Sobre la Historia de la Guerra de los Dioses y los Actos de Belgarath el Hechicero, adaptado de El Libro de Alorn.

Cuando el mundo era nuevo, los siete dioses vivían en armonía y las razas del hombre eran un solo pueblo. Belar, el más joven de los dioses, era amado por los alorn. Él se instaló entre ellos y los estimó, y los alorn prosperaron bajo su cuidado. Los demás dioses también reunieron gente en torno a ellos y cada dios estimó a su pueblo.

Pero Aldur, el hermano mayor de Belar, era un dios sin pueblo. Aldur vivió apartado de hombres y dioses hasta el día en que un niño vagabundo lo buscó y se presentó ante él. Aldur aceptó al niño como discípulo y lo llamó Belgarath. Belgarath aprendió el secreto de la Voluntad y del Mundo y se convirtió en hechicero. En los años siguientes, hubo otros que acudieron también en busca del dios solitario. Éstos se congregaron en hermandad a los pies de Aldur para aprender de él y el tiempo no los tocó.

Sucedió entonces que Aldur tomó del suelo una piedra con la forma de un globo, no mayor que el corazón de un niño, y le dio vueltas en su mano hasta que la piedra se convirtió en un espíritu vivo. El poder de la joya viviente, que los hombres llamaron el Orbe de Aldur, era muy grande, y Aldur obró maravillas con ella.

De todos los dioses, Torak era el más hermoso y su pueblo eran los angaraks. Éstos quemaban sacrificios ante él y lo llamaban Señor de Señores. Torak encontraba dulces el olor de los sacrificios y las palabras de adoración. Llegó el día, sin embargo, en que supo de la existencia del Orbe de Aldur y, desde aquel momento, no conoció la paz.

Por ultimo, disimulando sus sentimientos, acudió a ver a Aldur.

—Hermano mío —dijo Torak—, no está bien que te mantengas apartado de nuestra compañía y consejo. Despréndete de esa joya que ha seducido tu mente y la ha enajenado de nuestra camaradería.

Aldur miró en el interior del alma de su hermano y lo increpó:

—¿Por qué buscas el poder y el dominio, Torak? ¿No te basta con los angaraks? No permitas que tu orgullo te lleve a desear la posesión del Orbe, o éste acabará contigo.

Grande fue la vergüenza que sintió Torak ante las palabras de Aldur. Alzó el puño, lo golpeó, y, tras apoderarse de la piedra, huyó.

Los demás dioses le suplicaron que devolviera el Orbe, pero Torak se negó. Entonces, las razas del hombre se levantaron y se dirigieron contra las huestes de los angaraks y les declararon la guerra. Las guerras de los dioses y de los hombres se sucedieron con saña por la tierra hasta que, cerca de las alturas de Korim, Torak levantó el Orbe y le impuso su voluntad y lo obligó a partir la tierra en dos. Las montañas se derrumbaron y el mar penetró en los terrenos bajos, pero Belar y Aldur unieron sus voluntades y lograron poner límites al mar. No obstante, las razas de los hombres quedaron separadas unas de otras y lo mismo sucedió a los dioses.

Pero cuando Torak levantó el Orbe viviente y lo descargó contra la tierra, su madre, la piedra despertó y empezó a arder con una llama sagrada cuyo fuego azul quemó el rostro de Torak. Presa del dolor, el dios desmoronó los montes; atormentado, abrió grietas en la tierra envuelto en extrema aflicción e hizo penetrar el mar. Las llamas prendieron en su mano izquierda y la redujeron a cenizas, la carne del lado izquierdo de su rostro se fundió como si fuera cera y su ojo izquierdo hirvió en su cuenca. Con un gran alarido el dios se lanzó al mar para mitigar sus quemaduras, pero su tormento no tuvo fin.

Cuando Torak surgió de las aguas, su costado derecho seguía en bastante buen estado, pero la otra mitad de su cuerpo estaba quemada y terriblemente marcada por el fuego del Orbe. Bajo la carga de su infinito dolor, Torak condujo a su pueblo hacia el este, donde los angaraks edificaron en las llanuras de Mallorea una gran ciudad a la que llamaron Cthol Mishrak, Ciudad de la Noche, pues Torak ocultó sus mutilaciones en la oscuridad. Los angaraks alzaron una torre de hierro para su dios y colocaron el Orbe en una urna de hierro en la cámara más alta de la torre. Con frecuencia, Torak acudía ante la urna y luego, llorando, se marchaba deprisa para evitar que lo venciera el ansia de contemplar de nuevo el Orbe, lo cual podía costarle su completa aniquilación.

Los siglos transcurrieron en las tierras de los angaraks, quienes pasaron a denominar a su mutilado dios Kal Torak, rey y dios a la vez.

Belar había conducido a los alorn hacia el norte. De todos los hombres, éstos eran los más resistentes y aguerridos y Belar insufló en sus corazones un odio eterno a los angaraks. Con crueles espadas y hachas, los alorn fueron incursionando hacia el norte, incluso hasta las extensiones de hielos perennes, en busca de un camino que los condujera a sus enemigos ancestrales.

Así transcurrió el tiempo hasta que Cherek-Hombros de Oso, el rey más grande de los alorn, viajó al valle de Aldur en busca de Belgarath el Hechicero.

—La ruta al norte está abierta —anunció—. Los augurios y las señales son propicios. Ha llegado el momento de descubrir el camino a la Ciudad de la Noche y recuperar el Orbe en poder del Tuerto.

Polendra, la esposa de Belgarath, esperaba un hijo, y el Hechicero era reacio a abandonarla; sin embargo, Cherek lo convenció, y una noche los dos se marcharon para unirse a los hijos de Cherek: Dras-Cuello de Toro, Algar-Pies Ligeros y Riva-Puño de Hierro.

Un invierno inclemente se abatió sobre las tierras del norte, cuyos paramos relucieron bajo las estrellas con la escarcha y el hielo de color gris acerado. Para encontrar el camino, Belgarath formuló un encantamiento y adoptó la forma de gran lobo. Con paso silencioso, se deslizó a través de los bosques alfombrados de nieve donde los árboles crujían y se astillaban bajo el frío. Una escarcha siniestra plateó los lomos y los cuartos delanteros del lobo e, incluso más tarde, el cabello y la barba de Belgarath conservaron el tono plateado.

Bajo la nieve y la bruma, el grupo avanzó hasta Mallorea y llegó por fin a Cthol Mishrak. Tras encontrar un camino secreto de acceso a la ciudad, Belgarath condujo a los demás al pie de la torre de hierro. Ascendieron en silencio los oxidados peldaños de una escalera que nadie había pisado en veinte siglos. Con gran temor, atravesaron la cámara en la que Torak yacía sumido en un letargo causado por el dolor y con su rostro oculto bajo una mascara de acero. El grupo pasó con sigilo ante el dios dormido y avanzó en la oscuridad hasta alcanzar por fin la cámara donde se hallaba la urna de hierro que guardaba el Orbe viviente.

Con un gesto, Cherek indicó a Belgarath que cogiera el Orbe, pero Belgarath se negó.

—No debo tocarlo —dijo— o me destruirá. En otro tiempo, el Orbe aceptaba con gusto el contacto con el hombre o con un dios, pero su voluntad se endureció cuando Torak lo alzó contra su madre. Nunca más volverá a ser usado de este modo. El Orbe puede leer nuestros pensamientos. Ahora, sólo podrá tocarlo quien carezca de la menor malicia, quien sea lo bastante puro como para tomarlo y llevarlo con riesgo de su vida y sin dejarse tentar por ambiciones de poder o de posesiones.

—¿Qué hombre está totalmente libre de malicia en el silencio de su corazón? —preguntó Cherek, pero Riva-Puño de Hierro abrió la urna y tomó en sus manos el Orbe. El fuego brilló entre sus dedos, pero no lo quemó.

—Ahí lo tienes, Cherek —dijo entonces Belgarath—. Tu hijo menor es puro. Su destino y el de todos quienes le sigan será portar el Orbe y protegerlo.

Y Belgarath suspiró, sabedor de la carga que había colocado sobre los hombros de Riva.

—Entonces, sus hermanos y yo lo apoyaremos mientras tenga sobre sí esta responsabilidad —declaró Cherek.

Riva envolvió el Orbe en su capa y lo guardó luego bajo la túnica. Los intrusos volvieron sobre sus pasos a través de las cámaras del dios mutilado, descendieron los herrumbrosos peldaños de la escalera, recorrieron el camino secreto hasta dejar atrás las puertas de la ciudad y se internaron en los páramos.

Poco después, Torak despertó y como siempre, acudió a la cámara del Orbe. Pero la urna estaba abierta y el Orbe había desaparecido. Terrible fue la cólera de Kal Torak. Empuñó su gran espada, bajó de la torre de hierro y con un solo golpe de su arma la derribó. Después, gritó a los angaraks con voz atronadora:

—Por haberos vuelto indolentes y descuidados y haber permitido que un ladrón me robe esa piedra que tan cara me ha costado, arrasaré vuestra ciudad y os dispersaré. Los angaraks vagarán por la tierra hasta que me sea devuelto el Cthrag Yaska, la piedra ardiente.

Tras esto, convirtió la Ciudad de la Noche en un montón de ruinas y expulsó a los angaraks a las tierras vírgenes. Cthol Mishrak dejó de existir.

Tres leguas al norte, Belgarath escuchó el lamento de la ciudad y supo que Torak había despertado.

—Ahora, Kal Torak vendrá tras nosotros y sólo el poder del Orbe podrá salvarnos —murmuró Belgarath—. Cuando los angaraks nos acosen, Puño de Hierro, toma el Orbe y álzalo para que puedan verlo.

Las huestes de los angaraks se presentaron con Torak a la cabeza, pero Riva sostuvo el Orbe en alto de modo que el dios mutilado y su pueblo pudieran contemplarlo. El Orbe reconoció a su enemigo. Su odio estalló de nuevo en llamas y el firmamento se iluminó con su furia. Torak lanzó un grito y dio media vuelta. Las primeras filas de las huestes de angaraks fueron consumidas por el fuego y los supervivientes huyeron presa del terror.

De este modo, Belgarath y sus compañeros escaparon de Mallorea por las fronteras del norte, trasladando de nuevo el Orbe de Aldur hasta los reinos del Oeste.

Los dioses, enterados de todo lo sucedido, celebraron un consejo durante el cual Aldur les advirtió:

—Si emprendemos una nueva guerra contra nuestro hermano Torak, el enfrentamiento causará la destrucción del mundo. Así pues, es necesario que nos ausentemos del mundo para que nuestro hermano no pueda encontrarnos. Debemos prescindir de nuestros cuerpos y permanecer sólo en espíritu para guiar y proteger a nuestros pueblos. Debemos hacerlo por el bien del mundo. El día que emprendamos una nueva guerra, el mundo será deshecho.

Los dioses lloraron al escuchar que debían partir. Chaldan, dios toro de los arendianos, intervino para preguntar:

—En nuestra ausencia, ¿no impondrá Torak su dominio?

—No lo hará —replicó Aldur—. Mientras el Orbe siga en poder del linaje de Riva-Puño de Hierro, Torak no podrá imponerse.

Y así fue como se marcharon los dioses y solo Torak permaneció en el mundo. Pero el saber que el Orbe en manos de Riva le negaba el dominio corroía su alma.

Entonces, Belgarath habló con Cherek y sus hijos.

—Aquí debemos separarnos para proteger el Orbe y prepararnos para la llegada de Torak. Dividámonos según he planteado y hagamos los preparativos.

—Así será, Belgarath —prometió Cherek-Hombros de Oso—. A partir de hoy, Aloria deja de existir pero los alorn seguirán resistiéndose al dominio de Torak mientras quede uno solo de ellos.

Belgarath levantó la cabeza al cielo y gritó:

—¡Escúchame, Torak el Tuerto! El Orbe viviente está a salvo de ti y no prevalecerás contra él. El día que vengas contra nosotros, haré la guerra contra ti. Te mantendré vigilado día y noche y estaré prevenido ante tus maniobras hasta el final de los tiempos.

En los paramos de Mallorea, Kal Torak escuchó la voz de Belgarath y se revolvió, furioso, pues comprendió que el Orbe viviente había quedado fuera de su alcance para siempre.

A continuación, Cherek abrazó a sus hijos y se alejó, para no volver a verlos. Dras fue al norte y habitó las tierras regadas por el río Mrin. Construyó una ciudad en Boktor y llamó a sus tierras Drasnia. Y él y sus descendientes se apostaron en las fronteras del norte y las protegieron del enemigo. Algar se dirigió al sur con su pueblo y encontró caballos en las amplias llanuras bañadas por el río Aldur. Los hombres aprendieron a domar y a montar los caballos y, por primera vez en la historia del hombre, aparecieron guerreros jinetes. Su país recibió el nombre de Algaria y su gente se hizo nómada que viajaba con sus rebaños. Cherek regresó con tristeza a Val Alorn y rebautizó su reino con su propio nombre, pues Cherek estaba ahora solo y sin hijos. Con voluntad y determinación, construyó unas grandes naves de guerra para patrullar los mares y dominar en ellos al enemigo.

La carga del viaje más largo recayó, no obstante, en el portador del Orbe. Al frente de su pueblo, Riva llegó hasta la costa occidental de Sendaria. Allí construyó unas embarcaciones y, con toda su gente, cruzó las aguas hasta la isla de los Vientos. A su llegada, los hombres quemaron las naves y levantaron una fortaleza y una ciudad amurallada en torno a ella. Pusieron a la ciudad el nombre de Riva y llamaron a la fortaleza Mansión del Rey Rivano. Belar, dios de los alorn, hizo que cayeran del cielo dos estrellas de hierro. Riva tomó las estrellas, forjó una hoja de espada con una y una empuñadura con la otra, en la que instaló el Orbe en su extremo como pomo. Tan grande era la espada que nadie salvo Riva era capaz de blandirla. En los paramos de Mallorea, Kal Torak supo en su alma que se había forjado aquella espada y, por primera vez, conoció el sabor del miedo.

La espada fue incrustada en la roca negra que se alzaba tras el trono de Riva, con el Orbe en su punto más elevado, y la hoja quedó sujeta a la roca con tal firmeza que sólo Riva podía extraerla. El Orbe despedía un fuego frío cuando Riva se instalaba en el trono. Y cuando sacaba la espada de la roca y la blandía, la hoja se convertía en una gran lengua de fuego helado.

El más admirable de todos los fenómenos era la marca del heredero de Riva. En cada generación, nacía un niño de la estirpe de Riva con la marca del Orbe en la palma de la mano. El niño así marcado era conducido a la cámara del trono, donde se le hacía poner la mano sobre el Orbe para que éste lo conociera. Cada recién nacido que tocaba el Orbe provocaba en éste un centelleante fulgor y, con cada nuevo contacto, el vínculo entre el Orbe viviente y la estirpe de Riva se hacía más fuerte.

Cuando Belgarath se separó de sus compañeros regresó apresuradamente al valle de Aldur. Pero allí descubrió que Polendra, su esposa, había muerto después de dar a luz a gemelas. Abrumado por la pena, puso por nombre Polgara a la mayor, que tenía el cabello negro como el ala de un cuervo. Según los usos de los hechiceros, extendió la mano hasta posarla sobre la frente de la niña y, con sólo rozarlo, un mechón de su cabello quedó blanco como la escarcha. Belgarath observó el hecho con preocupación, pues el mechón blanco era la marca de los hechiceros y Polgara era la primera niña en nacer con ella.

La segunda de las mellizas, de piel blanca y cabello dorado, no poseía la marca. Su padre la llamó Beldarán y tanto él como su hermana de cabello azabache la amaron más que a nadie y compitieron entre ellos por su afecto.

Y cuando Polgara y Beldarán cumplieron dieciséis años, el espíritu de Aldur se presentó ante Belgarath en un sueño y le dijo:

—Mi amado discípulo, me propongo unir tu casa a la del guardián del Orbe. Escoge, pues, cuál de tus hijas quieres entregar al rey rivano para que sea su esposa y la madre de su linaje: en él reside la esperanza de la humanidad, pues contra él no podrá imponerse el oscuro poder de Torak.

En el profundo silencio de su alma, Belgarath estuvo tentado de escoger a Polgara; pero, conocedor de la carga que el rey rivano debía soportar, decidió enviar a Beldarán y, cuando ésta se hubo marchado, lloró de pena. Polgara derramó también abundantes y amargas lágrimas, pues sabía que su hermana languidecería y moriría lejos de ella. No obstante, las dos hermanas tuvieron tiempo de consolarse y de conocerse por fin en profundidad.

Las dos juntaron sus poderes para mantener bajo vigilancia a Torak. Y hay quien dice que todavía siguen así, manteniendo su vigilia a lo largo de incontables siglos.