Capítulo 14

El Fondo del Mundo

—Me llamo Golg —dijo el gnomo— y contaré a sus señorías todo lo que sé. Hará una hora estábamos todos ocupados en nuestra obra, la obra de ella, debería decir, tristes y silenciosos, como hemos hecho todos los días durante años y más años. Entonces se oyó un estrépito y un golpe enormes. En cuanto lo oyeron, todos se dijeron a sí mismos: «Hace mucho tiempo que no he cantado, bailado ni soltado un petardo; ¿por qué será? ». Y todos pensaron: «Vaya, sin duda he estado hechizado». Y a continuación todos se dijeron: «Que me cuelguen si sé por qué transporto esta carga. No pienso seguir haciéndolo: está decidido». Y todos arrojamos nuestros sacos, fardos y herramientas. Luego todo el mundo se dio la vuelta y vio el enorme resplandor rojo de allí delante. Y todos se preguntaron: «¿Qué es eso?». Y todos se respondieron: «Eso es una sima que se acaba de abrir y un resplandor agradablemente cálido asciende por ella desde la Tierra Realmente Profunda, a miles de brazas bajo nosotros».

—¡Cielos! —exclamó Eustace—, ¿existen otras tierras más abajo aún?

—Desde luego, señoría —respondió Golg—. Lugares preciosos; lo que nosotros llamamos el País de Bism. Este territorio en el que estamos ahora, el territorio de la bruja, es lo que nosotros llamamos las Tierras Superficiales. Se encuentra demasiado cerca de la superficie para nuestro gusto. ¡Uf! Es casi como vivir en el exterior, en la superficie misma. Lo cierto es que somos todos unos pobres gnomos procedentes de Bism a los que la bruja trajo aquí arriba mediante la magia para que trabajaran para ella. Pero lo habíamos olvidado todo hasta que ocurrió ese estallido y el hechizo se rompió. No sabíamos quiénes éramos ni adónde pertenecíamos. No éramos capaces de hacer nada, ni pensar nada, excepto lo que ella colocaba en nuestras mentes. Y fueron cosas tristes y tenebrosas las que puso allí durante todos estos años. Casi he olvidado cómo contar un chiste o bailar una giga. Pero en cuanto se produjo la explosión y se abrió la sima y el mar empezó a subir, todo regresó. Y desde luego todos nos pusimos en marcha tan rápido como pudimos para descender por la grieta y dirigirnos a nuestro país. Y los podéis ver allí a todos, lanzando cohetes y dando volteretas de alegría. Y agradeceré enormemente a sus señorías que me dejen marchar en seguida para unirme a ellos.

—Creo que esto es espléndido —declaró Jill—. ¡Me alegro tanto de que hayamos liberado a los gnomos a la vez que a nosotros mismos cuando le cortamos la cabeza a la bruja! Y me encanta que no sean antipáticos y tristes por naturaleza, como tampoco lo era el príncipe… aunque, bueno, lo parecía.

—Todo eso está muy bien, Pole —dijo Charcosombrío con cautela—. Pero esos gnomos no me han dado la impresión de ser tipos que estuvieran huyendo. Parecían más bien formaciones militares. Mírame a la cara, señor Golg, y dime si no os estabais preparando para pelear.

—Claro que lo hacíamos, señoría —respondió el aludido—. No sabíamos que la bruja estaba muerta. Pensábamos que nos observaba desde el castillo. Intentábamos escabullirnos sin ser vistos. Y luego, cuando vosotros cuatro salisteis con las espadas y los caballos, todo el mundo pensó, como es natural, que su señoría estaba del lado de la bruja. Y nosotros estábamos decididos a pelear como nadie antes que abandonar la esperanza de regresar a Bism.

—Juraría que se trata de un gnomo sincero —dijo el príncipe—. Soltadlo, amigo Charcosombrío. En cuanto a mí, buen Golg, he estado hechizado igual que tú y tus compañeros, y acabo de recordar cómo era. Y ahora, una pregunta más. ¿Conoces el camino hasta esas nuevas excavaciones, por las que la hechicera pensaba conducir un ejército contra la Tierra Superior?

—¡Uy! —chirrió Golg—. Sí, claro que conozco esa carretera inmunda. Os enseñaré dónde empieza. Pero de nada sirve que su señoría me pida que lo acompañe. Antes preferiría morir.

—¿Por qué? —inquirió Eustace lleno de inquietud—. ¿Qué hay tan espantoso en ella?

—Está demasiado cerca del exterior —respondió él, estremeciéndose—. Eso es lo peor que la bruja nos hizo. Íbamos a ser conducidos al aire libre… a la parte exterior del mundo. Dicen que allí no hay techo; únicamente un vacío horrible que llaman cielo. Y las excavaciones han avanzado tanto que unos pocos golpes de pico os sacarían al exterior. No me atrevería a acercarme.

—¡Bravo! ¡Así se habla! —exclamó Eustace.

—Pero la superficie no es horrible —añadió Jill—. Nos gusta. Vivimos ahí.

—Ya sé que vosotros, los habitantes de la superficie, vivís ahí —declaró Golg—. Pero creía que era porque no encontrabais el modo de bajar al interior. No puede ser que os guste… ¡arrastraros como moscas por la parte superior del mundo!

—¿Qué tal si nos muestras el camino ahora mismo? —inquirió Charcosombrío.

—En buena hora —dijo el príncipe.

El grupo se puso en marcha. El príncipe volvió a montar en su caballo de batalla, Charcosombrío subió detrás de Jill, y Golg encabezó la marcha. Mientras avanzaba gritaba las buenas nuevas sobre la muerte de la bruja y anunciaba que los cuatro habitantes de la superficie no eran peligrosos; y los que lo oyeron lo gritaron a otros, de modo que en pocos minutos toda la Tierra Inferior resonaba con sus gritos y aclamaciones, y miles de gnomos, dando saltos y volteretas, haciendo el pino, jugando a la pídola y tirando enormes petardos, se amontonaron alrededor de ellos. El príncipe tuvo que contar la historia de su propio encantamiento y liberación al menos diez veces.

De ese modo llegaron al borde de la sima, que tenía unos trescientos metros de longitud y unos sesenta de ancho. Desmontaron y fueron hasta el borde para mirar en su interior. Un calor muy fuerte azotó sus rostros, mezclado con un olor que no se parecía a nada que hubieran olido jamás. Era intenso, agudo, excitante y hacía estornudar. El fondo era tan brillante que al principio los deslumbró y no pudieron ver nada. Cuando se acostumbraron, les pareció distinguir un río de fuego, y, en las orillas de éste, lo que parecían campos y bosquecillos de un insoportable fulgor abrasador; aunque resultaban tenues comparados con el río. Había azules, rojos, verdes y blancos todos revueltos: una magnífica vidriera emplomada con el sol tropical brillando justo a través de ella en pleno mediodía podría parecérseles. Descendiendo por las escarpadas laderas del abismo, negros como moscas al recortarse en aquella luz llameante, había cientos de terranos.

—Señorías —dijo Golg (y cuando se volvieron para mirarlo no pudieron ver nada excepto tinieblas durante unos pocos minutos, debido al deslumbramiento de sus ojos)—. Señorías, ¿por qué no bajáis a Bism? Seríais más felices allí que en ese país frío, desprotegido y desnudo que hay arriba. Al menos, bajad para efectuar una corta visita.

Jill dio por supuesto que ninguno de sus compañeros tomaría en cuenta tal sugerencia ni por un momento; por eso, se horrorizó al oír que el príncipe decía:

—Realmente, amigo Golg, casi me dan ganas de ir contigo. Pues sería una aventura maravillosa, y puede que ningún mortal haya contemplado Bism o vuelva a tener jamás la oportunidad de hacerlo. Y no sé cómo, con el paso de los años, soportaré pensar que en una ocasión pude haber investigado la fosa más profunda de la Tierra y que me abstuve de hacerlo. Pero ¿podría ir ahí un hombre? ¿No vivís en el río de fuego?

—Claro que no, señoría. Nosotros no. Únicamente las salamandras viven en el mismo fuego.

—¿Qué clase de bestia es una salamandra? —preguntó el príncipe.

—Es difícil explicar a qué clase pertenecen, señoría —respondió Golg—. Pues están demasiado al rojo vivo para poderlas mirar, pero en su mayoría son como dragones pequeños. Nos hablan desde el fuego. Son fantásticamente hábiles con la lengua: muy ingeniosas y elocuentes.

Jill dirigió una veloz mirada a Eustace. Había tenido la seguridad de que a él le gustaría aún menos que a ella la idea de descender por aquella sima. El corazón le dio un vuelco cuando vio que su rostro mostraba una expresión muy distinta. Se parecía mucho más al príncipe que al viejo aburrido Scrubb de la Escuela Experimental; todas sus aventuras, y la época en que había navegado con el rey Caspian regresaban a su memoria.

—Alteza —dijo—, si mi viejo amigo, el ratón Reepicheep, estuviera aquí diría que ahora no podíamos rechazar la aventura de Bism sin que significara un grave agravio a nuestro honor.

—Ahí abajo —indicó Golg— os podría mostrar oro, plata y diamantes auténticos.

—¡Tonterías! —exclamó Jill, en tono desabrido—. Como si no supiéramos que nos encontramos por debajo de las minas más profundas.

—Sí —repuso Golg—, he oído hablar de esos arañazos insignificantes en la corteza que vosotros, en la superficie, llamáis minas. Pero ahí es donde obtenéis oro, plata y gemas sin vida. Abajo en Bism los tenemos vivos y en crecimiento. Allí os recogería ramilletes de rubíes que podríais comer y exprimir para conseguir una copa llena de jugo de diamante. No encontraréis ningún placer en manosear los tesoros fríos y muertos de vuestras minas superficiales después de haber probado los llenos de vida de Bism.

—Mi padre fue al Fin del Mundo —declaró Rilian, pensativo—. Sería maravilloso si su hijo fuera al Fondo del Mundo.

—Si su alteza desea ver a su padre mientras éste sigue vivo, lo que creo que preferirá —intervino Charcosombrío—, es hora ya de que alcancemos esa calzada que lleva a las excavaciones.

—Y yo no pienso bajar por ese agujero digáis lo que digáis —declaró Jill.

—Bien, si sus señorías realmente están decididas a regresar al Mundo Superior —dijo Golg— hay un pedazo de la calzada que se encuentra bastante por debajo de esto. Y tal vez, si la inundación sigue subiendo…

—¡Vamos, vamos, sigamos! —suplicó Jill.

—Me temo que así debe ser —indicó el príncipe con un profundo suspiro—. Sin embargo, he dejado la mitad de mi corazón en la tierra de Bism.

—¡Por favor! —imploró la niña.

—¿Dónde está la calzada? —preguntó Charcosombrío.

—Hay linternas que la iluminan durante todo el camino —respondió Golg—. Sus señorías pueden ver el inicio al otro extremo de la sima.

—¿Durante cuánto tiempo permanecerán encendidas las linternas? —preguntó Charcosombrío.

En aquel momento una voz siseante y abrasadora como la voz del mismo fuego —más tarde se preguntaron si no podría haber sido la de una salamandra— surgió sibilante de las profundidades de Bism.

—¡Rápido! ¡Rápido! ¡Rápido! ¡A los precipicios, a los precipicios! —dijo—. La grieta se cierra. Se cierra. Se cierra. ¡Rápido! ¡Rápido!

Y al mismo tiempo, con un conjunto de crujidos y chirridos ensordecedores, las rocas se movieron. Ya mientras las miraban, la sima se tornó más angosta. De todas partes, gnomos retrasados se precipitaban a su interior. No esperaban a bajar por las rocas, sino que se arrojaban de cabeza y, o bien debido a que una potente ráfaga de aire caliente ascendía con fuerza de fondo o por otro motivo desconocido, vieron cómo descendían flotando como hojas. Cada vez eran más los que flotaban, amontonándose de tal modo que su negra masa casi ocultaba el río llameante y los bosquecillos de gemas vivas.

—Adiós, señorías. Me voy —gritó Golg y se lanzó al interior.

Sólo quedaban unos pocos para seguirlo. La sima ya no era más ancha que un arroyo. Al poco se volvió tan estrecha como la abertura de un buzón y luego no fue más que una brillante cinta roja. Entonces, con una sacudida como si un millar de trenes de mercancías se estrellaran contra miles de pares de topes, los rebordes de roca se cerraron. El ardiente y enloquecedor olor desapareció. Los viajeros se quedaron solos en el Mundo Subterráneo, que ahora resultaba mucho más oscuro que antes. Pálidas, tenues y deprimentes, las linternas marcaban la dirección de la calzada.

—Bien —dijo Charcosombrío—, apuesto a que ya nos hemos demorado demasiado, pero podemos intentarlo. No me sorprendería que esas luces se apagaran en menos de cinco minutos.

Instaron a los caballos a iniciar un medio galope y marcharon ruidosamente por la senda en sombras con gran elegancia. Pero casi al momento ésta empezó a descender y habrían pensado que Golg los había enviado por el camino equivocado de no haber visto, al otro lado del valle, que las luces seguían adelante y hacia arriba hasta donde alcanzaba la vista. Sin embargo, en el fondo del valle las linternas brillaban sobre agua en movimiento.

—Démonos prisa —gritó el príncipe.

Galoparon ladera abajo. Sólo cinco minutos más tarde habría sido bastante desagradable el paso por el fondo, pues la marea ascendía por el valle como un saetín, y de haber tenido que nadar, habría resultado difícil que los caballos consiguieran pasar. Sin embargo, aún no tenía más de unos treinta o sesenta centímetros de profundidad, y aunque formaba terribles remolinos alrededor de las patas de los animales, consiguieron alcanzar el otro lado sanos y salvos.

Entonces empezó la lenta y fatigosa marcha colina arriba con nada más ante los ojos que las pálidas luces que ascendían y ascendían hasta donde alcanzaba la vista. Cuando miraron atrás vieron cómo crecía el agua. Todas las colinas de la Tierra Inferior eran ya islas, y sólo en esas islas permanecían las lámparas. A cada momento se extinguía alguna luz lejana. Pronto reinaría la oscuridad por todas partes excepto en la calzada que seguían; e incluso en la parte inferior de ésta a su espalda, si bien no se había extinguido ninguna aún, la luz de las lámparas brillaba sobre el agua.

Aunque tenían buenos motivos para apresurarse, los caballos no podían seguir eternamente sin un descanso. Se detuvieron; y en silencio escucharon el chapoteo del agua.

—Me gustaría saber si, ése como se llame, el Padre Tiempo, estará inundado —dijo Jill—. Y también todos aquellos animales extraños.

—No creo que estemos tan cerca de la superficie —repuso Eustace—. ¿No recuerdas que tuvimos que descender para llegar al Mar Sin Sol?

—De cualquier modo —intervino Charcosombrío—, me preocupan más los faroles de esta calzada. Tienen un aspecto un poco macilento, ¿no os parece?

—Siempre lo han tenido —respondió Jill.

—Ya —dijo él—, pero ahora están más verdes.

—¿No querrás decir que crees que se están apagando? —gritó Eustace.

—Bueno, funcionen como funcionen, no se puede esperar que duren eternamente, ya lo sabes —replicó el meneo de la Marisma—. Pero no te desanimes, Scrubb. También tengo la mirada puesta en el agua, y no creo que esté subiendo tan de prisa como antes.

—¡Menudo consuelo, amigo! —dijo el príncipe—, ¿de qué nos servirá si no podemos hallar la salida? Os suplico misericordia a todos, pues se me debe culpar a mí por mi orgullo y fantasía, que nos retrasó en la boca de la tierra de Bism. Ahora, sigamos adelante.

Durante aproximadamente la hora que siguió, hubo ocasiones en que Jill pensó que quizá Charcosombrío estaba en lo cierto respecto a los faroles, y otras en que se convenció de que no era más que su imaginación. Entretanto el terreno cambiaba. El techo de la Tierra Inferior estaba tan cerca que incluso bajo aquella luz mortecina podían verlo con bastante claridad. Y las paredes, enormes y escarpadas, se acercaban cada vez más por ambos lados. De hecho, la senda los conducía hacia el interior de un empinado túnel. Empezaron a pasar junto a picos, palas y carretillas y otras señales de que los cavadores habían trabajado allí no hacía mucho. Si pudieran estar seguros de que iban a lograr salir al exterior, todo aquello resultaría muy alentador; pero la idea de seguir adelante, por un agujero que cada vez sería más estrecho, lo que haría más difícil maniobrar en su interior, resultaba muy desagradable.

Finalmente el techo resultó tan bajo que Charcosombrío y el príncipe se golpeaban la cabeza contra él. El grupo desmontó y condujo a los caballos de las riendas. El camino era irregular allí y había que pisar con cuidado. Así fue como Jill advirtió que la oscuridad aumentaba. Ya no había la menor duda al respecto; los rostros de los demás resultaban extraños y fantasmagóricos en el verde resplandor. Entonces, de improviso —no pudo evitarlo—, Jill lanzó un alarido. Una luz, la siguiente situada delante, se extinguió por completo. La de detrás hizo lo mismo. A continuación se quedaron en la más absoluta oscuridad.

—Valor, amigos —dijo la voz del príncipe Rilian—, tanto si vivimos como si morimos Aslan será nuestro buen señor.

—Es cierto, señor —repuso la voz de Charcosombrío—. Y siempre debéis recordar que hay algo positivo en quedarse atrapado aquí abajo: ahorrará gastos en funerales.

Jill se mordió la lengua, pues si uno no desea que los demás sepan lo asustado que está, es un gesto muy sensato no abrir la boca; es la voz la que siempre lo delata a uno.

—Tanto da si seguimos adelante como si nos quedamos aquí —declaró Eustace, y al escuchar el temblor en su voz, Jill supo lo acertada que había sido la decisión de no confiar en la suya.

Charcosombrío y Eustace pasaron delante con los brazos extendidos al frente, por miedo a tropezar con algo; Jill y el príncipe los siguieron, conduciendo a los caballos.

—Oíd —escucharon decir a la voz de Eustace mucho más tarde—, ¿me fallan los ojos o hay una zona de luz allí arriba?

Antes de que nadie pudiera responder, Charcosombrío gritó:

—Alto. He ido a parar a un callejón sin salida. Y es tierra, no roca. ¿Qué es lo que decías, Scrubb?

—Por el león —dijo el príncipe—. Eustace tiene razón. Hay una especie de…

—Pero no es la luz del día —indicó Jill—. Es sólo una especie de fría luz azulada.

—De todos modos es mejor que nada —dijo Eustace—. ¿Podemos subir hasta ella?

—No está en lo más alto —repuso Charcosombrío—. Se encuentra por encima de nosotros, pero en esta pared contra la que hemos ido a parar. ¿Qué te parece, Pole, si te subes sobre mis hombros y miras a ver si puedes llegar hasta ella?