La colina de las Zanjas Asombrosas
No se puede negar que el día fue espantoso. Sobre sus cabezas el cielo estaba gris, cubierto de nubes que presagiaban nieve; bajo los pies, una helada negra cubría el suelo y, a su alrededor, soplaba un viento que parecía capaz de arrancarle a uno la piel. Cuando por fin alcanzaron la llanura descubrieron que aquella parte de la antigua calzada estaba en un estado mucho más ruinoso que cualquier otra que hubieran visto hasta entonces. Tuvieron que avanzar con cuidado por encima de enormes piedras rotas, entre peñascos y a través de cascotes: un avance difícil para unos pies doloridos. Y, no obstante lo cansado que resultaba, hacía demasiado frío para detenerse.
Sobre las diez de la mañana los primeros copos de nieve diminutos descendieron perezosamente y se posaron en el brazo de Jill. Al cabo de diez minutos caían con más abundancia y unos veinte minutos más tarde el suelo resultaba ya perceptiblemente blanco. Pasada una buena media hora, una nevada fuerte y continua, que daba la impresión de ir a durar todo el día, les azotaba el rostro de tal modo que apenas podían ver.
Para comprender lo que sucedió a continuación hay que recordar lo poco que podían ver. A medida que se acercaban a la colina baja que los separaba del lugar en el que habían aparecido las ventanas iluminadas, se quedaron sin una visión de conjunto, pues apenas distinguían unos pocos pasos al frente, y eso después de entrecerrar bien los ojos. Huelga decir que nadie hablaba.
Cuando llegaron al pie de la colina vislumbraron lo que podrían ser rocas a ambos lados, unas rocas más o menos cuadradas si se las miraba con atención, pero nadie lo hizo. Todos estaban más preocupados por el desnivel situado justo frente a ellos, que les impedía el paso y que tenía una altura aproximada de un metro veinte. El meneo de la Marisma, con sus piernas tan largas, no tuvo ninguna dificultad para saltar por encima de ésta, y a continuación ayudó a los niños a subir. Resultó una tarea húmeda y desagradable para ellos, aunque no para él, pues había una buena capa de nieve sobre el desnivel en aquellos momentos. Luego tuvieron que realizar una ascensión empinadísima —Jill se cayó en una ocasión— por terreno muy accidentado durante unos cien metros, hasta que llegaron a un segundo desnivel. En conjunto había cuatro de ellos, situados a intervalos irregulares.
Cuando finalmente consiguieron subir el cuarto desnivel, quedó bien claro que se encontraban ya en lo alto de la colina chata. Hasta aquel momento la ladera les había proporcionado cierta protección; allí, recibieron de pleno toda la furia del viento. Pues la colina, curiosamente, era tan plana en lo alto como lo había parecido desde lejos: una enorme meseta uniforme por la que la tormenta discurría violentamente sin encontrar resistencia. En muchas zonas apenas había una capa de nieve, ya que el viento no dejaba de levantarla del suelo en forma de láminas y nubes que arrojaba contra sus rostros. Y alrededor de sus pies corrían pequeños remolinos de copos como se ven correr a menudo sobre el hielo; en realidad, en muchos lugares la superficie era casi tan lisa como el hielo. Además, para empeorar más las cosas, estaba cruzada y entrecruzada por curiosos terraplenes o diques, que a veces la dividían en cuadrados y rectángulos. Como era natural, había que escalarlos todos; sus alturas variaban entre el medio metro y el metro y medio y tenían un grosor de unos doscientos metros. En el lado norte de cada terraplén la nieve formaba ya profundos ventisqueros; y tras cada ascensión iban a parar al interior de uno de ellos y quedaban empapados.
Avanzando a duras penas con la capucha subida, la cabeza gacha y las manos entumecidas en el interior de la capa, Jill distinguía fugaces imágenes de otras cosas raras en aquella horrible meseta; cosas a su derecha que tenían un vago parecido con chimeneas de fábricas, y, a su izquierda, un enorme risco, más recto que ningún otro. Pero no le interesaba, así que no hizo ni caso. En lo único en lo que pensaba era en sus manos heladas (y también en la nariz, la barbilla y las orejas) y en baños calientes y camas en Harfang.
De repente resbaló, patinó algo así como metro y medio, y descubrió, horrorizada, que se deslizaba al interior de una sima negra y estrecha que daba la impresión de acabar de aparecer ante ella. Medio segundo más tarde había llegado al fondo. Se encontraba en una especie de zanja o surco, de apenas noventa centímetros de anchura, y aunque estaba trastornada por la caída, casi lo primero que advirtió fue su sensación de alivio al encontrarse fuera del alcance del viento; pues las paredes de la zanja se alzaban muy por encima de ella. Lo siguiente que vio fue, naturalmente, los rostros ansiosos de Scrubb y Charcosombrío que la miraban desde el borde.
—¿Te has hecho daño, Pole? —gritó Scrubb.
—Las dos piernas rotas, seguro —gritó Charcosombrío.
Jill se incorporó y les dijo que estaba bien, pero que tendrían que ayudarla a salir.
—¿Dónde te has caído? —preguntó Scrubb.
—En una especie de zanja o un camino hundido o algo así —respondió ella—, discurre bastante recto.
—Sí, diantre —dijo el niño—, ¡y va en dirección norte! ¿No será una carretera? Si lo fuera, estaríamos a cubierto de este viento infernal ahí abajo. ¿Hay mucha nieve en el fondo?
—Casi nada. Supongo que el viento la arrastra por la parte superior.
—¿Qué hay más adelante?
—Espera un segundo. Iré a ver.
Se levantó y avanzó por la zanja; pero antes de que hubiera ido muy lejos, el sendero giró bruscamente a la derecha. La niña les transmitió la información a gritos.
—¿Qué hay al doblar la esquina? —quiso saber Scrubb.
Resultaba que Jill sentía por los pasillos tortuosos y los lugares oscuros y subterráneos lo mismo que Scrubb por los bordes de los precipicios. La niña no tenía la menor intención de doblar aquella esquina sola; en especial tras escuchar a Charcosombrío que berreaba a voz en cuello a su espalda:
—Ten cuidado, Pole. ¡Podría conducir a la cueva de un dragón! Y en un país de gigantes, podrían existir gusanos o cucarachas gigantes.
—No creo que conduzca demasiado lejos —respondió Jill, regresando apresuradamente.
—Creo que voy a echar un vistazo —declaró Scrubb—. ¿Qué quieres decir con «no demasiado lejos»? Vamos a ver.
Así que se sentó en el borde de la zanja —todos estaban tan calados que no se preocupaban por si se mojaban un poco más— y se dejó caer al interior. Apartó a Jill y, aunque el muchacho no dijo nada, la niña estaba convencida de que él sabía que había sentido miedo. Por lo tanto lo siguió de cerca, aunque tuvo buen cuidado de no colocarse delante de él.
De todos modos, resultó una exploración decepcionante. Doblaron a la derecha y siguieron recto unos pasos, luego llegaron a un punto donde debían elegir la dirección a seguir: recto de nuevo o un brusco giro a la derecha.
—Eso no sirve de nada —declaró Scrubb, echando una ojeada a la curva a la derecha—, eso volvería a llevarnos de vuelta… al sur.
Siguió recto, pero una vez más, unos cuantos pasos más allá, encontraron un segundo giro a la derecha. En aquella ocasión no había elección, pues la zanja por la que iban finalizaba allí.
—Inútil —gruñó el niño.
Jill no perdió tiempo en dar la vuelta y encabezar la marcha de regreso al punto de partida. Cuando estuvieron de vuelta en el lugar donde había caído la niña, el meneo de la Marisma no tuvo ninguna dificultad en sacarlos con la ayuda de sus largos brazos.
Sin embargo, resultó espantoso volver a estar en lo alto. Abajo, en aquellas zanjas tan estrechas, las orejas casi habían empezado a descongelárseles, y también habían podido ver con claridad, respirar bien y escucharse mutuamente sin tener que chillar. Fue algo espantoso regresar a aquel frío insoportable. Y realmente pareció muy duro cuando Charcosombrío escogió aquel momento para decir:
—¿Estás todavía segura de esas indicaciones, Pole? ¿Cuál deberíamos buscar ahora?
—¡Vaya! Al cuerno con las indicaciones —exclamó ella—. Algo sobre mencionar el nombre de Aslan, creo. Pero desde luego no voy a ponerme a recitar aquí.
Como puedes ver, había cambiado por completo el orden, y eso se debía a que había dejado de recitar las señales por las noches. Todavía las conocía, si se molestaba en hacer memoria; pero ya no se las sabía tan al dedillo como para estar segura de poder enumerarlas en el orden correcto en un instante y sin pensar. La pregunta de Charcosombrío la irritó porque, en lo más hondo de su ser, estaba ya molesta consigo misma por no saberse la lección del león tan bien como debía hacerlo. Aquel disgusto, añadido al suplicio de estar helada y cansada, le hizo decir: «Al cuerno con las señales». Aunque puede que en realidad no lo pensara.
—Ésa era la siguiente ¿no? —dijo Charcosombrío—. ¿Seguro que no te equivocas? No me sorprendería que te hubieras hecho un lío con ellas. Me parece que esta colina, este lugar llano sobre el que estamos, merece que nos detengamos a echarle un vistazo. Habéis observado que…
—¡Cielos! —exclamó Scrubb—. ¿Te parece que éste es el mejor momento para detenerse y admirar el paisaje? Por el amor de Dios, sigamos adelante.
—Mirad, mirad, mirad —gritó Jill y señaló con la mano.
Todos se volvieron y todos lo vieron. A cierta distancia hacia el norte, y mucho más alta que la meseta en la que se encontraban, había aparecido una hilera de luces. En aquella ocasión, de un modo mucho más evidente que cuando los viajeros las habían visto la noche anterior, se advertía que eran ventanas: ventanas pequeñas que hacían pensar en dormitorios mullidos y ventanas más grandes que hacían pensar en grandes salas con un fuego vivo en la chimenea y sopa caliente o solomillos jugosos humeando sobre la mesa.
—¡Harfang! —exclamó Scrubb.
—Eso está muy bien —dijo Charcosombrío—; pero lo que yo decía era que…
—Cállate —lo atajó Jill, malhumorada—. No tenemos un momento que perder. ¿No recordáis lo que la dama dijo sobre que cerraban las puertas tan temprano? Debemos llegar a tiempo, debemos hacerlo. Moriremos si nos quedamos fuera en una noche como ésta.
—Bueno, no es exactamente de noche. Aún no —empezó a decir Charcosombrío; pero los dos niños dijeron al unísono: «Vamos», y empezaron a andar trastabillando sobre la resbaladiza meseta tan de prisa como lo permitían sus piernas. El meneo de la Marisma los siguió, hablando aún, pero ahora que tenían que avanzar contra el viento otra vez no habrían podido oírlo ni aunque hubieran querido. Y lo cierto era que no querían. Pensaban en cuartos de baño, camas y bebida caliente; y la idea de llegar a Harfang demasiado tarde y quedarse fuera les resultaba casi insoportable.
A pesar de su celeridad, tardaron mucho tiempo en cruzar la llana superficie de aquella colina. E incluso cuando la hubieron cruzado, todavía hubo varios desniveles que tuvieron que bajar del otro lado. No obstante, finalmente llegaron abajo y pudieron ver cómo era Harfang.
Se alzaba sobre un elevado risco y, pese a sus muchas torres, era más parecido a una casa enorme que a un castillo. Era evidente que los Gigantes Bondadosos no temían ningún ataque. Había ventanas en el muro exterior bastante cerca del suelo; algo que nadie tendría en una fortaleza seria. Incluso existían curiosas puertecitas aquí y allá, de modo que resultaba bastante fácil entrar y salir del castillo sin pasar por el patio. Aquello animó a Jill y Scrubb. Hacía que todo el lugar resultara más amigable y menos imponente.
Al principio la altura y pendiente del risco los asustó, pero al poco observaron que había un sendero más practicable a la izquierda y que la carretera discurría hacia él. Fue una ascensión terrible, tras el viaje que habían realizado, y Jill estuvo a punto de abandonar. Scrubb y Charcosombrío tuvieron que ayudarla durante los últimos cien metros hasta que por fin se encontraron ante la entrada del castillo. El rastrillo estaba alzado y la puerta abierta.
Por muy cansado que uno esté, hace falta bastante descaro para presentarse ante la puerta principal de un gigante; así pues, a pesar de todas sus anteriores advertencias contra Harfang, fue Charcosombrío quien demostró más valor.
—Con paso firme, ahora —dijo—. No os mostréis asustados, hagáis lo que hagáis. Hemos cometido la mayor estupidez del mundo al venir aquí; pero ahora que hemos llegado, será mejor que nos enfrentemos a ello lo mejor posible.
Con estas palabras avanzó con paso decidido hasta la entrada, se detuvo bajo el arco donde el eco ayudaría a aumentar la voz, y llamó tan fuerte como pudo:
—¡Eh! ¡Portero! Tienes huéspedes que buscan alojamiento.
Y mientras aguardaba a que sucediera algo, se quitó el sombrero y le dio unos golpecitos para desprender la pesada capa de nieve acumulada en la amplia ala.
—Oye —susurró Scrubb a Jill—, tal vez sea un aguafiestas, pero tiene muchas agallas… y descaro.
Se abrió una puerta, proyectando un delicioso resplandor de fuego de chimenea, y el portero hizo su aparición. Jill se mordió los labios por temor a lanzar un grito. No se trataba de un gigante enorme; es decir, era bastante más alto que un manzano pero no tan alto como un poste de telégrafos. Tenía el pelo rojo y erizado, llevaba un jubón de cuero con placas metálicas sujetas por todas partes para convertirlo en una especie de cota de malla, las rodillas al descubierto —y muy peludas por cierto— y cosas parecidas a polainas en las piernas. Se inclinó y contempló a Charcosombrío con ojos desorbitados.
—Y ¿qué clase de criatura eres tú? —preguntó.
—Por favor —gritó Jill al gigante, haciendo acopio de todo su valor—, la Dama de la Saya Verde saluda al rey de los Gigantes Bondadosos, y nos ha enviado a nosotros, dos niños del sur, y a este meneo de la Marisma, que se llama Charcosombrío, a vuestro Banquete de Otoño. Si eso os resulta conveniente, claro —añadió.
—¡Ajá! —dijo el gigante—. Eso es otra historia muy distinta. Entrad, gente menuda, entrad. Será mejor que entréis a la portería mientras informo a su majestad. —Contempló a los niños con curiosidad—. Rostros azules —dijo—, no sabía que fueran de ese color. No es que me gusten, la verdad, pero apuesto a que os encontráis hermosos el uno al otro. A las cucarachas les gustan otras cucarachas, dicen.
—Nuestros rostros sólo están azules debido al frío —aclaró Jill—. No somos de ese color.
—Entonces entrad y calentaos. Entrad, criaturitas —dijo el portero.
Le siguieron al interior de la portería, y aunque resultó terrible escuchar como una puerta tan enorme se cerraba a su espalda, lo olvidaron todo en cuanto vieron aquello que venían anhelando desde la hora de la cena de la noche anterior: un fuego. Y ¡vaya fuego! Parecía como si cuatro o cinco árboles enteros ardieran en él, y era tan caliente que no podían acercarse a menos de cien metros. Pero todos se dejaron caer sobre el suelo de ladrillos, tan cerca como les fue posible soportar el calor, y lanzaron profundos suspiros de alivio.
—Ahora, jovencito —dijo el portero a otro gigante que había permanecido al fondo de la habitación, contemplando fijamente a los visitantes hasta que pareció que los ojos iban a salírsele de las órbitas—, corre hasta la Casa con este mensaje.
Y repitió lo que Jill le había dicho. El gigante más joven, tras dedicarles una última mirada, y una enorme risotada, abandonó la estancia.
—Ahora, Ranita —dijo el portero a Charcosombrío—, parece que necesitas animarte. —Sacó una botella negra muy parecida a la de Charcosombrío, pero veinte veces mayor—. Veamos, veamos —siguió—. No puedo servirte una copa porque te ahogarías. Veamos. Este salero será justo lo que necesito. No hace falta que lo menciones cuando estés en la Casa. La plata seguirá llegando aquí, y no es culpa mía.
El salero no se parecía a los nuestros, ya que era más estrecho y recto, y resultó una copa bastante adecuada para Charcosombrío cuando el gigante lo colocó en el suelo junto a él.
Los niños esperaban que su compañero la rechazara, desconfiando como lo hacía de los Gigantes Bondadosos; pero se limitó a farfullar:
—Es tarde para pensar en tomar precauciones ahora que estamos dentro y la puerta está cerrada a nuestra espalda. —A continuación olisqueó el licor—. Huele bien —declaró—. Pero eso no sirve como guía. Será mejor asegurarse. —Y tomó un sorbito—. También sabe bien. Pero puede que lo parezca al primer sorbo. ¿Cómo sabrá si se sigue bebiendo? —Tomó un trago más largo—. ¡Ah! Pero ¿sabe siempre igual de bien? —Y tomó otro—. Seguro que habrá algo malo en el fondo —afirmó, y se acabó la bebida; a continuación se lamió los labios y comentó a los niños—: Esto será una prueba, ¿sabéis? Si me hago un ovillo, estallo, me convierto en un lagarto o en cualquier otra cosa, sabréis que no debéis tomar nada de lo que os ofrezcan.
Pero el gigante, que se encontraba demasiado alto para escuchar lo que Charcosombrío había murmurado, lanzó una carcajada y dijo:
—Vaya, Ranita, eres todo un hombre. ¡Hay que ver cómo se lo ha echado entre pecho y espalda!
—Un hombre no… un meneo de la Marisma —replicó Charcosombrío con una voz algo confusa—. Tampoco soy una rana, sino un meneo de la Marisma.
En aquel momento la puerta se abrió a sus espaldas y el gigante más joven entró anunciando:
—Tienen que ir al salón del trono inmediatamente.
Los niños se pusieron en pie pero Charcosombrío permaneció sentado y dijo:
—Meneo de la Marisma. Meneo de la Marisma. Meneo de la Marisma. Un meneo de la Marisma muy respetable. Un «respetameneo».
—Muéstrales el camino, jovencito —indicó el gigante Portero—. Será mejor que lleves a cuestas a Ranita. Ha tomado un trago más de lo que le convenía.
—No me sucede nada —protestó Charcosombrío—. No soy una rana. No tengo nada de rana. Soy un respetamovido.
Pero el joven gigante lo agarró por la cintura e hizo una seña a los niños para que lo siguieran, y de ese modo tan poco decoroso atravesaron el patio. Charcosombrío, sujeto en el puño del gigante, y pateando ligeramente el aire, realmente parecía una rana; aunque los niños no tuvieron mucho tiempo para advertirlo, pues no tardaron en cruzar la enorme puerta del edificio principal del castillo —con el corazón latiéndoles mucho más de prisa de lo normal— y, tras recorrer varios corredores al trote para poder seguir el ritmo de los pasos del gigante, se encontraron parpadeando bajo la luz de una sala enorme, donde relucían las lámparas y un fuego ardía con fuerza en la chimenea y ambas cosas se reflejaban en los dorados del techo y de las cornisas. Había más gigantes de los que pudieron contar de pie a su derecha e izquierda, todos espléndidamente ataviados; y en dos tronos situados en el otro extremo estaban sentadas dos figuras enormes que parecían ser el rey y la reina.
Se detuvieron a unos seis metros de los tronos. Scrubb y Jill realizaron un torpe intento de reverencia (a los niños no se les enseñaba a hacer reverencias en la Escuela Experimental) y el joven gigante depositó con cuidado a Charcosombrío en el suelo, donde se desplomó en una especie de posición sentada. Para ser sinceros, lo cierto es que sus largas extremidades le daban un aspecto extraordinariamente parecido al de una araña enorme.