Capítulo 18

Había guerreros por todas partes, y ruido de combates. En el primer momento de su huida, el plan de Garion había sido muy sencillo. Lo único que tenía que hacer era encontrar a alguno de los guerreros de Barak y ya estaría a salvo. Sin embargo, ahora había en el palacio otro grupo de guerreros. El conde de Jarvik había introducido un pequeño ejército en el palacio a través de las alas en ruinas del extremo sur y, en aquel instante, la lucha se extendía por los pasadizos.

Garion muy pronto advirtió que no había modo de distinguir al amigo del enemigo. A sus ojos, todos los guerreros chereks eran absolutamente idénticos. A menos que pudiera encontrar a Barak o a algún otro de sus conocidos, decidió no dejarse ver por nadie. El frustrante conocimiento de que huía tanto de los enemigos como de sus propios amigos no hizo sino aumentar su temor. Era perfectamente posible —incluso probable— que cayera directamente en manos de los hombres de Jarvik tratando de huir de los soldados de Barak.

Lo más lógico habría sido acudir de inmediato a la cámara del consejo pero, en sus prisas por escapar de Asharak, Garion había recorrido tantos pasillos iluminados y había doblado tantas esquinas que ya no tenía idea de dónde estaba ni de cómo llegar a las zonas del palacio que le resultaban familiares. Aquélla huida sin objetivo era peligrosa. Asharak o sus hombres podían aguardar detrás de cualquier esquina para capturarlo y el muchacho comprendió que el murgo podría restablecer enseguida aquel extraño vínculo existente entre ambos que tía Pol había hecho añicos con su contacto. Era esto lo que debía evitar a toda costa, se dijo. Si caía en manos de Asharak, nunca más podría librarse de él. De momento, la única alternativa era encontrar un lugar donde ocultarse.

Penetró en otro angosto corredor y se detuvo, jadeante, con la espalda pegada a las piedras de la pared. Al otro extremo de aquel pasadizo alcanzó a ver una serie de peldaños de piedra, gastados y estrechos, que ascendían en una empinada espiral, iluminados por la luz vacilante de una única antorcha. De inmediato se dijo que, cuanto más subiera, menos probable era que encontrase a nadie. La lucha se concentraría, sobre todo, en los pisos inferiores. Inspiró profundamente y corrió hasta el pie de la escalera.

Cuando ya estaba subiendo advirtió el defecto de su plan: en la escalera no había pasadizos laterales. Tenía que llegar lo antes posible arriba so pena de ser descubierto y capturado… o algo todavía peor.

—¡Muchacho! —gritó alguien debajo de él.

Garion miró al instante por encima del hombro. Un cherek de aspecto torvo, con casco y cota de malla, subía los peldaños tras él, espada en mano.

Garion siguió subiendo a toda prisa, tropezando con los peldaños.

Escuchó entonces otro grito procedente de arriba y se quedó paralizado. El guerrero de arriba tenía tan mal aspecto como el de abajo y blandía un hacha de apariencia atroz. Estaba atrapado entre los dos.

Se encogió cuanto pudo contra las piedras. Buscó la daga, aunque sabía que era inútil.

Entonces, los dos guerreros se vieron y, con sendos gritos, se lanzaron el uno contra el otro. El de la espada pasó a la carga por delante de Garion mientras que el del hacha se abalanzaba sobre él.

El hacha describió un arco, falló el golpe y sacó una lluvia de chispas de las paredes de piedra. La espada fue más certera. Con el vello erizado de espanto, Garion la vio atravesar el cuerpo del hachero, doblado hacia delante. El hacha cayó con un estrépito escaleras abajo y el herido, abrazado todavía a su oponente y encima de él, sacó un puñal de hoja ancha de la vaina que llevaba a la cintura y la hundió en el pecho de su enemigo. El mortal abrazo desequilibró a los dos hombres y ambos rodaron escaleras abajo sin soltarse; Garion vio el brillo de sus armas mientras, con fiereza, seguían hiriéndose una y otra vez.

Paralizado de horror, Garion los vio rodar delante de él: hundían el acero en el cuerpo del contrario con gemidos nauseabundos y la sangre brotaba de sus heridas como rojos manantiales.

El muchacho sintió una arcada, apretó los dientes con fuerza y continuó su carrera escaleras arriba tratando de cerrar sus oídos a los horribles sonidos que llegaban de abajo mientras los dos guerreros, al borde de la muerte, continuaban su mutua y terrible carnicería.

Dejó atrás toda prudencia y corrió cuanto pudo. Huía más de aquel espantoso encuentro de las escaleras que de Asharak o del conde de Jarvik. Después de correr durante un rato que se le hizo interminable, llegó por fin, jadeante y sin aliento, a la puerta entreabierta de una cámara en desuso y llena de polvo. Entró, cerró la puerta y se quedó detrás de ella, temblando.

En la estancia había una cama ancha y combada, colocada contra una pared, y un ventanuco a considerable altura en la misma pared. Dos sillas desvencijadas ocupaban otras tantas esquinas, en la tercera descansaba un arcón con la tapa abierta. No había nada más. Al menos, la estancia lo preservaba de aquellos pasadizos donde unos hombres como fieras se mataban unos a otros. Sin embargo, pronto se dio cuenta de que la aparente seguridad no era tal. Si alguien abría la puerta, estaría atrapado. Desesperado, empezó a estudiar con detenimiento la polvorienta cámara. En una de las paredes desnudas colgaban unos cortinajes. Tal vez ocultaran un vestidor u otra estancia contigua. Garion cruzó la habitación y los descorrió. Tras las colgaduras había una abertura, aunque no conducía a otra estancia sino a un pasillo estrecho y oscuro. Asomó la cabeza al pasadizo pero la oscuridad era tan absoluta que apenas alcanzó a ver unos metros de su interior. Se estremeció ante el pensamiento de tener que avanzar a ciegas en las tinieblas, con un grupo de hombres armados pisándole los talones.

Alzó la vista hacia el ventanuco de la habitación y arrastró el pesado arcón por la estancia para ver si podía asomarse. Quizá desde la ventana pudiera ver algo que le diera cierta idea de dónde estaba. Se encaramó al arcón, se puso de puntillas y miró afuera.

Una serie de torres se alzaba aquí y allá entre los largos tejados de pizarra de las interminables galerías y salones del palacio del rey Anheg. Era inútil. No vio nada que pudiera reconocer. Se volvió hacia la habitación y estaba a punto de saltar del arcón cuando, de pronto, se detuvo. Allí, claramente visibles en la espesa capa de polvo que cubría el suelo, estaban las huellas de sus pisadas.

Se apresuró a saltar al suelo y cogió la almohada de la cama, que llevaba mucho tiempo sin ser usada. La colocó en el suelo y la arrastró por toda la estancia, borrando las huellas. Sabía que no podía ocultar el hecho de que alguien había rondado por allí pero, al menos, podía borrar pisadas que, debido a su tamaño, revelarían de inmediato a Asharak o a cualquiera de sus hombres que quien allí se había ocultado era un muchacho aún no crecido. Cuando terminó, volvió a colocar la almohada en la cama. El trabajo no era perfecto pero, por lo menos, estaba mejor que antes.

En el pasillo, al otro lado de la puerta, se escuchó un grito y el estrépito del acero contra el acero.

Garion aspiró aire profundamente y se adentró en el corredor oculto por los cortinajes.

Apenas había dado unos pasos cuando la oscuridad se hizo completa en el angosto pasadizo. Se le puso la piel de gallina al contacto de las telarañas con su rostro y el polvo añejo que se levantó del suelo irregular casi le impidió respirar. Al principio avanzó muy deprisa, deseoso de poner la mayor distancia posible entre él y los que combatían en el pasillo, pero pronto tropezó y, durante un instante, estuvo a punto de caer. La instantánea de una escalera empinada que se abría en las tinieblas pasó por su mente y comprendió que, con el paso que llevaba, no tendría modo de evitar la posible caída. Desde entonces avanzó con mayor cautela; tanteó la pared con una mano y llevó la otra extendida ante el rostro para apartar las numerosas telarañas que colgaban del bajo techo del corredor.

El sentido del tiempo se perdía pronto en la oscuridad y a Garion le pareció que llevaba horas dando tumbos por el pasadizo, el cual parecía extenderse sin fin. Entonces, pese a todas sus precauciones, chocó de bruces con un muro de ásperas piedras. Por un momento, fue presa del pánico. ¿Terminaba allí el pasadizo? ¿Había caído en una trampa? ¿Se había metido en una ratonera?

A continuación, por el rabillo del ojo, percibió una luz mortecina. El corredor no terminaba, sino que doblaba en ángulo hacia la derecha. La luz parecía situarse al otro extremo y Garion avanzó hacia ella, agradecido.

Cuando la escasa luz se lo permitió, el muchacho apretó el paso y pronto llegó al punto del que procedía el resplandor. Era una estrecha grieta al pie de la pared. Garion hincó la rodilla en las losas polvorientas y se asomó por la hendidura.

Debajo, el salón era enorme y en su centro había un gran fuego encendido, cuyo humo ascendía hasta las aberturas del techo abovedado, que se alzaba por encima incluso del lugar donde estaba Garion. Aunque desde aquella perspectiva tenía un aspecto muy diferente, reconoció de inmediato el salón del trono del rey Anheg. Recorriéndolo con la mirada, vio la gruesa figura del rey Rhodar junto al cuerpo menudo del rey Cho-Hag, con el omnipresente Hettar de pie tras ellos. A alguna distancia de los tronos, el rey Fulrach conversaba con el señor Lobo y cerca de ellos se encontraba tía Pol. La esposa de Barak conversaba con la reina Islena, mientras las otras dos reinas no andaban lejos de ellas. Seda deambulaba por el salón con paso inquieto y dirigía de vez en cuando una mirada a las puertas, fuertemente protegidas. Una oleada de alivio recorrió a Garion. Estaba a salvo.

Se disponía a llamar la atención de los de abajo cuando se abrió la puerta con un estruendo y penetró en el salón el rey Anheg, con la cota de malla y la espada en la mano, seguido de cerca por Barak y el Guardián de Riva, que traía entre ambos, pese a su resistencia, al hombre de cabello pajizo que Garion había visto en el bosque el día de la caza del jabalí.

—¡Ésta traición te costará cara, Jarvik! —exclamó Anheg con un rugido mientras se encaminaba a su trono.

—Así pues, ¿la lucha ha terminado? —preguntó tía Pol.

—Pronto, Polgara —aseguró Anheg—. Mis hombres persiguen a los últimos bandidos de Jarvik en las entrañas del palacio. Sin embargo, de no haber estado sobre aviso, las cosas habrían sido muy distintas.

Garion, con su grito todavía a flor de labios, decidió en el último instante permanecer callado un poco más.

El rey Anheg envainó la espada y ocupó su trono.

—Ahora, antes de hacer lo que es debido —dijo—, vamos a hablar un poco, Jarvik.

El hombre del cabello pajizo abandonó su infructuosa resistencia contra Barak y Brand el Guardián, casi tan corpulento como aquél.

—No tengo nada que decir, Anheg —replicó, desafiante—. Si la suerte no me hubiera vuelto la espalda, ahora sería yo quien se sentara en ese trono. He perdido mi oportunidad, y aquí termina todo.

—Todo, no —insistió Anheg—. Quiero saber los detalles. Será mejor que me los cuentes. De un modo u otro, vas a hablar.

—Haz lo que quieras —se burló Jarvik—. Antes me morderé la lengua que contarte nada.

—Eso ya lo veremos —respondió Anheg con tono tétrico.

—No va a ser necesario, Anheg —intervino tía Pol, quien acto seguido se acercó lentamente al cautivo—. Hay un modo más fácil de convencerlo.

—No voy a decir nada ——repitió Jarvik—. Soy un guerrero y no te temo, hechicera.

—Eres aún más estúpido de lo que pensaba, conde Jarvik —dijo el señor Lobo—. ¿Prefieres que lo haga yo, Pol?

—Puedo encargarme de todo, padre —respondió ella sin apartar los ojos de Jarvik.

—Ten cuidado —le advirtió el anciano—. A veces te excedes un poco. Con un ligero toque bastará.

—Yo sé lo que hago, Viejo Lobo —replicó ella con aspereza, al tiempo que fijaba su mirada con toda intensidad en los ojos del prisionero.

Garion, todavía oculto, contuvo la respiración.

El conde de Jarvik rompió a sudar y trató con desesperación de apartar la vista de los ojos de tía Pol, pero fue en vano. La mujer se adueñó de su voluntad y lo obligó a mirarla. El hombre temblaba y su rostro palideció. Ella no hizo ningún gesto, el menor movimiento, sino que permaneció frente a Jarvik, encendiéndole el cerebro con los ojos.

Y entonces, al cabo de un momento, el hombre soltó un grito. Después, tras un nuevo grito, se derrumbó con todo su peso entre las manos de los dos hombres que lo sostenían.

—¡Apártala! —balbució el traidor—. ¡Hablaré, pero quítamela de encima!

Seda, situado ahora cerca del trono de Anheg, miró a Hettar.

—Me pregunto qué habrá visto —murmuró.

—Creo que será mejor no saberlo —respondió Hettar.

La reina Islena había observado la escena con interés, como si esperara descubrir alguna pista de cómo se hacía el truco. Cuando Jarvik se puso a gritar, Islena dio un respingo y apartó la vista.

—Está bien, Jarvik —dijo Anheg, en un tono de voz de pronto apaciguado—. Empieza por el principio. Lo quiero todo.

—Al principio, fue poca cosa —empezó a explicar Jarvik con voz temblorosa—. No parecía haber ningún mal en ello.

—Nunca lo parece —comentó Brand.

El conde de Jarvik exhaló un profundo suspiro, dirigió una mirada a tía Pol y se estremeció otra vez. Después, recobró la compostura.

—Todo empezó hace un par de años. Yo había navegado a Kotu, en Drasnia, y allí conocí a un comerciante nadrak llamado Grashor. Parecía un tipo bastante correcto y, cuando nos conocimos un poco mejor, me pregunto si me interesaría participar en un asunto bastante provechoso. Yo le dije que era un noble y no un vulgar comerciante, pero él insistió. Dijo que le preocupaban los piratas que viven en las islas del golfo de Cherek y que, probablemente, éstos no atacarían la nave de un noble cuyos tripulantes eran hombres armados. Su carga consistía en un único arcón… y no muy grande. Creo que eran algunas joyas que había conseguido camuflar en las aduanas de Boktor y que pretendía enviar a Darine, en Sendaria. Le respondí que el asunto no me interesaba, pero ese Grashor abrió entonces su bolsa y sacó oro. Recuerdo que era un oro rojo y brillante y que me resultó imposible apartar los ojos de él. En realidad, el dinero me convenía…, ¿a quién no, después de todo?…, y, por otra parte, no vi ningún deshonor en hacer lo que me pedía.

Así pues, llevé al hombre y su carga a Darine y conocí a su socio, un murgo llamado Asharak.

Garion dio un respingo al escuchar el nombre y escuchó un profundo silbido de sorpresa en labios de Seda.

—Como habíamos convenido —continuó Jarvik—, Asharak me pagó una suma igual a la que me había dado Grashor y terminé el asunto con toda la bolsa de oro en mi poder. Asharak me dijo que les había hecho un gran favor y que, si alguna vez necesitaba más oro, él estaría encantado de proponerme algún otro asunto que me permitiera ganármelo.

Para entonces, ya había conseguido más oro del que había tenido nunca pero, de todos modos, parecía que no era suficiente. Por alguna razón, tenía el ansia de conseguir más.

—Ésa es la naturaleza del oro angarak —intervino el señor Lobo—. Siempre llama a más. Cuanto más oro rojo posee, más poseído por él queda su dueño. Por eso son tan espléndidos en regalarlo esos murgos. Asharak no pagaba tus servicios, Jarvik: compraba tu alma.

Jarvik asintió, con expresión sombría.

—Sea como fuere —prosiguió—, no pasó mucho tiempo hasta que encontré una excusa para navegar de nuevo a Darine. Asharak me dijo que, como los murgos tenían vedado el acceso a Cherek, sentía una gran curiosidad por saber cosas de nosotros y de nuestro reino. Me hizo muchas preguntas y me dio oro por cada respuesta. Me pareció una manera estúpida de malgastar el dinero, pero le di las respuestas y acepté su oro. Cuando volví a Cherek, tenía otra bolsa llena. Fui a Jarviksholm y puse el nuevo oro con el que ya tenía. Vi que era un hombre rico y que todavía no había hecho nada deshonroso. Sin embargo, ahora el día no parecía tener suficientes horas: me pasaba todo el tiempo encerrado en la bóveda de seguridad, contaba mi oro una y otra vez, lo limpiaba hasta sacarle un brillo rojo como la sangre y me llenaba los oídos con su tintineo…

Pero, al cabo de un tiempo, empezó a parecerme que en realidad no tenía tanto y acudí de nuevo a Asharak. El murgo dijo que seguía interesándole Cherek y que desearía conocer las intenciones de Anheg. Me aseguró que me daría tanto oro como el que ya tenía si, durante un año, le hacía llegar noticias de lo que se trataba en los grandes consejos de palacio. Al principio me resistí, pues sabía que con ello cometía un grave deshonor, pero Asharak me enseñó el oro y ya no pude negarme.

Desde su posición, Garion pudo apreciar las expresiones de quienes ocupaban el salón a sus pies. En los rostros había una curiosa mezcla de lástima y desprecio mientras Jarvik continuaba su exposición.

—Fue entonces, Anheg —dijo el traidor—, cuando tus hombres capturaron a uno de mis mensajeros y me confinaste a Jarviksholm. Al principio no me importó, pues podía seguir jugando con mi oro; sin embargo, no pasó mucho tiempo antes de que volviera a parecerme que no tenía suficiente. Envié una nave rápida a través del canal hasta Darine, con un mensaje a Asharak en el que le pedía me encontrara otro trabajo para conseguir más oro. Cuando la nave regresó, Asharak venía a bordo de ella y ambos nos sentamos a hablar de lo que yo podía hacer para incrementar mi tesoro.

—Entonces eres un traidor por partida doble, Jarvik —dijo Anheg con una voz casi apenada—. Me has traicionado a mí y has quebrantado la ley más antigua de Cherek. Ningún angarak ha puesto el pie en nuestro reino desde los días del propio Hombros de Oso.

—En realidad, entonces no me preocupó eso —declaró Jarvik, encogiéndose de hombros—. Asharak tenía un plan y me pareció bastante bueno. Si lográbamos introducirnos en la ciudad en pequeños grupos, podíamos ocultar un ejército en las alas en ruinas del sector sur del palacio. Contando con la sorpresa y con un poco de suerte, tendríamos la oportunidad de acabar con Anheg y los demás reyes alorn y yo podría ocupar el trono de Cherek y, tal vez, los de toda Aloria.

—¿Y cuál fue el precio que te puso Asharak? —inquirió el señor Lobo, con los ojos entrecerrados y la expresión preocupada—. ¿Qué quería a cambio de hacerte rey?

—Algo tan poco importante que, cuando me lo dijo, me eché a reír —respondió el traidor—. Pero Asharak añadió entonces que, si se lo conseguía, no sólo me daría la corona sino también toda la habitación llena de oro.

—¿De qué se trataba? —insistió Lobo.

—Me contó que había un muchacho de unos catorce años en el grupo que había llegado con el rey Fulrach de Sendaria. Me aseguró que, tan pronto como ese muchacho le fuera entregado, me daría más oro del que podría contar en mi vida… además del trono de Cherek.

El rey Fulrach pareció desconcertado ante la revelación.

—¿Garion? ¿Por qué había de querer Asharak al muchacho?

La exclamación de temor que surgió de la garganta de tía Pol llegó nítidamente al lugar donde Garion se había refugiado.

—¡Durnik! —dijo la mujer con voz cargada de urgencia, pero el herrero ya se había puesto en pie y corría hacia la puerta con Seda pegado a sus talones. Tía Pol se volvió hacia el traidor con los ojos flameantes y el mechón blanco de la frente casi incandescente en la medianoche de su cabello. El conde Jarvik se encogió de temor cuando la mirada cayó sobre él.

—Si le sucede algo al muchacho, Jarvik, los hombres se estremecerán ante el recuerdo de tu destino durante un millar de años —le anunció.

Garion ya tuvo suficiente. Se sentía avergonzado y un poco asustado ante la furia que apreció en la reacción de tía Pol.

—¡Estoy bien, tía Pol! —gritó por la estrecha grieta de la pared—. ¡Aquí arriba!

—¿Garion? —La mujer alzó la cabeza intentando localizarlo—. ¿Dónde estás?

—Aquí arriba, cerca del techo —respondió el muchacho—. Detrás de la pared.

—¿Cómo has llegado ahí?

—No lo sé. Unos hombres me perseguían y eché a correr hasta que he terminado aquí.

—Baja aquí enseguida.

—No sé cómo, tía Pol —respondió Garion—. He corrido tanto rato y he dado tantas vueltas que no sé volver. Me he perdido.

—Está bien, cariño —respondió Pol, recuperando el aplomo—. Quédate donde estás. Pensaremos un modo de bajarte.

—Eso espero —añadió él.