Detrás del gimnasio
Era un día desapacible de otoño y Jill Pole lloraba detrás del gimnasio.
Lloraba porque se habían reído de ella. Éste no va a ser un relato escolar, de modo que contaré lo menos posible sobre el colegio de Jill, pues no es un tema agradable. Era un centro coeducacional, una escuela tanto para chicos como para chicas, lo que se daba en llamar una escuela «mixta»; había quien decía que el problema no era la mezcla de alumnos sino la confusión mental de los que la dirigían. Eran personas que pensaban que había que permitir a los alumnos hacer lo que quisieran; y, por desgracia, lo que más gustaba a diez o quince de los chicos y chicas mayores era intimidar a los demás. Ocurrían toda clase de cosas, cosas horrendas, que en una escuela corriente habrían salido a la luz y se habrían zanjado al cabo de medio trimestre; pero no sucedía así en aquélla. O incluso aunque sí se desvelaran, a los alumnos que las hacían no se les expulsaba ni castigaba. El director decía que eran casos psicológicos muy interesantes y los hacía llamar a su despacho y conversaba con ellos durante horas. Y si uno sabía qué decirle, acababa convirtiéndose en un alumno favorito en lugar de todo lo contrario.
Por ese motivo lloraba Jill aquella desapacible tarde de otoño en el sendero húmedo que discurría entre la parte trasera del gimnasio y la zona de arbustos. Y seguía llorando aún cuando un niño dobló la esquina del gimnasio silbando, con las manos en los bolsillos, y casi se dio de bruces con ella.
—¿Por qué no miras por dónde vas? —lo increpó Jill Pole.
—Vale, vale —respondió él—, no es necesario que armes… —Y entonces le vio el rostro—. Oye, Pole, ¿qué sucede?
La niña se limitó a hacer muecas, de esas que uno hace cuando intenta decir algo pero descubre que si habla empezará a llorar otra vez.
—Es por «ellos», supongo… como de costumbre —dijo el muchacho en tono sombrío, hundiendo aún más las manos en los bolsillos.
Jill asintió. Sobraban las palabras, así que no habría dicho nada incluso aunque hubiera podido hablar. Los dos lo sabían.
—¡Oye, mira! —siguió él—, de nada sirve que todos nosotros…
La intención era buena, pero realmente hablaba como quien está a punto de echar un sermón, y Jill se enfureció; algo bastante frecuente cuando a uno lo interrumpen mientras llora.
—Anda, ve y ocúpate de tus asuntos —le espetó la niña—. Nadie te ha pedido que te entrometas, ¿no es cierto? Y, precisamente, no eres quién para andar diciendo a la gente lo que debería hacer, ¿no crees? Supongo que lo que quieres decir es que deberíamos pasarnos todo el tiempo admirándolos y congraciándonos y desviviéndonos por ellos como haces tú.
—¡Ay, no! —exclamó el niño, sentándose en el terraplén de hierba situado al borde de los matorrales y volviéndose a incorporar a toda prisa ya que la hierba estaba empapada. Su nombre, por desgracia, era Eustace Scrubb, pero no era un mal chico.
—¡Pole! —dijo—. ¿Te parece justo? ¿Acaso he hecho algo parecido este trimestre? ¿Acaso no me enfrenté a Carter por lo del conejo? Y ¿no guardé el secreto sobre Spivvins?… ¡y, eso que me «torturaron»! Y no…
—No, no lo sé ni me importa —sollozó Jill.
Scrubb comprendió que todavía seguía muy afectada y, muy sensatamente, le ofreció un caramelo de menta. También tomó uno él. De inmediato, Jill empezó a ver las cosas con más claridad.
—Lo siento, Scrubb —dijo al cabo de un rato—, no he sido justa. Sí que has hecho todo eso… este trimestre.
—Entonces olvídate del curso pasado si puedes —indicó Eustace—. Era un chico distinto. Era… ¡Cielos! Era un parásito con todas las letras.
—Bueno, si he de ser franca, sí lo eras —manifestó Jill.
—¿Crees que he cambiado, entonces?
—No lo creo sólo yo —respondió la niña—. Todo el mundo lo dice. También «ellos» se han dado cuenta. Eleanor Blakiston oyó a Adela Pennyfather hablando de eso en nuestro vestuario ayer. Decía: «Alguien le ha hecho algo a ese Scrubb. No está nada dócil este curso. Tendremos que ocuparnos de él».
Eustace se estremeció. Todo el mundo en la Escuela Experimental sabía qué quería decir que «se ocuparan de alguien».
Los dos niños permanecieron callados unos instantes. Gotas de lluvia resbalaron al suelo desde las hojas de los laureles.
—¿Por qué eras tan diferente el curso pasado? —inquirió Jill.
—Me sucedieron gran cantidad de cosas curiosas durante las vacaciones —respondió él en tono misterioso.
—¿Qué clase de cosas?
Eustace no dijo nada durante un buen rato. Luego contestó:
—Oye, Pole, tú y yo odiamos este lugar con todas nuestras fuerzas, ¿no es cierto?
—Por lo menos yo sí —dijo ella.
—En ese caso creo que puedo confiar en ti.
—Me parece estupendo por tu parte.
—Sí, pero voy a contarte un secreto impresionante. Pole, oye, ¿te crees las cosas? Me refiero a cosas de las que aquí todos se reirían.
—Nunca he tenido esa oportunidad, pero me parece que las creería.
—¿Me creerías si te dijera que estuve totalmente fuera del mundo, fuera de este mundo el verano pasado?
—No sé si te entendería.
—Bien, pues dejemos de lado eso de los mundos, entonces. Supongamos que te digo que he estado en un lugar donde los animales hablan y donde hay… pues… hechizos y dragones…, y… bueno, toda la clase de cosas que encuentras en los cuentos de hadas. —Scrubb se sintió muy azorado mientras lo decía y enrojeció sin querer.
—¿Cómo llegaste ahí? —quiso saber Jill, que también se sentía curiosamente vergonzosa.
—Del único modo posible… mediante la magia —respondió Eustace casi en un susurro—. Estaba con dos primos míos. Sencillamente fuimos… trasladados de repente. Ellos ya habían estado allí.
Puesto que hablaban en susurros a Jill le resultaba, en cierto modo, más fácil creer todo aquello; pero entonces, de pronto, una terrible sospecha se adueñó de ella y dijo, con tal ferocidad que por un instante pareció una tigresa:
—Si descubro que me has tomado el pelo jamás te volveré a hablar; jamás, jamás, jamás.
—No te tomo el pelo —respondió Eustace—, te lo juro. Lo juro por… por todo.
(Cuando yo iba a la escuela uno acostumbraba a decir: «Lo juro por la Biblia». Pero en la Escuela Experimental no se fomentaba el uso de la Biblia).
—De acuerdo —dijo Jill—, te creeré.
—Y¿no se lo dirás a nadie?
—¿Por quién me tomas?
Estaban muy emocionados cuando lo dijeron. Pero a continuación Jill miró a su alrededor y vio el nebuloso cielo otoñal, escuchó el gotear de las hojas y pensó en lo desesperado de la situación en la Escuela Experimental —era un trimestre de trece semanas y todavía quedaban once—, y no pudo evitar decir:
—Pero a fin de cuentas, ¿de qué sirve eso? No estamos allí: estamos aquí. Y está claro que no podemos ir a Ese Lugar. O ¿sí podemos?
—Eso es lo que me preguntaba —repuso Eustace—. Cuando regresamos de Ese Lugar, alguien dijo que los dos Pevensie, mis dos primos, no podrían regresar nunca más. Era la tercera vez que iban, ¿sabes? Supongo que ya cubrieron su cupo. Pero no dijo que yo no pudiera. Seguramente lo habría dicho, a menos que su intención fuera que yo regresara. Y no dejo de preguntarme: ¿podemos… podríamos…?
—¿Te refieres a hacer algo para conseguir que suceda?
Eustace asintió.
—¿Quieres decir que quizá podríamos dibujar un círculo en el suelo… y escribir cosas con letras raras dentro… y meternos en él… y recitar hechizos y conjuros?
—Bueno —respondió Eustace después de reflexionar intensamente durante un rato—, creo que yo también pensaba en algo así, aunque nunca lo he hecho. Además, ahora que lo pienso mejor, los círculos y cosas como ésas me dan un poco de repugnancia y no creo que a él le gustaran. Sería como obligarlo a hacer cosas, cuando en realidad sólo podemos pedirle que las haga.
—¿Quién es esa persona que no paras de mencionar?
—En Ese Lugar lo llaman Aslan —repuso él.
—¡Qué nombre más curioso!
—Ni la mitad de curioso que él mismo —indicó Eustace en tono solemne—. Pero sigamos. No hará ningún daño pedirlo. Coloquémonos el uno al lado del otro, así. Y extendamos las manos con las palmas hacia abajo: como hicieron ellos en la Isla de Ramandu…
—¿La isla de quién?
—Ya te lo contaré en otra ocasión. Y a lo mejor le gustaría que miráramos al este. Veamos, ¿dónde está el este?
—No lo sé —respondió Jill.
—Resulta sorprendente que las chicas nunca sepáis dónde están los puntos cardinales —observó Eustace.
—Tampoco lo sabes tú —respondió ella, indignada.
—Sí que lo sé, sólo que no dejas de interrumpirme. Ya lo tengo. Ahí está el este, en dirección a los laureles. Bien, ¿repetirás las palabras después de mí?
—¿Qué palabras?
—Las palabras que voy a decir, claro —respondió él—. Ya… —Y empezó a repetir—: ¡Aslan, Aslan, Aslan!
—Aslan, Aslan, Aslan —repitió a su vez Jill.
—Por favor, déjanos entrar en…
En aquel momento se oyó una voz desde el otro lado del gimnasio que gritaba:
—¿Pole? Sí, sé dónde está: lloriqueando detrás del gimnasio. ¿Voy a buscarla?
Jill y Eustace intercambiaron una veloz mirada, se metieron bajo los laureles y empezaron a gatear por la empinada pendiente de tierra de la zona de arbustos a una velocidad muy meritoria por su parte, pues, debido a los curiosos métodos de enseñanza de la Escuela Experimental, uno no aprendía demasiado Francés, Matemáticas, Latín o cosas parecidas; pero sí aprendía cómo escabullirse de prisa y sin ruido cuando «ellos» te buscaban.
Tras gatear durante un minuto se detuvieron a escuchar, y supieron por los sonidos que les llegaron que los seguían.
—¡Si al menos la puerta volviera a estar abierta! —exclamó Scrubb mientras seguían adelante, y Jill asintió.
En la parte superior de la zona de matorrales había un muro de piedra muy alto y en la pared una puerta por la que se podía salir al páramo. Aquella puerta estaba casi siempre cerrada con llave, pero en determinadas ocasiones había aparecido abierta; o tal vez sólo había ocurrido una vez. Sin embargo, se puede imaginar cómo el recuerdo siquiera de una única vez hacía que los alumnos mantuvieran la esperanza y siguieran probando la puerta por si acaso; pues si por casualidad uno se la encontrara abierta sería un modo magnífico de salir del recinto de la escuela sin ser visto.
Jill y Eustace, muy acalorados y sucios por haber tenido que avanzar casi a gatas bajo los laureles, alcanzaron la pared jadeantes. Y allí estaba la puerta, cerrada como de costumbre.
—Seguro que no servirá de nada —declaró Eustace con la mano en la manilla; y a continuación—: ¡Caray! —Pues el picaporte giró y la puerta se abrió.
Un momento antes, ambos habían tenido la intención de cruzar aquel umbral a toda velocidad, si, por casualidad, se encontraban la puerta abierta. Sin embargo, cuando ésta se desplazó, los dos permanecieron inmóviles como estatuas de sal. Lo que veían era muy distinto de lo que habían esperado.
Habían esperado ver la ladera gris y cubierta de brezo del páramo ascendiendo sin pausa hasta unirse al nublado cielo otoñal, pero, en su lugar, un sol esplendoroso apareció ante ellos. Penetró por el umbral igual que la luz de un día de junio penetra en un garaje cuando se abre la puerta, e hizo que las gotas de agua de la hierba centellearan como cuentas de cristal a la vez que resaltaba la suciedad del rostro manchado por las lágrimas de Jill. Además, el sol provenía de lo que ciertamente parecía un mundo distinto; al menos lo que podían ver de él. Contemplaron una hierba lisa, más lisa y brillante que cualquier otra que la niña hubiera visto nunca, un cielo azul y, pasando veloces de un lado a otro, criaturas tan relucientes que podrían haber sido joyas o mariposas enormes.
A pesar de desear algo parecido, Jill se asustó. Miró la cara de su compañero y vio que también él tenía miedo.
—Adelante, Pole —dijo el niño con voz jadeante.
—¿Podemos regresar? ¿Es seguro? —inquirió ella.
En aquel momento una voz gritó a su espalda, una vocecita mezquina y malévola:
—Vamos, Pole —chirrió—. Todos sabemos que estás aquí. Baja de una vez.
Era la voz de Edith Jackle, no una de «ellos» exactamente, pero sí uno de sus satélites y soplones.
—¡Rápido! —dijo Scrubb—. Vamos. Tomémonos de la mano. No debemos separarnos.
Antes de que ella supiera exactamente qué sucedía, él la había agarrado de la mano y arrastrado al otro lado de la puerta, fuera de los terrenos de la escuela, fuera de Inglaterra, fuera de nuestro mundo y al interior de Ese Lugar.
La voz de Edith Jackle se cortó tan de repente como la voz en la radio cuando uno la apaga y, al instante, se oyó un sonido totalmente distinto alrededor de los dos niños, proveniente de aquellas criaturas brillantes que volaban sobre sus cabezas, que resultaron ser pájaros. Producían un sonido bullicioso, pero se parecía más a la música —una música moderna y atrevida que uno no entiende bien la primera vez que la oye— que al canto de los pájaros en nuestro mundo. Sin embargo, a pesar de los cantos, existía una especie de inmenso silencio de fondo. Aquel silencio, combinado con la frescura del aire, hizo pensar a Jill que debían de hallarse en lo alto de una montaña imponente.
Scrubb apresaba todavía su mano y avanzaban juntos, mirando a todas partes con asombro. Jill vio que árboles enormes, muy parecidos a cedros aunque más grandes, crecían en todas direcciones; pero debido a que no crecían muy pegados, y a que no había monte bajo, aquello no les impedía ver el interior del bosque a derecha e izquierda. Y hasta donde alcanzaba la vista de la niña, todo era muy parecido: hierba lisa, aves que volaban veloces como flechas con plumajes amarillos, azul libélula o de todos los colores del arco iris, sombras azules y soledad. No soplaba la menor brisa en aquella atmósfera fresca y luminosa. Era un bosque muy solitario.
Justo al frente no había árboles; sólo cielo azul. Siguieron adelante sin hablar hasta que de improviso Jill oyó gritar a su compañero: «¡Cuidado!» y sintió que tiraban de ella hacia atrás. Estaban en el borde mismo de un farallón.
Jill era una de esas personas afortunadas que no padecen de vértigo, y no le importó en absoluto estar al borde de un precipicio. Por eso se sintió un tanto molesta con Scrubb por tirar de ella hacia atrás —«como si fuera una cría», se dijo—, y se desasió con violencia. Al ver lo pálido que se había quedado el niño, sintió un gran desprecio por él.
—¿Qué sucede? —inquirió.
Para demostrar que no sentía miedo, fue a colocarse muy cerca del borde; en realidad, mucho más cerca de lo que incluso a ella le habría gustado. Luego miró abajo.
Comprendió entonces que Scrubb tenía una cierta excusa para palidecer, pues ningún precipicio en nuestro mundo podía compararse a aquello. Intenta imaginar que estás en el acantilado más alto que conozcas, luego imagina que miras al fondo y a continuación imagina que el precipicio sigue descendiendo aún más, mucho más abajo, diez veces, veinte veces más abajo. Y después de haber contemplado toda esa distancia imagina cositas blancas que podrían confundirse a primera vista con ovejas, pero que en seguida se distingue que son nubes —no pequeñas espirales de neblina sino nubes enormes, blancas e hinchadas que en sí mismas son tan grandes como la mayoría de montañas. Y por fin, entre aquellas nubes, ves la superficie, un suelo tan lejano que no puedes apreciar si se trata de un campo, un bosque, tierra o agua: mucho más abajo de esas nubes de lo que tú te encuentras por encima de ellas.
Jill lo contempló con fijeza y, a continuación, se dijo que tal vez, después de todo, podría apartarse un paso o dos del borde, pero no le apetecía hacerlo por temor a lo que pudiera pensar Scrubb. Entonces, repentinamente, decidió que no le importaba lo que él pensara, y que sería mejor que se apartara de aquel precipicio tremendo y no volviera a reírse jamás de nadie por temer a las alturas. Sin embargo, cuando intentó moverse, descubrió que no podía; sus piernas parecían haberse convertido en masilla y todo daba vueltas ante sus ojos.
—¿Qué haces, Pole? Retrocede… ¡no seas tonta! —gritó Scrubb.
Pero su voz parecía venir de muy lejos. Notó que el niño la asía; pero para entonces carecía de control sobre sus brazos y piernas. Se produjo un breve forcejeo al borde del precipicio. Jill estaba demasiado asustada y mareada para saber exactamente qué hacía, pero hubo dos cosas que sí recordó mientras vivió, y a menudo regresaban a ella en sus sueños. Una fue que se había liberado de las garras del niño; la otra fue que, en ese mismo instante, Eustace, con un alarido de terror, perdió el equilibrio y se precipitó al abismo.
Afortunadamente, no tuvo tiempo de reflexionar sobre lo que había hecho, porque un animal enorme de color brillante se había precipitado al borde del acantilado. El ser estaba agachado, inclinado sobre el margen, y (aquello era lo curioso) soplaba. No rugía ni bufaba, sino que soplaba con las enormes fauces abiertas; lo hacía con la misma regularidad con la que aspira un aspirador. Jill estaba tan cerca de la criatura que percibía como vibraba su aliento de un modo continuo por todo su cuerpo, y yacía totalmente inmóvil, porque no podía alzarse. Sentía como si estuviera a punto de desmayarse; a decir verdad, deseaba poder desmayarse realmente, pero los desmayos no aparecen sólo con desearlo. Por fin distinguió, muy por debajo de donde estaba, un diminuto punto negro que flotaba alejándose del precipicio y ascendía ligeramente. A medida que ascendía, también se alejaba, y para cuando estuvo casi a la altura de la cima del acantilado estaba tan lejos que la niña lo perdió de vista. Era evidente que se alejaba de ellos a gran velocidad y Jill no pudo evitar pensar que la criatura situada junto a ella lo estaba empujando lejos con sus soplidos.
Se volvió, pues, y miró a la criatura. Era un león.