo 9

Cómo descubrieron algo que valía la pena saber

Sus compañeros admitieron más tarde que Jill había estado magnífica aquel día. En cuanto el rey y el resto del grupo de caza partieron, la niña inició una visita a todo el castillo y se dedicó a hacer preguntas, pero todo con un aire tan inocente e infantil que nadie podía sospechar una doble intención. Si bien su lengua no estuvo quieta ni un instante, no se podía decir que hablara, precisamente: parloteaba y reía tontamente. Dedicó carantoñas a todo el mundo; a los mozos, a los porteros, a las doncellas, a las damas de honor y a los ancianos lores gigantes cuyos días de caza habían quedado atrás. Permitió que un número indefinido de gigantas la besaran y acariciaran, muchas de las cuales parecían apenadas y la llamaron «pobre criatura» aunque ninguna le explicó el motivo. Se hizo amiga íntima de la cocinera y descubrió el importantísimo dato de que existía una puerta en el fregadero que permitía salir al otro lado de la muralla principal, de modo que no se tenía que cruzar el patio ni pasar ante la enorme torre de la entrada. En la cocina fingió ser muy glotona, y devoró toda clase de sobras que la cocinera y los pinches le dieron encantados. Por otra parte, arriba entre las damas hizo preguntas sobre cómo iría vestida para el gran banquete, cuánto tiempo le permitirían permanecer levantada, y si podría bailar con algún gigante muy, muy pequeñito. Y luego —y se sonrojaba terriblemente al recordarlo más tarde— ladeaba la cabeza de un modo idiota que los adultos, tanto los gigantes como los que no lo son, consideraban muy atractivo, sacudía los rizos y se removía inquieta, diciendo:

—¡Ojalá fuera ya mañana por la noche!, ¿no os parece? ¿Creéis que el tiempo pasará de prisa hasta entonces?

Y todas las gigantas decían que era una niñita encantadora; y algunas se llevaban enormes pañuelos a los ojos como si estuvieran a punto de echarse a llorar.

—Son tan dulces a esa edad —dijo una giganta a otra—. Es una lástima…

Scrubb y Charcosombrío hicieron todo lo que pudieron, pero las chicas son mejores para ese tipo de cosas que los chicos. Y por supuesto, incluso los chicos lo hacen mejor que los meneos de la Marisma.

A la hora del almuerzo sucedió algo que hizo que los tres desearán más ansiosamente que nunca abandonar el castillo de los Gigantes Bondadosos. Almorzaron en una mesa pequeña para ellos solos, cerca de la chimenea. En una mesa más grande, a unos veinte metros de distancia, comía media docena de gigantes. Su conversación era tan escandalosa y resonaba tan alto, que los niños no tardaron en prestarle tan poca atención como la que se presta a las bocinas o a los ruidos del tráfico de la calle cuando uno está en casa. Comían fiambre de carne de venado, una comida que Jill no había probado nunca antes, y que encontraba muy sabrosa.

De improviso Charcosombrío se volvió hacia ellos, y su rostro se había vuelto tan pálido que se distinguía la palidez por debajo de su tez, que era de un color turbio por naturaleza.

—No toméis ni un bocado más —les dijo.

—¿Qué sucede? —preguntaron los otros dos en un susurro.

—¿No habéis oído lo que han dicho esos gigantes? «Es una pierna de venado muy tierna», ha dicho uno de ellos. «Entonces ese ciervo era un mentiroso», responde otro. «¿Por qué?», pregunta el primero. El segundo dice: «Pues porque dijeron que cuando lo atraparon les dijo: “No me matéis, estoy duro. No os gustaré”».

Por un momento Jill no comprendió el significado real de aquello. Pero lo hizo cuando Scrubb abrió los ojos con expresión horrorizada y declaró:

—De modo que nos hemos comido un ciervo «parlante».

Aquel descubrimiento no tuvo exactamente el mismo efecto sobre todos ellos. Jill, que era nueva en aquel mundo, sintió pena por el pobre ciervo y consideró que era asqueroso que los gigantes lo hubieran matado. Scrubb, que había estado antes allí y había tenido al menos una Bestia Parlante como amigo, se sintió horrorizado; igual que uno se sentiría ante un asesinato. Pero Charcosombrío, que era narniano, se sintió enfermo y mareado, y sus sentimientos fueron los mismos que habrías notado tú al descubrir que te habías comido a un bebé.

—La cólera de Aslan caerá sobre nosotros —declaró—. Eso pasa por no prestar atención a las señales. Supongo que ahora pesa una maldición sobre nosotros. Si estuviera permitido, lo mejor que podríamos hacer sería tomar estos cuchillos y hundírnoslos en el corazón.

Y poco a poco incluso Jill empezó a verlo desde su punto de vista. En todo caso, ninguno de los tres quiso seguir comiendo. Y, en cuanto les pareció seguro, abandonaron sigilosamente la sala.

Se acercaba la hora del día de la que dependían sus esperanzas de huida, y empezaron a sentirse nerviosos mientras rondaban por los pasillos y esperaban a que todo quedara en silencio. Los gigantes de la sala permanecieron sentados a la mesa un tiempo interminable después de la comida, pues uno calvo estaba contando una historia. Cuando finalizó, los tres viajeros descendieron despacio hacia las cocinas. No obstante, allí había muchos gigantes, o al menos en el fregadero, lavando y guardando las cosas. Resultó una espera angustiosa hasta que éstos terminaron sus tareas y, uno a uno, se secaron las manos y marcharon. Por fin sólo una giganta anciana quedó en la habitación; ésta se entretuvo por aquí y por allá, y finalmente los tres aventureros comprendieron horrorizados que no tenía la menor intención de marcharse.

—Bien, queridos —les dijo—. Esta tarea ya casi está. Vamos a colocar la tetera aquí. Dentro de un rato me tomaré una buena taza de té. Ahora descansaré un poquito. Sed buenos chicos y echad un vistazo en el fregadero y decidme si está abierta la puerta trasera.

—Sí, sí que lo está —dijo Scrubb.

—Magnífico. Siempre la dejo abierta para que Minino pueda entrar y salir, pobrecito.

A continuación se sentó en una silla y colocó los pies sobre otra.

—A lo mejor echo un sueñecito —declaró la giganta—. Ojalá esa maldita partida de caza tarde en regresar.

Sus ánimos se elevaron al oír mencionar lo de la cabezadita, y volvieron a decaer cuando mencionó el regreso de la partida de caza.

—¿A qué hora acostumbran a regresar? —preguntó Jill.

—Nunca se sabe —respondió ella—. Vamos, estaos calladitos un rato, queridos míos.

Retrocedieron al extremo más alejado de la cocina, y se habrían deslizado al interior del fregadero en aquel mismo instante si la giganta no se hubiera incorporado, abierto los ojos y ahuyentado una mosca con la mano.

—Es mejor no intentarlo hasta asegurarnos de que está realmente dormida —susurró Scrubb—. O lo estropearemos todo.

De modo que se acurrucaron en el extremo de la cocina, aguardando y observando. La idea de que los cazadores pudieran regresar en cualquier momento resultaba terrible y, además, la giganta no dejaba de removerse inquieta. Cada vez que pensaban que se había quedado dormida, se movía.

«No puedo soportarlo», se dijo Jill, y para distraerse, empezó a mirar a su alrededor. Justo frente a ella había una mesa amplia y despejada con dos bandejas para empanada sobre ella, y un libro abierto. Desde luego se trataba de bandejas gigantes para empanada y Jill se dijo que cabría perfectamente, tumbada en una de ellas. Luego trepó al banco situado ante la mesa para echar una mirada al libro y leyó:

GANSO SILVESTRE. Esta deliciosa ave se puede cocinar de distintos modos.

«Es un libro de cocina», pensó sin demasiado interés, y echó una ojeada por encima del hombro. Los ojos de la giganta estaban cerrados pero no parecía que estuviera dormida. La niña volvió la mirada hacia el libro. Estaba dispuesto alfabéticamente y al ver la siguiente entrada su corazón estuvo a punto de dejar de latir. Decía lo siguiente:

HOMBRE. Este elegante y pequeño bípedo hace ya tiempo que es considerado como un manjar exquisito. Tradicionalmente, forma parte del Banquete de Otoño, y se sirve entre el pescado y la carne. Cada hombre

No pudo seguir leyendo. Giró en redondo. La giganta se había despertado y era presa de un ataque de tos. Jill dio un codazo a sus dos compañeros y señaló el libro. Éstos subieron también al banco y se inclinaron sobre las enormes páginas. Scrubb leía aún cómo cocinar hombres cuando Charcosombrío indicó una reseña situada más adelante. El texto era el siguiente:

MENEO DEL PANTANO. Algunos entendidos rechazan a este animal rotundamente como no adecuado para el consumo por parte de los gigantes debido a su consistencia fibrosa y su gusto fangoso. No obstante, el gusto puede reducirse en gran medida si

Jill le tocó el pie, y también el de Scrubb, con suavidad. Los tres volvieron la mirada hacia la giganta. La mujer tenía la boca ligeramente abierta y de su nariz surgía un sonido que en aquel momento les resultó más grato que cualquier música; roncaba. Y entonces fue cuestión de moverse de puntillas, sin atreverse a ir demasiado de prisa, sin apenas osar respirar, hasta haber atravesado el fregadero (los fregaderos de los gigantes apestan), para salir finalmente a la pálida luz solar de una tarde de invierno.

Estaban en la parte alta de un abrupto y pequeño sendero que descendía en una pendiente pronunciada. Y, por suerte, en el lado derecho del castillo; a la vista tenían la Ciudad Ruinosa. En unos pocos minutos estuvieron de vuelta en la amplia y empinada calzada que descendía desde la puerta principal del castillo; aunque también quedaban a la vista de todas las ventanas que daban a ese lado. De haber habido una, dos o cinco ventanas habría existido una razonable posibilidad de que nadie estuviera mirando al exterior; pero su número se acercaba más a cincuenta que a cinco. También advirtieron entonces que la calzada por la que andaban, y a decir verdad todo el terreno entre ellos y la Ciudad Ruinosa, no ofrecía refugio ni para ocultar un zorro; sólo había hierba áspera, guijarros y piedras planas. Para empeorar las cosas, llevaban puestas las ropas que les habían facilitado los gigantes la noche anterior: excepto Charcosombrío, al que nada le había sentado bien. Jill llevaba una túnica de brillante color verde demasiado larga para ella, y sobre ésta una capa escarlata ribeteada de piel blanca. Scrubb vestía medias escarlata, una túnica azul y una capa, una espada con empuñadura de oro, y una gorra adornada con una pluma.

—Vaya puntos de color tan bonitos que sois vosotros dos —masculló Charcosombrío—. Destacáis perfectamente en un día de invierno. El peor arquero del mundo no podría errar a ninguno de los dos si estuvieseis a su alcance. Y hablando de arqueros, no tardaremos mucho en lamentar no tener nuestros arcos. Además, esas ropas vuestras son un poco delgadas, ¿no?

—Sí, ya me estoy congelando —dijo Jill.

Unos minutos antes, cuando se encontraban en la cocina, la niña había pensado que si conseguían salir del castillo, su huida sería casi completa; pero ahora comprendía que la parte más peligrosa estaba aún por llegar.

—Tranquilos, tranquilos —dijo Charcosombrío—. No miréis atrás. No andéis demasiado rápido. Hagáis lo que hagáis, no corráis. Dad la impresión de que paseamos sin más y entonces, si alguien nos ve, a lo mejor no le da importancia. En cuanto parezca que huimos, estamos perdidos.

La distancia hasta la Ciudad Ruinosa parecía más larga de lo que Jill habría creído posible. Sin embargo, poco a poco la iban recorriendo. Entonces se oyó un sonido, y sus dos compañeros lanzaron una exclamación ahogada. Jill, que no sabía lo que era, preguntó:

—¿Qué es eso?

—Un cuerno de caza —musitó Scrubb.

—No corráis, ni siquiera ahora —indicó Charcosombrío—. No, hasta que yo lo diga.

En esa ocasión Jill no pudo evitar echar un vistazo por encima del hombro. Allí, aproximadamente a un kilómetro de distancia, estaban los cazadores, que regresaban por detrás de ellos, a la izquierda.

Siguieron andando. De repente se alzó un gran clamor de voces de gigantes: luego gritos y chillidos.

—Nos han visto. A correr —dijo Charcosombrío.

Jill se subió las faldas —una prenda horrible para correr— y corrió. No cabía error posible sobre el peligro que corrían. Oía el ladrido de los perros; oía vociferar al rey:

—¡Tras ellos, tras ellos! O mañana no tendremos empanadas de hombre.

Iba la última de los tres, obstaculizados los movimientos por el vestido, resbalando sobre piedras sueltas, con el cabello metiéndosele en la boca y con una opresión en el pecho. Los sabuesos estaban cada vez más cerca, y ahora tenía que correr colina arriba, por la cuesta pedregosa que conducía hasta el peldaño más bajo de la escalera gigante. No tenía ni idea de lo que harían cuando llegaran allí, ni cómo podrían estar en mejor posición incluso aunque alcanzaran la cima; pero no pensó en ello. Era como un animal perseguido; mientras la jauría fuera tras ella, debía correr hasta desplomarse de agotamiento.

El meneo de la Marisma iba delante. Al llegar al peldaño más bajo se detuvo, miró ligeramente a su derecha, y se introdujo de repente en un agujerito o hendidura que había a sus pies. Sus largas piernas, al desaparecer en su interior, recordaron las de una araña. Scrubb vaciló y luego desapareció tras él. Jill, jadeante y dando traspiés, llegó al lugar al cabo de un minuto. Era un agujero muy poco atractivo; una grieta entre la tierra y la piedra de unos noventa centímetros de longitud y apenas más de treinta de altura. Había que echarse de bruces sobre el rostro y arrastrarse al interior, y eso no se podía hacer muy de prisa. La niña estaba segura de que los dientes de un perro se cerrarían sobre su talón antes de que lograra introducirse en el cobijo.

—Rápido, rápido. Piedras. Tapad la abertura —oyó decir a Charcosombrío en la oscuridad junto a ella.

Estaba negro como boca de lobo allí dentro, excepto por la luz grisácea de la abertura por la que se habían arrastrado. Sus dos compañeros trabajaban denodadamente. Veía las manos menudas de Scrubb y las manos grandes y palmeadas del meneo de la Marisma recortadas contra la luz, trabajando con desesperación para amontonar piedras. Entonces comprendió lo importante que era aquello y empezó a buscar a tientas piedras de gran tamaño, y a entregárselas a los otros. Antes de que los perros empezaran a ladrar y aullar en la entrada de la cueva, consiguieron tenerla bien tapada; y entonces, claro está, todo quedó totalmente a oscuras.

—Más adentro, rápido —instó la voz de Charcosombrío.

—Démonos las manos —dijo Jill.

—Buena idea —repuso Scrubb.

Pero necesitaron un buen rato para encontrarse las manos los unos a los otros en la oscuridad. Los perros olisqueaban ya al otro lado de la barrera.

—Probemos a ver si podemos ponernos en pie —sugirió Scrubb.

Lo hicieron y comprobaron que podían. Luego, con Charcosombrío alargando una mano a su espalda a Scrubb, y Scrubb extendiendo la suya hacia atrás para Jill —que deseaba con todas sus fuerzas hallarse en el centro del grupo y no en el último puesto—, empezaron a tantear con los pies y a avanzar trastabillando en las tinieblas. Todo eran piedras sueltas bajo sus pies. Entonces Charcosombrío llegó a una pared de roca, de modo que giraron un poco a la derecha y siguieron adelante. Tuvieron que realizar muchas más vueltas y giros, y Jill se encontró con que había perdido todo sentido de la orientación, y ya no tenía ni idea de dónde estaba la entrada de la cueva.

—La cuestión es —oyeron decir a la voz de Charcosombrío desde la oscuridad situada ante ellos— si, bien mirado, no sería mejor retroceder (si podemos) y dejar que los gigantes nos devoren en ese banquete suyo, en lugar de perdernos en las entrañas de una colina donde apuesto diez a uno a que hay dragones, simas profundas, gases, agua y… ¡Uy! ¡Soltaos! Salvaos. Estoy…

Después de eso todo sucedió con gran rapidez. Se oyó un alarido, un silbido, un sonido vago y guijarroso, un repiqueteo de piedras, y Jill se encontró resbalando, resbalando irremediablemente y resbalando cada vez a mayor velocidad por una pendiente que se volvía más pronunciada por momentos. No se trataba de una ladera lisa y firme, sino de una formada por piedrecitas y cascotes, e incluso aunque hubiera podido incorporarse, no habría servido de nada; cualquier parte de aquella ladera sobre la que hubiera puesto el pie se habría deslizado bajo su cuerpo y la habría arrastrado con ella. Pero Jill estaba más tumbada que de pie; y cuanto más resbalaban más se desprendían las piedras y la tierra, de modo que el torrente que descendía con todos los materiales —incluidos ellos— era cada vez más veloz, ruidoso, polvoriento y sucio. Por los agudos chillidos y maldiciones que le llegaban de sus dos compañeros, Jill se dijo que muchas de las piedras que desalojaba golpeaban con bastante fuerza a Scrubb y a Charcosombrío. Descendía ya a una velocidad rabiosa y tuvo la seguridad de que acabaría hecha pedazos en el fondo.

Sin embargo, inesperadamente, no fue así. Toda ella era una masa de moretones, y la sustancia pegajosa y húmeda de su rostro parecía sangre. Y había tal cantidad de tierra suelta, guijarros y piedras grandes apilados a su alrededor (y en parte sobre ella) que no conseguía levantarse. La oscuridad era tal que poco importaba si tenía los ojos abiertos o cerrados. No se oía ningún ruido. Y aquél fue el peor momento que Jill había pasado en toda su vida. Y si estaba sola, y si sus compañeros… Entonces oyó movimientos a su alrededor. Al poco, los tres, todos con voces temblorosas, se tranquilizaron mutuamente diciendo que no parecían tener ningún hueso roto.

—Jamás conseguiremos volver a subir eso —dijo la voz de Scrubb.

—Y ¿habéis observado qué caliente se está? —indicó la voz de Charcosombrío—. Eso significa que estamos muy abajo. Podría ser casi un kilómetro.

Nadie dijo nada. Al cabo de un buen rato Charcosombrío añadió:

—He perdido el yesquero.

Tras otra larga pausa Jill manifestó:

—Tengo una sed terrible.

Nadie sugirió hacer nada. Era evidente que no se podía hacer nada. Por un momento, no lo percibieron con tanta intensidad como habría sido de esperar, pero eso fue debido a que estaban agotados.

Muchísimo más tarde, sin ninguna advertencia previa, una voz totalmente desconocida habló. Supieron de inmediato que no era la voz que, secretamente, todos habían deseado oír: la voz de Aslan. Era una voz tenebrosa, monótona, una voz negra como el carbón, que dijo:

—¿Qué hacéis aquí, criaturas del Mundo Superior?