La desaparición de Jill
La mancha de luz no revelaba nada allá abajo en la oscuridad en que se encontraban. El grupo sólo podía oír, no ver, los esfuerzos de Jill por montar sobre la espalda del meneo de la Marisma. Es decir, lo oían a él decir: «No hace falta que me metas el dedo en el ojo» y «Ni tampoco el pie en la boca» seguido de «Eso está mejor» y «Ya está, te sujetaré las piernas. Eso te dejará los brazos libres para que te apoyes en la tierra».
Entonces miraron arriba y no tardaron en ver la figura oscura de la cabeza de la niña recortada en la zona de luz.
—¿Bien? —gritaron todos con ansiedad.
—Es un agujero —respondió la voz de Jill—. Podría pasar por él si subiera un poco más.
—¿Qué ves? —preguntó Charcosombrío.
—No gran cosa todavía. Oye, Charcosombrío, suéltame las piernas para que pueda subirme a tus hombros en lugar de estar sentada en ellos. Puedo sujetarme perfectamente contra el borde.
Oyeron como la niña se movía y luego una parte mucho mayor de ella apareció ante su vista recortada en la semi-oscuridad de la abertura; de hecho, la veían desde la cabeza a la cintura.
—Oíd… —empezó Jill, pero de repente se interrumpió con un grito: no un grito agudo.
Sonó más bien como si le hubieran tapado la boca o algo se le hubiera introducido en ella. Después de eso recuperó la voz y parecía chillar con todas sus fuerzas, pero no entendían qué decía. Entonces dos cosas sucedieron al mismo tiempo. La zona de luz quedó totalmente oscurecida más o menos un segundo; y oyeron a la vez un sonido tanto de refriega como de forcejeo, y la voz del meneo de la Marisma que jadeaba:
—¡Rápido! Sujetadle las piernas. Alguien tira de ella. ¡Vamos! No, aquí. ¡Demasiado tarde!
La abertura, y la fría luz que la inundaba, volvieron a hacerse visibles. Jill había desaparecido.
—¡Jill! ¡Jill! —gritaron con desesperación, pero no obtuvieron respuesta.
—¿Por qué demonios no le sujetabas los pies? —inquirió Eustace.
—No lo sé, Scrubb —gimió él—. Sin duda nací para ser un inútil. Es mi mal sino. Éste era provocar la muerte de Pole, igual que lo era comer ciervo parlante en Harfang. Aunque también tengo parte de culpa, desde luego.
—Ésta es la mayor vergüenza y fatalidad que podría haber caído sobre nosotros —declaró el príncipe—. Hemos dejado que una dama valiente cayera en manos enemigas y nos hemos quedado aquí a salvo.
—No lo pintéis demasiado negro, señor —dijo Charcosombrío—, pues no estamos tan a salvo, ya que moriremos de hambre.
—Me pregunto si soy lo bastante pequeño para pasar por donde se coló Jill —comentó Eustace.
Lo que en realidad le había sucedido a la niña era lo siguiente. En cuanto consiguió sacar la cabeza por el agujero descubrió que miraba hacia abajo como si lo hiciera por una ventana superior, no hacia arriba como si lo hiciera por una trampilla. Había estado tanto tiempo en la oscuridad que sus ojos no consiguieron, al principio, comprender lo que veían: excepto que no contemplaba el mundo soleado, iluminado por la luz diurna, que tanto deseaba ver. El aire helaba, y la luz era pálida y azul. Además, se oía mucho ruido y había una barbaridad de objetos blancos que volaban por el aire. Fue entonces cuando le gritó a Charcosombrío que le permitiera ponerse de pie sobre sus hombros.
Una vez que lo hubo hecho, pudo ver y escuchar mucho mejor. Los ruidos que había oído resultaron ser de dos clases: el rítmico golpeteo de varios pies, y la música de cuatro violines, tres flautas y un tambor. También le quedó muy clara su propia posición. Miraba desde un agujero en un empinado terraplén que descendía y alcanzaba la horizontal unos cuatro metros por debajo de ella. Todo estaba muy blanco, y había muchísimas personas yendo de un lado a otro. ¡Entonces lanzó una exclamación ahogada! Las personas eran en realidad esbeltos y menudos faunos y dríades con los cabellos coronados de hojas flotando a su espalda. Por un segundo le pareció que se movían de cualquier manera; luego comprendió que lo que hacían en realidad era danzar; una danza con tantos pasos complicados y figuras que se tardaba un poco en comprenderla. Entonces supo de improviso que la luz pálida y azulada era en realidad la luz de la luna y que la sustancia blanca del suelo era nieve. Y ¡naturalmente! Allí estaban las estrellas en lo alto mirando desde un cielo negro y helado. Y las cosas altas y oscuras situadas detrás de los danzantes eran árboles. No sólo habían llegado al mundo de la superficie por fin, sino que habían ido a parar al corazón de Narnia. Jill sintió ganas de desmayarse de alegría; y la música —la música desenfrenada, intensamente dulce y a la vez un punto misteriosa; tan repleta de magia buena como el rasgueo de la bruja de magia malvada— hizo que lo sintiera con más fuerza.
Se tarda bastante en contar todo esto, pero desde luego hizo falta muy poco tiempo para comprenderlo. Jill giró casi al momento para gritar a sus compañeros de abajo:
—¡Oíd! Todo va bien. Estamos fuera y en casa.
Pero el motivo de que no consiguiera decir más allá de «Oíd» fue el siguiente. Dando vueltas alrededor de los danzantes había un círculo de enanos, todos vestidos con sus mejores galas; la mayoría de escarlata con capuchas ribeteadas de piel con borlas doradas, y enormes botas altas peludas. Mientras éstos describían círculos, se dedicaban diligentemente a arrojar bolas de nieve. (Aquéllas eran las cosas blancas que Jill había visto volar por los aires). No las lanzaban contra los bailarines, como podrían haberlo hecho niños tontos en nuestro país, sino a través de la danza, siguiendo a la perfección el compás de la música y con una puntería tan magnífica que si todos los bailarines se encontraban exactamente en el lugar que les correspondía en el momento justo, nadie resultaría tocado. Este baile recibe el nombre de Gran Danza de la Nieve y se celebra cada año en Narnia la primera noche de luna en que la nieve cubre el suelo. Es también una especie de juego, porque de vez en cuando algún bailarín se encuentra ligeramente descolocado y recibe el impacto de una bola de nieve en pleno rostro, y entonces todo el mundo se ríe. Pero un buen grupo de danzarines, enanos y músicos pueden mantener el juego en marcha durante horas sin una sola diana. En las noches despejadas cuando el frío, el retumbar de los tambores, el ulular de los búhos y la luz de la luna se adueñan de su sangre salvaje y silvestre, son capaces de danzar hasta el amanecer. Ojalá pudieras verlo.
Lo que había interrumpido a Jill cuando apenas había conseguido llegar hasta la palabra «Oíd» fue, claro está, sencillamente una enorme y magnífica bola de nieve que llegó volando a través de los danzantes procedente de un enano situado en el otro extremo y que le acertó en plena boca. No le importó; ni veinte bolas de nieve habrían conseguido desanimarla. De todos modos, por muy feliz que uno se sienta, es imposible hablar con la boca llena de nieve. Y cuando, tras un considerable farfulleo, consiguió volver a hablar, olvidó en su entusiasmo que los demás, abajo en la oscuridad, seguían sin saber la buena noticia y se limitó a estirarse fuera del agujero todo lo que pudo a la vez que chillaba a los danzantes:
—¡Socorro! ¡Socorro! Estamos enterrados en la colina. Venid a sacarnos.
Los narnianos, que ni siquiera había advertido el pequeño agujero de la ladera, se quedaron, como es natural, muy sorprendidos y miraron en varias direcciones antes de descubrir de dónde procedía la voz. Pero en cuanto divisaron a Jill corrieron hacia ella, y todos los que pudieron treparon por el terraplén, y una docena de manos o más se alargó para ayudarla. La niña se agarró a ellas y de aquel modo abandonó el agujero y resbaló ladera abajo de cabeza, incorporándose luego para decirles:
—Por favor, id a desenterrar a los otros. Hay tres más, además de los caballos. Y uno de ellos es el príncipe Rilian.
Se encontraba ya en medio de una multitud cuando dijo aquello, pues, aparte de los bailarines, todos los diferentes seres que habían estado contemplando la danza y que ella no había visto antes, se acercaron corriendo. De los árboles surgieron ardillas a montones y también búhos. Los erizos se aproximaron contoneándose a toda la velocidad que les permitían sus cortas patas, en tanto que osos y tejones los seguían a un paso más lento. Una pantera enorme, que agitaba la cola nerviosa, fue la última en unirse al grupo.
En cuanto comprendieron lo que Jill les decía, todos se pusieron manos a la obra.
—Pico y pala, muchachos, pico y pala. ¡Vayamos a buscar nuestras herramientas! —dijeron los enanos, y echaron a correr al interior del bosque a toda velocidad.
—Despertad a algunos topos, son los más indicados para cavar. Son tan buenos como los enanos —dijo una voz.
—¿Qué es lo que ha dicho sobre el príncipe Rilian? —inquirió otra.
—¡Chist! —intervino la pantera—. La pobre criatura está trastornada, y no es extraño después de haberse perdido en el interior de la colina. No sabe lo que dice.
—Es cierto —dijo un oso anciano—. Vaya, ¡si incluso ha dicho que el príncipe era un caballo!
—No, no lo ha dicho —replicó una ardilla, muy vivaracha.
—Sí, sí que lo ha dicho —repuso otra ardilla, más vivaracha aún.
—Es to-to-totalmente cierto-to. No se-seáis bobos —respondió Jill, que hablaba así porque los dientes le castañeteaban debido al frío.
Al instante, una de las dríades le echó por encima una capa peluda que algún enano había dejado caer al salir corriendo en busca de sus herramientas de minero, y un fauno servicial marchó veloz por entre los árboles hasta un lugar donde Jill vio arder una hoguera en la entrada de una cueva, para buscarle una bebida caliente. Antes de que regresara, todos los enanos reaparecieron con palas y picos y arremetieron contra la ladera de la colina. En seguida la niña oyó gritos que decían: «¡Eh! ¿Qué haces? Baja esa espada», «No, jovencito; nada de eso» y «Vaya, tiene mal genio, ¿no os parece?». Jill corrió hacia el lugar y no supo si reír o llorar cuando vio el rostro de Eustace, muy pálido y sucio, surgiendo de la oscuridad del agujero, y blandiendo en la mano derecha una espada con la que lanzaba estocadas a cualquiera que se le acercara.
Pues desde luego Eustace no lo había pasado tan bien como Jill durante los últimos minutos. El niño la había oído gritar y luego desaparecer en lo desconocido, y, al igual que el príncipe y Charcosombrío, pensó que algún enemigo la había capturado. Además, desde allí abajo no podía ver que la luz pálida y azulada era la luz de la luna y pensaba que el agujero conduciría a alguna otra cueva, iluminada por una especie de fosforescencia fantasmal y repleta de Dios sabe qué diabólicas criaturas del Mundo Subterráneo. Así pues cuando convenció a Charcosombrío de que lo aupara en su espalda, desenvainó la espada y sacó la cabeza por allí, en realidad estaba siendo muy valiente. Los otros lo habrían hecho antes que él de haber podido, pero el agujero era demasiado estrecho para que pasaran. Eustace era un poco mayor y bastante más torpe que Jill, de modo que al mirar al exterior se golpeó la cabeza contra la parte superior del agujero y provocó una pequeña avalancha de nieve sobre su rostro. Por lo tanto, cuando volvió a mirar, y vio docenas de figuras que se abalanzaban sobre él a toda velocidad, no resulta sorprendente que intentara rechazarlas.
—¡Detente, Eustace, detente! —gritó Jill—. Son todos amigos. ¿No lo ves? Hemos aparecido en Narnia. Todo va bien.
Entonces Eustace sí se dio cuenta, pidió disculpas a los enanos, que le quitaron importancia al asunto, y docenas de manos gruesas y peludas lo ayudaron a salir igual que habían ayudado a la niña minutos antes. Luego Jill trepó por el terraplén, introdujo la cabeza en el oscuro agujero y gritó las buenas nuevas a los prisioneros. Mientras se apartaba oyó murmurar a Charcosombrío:
—¡Ah, pobre Pole! Este último tramo ha sido demasiado para ella. Le ha afectado la cabeza, no me sorprendería. Está empezando a ver visiones.
Jill se reunió con Eustace y ambos se estrecharon las manos y aspiraron con fuerza el fresco aire nocturno. En seguida trajeron una cálida capa para Eustace y bebidas calientes para ambos. Mientras las tomaban a sorbos, los enanos ya habían conseguido retirar toda la nieve y toda la hierba de una gran franja de terreno de la ladera alrededor del agujero original, y los picos y las palas se movían con la misma alegría que los pies de faunos y dríades durante la danza diez minutos antes. ¡Sólo diez minutos antes! Sin embargo a Jill y a Eustace les parecía como si todos los peligros pasados en la oscuridad, el calor y la atmósfera sofocante de la tierra hubieran sido solamente un sueño. Allí en el exterior, en medio del frío, con la luna y las enormes estrellas sobre la cabeza (las estrellas narnianas están más cerca que las estrellas de nuestro mundo) y rodeados de rostros amables y alegres, apenas se podía creer en la existencia de la Tierra Inferior.
Antes de que terminaran sus bebidas calientes, una, más o menos, docena de topos, a los que acababan de despertar y que estaban aún bastante adormilados y no demasiado contentos, hicieron su aparición. De todos modos, en cuanto averiguaron de qué iba todo aquello, se pusieron a trabajar con entusiasmo. Incluso los faunos se mostraron útiles transportando la tierra en pequeñas carretillas, y las ardillas bailotearon y saltaron de un lado a otro con gran entusiasmo, aunque Jill jamás averiguó exactamente qué creían que estaban haciendo. Los osos y búhos se contentaron con dar consejos, y se dedicaron a preguntar a los niños si no les apetecía entrar en la cueva —allí era donde Jill había visto la luz de la hoguera— para calentarse y cenar. Pero los niños no soportaban la idea de ir allí sin haber visto antes libres a sus amigos.
Nadie de nuestro mundo es capaz de realizar una tarea semejante como lo hacen los enanos y los topos parlantes de Narnia; pero claro está, los topos y los enanos no lo consideran un trabajo. A ellos les gusta cavar.
Por lo tanto no transcurrió mucho tiempo antes de que consiguieran abrir una enorme grieta negra en la ladera de la colina. Y de la oscuridad salieron a la luz de la luna —habría resultado bastante terrible si no hubieran sabido quiénes eran—, primero, la alta y zanquilarga figura coronada por el sombrero picudo del meneo de la Marisma, y a continuación, conduciendo dos caballos enormes, el príncipe Rilian en persona.
Cuando Charcosombrío apareció se oyeron gritos por todas partes que decían:
—Vaya, pero si es un meneo… pero, si es el viejo Charcosombrío… el viejo Charcosombrío de los Lindes Orientales… ¿qué demonios has estado haciendo, Charcosombrío?… Han salido grupos de salvamento en tu busca… Lord Trumpkin ha colocado avisos… ¡Incluso se ofrecía una recompensa!
Pero todas las voces callaron, sumiéndose en un silencio total, con la misma rapidez con que el ruido se apaga en un dormitorio alborotado cuando el director abre la puerta. Pues entonces vieron al príncipe.
Nadie puso en duda ni por un momento quién era, pues había gran cantidad de bestias, dríades, enanos y faunos que lo recordaban de los tiempos anteriores a su hechizo. Había incluso algunos ancianos que se acordaban todavía del aspecto que tenía su padre, el rey Caspian, cuando era joven, y vieron el parecido. Sin embargo, creo que lo habrían reconocido de todos modos. A pesar de lo pálido que estaba debido a su largo encierro en el Mundo Subterráneo, de ir vestido de negro, estar cubierto de polvo, desaliñado y fatigado, había algo en su rostro y porte que resultaba inconfundible. Es la expresión que aparece en el rostro de todos los reyes auténticos de Narnia, que gobiernan por la voluntad de Aslan y se sientan en Cair Paravel en el trono de Peter el Sumo Monarca. Al instante, todas las cabezas se descubrieron y todos hincaron la rodilla en tierra; en seguida se produjeron grandes aclamaciones y gritos, enormes saltos y volteretas de alegría, y todo el mundo empezó a estrechar las manos de todo el mundo y a besarse y abrazarse de tal manera que a Jill se le llenaron los ojos de lágrimas. Su misión había valido todas las penalidades padecidas.
—Por favor, alteza —dijo el más anciano de los enanos—, tenemos una especie de cena en aquella cueva de allí, preparada para después de finalizar la Danza de la Nieve…
—Acepto de buen grado, anciano —respondió Rilian—, pues jamás ha tenido príncipe, caballero, noble u oso un estómago tan ansioso de vituallas como lo tienen hoy estos cuatro trotamundos.
Toda la multitud empezó a alejarse por entre los árboles en dirección a la cueva, y Jill oyó a Charcosombrío decir a los que se amontonaban a su alrededor:
—No, no, mi historia puede esperar. No me ha sucedido nada que valga la pena mencionar. Quiero escuchar las novedades. No intentéis darme las noticias con suavidad, pues preferiría saberlo todo de golpe. ¿Ha naufragado el rey? ¿Ha habido algún incendio forestal? ¿Alguna guerra en la frontera con Calormen? ¿Tal vez unos cuantos dragones?
Y todas las criaturas reían en voz alta y decían:
—¿No es eso muy propio de un meneo de la Marisma?
Los dos niños casi se caían de cansancio y hambre, pero el calor de la cueva, y su misma contemplación, con la luz de las llamas danzando en las paredes, muebles, copas, platillos, platos y sobre el liso suelo de piedra, tal como sucede en la cocina de una granja, los reanimó un poco. De todos modos se quedaron profundamente dormidos durante la preparación de la cena, y mientras ellos dormían el príncipe Rilian relató toda la aventura a las bestias y enanos de más edad y más sabios. Fue entonces cuando todos comprendieron lo que significaba aquello; cómo una bruja perversa (sin duda de la misma clase que aquella Bruja Blanca que había provocado el Gran Invierno en Narnia hacía muchísimo tiempo) había ideado aquel complot, matando primero a la madre de Rilian y luego hechizando al mismo príncipe. Y vieron cómo había cavado justo hasta llegar debajo de Narnia y estaba dispuesta a atacarla y gobernarla a través del príncipe. Y a éste jamás se le había ocurrido que el país del que lo harían rey —rey de nombre, pero en realidad esclavo de la bruja— era en realidad su propio país. Por la parte de la historia que contaron los niños se enteraron de que estaba aliada y era amiga de los peligrosos gigantes de Harfang.
—Y la lección que se saca de todo ello, alteza —dijo el enano más anciano— es que esas brujas del norte siempre quieren lo mismo, pero en cada era tienen un plan distinto para conseguirlo.