Una tarea para Jill
Sin dedicar ni una mirada a la niña, el león se puso en pie y lanzó un último soplido. Luego, como si se sintiera satisfecho de su trabajo, se dio la vuelta y se alejó lentamente con paso majestuoso, de vuelta al interior del bosque.
—Tiene que ser un sueño, tiene que serlo, tiene que serlo —se dijo Jill—. Despertaré en cualquier momento.
Pero no lo era, y no despertó.
—Ojalá no hubiéramos venido nunca a este lugar espantoso —siguió la niña—. No creo que Scrubb supiera más de él de lo que sé yo. O si lo sabía, no tenía derecho a traerme aquí sin advertirme de cómo era. No es culpa mía que se cayera por el precipicio. Si me hubiera dejado tranquila a ninguno de los dos nos habría pasado nada.
Entonces volvió a recordar el alarido que Scrubb había lanzado, y se echó a llorar. En cierto modo, llorar está muy bien mientras dura; pero uno tiene que parar tarde o temprano, y entonces hay que decidir qué hacer. Cuando Jill dejó de llorar, descubrió que sentía una sed terrible. Estaba tumbada boca abajo así que se incorporó. Los pájaros habían dejado de cantar y había un silencio absoluto a excepción de un sonido débil pero persistente, que parecía provenir de muy lejos. Escuchó con atención, y se sintió casi segura de que era el sonido de una corriente de agua.
Se puso en pie y paseó la mirada a su alrededor con suma atención. No se veía ni rastro del león; pero había tantos árboles por allí que fácilmente podía estar muy cerca sin que ella lo viera. Por lo que sabía, podía haber varios leones. De todos modos, la sensación de sed era muy fuerte ya, así que se armó de valor para ir en busca del agua. Caminó de puntillas, escabulléndose sigilosamente de árbol en árbol, y deteniéndose para atisbar a su alrededor a cada paso.
El bosque estaba tan silencioso que no fue difícil decidir de dónde provenía el sonido. Resultaba más nítido por momentos y, antes de lo que esperaba, llegó a un claro despejado y vio el arroyo, brillante como el cristal, discurriendo sobre la hierba a un paso de ella. Pero aunque la visión del agua la hizo sentirse diez veces más sedienta que antes, no corrió al frente y bebió, sino que se quedó tan inmóvil como si se hubiera convertido en piedra, boquiabierta. Tenía una buena razón para ello; justo en aquel lado del arroyo estaba tumbado el león.
Estaba echado con la cabeza erguida y las dos patas delanteras extendidas ante él, igual que los leones de Trafalgar Square en Londres, y la niña supo de inmediato que el animal la había visto, ya que sus ojos miraron directamente a los suyos durante un instante y luego se desviaron; como si la conociera bien y no le tuviera demasiada estima.
«Si echo a correr, me perseguirá al momento —pensó ella—. Y si sigo adelante, iré a parar directamente a sus fauces».
De todos modos, no habría podido moverse aunque lo hubiera intentado, y tampoco podía apartar los ojos de él. Cuánto duró aquello, no estuvo segura, aunque le pareció que transcurrían horas. Y la sed empeoró tanto que casi pensó que no le importaría que el león se la comiera si al menos pudiera estar segura de tomar un buen trago de agua antes.
—Si tienes sed, puedes beber.
Eran las primeras palabras que oía desde que Scrubb le había hablado en el borde del precipicio, y por un momento miró con asombro a un lado y a otro, preguntándose quién había hablado. Entonces la voz volvió a decir:
—Si tienes sed, ven y bebe.
Y desde luego, recordó lo que había dicho Scrubb sobre los animales que hablaban en aquel otro mundo, y comprendió que era el león quien lo había hecho. De todos modos, había visto como se movían sus labios en aquella ocasión, y la voz no se parecía a la de un hombre. Era más profunda, salvaje y potente; una especie de voz intensa y dorada. No hizo que se sintiera menos asustada que antes, pero sí que su miedo fuera distinto.
—¿No tienes sed? —preguntó el león.
—Me muero de sed —respondió Jill.
—Entonces bebe.
—Puedo… podría… ¿te importaría alejarte mientras lo hago? —inquirió ella.
El león se limitó a responder con una mirada y un gruñido sordo. Y mientras contemplaba su mole inmóvil, Jill comprendió que era como si hubiera pedido a toda la montaña que se apartara para su propia conveniencia.
El delicioso borboteo del arroyo empezaba a ponerla frenética.
—¿Me prometerás no… no hacerme nada, si me acerco? —preguntó.
—Yo no hago promesas —respondió el león.
Tenía tanta sed ya que, sin darse cuenta, la niña había dado un paso al frente.
—¿Comes chicas? —quiso saber.
—Me he tragado chicas, chicos, mujeres, hombres, reyes, emperadores, ciudades y reinos —declaró él.
Aunque no lo dijo como si presumiera de ello, lo sintiera o estuviera enojado. Sencillamente lo afirmó.
—No me atrevo a acercarme a beber.
—En ese caso morirás de sed —dijo el león.
—¡Cielos! —exclamó Jill, dando otro paso más—. Supongo que tendré que ir a buscar otro arroyo.
—No hay ningún otro arroyo.
Jill no dudó de las palabras del león —nadie que haya contemplado su rostro severo puede hacerlo— y de repente tomó una decisión. Fue el peor dilema al que se había enfrentado jamás, pero se acercó al arroyo, se arrodilló y empezó a tomar agua con la mano. Era el agua más fría y reconfortante que había probado nunca, y no era necesario beber gran cantidad, porque aplacaba la sed al instante. Antes de probarla su intención había sido apartarse corriendo del león en cuanto hubiera terminado de beber; pero entonces comprendió que aquello sería, en realidad, lo más peligroso. Se puso en pie y se quedó allí quieta con los labios húmedos aún por el agua.
—Ven aquí —dijo el león.
Y ella tuvo que hacerlo. Estaba casi entre sus patas delanteras, mirándolo directamente al rostro; pero no pudo soportar aquello por mucho tiempo, y bajó los ojos.
—Niña humana —la llamó el león—, ¿dónde está el muchacho?
—Cayó por el acantilado —respondió ella, y añadió—, señor.
No sabía de qué otro modo llamarlo, y le parecía poco educado no llamarlo de ningún modo.
—¿Cómo le sucedió eso, niña humana?
—Intentaba impedir que me cayera, señor.
—¿Por qué estabas tan cerca del borde, niña humana?
—Alardeaba, señor.
—Muy buena respuesta, niña humana, pero no lo hagas más. Y ahora escucha. —En ese punto el rostro del león adquirió por primera vez un aspecto menos severo—: El niño está a salvo. Lo he enviado de un soplo a Narnia. Pero tu tarea será la más difícil debido a lo que has hecho.
—Por favor, ¿qué tarea es, señor? —quiso saber Jill.
—La tarea para la que os saqué a ti y a él de vuestro mundo.
Aquello desconcertó en gran medida a la niña. «Me confunde con otra persona», pensó; pero no se atrevió a decírselo al león, aunque sentía que las cosas se embrollarían terriblemente si no lo hacía.
—Di lo que piensas, niña humana —dijo el león.
—Me preguntaba si…, quiero decir… ¿no podría ser un error? Porque nadie nos llamó ni a Scrubb ni a mí, ¿sabe? Fuimos nosotros los que pedimos venir aquí. Scrubb dijo que había que llamar a… alguien… era un nombre que yo no conocía… y tal vez ese alguien nos dejara entrar. Y lo hicimos, y entonces encontramos la puerta abierta.
—No me habríais llamado a menos que yo os hubiera estado llamando —indicó el león.
—Entonces ¿usted es ese alguien, señor?
—Sí. Y ahora escucha tu misión. Muy lejos de aquí, en el país de Narnia, vive un rey anciano que está triste porque no tiene ningún príncipe de su sangre que pueda ser rey después de él. No tiene heredero porque le robaron a su único hijo hace muchos años, y nadie en Narnia sabe adónde fue ese príncipe ni si sigue todavía vivo. Pero lo está. Esto es lo que te ordeno: busca al príncipe perdido hasta que lo hayas encontrado y conducido a la casa de su padre, o bien hayas muerto en el intento o bien hayas regresado a tu mundo.
—¿Cómo, por favor?
—Te lo diré, niña —respondió el león—. Éstas son las indicaciones mediante las que te guiaré en tu búsqueda. Primera: en cuanto el pequeño Eustace ponga el pie en Narnia, se encontrará con un viejo amigo muy querido. Debe saludar a ese amigo de inmediato; si lo hace, los dos recibiréis una buena ayuda. Segunda: debéis viajar fuera de Narnia en dirección norte hasta que lleguéis a la ciudad en ruinas de los antiguos gigantes. Tercera: encontraréis una cosa escrita en una piedra en esa ciudad en ruinas, y tenéis que hacer lo que diga allí. Cuarta: si lo halláis reconoceréis al príncipe perdido por esto: será la primera persona que encontréis en vuestro viaje que os pida que hagáis algo en mi nombre, en el nombre de Aslan.
Puesto que el león parecía haber terminado, Jill pensó que debía contestar algo; así que dijo:
—Muchas gracias, ya lo entiendo.
—Niña —dijo Aslan, en una voz más dulce de la que había usado hasta entonces—, puede que no lo entiendas tan bien como crees. Pero el primer paso es recordar. Repíteme, por orden, las cuatro señales.
Jill lo intentó, y no lo hizo del todo bien. Así que el león la corrigió, y se las hizo repetir una y otra vez hasta que pudo enumerarlas a la perfección. El león se mostró muy paciente respecto a aquello, de modo que cuando terminó, Jill se armó de valor para preguntar:
—Por favor, ¿cómo llegaré a Narnia?
—Mediante mi aliento —respondió él—. Te enviaré al oeste del mundo de un soplo, como hice con Eustace.
—¿Lo alcanzaré a tiempo de darle la primera indicación? Aunque supongo que no importará. Si ve a un viejo amigo, seguro que irá a hablar con él, ¿no es cierto?
—No tienes tiempo que perder —indicó el león—. Por eso debo enviarte de inmediato. Ven. Anda por delante de mí hasta el borde del precipicio.
Jill recordaba perfectamente que si no había tiempo que perder, era por su propia culpa. «Si no hubiera hecho el ridículo de ese modo, Scrubb y yo habríamos ido juntos. Y él habría escuchado todas las instrucciones igual que yo», pensó. Así que hizo lo que le decían. Resultaba muy inquietante regresar al borde del precipicio, en especial porque el león no andaba a su lado sino detrás de ella, sin hacer ruido con sus blandas patas.
Pero mucho antes de que estuviera cerca del borde, la voz a su espalda dijo:
—Quédate quieta. Dentro de un momento soplaré. Pero primero, recuerda, recuerda, recuerda las señales. Repítetelas cuando despiertes por la mañana y cuando te acuestes por la noche, y cuando despiertes en mitad de la noche. Y por extrañas que sean las cosas que puedan sucederte, no dejes que nada distraiga tu mente de seguir las indicaciones. Y en segundo lugar, te hago la siguiente advertencia. Aquí en la montaña te he hablado con claridad: no lo haré a menudo en Narnia. Aquí en la montaña, el aire es limpio y tu mente está despejada; cuando desciendas al interior de Narnia, el aire se espesará. Ten cuidado de que no aturda tu mente. Y las señales que has memorizado aquí no tendrán en absoluto el aspecto que esperas que tengan cuando las encuentres allí. Por eso es tan importante saberlas de memoria y no prestar atención a las apariencias. Recuerda las indicaciones y cree en ellas. Nada más importa. Y ahora, Hija de Eva, adiós…
La voz se había ido apagando hacia el final del discurso hasta que se desvaneció por completo. Jill miró a su espalda. Con total asombro por su parte descubrió que el precipicio se encontraba ya a más de cien metros por detrás de ella, y que el mismo león no era más que un punto de brillante color dorado en su borde. Había apretado los dientes y los puños a la espera de una terrible ráfaga de aliento leonino; pero el soplo había sido en realidad tan suave que ni siquiera había advertido el momento en que abandonaba el suelo. Y ahora no había más que aire a lo largo de miles y miles de metros bajo sus pies.
Sintió miedo sólo durante un segundo. Por una parte, el mundo situado a sus pies se encontraba tan lejos que no parecía tener nada que ver con ella. Por otra parte, flotar impelida por el aliento del león resultaba sumamente agradable. Descubrió que podía tumbarse de espaldas o de cara y dar vueltas y cabriolas, igual que se puede hacer en el agua (si uno ha aprendido a flotar realmente bien). Y debido a que se movía al mismo ritmo que el aliento, no soplaba viento y el aire parecía deliciosamente cálido. No se parecía en nada a estar en un avión, pues no había ni ruido ni vibración. Si Jill hubiera estado alguna vez en un globo podría haber pensado que se parecía más a eso; sólo que mejor.
Al volver la cabeza para mirar pudo abarcar por primera vez el tamaño auténtico de la montaña que abandonaba, y se preguntó por qué una montaña tan enorme como aquélla no estaba cubierta de nieve y hielo; «Supongo que todas esas cosas son distintas en este mundo», pensó. A continuación miró a sus pies; pero estaba a tal altura que no podía distinguir si flotaba sobre tierra o mar, ni a qué velocidad iba.
—¡Diantre! ¡Las señales! —exclamó de improviso—. Será mejor que las repita.
Fue presa del pánico por unos segundos, pero descubrió que aún podía enumerarlas todas correctamente.
—Perfecto —dijo, y se recostó en el aire como si fuera un sofá, con un suspiro de satisfacción.
—Válgame Dios —murmuró para sí unas cuantas horas más tarde—. He estado durmiendo. ¡Mira que dormirse en el aire! Me gustaría saber si alguien lo ha hecho antes. No creo que lo haya hecho nadie. ¡Maldita sea, Scrubb probablemente sí! En este mismo viaje, un poco antes que yo. Veamos qué aspecto tiene lo de ahí abajo.
El aspecto que tenía era el de una enorme llanura de un azul muy oscuro. No se veían colinas, pero había unas enormes cosas blancas moviéndose despacio a través de ella. «Ésas deben de ser nubes —pensó—, pero muchísimo más grandes que las que vimos desde el precipicio. Imagino que son más grandes porque están más cerca. Sin duda estoy descendiendo. Maldito sol».
El sol, que estaba en lo alto, sobre su cabeza, cuando inició el viaje, empezaba a darle en los ojos, lo que significaba que se hallaba cada vez más bajo, por delante de ella. Scrubb tenía bastante razón al decir que Jill (no sé si se puede aplicar a todas las chicas en general) no tenía demasiada idea sobre los puntos cardinales, pues de lo contrario, cuando el sol empezó a darle en los ojos habría sabido, que viajaba hacia el oeste.
Fijó la mirada en la llanura azul situada por debajo de ella y, finalmente, observó que había puntitos de un color más brillante y pálido aquí y allá. «¡Es el mar! —pensó—. Creo que eso son islas». Y desde luego que lo eran. Tal vez se hubiera sentido algo celosa de haber sabido que algunas de ellas eran islas que Scrubb había contemplado desde la cubierta de un barco y en las que incluso había desembarcado; pero no lo sabía. Luego, más adelante, empezó a ver diminutos pliegues en la superficie azul: pequeñas arrugas que debían de ser olas oceánicas de un tamaño considerable si uno se encontraba allí abajo entre ellas. A continuación, a lo largo de toda la línea del horizonte apareció un oscuro trazo grueso que se fue tornando más grueso y más oscuro a tal velocidad que se podía ver cómo crecía. Fue el primer indicio que tuvo de la gran velocidad a la que viajaba. Y comprendió que el trazo cada vez más grueso debía de ser tierra firme.
De improviso, de su izquierda (pues el viento soplaba del sur) surgió una nube enorme que se abalanzó sobre ella, en esa ocasión a su misma altura. Y antes de que supiera dónde estaba, había ido a parar justo en medio de su bruma fría y húmeda. Aquello la dejó sin aliento, aunque permaneció en su interior sólo un instante. Salió a la luz solar parpadeando y descubrió que tenía la ropa mojada. (Llevaba puestos un blazer, un suéter, unos pantalones cortos, calcetines y unos zapatos muy gruesos; había hecho un día de perros en su mundo). Salió más abajo de lo que había entrado; y en cuanto lo hizo advirtió algo que, supongo, debería haber esperado, pero que le llegó como una sorpresa. Era el ruido. Hasta aquel momento había viajado en un silencio total, y, ahora, por primera vez, escuchaba el sonido de las olas y los gritos de las gaviotas. Al mismo tiempo, olía el olor del mar. Ya no cabía la menor duda sobre la velocidad a la que viajaba en aquellos momentos. Vio cómo se unían dos olas con un violento encontronazo y el chorro de espuma que se alzaba entre ellas; pero apenas tuvo tiempo de contemplarlo antes de que quedara a más de cien metros a su espalda.
La tierra se acercaba rauda. Distinguió montañas tierra adentro, y otras montañas más próximas a su izquierda; también vio bahías y cabos, bosques y campos, tramos de playas de arena. El sonido de las olas al estrellarse contra la orilla aumentaba a cada segundo y ahogaba otros sonidos marinos.
De repente la tierra se abrió justo frente a ella. Se acercaba a la desembocadura de un río. Estaba muy baja ya, apenas a unos metros por encima del agua. La parte superior de una ola chocó contra la punta de su pie y un gran surtidor de espuma ascendió hacia ella, empapándola casi hasta la cintura. Perdía velocidad y en lugar de verse transportada río arriba se deslizaba hacia la orilla del río situada a su izquierda.
Había tantas cosas que observar que apenas pudo percibirlas todas; un césped suave y verde, un barco de colores tan brillantes que parecía una joya, torres y almenas, estandartes que ondeaban al viento, una multitud, ropas vistosas, armaduras, oro, espadas, el sonido de la música. Pero todo aparecía revuelto. Lo primero que distinguió con claridad fue que había aterrizado y estaba de pie en un bosquecillo cercano a la orilla del río, y allí, apenas a unos pocos metros de distancia, estaba Scrubb.
Lo primero que pensó fue lo sucio, desaliñado y en general insignificante que parecía. Lo segundo fue «¡Qué mojada estoy!».