La reina de la Tierra Inferior
Entraron dos terranos, pero en lugar de avanzar hacia el interior de la habitación, se colocaron uno a cada lado de la puerta e hicieron una profunda reverencia. A éstos siguió inmediatamente la última persona que esperaban o deseaban ver: la Dama de la Saya Verde, la reina de la Tierra Inferior. Se quedó totalmente inmóvil en la entrada, y vieron que sus ojos se movían mientras asimilaba la situación; tres desconocidos, el sillón de plata destruido y el príncipe libre empuñando su espada.
Palideció terriblemente; pero Jill pensó que era la clase de lividez que aparece en los rostros de las personas no cuando están asustadas sino cuando están furiosas. La bruja clavó los ojos por un momento en el príncipe, y había una expresión asesina en ellos. Luego pareció cambiar de idea.
—Dejadnos —ordenó a los dos terranos—. Y que nadie nos moleste hasta que llame, bajo pena de muerte.
Los gnomos se alejaron obedientes, y la bruja cerró la puerta y giró la llave.
—¿Y bien, mi señor príncipe? —dijo—. ¿No habéis tenido aún vuestro ataque nocturno o es que ha pasado ya? ¿Por qué estáis aquí sin atar? ¿Quiénes son estos forasteros? ¿Son ellos los que han destruido el sillón que era vuestra única seguridad?
El príncipe Rilian se estremeció cuando ella le habló; lo que no era extraño, pues no es fácil desprenderse en media hora de un hechizo que te ha tenido esclavizado durante diez años. Luego, hablando con un gran esfuerzo, respondió:
—Señora, ya no habrá necesidad de ese sillón. Y vos, que me habéis dicho un centenar de veces lo profundamente que me compadecíais por las brujerías que me tenían prisionero, sin duda escucharéis con gran alegría que ahora han finalizado para siempre. Existía, al parecer, algún pequeño error en el modo en que su señoría las trataba. Éstos, mis auténticos amigos, me han liberado. Ahora estoy en mi sano juicio, y hay dos cosas que os diré. Primero, que en lo relativo a la intención de su señoría de colocarme a la cabeza de un ejército de terranos para que pudiera irrumpir en el Mundo Superior y allí, por la fuerza, convertirme en rey de algún estado que jamás me ha hecho ningún daño, asesinando a sus legítimos nobles y apoderándome del trono como un tirano extranjero y sanguinario, ahora que me conozco a mí mismo, abomino totalmente de ello y lo denuncio como una villanía total. Y segundo: soy el hijo del rey de Narnia, Rilian, el único hijo de Caspian, décimo de ese nombre, a quien algunos llaman Caspian el Navegante. Por lo tanto, señora, es mi propósito, como también es mi deber, abandonar en seguida la corte de su majestad para regresar a mi país. Os ruego que me concedáis a mí y a mis amigos salvoconducto y guía por vuestro oscuro reino.
La bruja no dijo nada, y se limitó a avanzar despacio por la habitación, manteniendo en todo momento el rostro y los ojos muy fijos en el príncipe. Cuando llegó junto a una arqueta encajada en la pared, no muy lejos de la chimenea, la abrió y sacó primero un puñado de polvo verde, que arrojó al fuego. Éste no llameó en exceso, pero un aroma dulce y soporífero brotó de él, y durante toda la conversación que siguió, aquel olor aumentó en intensidad, inundó la habitación y dificultó la capacidad de pensar. A continuación, extrajo un instrumento musical bastante parecido a una mandolina, y empezó a tocarlo con los dedos; un rasgueo constante y monótono que dejaba de advertirse al cabo de unos pocos minutos. Pero cuanto menos consciente se era de él, más se introducía en el cerebro y la sangre. Aquello también dificultaba la capacidad de pensar. Después de haber rasgueado durante un rato (y cuando el aroma dulzón era ya muy fuerte) la dama empezó a hablar con su voz dulce y sosegada.
—¿Narnia? ¿Narnia? A menudo he oído a su señoría pronunciar ese nombre en sus delirios. Querido príncipe, estáis muy enfermo. No existe ningún lugar llamado Narnia.
—Sí existe, señora —intervino Charcosombrío—. ¿Sabéis?, se da la circunstancia de que he vivido allí toda mi vida.
—¿De verdad? —preguntó la bruja—. Decidme, os lo ruego, ¿dónde se halla ese país?
—Ahí arriba —respondió Charcosombrío, resueltamente, señalando a lo alto—. No… no sé exactamente dónde.
—¿Cómo es eso? —siguió ella, con una especie de risa suave y musical—. ¿Existe un país ahí arriba entre las piedras y la argamasa del techo?
—No —dijo Charcosombrío, esforzándose a la vez por respirar un poco—. Está en el Mundo Superior.
—Y ¿qué o dónde, por favor, está… cómo lo llamáis… ese Mundo Superior?
—Vamos, no seáis ridícula —dijo Scrubb, que peleaba con energía contra el hechizo del aroma dulzón y el rasgueo—. ¡Como si no lo supierais! Está ahí arriba, ahí donde pueden verse el cielo, el sol y las estrellas. Pero si vos misma habéis estado allí. Os conocimos allí.
—Os suplico clemencia, muchachito —rió la bruja (no se habría podido escuchar una risa más deliciosa)—. No tengo el menor recuerdo de ese encuentro. Pero a menudo encontramos a nuestros amigos en lugares extraños cuando soñamos. Y a menos que todos soñaran lo mismo, no se les debe pedir que lo recuerden.
—Señora —intervino el príncipe en tono severo—, ya he dicho a su excelencia que soy el hijo del rey de Narnia.
—Lo seréis, querido amigo —repuso la bruja con una voz sedante, como si estuviera siguiendo la corriente a un niño—, seréis rey de muchos países imaginarios en vuestras fantasías.
—Nosotros también hemos estado allí —espetó Jill.
La niña estaba enojada porque sentía como el hechizo se iba apoderando de ella por momentos; pero desde luego el hecho mismo de sentirlo demostraba que todavía no había funcionado por completo.
—Y vos sois reina de Narnia también, no lo dudo, preciosa niña —respondió la bruja con el mismo tono halagador y medio burlón.
—Nada de eso —replicó ella, dando una patada en el suelo—. Venimos de otro mundo.
—Vaya, este juego todavía me gusta más —dijo la bruja—. Contadnos, pequeña doncella, ¿dónde está ese otro mundo? ¿Qué naves y carruajes se mueven entre él y el nuestro?
Desde luego gran cantidad de cosas desfilaron veloces por la mente de Jill a la vez: la Escuela Experimental, Adela Pennyfather, su propia casa, aparatos de radio, cines, coches, aeroplanos, libretas de racionamiento, colas. Pero todo ello parecía nebuloso y muy lejano. (Dring… dring… dring… sonaban las cuerdas del instrumento de la bruja). Jill no conseguía recordar los nombres de las cosas de nuestro mundo, aunque en aquel momento no le pasó por la cabeza que la estaban hechizando, ya que la magia ejercía entonces todo su poder; y, como es natural, cuanto más hechizado está uno, más seguro se siente de no estarlo en absoluto.
Se encontró diciendo, y en aquel momento fue un gran alivio decirlo:
—No; supongo que ese otro mundo debe de ser por completo un sueño.
—Sí; es un sueño —afirmó la bruja, sin dejar de tocar.
—Sí, un sueño —repitió Jill.
—Jamás ha existido un mundo así —siguió la bruja.
—No —dijeron Jill y Scrubb—, jamás ha existido un mundo así.
—Jamás ha existido otro mundo aparte del mío —declaró la mujer.
—Jamás ha existido otro mundo aparte del vuestro —dijeron ellos.
Charcosombrío seguía luchando con energía.
—No sé exactamente qué queréis decir todos con eso de otro mundo —anunció, hablando como quien ha perdido el resuello—. Pero podéis tocar ese violín hasta que se os caigan los dedos, y seguiréis sin conseguir que olvide Narnia, ni todo el Mundo Superior. Jamás volveremos a verlo, supongo. Es probable que lo hayáis aniquilado y convertido en un lugar oscuro como éste. Nada es más probable. Pero sé que estuve allí en una ocasión. He visto el cielo lleno de estrellas. He visto alzarse el sol desde el mar por la mañana y hundirse tras las montañas por la noche. Y lo he visto allí arriba, en el cielo del mediodía, cuando no podía mirarlo de frente debido a su resplandor.
La palabras de Charcosombrío tuvieron un efecto estimulante. Los otros tres volvieron a respirar e intercambiaron miradas igual que personas que se acaban de despertar.
—¡Vaya, eso es! —gritó el príncipe—. ¡Desde luego! Que Aslan bendiga a este honrado meneo de la Marisma. Estos últimos minutos hemos estado soñando. ¿Cómo podemos haberlo olvidado? Claro que todos hemos visto el sol.
—¡Diantre, desde luego que lo hemos visto! —exclamó Scrubb—. ¡Felicitaciones, Charcosombrío! Creo que eres el único de todos nosotros con algo de sensatez.
Entonces se oyó la voz de la bruja, arrullando dulcemente como el canto de una paloma torcaz desde los altos olmos de un viejo jardín a las tres del mediodía en una tarde somnolienta de verano; y ésta dijo:
—¿Qué es ese «sol» del que todos habláis? ¿Queréis decir algo con esa palabra?
—Sí, ya lo creo que sí —afirmó Scrubb.
—¿Podéis decirme cómo es? —inquirió ella, y las cuerdas siguieron con su interminable dring, dring, dring.
—Con vuestro permiso majestad —dijo el príncipe, con suma frialdad y educación—. ¿Veis esa lámpara? Es redonda y amarilla y emite luz a toda la habitación; y además, cuelga del techo. Pues esa cosa a la que llamamos sol es como la lámpara, sólo que mucho más grande y brillante. Da luz a todo el Mundo Superior y cuelga del cielo.
—¿Cuelga de dónde, milord? —preguntó la bruja; y luego, mientras todos seguían pensando cómo responderle, añadió, con otra de sus dulces y argentinas risas—. ¿Veis? Cuando intentáis pensar con claridad en lo que debe de ser ese «sol», no podéis decírmelo. Sólo podéis decirme que es como la lámpara. Vuestro «sol» es un sueño; y no hay nada en ese sueño que no esté copiado de la lámpara. La lámpara es lo real; el «sol» no es más que un cuento, un relato para niños.
—Sí, ya lo entiendo —repuso Jill en un tono de voz lento y desesperanzado—. Debe de ser así. —Y mientras lo decía, le pareció que era algo muy sensato.
—No existe el sol —repitió la bruja despacio y con voz solemne.
Ellos no dijeron nada, de modo que repitió, con una voz más suave y profunda si cabe:
—El sol no existe.
—Tenéis razón. El sol no existe —dijeron los cuatro a la vez, tras una pausa, y un forcejeo mental; y resultó un gran alivio darse por vencidos y decirlo.
—El sol nunca ha existido —siguió ella.
—No; el sol nunca ha existido —dijeron el príncipe, el meneo de la Marisma y los niños.
Durante los últimos minutos Jill había tenido la sensación de que había algo que debía recordar costara lo que costase. Y en aquel momento lo hizo; pero resultó terriblemente difícil decirlo. Sintió como si unos pesos enormes descansaran sobre sus labios, pero finalmente, con un esfuerzo que pareció dejarla sin energías, dijo:
—Existe Aslan.
—¿Aslan? —preguntó la bruja, acelerando de modo apenas perceptible el ritmo de sus rasgueos—. ¡Qué nombre tan bonito! ¿Qué significa?
—Es el gran león que nos sacó de nuestro mundo —explicó Scrubb— y nos envió a éste para localizar al príncipe Rilian.
—¿Qué es un león? —preguntó la bruja.
—¡Caray! —exclamó Scrubb—. ¿No lo sabéis? ¿Cómo se lo podemos describir? ¿Habéis visto alguna vez un gato?
—Desde luego. Adoro los gatos.
—Bueno pues un león se parece un poco… sólo un poco, claro ésta… a un gato grande… con melena. Pero no es como las crines de un caballo, ¿sabéis?, es más parecida a la peluca de un juez. Y es espantosamente fuerte.
—Ya veo —repuso ella, meneando la cabeza— que no nos irá mejor con vuestro «león», como lo llamáis vosotros; es tan imaginario como vuestro «sol». Habéis visto lámparas, y por lo tanto habéis imaginado una lámpara mayor y mejor y le habéis dado el nombre de «sol». Habéis visto gatos, y ahora queréis uno más grande y mejor, al que se llamará «león». Bueno, es una simulación muy entretenida, aunque, si he de ser franca, resultaría más apropiada para vosotros si fuerais más jóvenes. Y fijaos en cómo no sois capaces de introducir nada en vuestra simulación sin copiarlo de mi mundo real, que es el único mundo. Pero incluso vosotros, niños, sois demasiado mayores para un juego así. En cuanto a vos, mi señor príncipe, que sois un hombre adulto, ¡vaya vergüenza! ¿No os avergüenzan esos jueguecitos? Vamos, todos vosotros. Guardad esos trucos infantiles. Tengo trabajo para todos en el mundo real. No existe Narnia, ni Mundo Superior, ni cielo, ni sol, ni Aslan. Y ahora, todos a dormir. Y empecemos todos una vida más sensata mañana. Pero primero, a la cama; a dormir; un sueño profundo, en almohadas mullidas, un sueño sin sueños absurdos.
El príncipe y los dos niños permanecían de pie con la cabeza inclinada hacia abajo, las mejillas arreboladas, los ojos medio cerrados; toda la energía desaparecida de sus cuerpos; el hechizo casi completado. Sin embargo, Charcosombrío, haciendo desesperadamente acopio de todas sus fuerzas, se dirigió hacia el fuego e hizo algo muy valeroso por su parte. Sabía que no le haría tanto daño como a un humano, pues sus pies —que estaban desnudos— eran palmeados, duros y de sangre fría como los de un ganso. Pero sabía que le haría bastante daño; y así fue. Con el pie desnudo golpeó el fuego, convirtiendo una buena parte en cenizas sobre la plana superficie del hogar. Y tres cosas sucedieron a la vez.
Primero, el aroma dulce y embriagador se redujo bastante; pues aunque no se había apagado todo el fuego, en gran parte sí lo había hecho, y lo que quedaba olía sobre todo a meneo de la Marisma chamuscado, lo que no es precisamente un olor delicioso. Aquello hizo que, inmediatamente, a todos se les aclararan bastante las ideas. El príncipe y los niños volvieron a alzar la cabeza y abrieron los ojos.
En segundo lugar, la bruja, con una voz potente y terrible, por completo distinta de los tonos dulces que había estado utilizando hasta entonces, gritó:
—¿Se puede saber qué haces? Atrévete a tocar otra vez mi fuego, porquería fangosa, y convertiré tu sangre en fuego en el interior de tus propias venas.
En tercer lugar, el dolor hizo que a Charcosombrío se le aclararan las ideas por un instante y eso le permitió saber lo que realmente pensaba. No hay como una buena punzada de dolor para disolver ciertas clases de magia.
—Os diré algo, señora —dijo, apartándose del fuego; cojeando debido al dolor—. Os diré algo. Todo lo que habéis estado diciendo es bastante cierto, sin duda. Soy un tipo al que siempre le ha gustado saber lo peor y luego le ha puesto la mejor cara que ha podido. Así pues, no negaré nada de lo que habéis declarado. Pero hay algo más que debe mencionarse. Supongamos que no hemos hecho más que soñar o inventar todas esas cosas: árboles, hierba, sol, luna, estrellas y al mismo Aslan. Supongamos que sea así. Entonces todo lo que puedo decir es que, en ese caso, las cosas inventadas parecen mucho más importantes que las reales. Supongamos que este pozo negro que tenéis por reino es el único mundo. Pues lo cierto es que me resulta muy poca cosa. ¡Qué curioso! No somos más que criaturas que han inventado un juego, si es que tenéis razón; pero nuestro mundo ficticio deja en mantillas a vuestro mundo real. Por eso voy a quedarme en ese mundo imaginario. Estoy del lado de Aslan incluso aunque no exista ningún Aslan para actuar de guía. Voy a vivir de forma tan parecida a la de un narniano como pueda, aunque no exista Narnia. Así pues, os doy las gracias por la cena que nos habéis ofrecido y, si estos dos caballeros y la joven dama están listos, abandonaremos vuestra corte al momento y marcharemos por la oscuridad para pasar nuestras vidas en la Tierra Superior. Sin duda nuestro tiempo no será largo, diría yo; pero eso no es una gran desgracia si el mundo es un lugar tan aburrido como decís.
—¡Bravo! ¡Vaya con el bueno de Charcosombrío! —exclamaron Scrubb y Jill.
—¡Cuidado! ¡Mirad a la bruja! —gritó entonces el príncipe, de improviso.
Cuando miraron, casi se les pusieron los pelos de punta.
El instrumento musical cayó de las manos de la mujer. Los brazos parecían inmovilizados a los costados; las piernas estaban entrelazadas entre sí, y los pies habían desaparecido. La larga cola verde de la falda se tornó más gruesa y sólida, y pareció formar una única pieza con la retorcida columna que eran sus piernas entrelazadas. Y esa contorsionada columna verde se curvaba y balanceaba como si careciera de articulaciones o por el contrario fuera toda ella articulada. Tenía la cabeza echada hacia atrás y mientras su nariz se alargaba sin cesar, todas las otras partes del rostro parecieron desaparecer, a excepción de los ojos. Enormes ojos llameantes ahora, sin cejas ni pestañas. Hace falta tiempo para relatar todo esto, pero en realidad sucedió con tal rapidez que apenas hubo el tiempo justo de contemplarlo. Mucho antes de que se pudiera hacer nada, el cambio finalizó, y la serpiente enorme en que se había convertido la bruja, verde como el veneno, gruesa como la cintura de Jill, había arrollado dos o tres anillos de su repulsivo cuerpo alrededor de las piernas del príncipe. Rápido como el rayo, otro anillo se movió sinuoso con intención de inmovilizarle el brazo que empuñaba la espada contra el costado; pero el príncipe reaccionó a tiempo. Alzó los brazos y los liberó: el nudo viviente se limitó a enroscarse en su cuerpo, listo para aplastarle las costillas como si fueran leña cuando se cerrara.
El príncipe agarró el cuello de la criatura con la mano izquierda, presionando para intentar asfixiarla. Aquello hizo que el rostro del ser —si es que podemos llamarlo rostro— quedara a apenas unos diez centímetros del suyo. La lengua bífida aleteó horriblemente, entrando y saliendo de las fauces, aunque no consiguió alcanzarlo. Con la mano derecha echó hacia atrás la espada para golpear con todas sus fuerzas. Entretanto Scrubb y Charcosombrío habían desenvainado sus espadas y corrido en su ayuda. Los tres golpes cayeron a la vez: el de Scrubb (que ni siquiera agujereó las escamas del animal y no sirvió de nada) por debajo de la mano del príncipe, y los del príncipe y de Charcosombrío sobre el cuello de la serpiente. Ni siquiera aquello acabó completamente con ella, aunque consiguió que aflojara los anillos que rodeaban las piernas y el pecho de Rilian. Con una serie de insistentes mandobles lograron por fin cercenarle la cabeza, pero la horrible criatura siguió enroscándose y moviéndose como un pedazo de alambre hasta mucho después de haber muerto; y el suelo, como podréis imaginar, quedó hecho una porquería.
—Caballeros —dijo el príncipe, cuando recuperó el aliento—, os doy las gracias.
Los tres triunfadores se quedaron quietos, contemplándose unos a otros, jadeantes, sin decir nada más durante un buen rato. Jill, muy sensatamente, se había sentado y permanecía en silencio; la niña pensaba para sí: «Confío en no desmayarme, romper a llorar ni hacer alguna tontería».
—Mi real madre ha sido vengada —declaró Rilian por fin—. Éste es sin duda alguna el mismo reptil que perseguí en vano junto al manantial del bosque de Narnia, hace tantos años. Todo este tiempo he sido esclavo de la asesina de mi madre. Sin embargo me alegro, caballeros, de que la execrable bruja adoptara su aspecto de serpiente en el último momento. No habría ido con mi corazón ni con mi honor matar a una mujer. Pero atendamos a la dama. —Con esto se refería a Jill.
—Estoy bien, gracias —respondió ésta.
—Mocita —dijo el príncipe, dedicándole una reverencia—, tenéis un gran valor, y por lo tanto, no dudo de que provenís de sangre noble en vuestro propio mundo. Pero venid, amigos. Queda un poco de vino. Recuperémonos y que cada uno brinde por sus compañeros. Después de eso, dediquémonos a hacer planes.
—Una idea magnífica, señor —declaró Scrubb.